Dentro
de ese punto se repetía el andar de bestias y gentes, en un
calendario que nadie predijera como él. Las espuelas y los relinchos
volvían desde los mismos espejos. Las tajaduras colgaban como los
sables que las repartían. La pólvora asfixiaba entre estertores de
otro mundo. Otra vez nacían criaturas que crecían en los
desfiladeros otra vez. El salitre era un bálsamo muy dentro de ese
punto. Había un sopor dentro y fuera de ese punto. Ese punto era un
punto de tinta sobre el papel; el vértice de una pluma que al fin
conseguía reposo y forma ese día.
Las
arenas de siglos ya no eran incontables, bastaba ese
color apagado al tiempo que extendido en el resplandor y el aplomo. El
sudor relucía en su frente marchita. Sentía que él mismo iba
creciendo como sus arrugas; creciendo para duplicar las
fatigas y las mortificaciones dentro de su propio cuerpo
enflaquecido. Sentía que la muerte era un síntoma preliminar de
algo más duradero y terrible. Los temblores eran menos entonces. La
fiebre ya no le azoraba como antes. Una lucidez de pronto le hacía
recordar palabras insensatas que tal vez gritó entre pesadillas y
vigilias. La casona de tapiales encalados callaba como su boca
agrietada por el silencio y las arengas. Había un vacío que
reverdecía en cada árbol. Apenas el sol colmaba esas hojas, y luego
las sombras las vaciaban de nuevo sobre arenales sin huellas.
Tal
vez ningún visitante ese día, y, sin embargo, él siempre esperaba
un mensaje ajeno o un delirio propio. Se atrevió a levantar y al
punto se tuvo en pie como para una ceremonia centenaria, así que
pensó dar un paseo afuera. Al primer paso, los calambres le trababan
dolorosamente. Se echó sobre el suelo de baldosas frías. Tendido de
espaldas, veía la madera entreverada del techo como una tempestad en
ciernes. Se cubrió los ojos con sus falanges enjutas. Estuvo vedado
por un instante en que el mundo tampoco lo veía. Sentía como
lentamente el frío de las baldosas le poblaba la espalda. Pensó que
ese simulacro lo minaría por entero. No quiso levantarse tan
pronto. Quiso esperar a ver si los enemigos eran distinguibles allí, si al
menos se podía abatir a uno entre tantos vapores informes. Nada. Nadie.
La
soledad le era lícita por primera vez en muchos años. Tantos
emplastes habían agitado un tumulto entorno a él; y ahora se
sentía a salvo de remedios y curanderos. Ahora mismo aquellas
fiebres eran apenas un recuerdo, pero todavía su respiración era
lenta y cavernosa. Respiró profundo. De pronto se levantó como
desde una hamaca venezolana. Los calambres se quedaron en las
baldosas, amortajados por una modorra que no era suya. Pudo pasearse
de nuevo en el corredor. Inquieto, con los brazos cruzados. Volvió a
la carta que no quiso dictar a nadie. La leyó de pie y encontró que
ese último punto era suficiente entonces. Así que remató modos epistolares de costumbres y firmó enérgicamente. Puso el
papel con las demás papeles y salió de nuevo al corredor. El sol
era blanquecino. No parecía haber ningún cielo detrás de eso.
Mejor
eran estos arenales que Lima. Aquí por lo menos las raíces
procuraban hundirse un poco más, acaso para no perderse en lo que no
encontraban. Sintió otro vahído, casi a tientas procuró una silla
que se apoyaba en el tapial. Se sentó. Volvió a ceñirse el pañuelo
en la cabeza. Se reclinó. Parecían oírse unos murmullos desde un
origen incierto; temió que las fiebres volvieran con sus monstruos.
Cerró los ojos y un fugaz sueño regreso de sus confines para
abrírselos inmediatamente. Otros achaques nuevos parecían ser
premonitorios.
El
trance de esos días lo había envejecido demasiado, apenas se
reconocía en el reflejo del agua que apagaba su sed. Embotados sentidos
aguzaron una sensibilidad que le quemaba vivamente. Mil
conspiraciones medraban como escalofríos y aun así nadie era capaz
de llegar con nada. Qué saquen los fierros de los muebles. Qué las
bestias agosten todos los campos. Qué el relámpago fulmine al
rastrero. Un desierto en este desierto para los godos, y aun así
nadie era capaz de llegar con nada. Sólo aquellos vagos murmullos
doblaban lo inaudible.
Por
fin oyó venir unos pasos que podían llegar muy cerca. El rectángulo
de sol en el patio se avivó hasta encandilarle. No era un vértigo
el que lo rodeaba entre algodones, pero supo que aquella silla era un escollo providencial. El visitante venía desde muy
lejos y al fin había llegado a su destino. No caminaba de prisa para
no importunar con su llegada. Eran demasiadas noticias funestas para
luego tener que darle forma como un milagro creíble, como una
antorcha inocua y sacramental.
La
misma figura del visitante todavía era una llama que temblaba sin
definir forma alguna. Si pudo entrar a la casona, era porque traía
los puñales que no quería traer, y ya tintineaban como las
espuelas. En la medida que aquellos pasos acortaban sus ecos, él
pudo notar que otros cascabeles ampliaban una herrumbre de cencerros
rotos. Se detuvo el hombre a un paso. Entrechocó las botas.
Pronunció las señas que lo anunciaban y luego se cortó. Aquél
hombre no podía creer la semblanza de quien veía. Ciertamente le
era inverosímil verlo casi al borde de la muerte y en medio de
arenales agrestes, bajo un sol blanquecino que eclipsaba el cielo del
Perú. Mustio. Sentado en una pobre silla de baqueta, recostado con
un pañuelo blanco en la cabeza. Las fiebres parecían haberle arado
el rostro con una hondura lenta y dolorosa. Se podían notar los
huesos mondados detrás de sus pantalones y el pecho hundido y magro
detrás de su camisa.
Evitó
reunir sus ojos para detallar a aquel templo casi derruido por cuya fe un mundo cobraba aliento. Sólo
unas breves palabras a su salud. Más bien
prefirió apresurar los negocios contrariados que debía relatar,
antes que
las
lágrimas, porque este luto lo velaría hasta el fondo. Era de rigor la entereza al menos, por lo que el visitante empezó a pintar un cuadro terrible a trazos
vastos. Cada palabra caía como
un lastre, pero él podía vislumbrar, desde su escollo, que entre esas palabras había otros abismos más profundos, aquellos que necesario fuera someter
hasta lo insondable. Sucesos por doquier se aniquilaban en pos de
otros que con mayor contrariedad buscaban su ruina mutua. Atendía
todo. No se le escapaba nada. Su cerebro siempre supo
percibir las sutilezas más recónditas.
—Mi
General, y qué piensa hacer Vd.
Precediendo
sin duda a la pregunta, se incorpora con todas las potencias
combinadas. Un fulgor en sus ojos concentra el fuego sagrado de
trescientos años de calma. El corresponsal recula un poco. Entonces, con esa vitalidad que ha navegado el Orinoco siempre, vuelve
a dictar ley sobre diez mil terremotos americanos.
—Triunfar!
Berlín,
octubre 2019.
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