viernes, 1 de noviembre de 2019

ARENALES




Dentro de ese punto se repetía el andar de bestias y gentes, en un calendario que nadie predijera como él. Las espuelas y los relinchos volvían desde los mismos espejos. Las tajaduras colgaban como los sables que las repartían. La pólvora asfixiaba entre estertores de otro mundo. Otra vez nacían criaturas que crecían en los desfiladeros otra vez. El salitre era un bálsamo muy dentro de ese punto. Había un sopor dentro y fuera de ese punto. Ese punto era un punto de tinta sobre el papel; el vértice de una pluma que al fin conseguía reposo y forma ese día.
Las arenas de siglos ya no eran incontables, bastaba ese color apagado al tiempo que extendido en el resplandor y el aplomo. El sudor relucía en su frente marchita. Sentía que él mismo iba creciendo como sus arrugas; creciendo para duplicar las fatigas y las mortificaciones dentro de su propio cuerpo enflaquecido. Sentía que la muerte era un síntoma preliminar de algo más duradero y terrible. Los temblores eran menos entonces. La fiebre ya no le azoraba como antes. Una lucidez de pronto le hacía recordar palabras insensatas que tal vez gritó entre pesadillas y vigilias. La casona de tapiales encalados callaba como su boca agrietada por el silencio y las arengas. Había un vacío que reverdecía en cada árbol. Apenas el sol colmaba esas hojas, y luego las sombras las vaciaban de nuevo sobre arenales sin huellas.
Tal vez ningún visitante ese día, y, sin embargo, él siempre esperaba un mensaje ajeno o un delirio propio. Se atrevió a levantar y al punto se tuvo en pie como para una ceremonia centenaria, así que pensó dar un paseo afuera. Al primer paso, los calambres le trababan dolorosamente. Se echó sobre el suelo de baldosas frías. Tendido de espaldas, veía la madera entreverada del techo como una tempestad en ciernes. Se cubrió los ojos con sus falanges enjutas. Estuvo vedado por un instante en que el mundo tampoco lo veía. Sentía como lentamente el frío de las baldosas le poblaba la espalda. Pensó que ese simulacro lo minaría por entero. No quiso levantarse tan pronto. Quiso esperar a ver si los enemigos eran distinguibles allí, si al menos se podía abatir a uno entre tantos vapores informes. Nada. Nadie.
La soledad le era lícita por primera vez en muchos años. Tantos emplastes habían agitado un tumulto entorno a él; y ahora se sentía a salvo de remedios y curanderos. Ahora mismo aquellas fiebres eran apenas un recuerdo, pero todavía su respiración era lenta y cavernosa. Respiró profundo. De pronto se levantó como desde una hamaca venezolana. Los calambres se quedaron en las baldosas, amortajados por una modorra que no era suya. Pudo pasearse de nuevo en el corredor. Inquieto, con los brazos cruzados. Volvió a la carta que no quiso dictar a nadie. La leyó de pie y encontró que ese último punto era suficiente entonces. Así que remató modos epistolares de costumbres y firmó enérgicamente. Puso el papel con las demás papeles y salió de nuevo al corredor. El sol era blanquecino. No parecía haber ningún cielo detrás de eso.
Mejor eran estos arenales que Lima. Aquí por lo menos las raíces procuraban hundirse un poco más, acaso para no perderse en lo que no encontraban. Sintió otro vahído, casi a tientas procuró una silla que se apoyaba en el tapial. Se sentó. Volvió a ceñirse el pañuelo en la cabeza. Se reclinó. Parecían oírse unos murmullos desde un origen incierto; temió que las fiebres volvieran con sus monstruos. Cerró los ojos y un fugaz sueño regreso de sus confines para abrírselos inmediatamente. Otros achaques nuevos parecían ser premonitorios.
El trance de esos días lo había envejecido demasiado, apenas se reconocía en el reflejo del agua que apagaba su sed. Embotados sentidos aguzaron una sensibilidad que le quemaba vivamente. Mil conspiraciones medraban como escalofríos y aun así nadie era capaz de llegar con nada. Qué saquen los fierros de los muebles. Qué las bestias agosten todos los campos. Qué el relámpago fulmine al rastrero. Un desierto en este desierto para los godos, y aun así nadie era capaz de llegar con nada. Sólo aquellos vagos murmullos doblaban lo inaudible.
Por fin oyó venir unos pasos que podían llegar muy cerca. El rectángulo de sol en el patio se avivó hasta encandilarle. No era un vértigo el que lo rodeaba entre algodones, pero supo que aquella silla era un escollo providencial. El visitante venía desde muy lejos y al fin había llegado a su destino. No caminaba de prisa para no importunar con su llegada. Eran demasiadas noticias funestas para luego tener que darle forma como un milagro creíble, como una antorcha inocua y sacramental.
La misma figura del visitante todavía era una llama que temblaba sin definir forma alguna. Si pudo entrar a la casona, era porque traía los puñales que no quería traer, y ya tintineaban como las espuelas. En la medida que aquellos pasos acortaban sus ecos, él pudo notar que otros cascabeles ampliaban una herrumbre de cencerros rotos. Se detuvo el hombre a un paso. Entrechocó las botas. Pronunció las señas que lo anunciaban y luego se cortó. Aquél hombre no podía creer la semblanza de quien veía. Ciertamente le era inverosímil verlo casi al borde de la muerte y en medio de arenales agrestes, bajo un sol blanquecino que eclipsaba el cielo del Perú. Mustio. Sentado en una pobre silla de baqueta, recostado con un pañuelo blanco en la cabeza. Las fiebres parecían haberle arado el rostro con una hondura lenta y dolorosa. Se podían notar los huesos mondados detrás de sus pantalones y el pecho hundido y magro detrás de su camisa.
Evitó reunir sus ojos para detallar a aquel templo casi derruido por cuya fe un mundo cobraba aliento. Sólo unas breves palabras a su salud. Más bien prefirió apresurar los negocios contrariados que debía relatar, antes que las lágrimas, porque este luto lo velaría hasta el fondo. Era de rigor la entereza al menos, por lo que el visitante empezó a pintar un cuadro terrible a trazos vastos. Cada palabra caía como un lastre, pero él podía vislumbrar, desde su escollo, que entre esas palabras había otros abismos más profundos, aquellos que necesario fuera someter hasta lo insondable. Sucesos por doquier se aniquilaban en pos de otros que con mayor contrariedad buscaban su ruina mutua. Atendía todo. No se le escapaba nada. Su cerebro siempre supo percibir las sutilezas más recónditas.
Mi General, y qué piensa hacer Vd.
Precediendo sin duda a la pregunta, se incorpora con todas las potencias combinadas. Un fulgor en sus ojos concentra el fuego sagrado de trescientos años de calma. El corresponsal recula un poco. Entonces, con esa vitalidad que ha navegado el Orinoco siempre, vuelve a dictar ley sobre diez mil terremotos americanos.
Triunfar!



Berlín, octubre 2019.

No hay comentarios: