PRÓLOGO
Estaba en el sillón, estaba absorto y disecado como
un taxidermista fijo en sus ojos fijos. En mis vacíos se disgregaba la
borrachera como una bandada de pájaros indefinidamente despiertos, y mi sueño
dejó de contenerse en mi cráneo; sólo el ardor más doloroso daba tumbos dentro
de mi cráneo, como si hurgar pudiera un arraigado fruto. Mientras muchas
clavijas se desperezaban con el aplomo de mis atribuladas respuestas, lloré
todas aquellas preguntas que durante insomnios pude cotejar rudimentariamente a
mi vigilia más licenciosa. El vino prolongaba su ocio en las burbujas que le
herían. Las cortinas, adorables pero ermitañas, danzaban en la tensión de
músculos invertebrados. La tímida luz no traspasaba el vano, desde fuera
avivaba a los rescoldos de sombras tendidas en el parqué. Tomé el pesado
revólver que plácidamente había puesto sobre las sábanas; su centro, aún más
pesado que el mío, tenía los vicios ancestrales del perjurio y un azar
descifrado apenas con seis proyectiles de alquímico plomo. No sé si al fin hubo
un disparo, pero se diría que por redondo ardid de un minutero yo yacía sobre
el catre y escuchaba una trémula voz que se iba apagando como un estribillo en
ráfagas: "Out, out, brief candle. / Life’s but a walking shadow, a poor
player/ that struts and frets his hour upon the stage, / and then is heard no
more. It is a tale/ Told by an idiot, full of sound
and fury, / signifying nothing."* Mis ojos resbalaron en mis párpados, o la sangre
resbalaba desde los distantes ecos; y entonces la voz, quedamente, se
extinguía: …signifying nothing. Toqué mi frente y se desenrolló un pez
de sangre decapitada sobre la ingratitud de una piedra. Me agité en medio del
mobiliario, confuso, batiéndome contra esa profecía que también me desencajaba
del último naipe que vi sobre los tablones. Busqué, prolongando estériles
maniobras, cualquier quicio por el cual mi delirante ceguera vislumbrara
algunas cosas del mundo. Urdí entre mis dedos las estampas ocultas en el
mantel, las que nunca volvieron su suerte, y sumé al misterio las virtudes de
mi ignorancia insatisfecha. Hice pedazos algunos objetos cuanto eran capaces de
resistirse en beneficio de su conjetural esgrima. Me ascendió el vómito de
súbito, paralelo a mi cuerpo, como si en el trance aprendiera la ciencia del
crecimiento; y ya rendido, me sabía un demiurgo cuyo único argumento posible,
el caos de importancia regular y monótona, transcribiría en adelante aun las
hazañas anteriores. Pero el cansancio me fue degradando hasta la simplicidad de
un neófito, que fuera tan crédulo en su ardor. Mis ardides cesaron bruscamente,
luego de caer de bruces sobre la cuadriculada fotografía. Aquella figura, entre
sus resortes, deshizo los amarres de mi luto, de este luto que a tientas se
veló hasta clarear su fondo. Apenas pude justificarme en algún párrafo
predilecto, mientras las arrugas sin rostro se ceñían a mi rostro envejecido.
Aquel ángulo en el cual se recogen las esperanzas, era en derredor lo mismo que
se puede encontrar siempre: el nombre que invoca la fe del conveniente
predicado. Acredité lo que muchos: “no podía haber proporciones que no fueran
decoradas a imagen y semejanza de mis dudas”. Un diccionario, cuyo tosco
pedestal era razonablemente medido durante cualquier juicio dudoso, tan
comprensible entre dos letras extremas —pero devorado por los pliegues de la
memoria— no era ni el compás de su propia extensión. Y yo, no obstante a las
geométricas pinzas que todo lo juntan en un pellizco, no era el testigo cuya
condición había sido ignorada por la vanidad de mis certezas, pero sí el
universo desconocido por todos; en tanto todos se arracimarían a mi turbación.
Agosto, 2001
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