lunes, 24 de diciembre de 2007

Narrativa




PRÓLOGO


Estaba en el sillón, estaba absorto y disecado como un taxidermista fijo en sus ojos fijos. En mis vacíos se disgregaba la borrachera como una bandada de pájaros indefinidamente despiertos, y mi sueño dejó de contenerse en mi cráneo; sólo el ardor más doloroso daba tumbos dentro de mi cráneo, como si hurgar pudiera un arraigado fruto. Mientras muchas clavijas se desperezaban con el aplomo de mis atribuladas respuestas, lloré todas aquellas preguntas que durante insomnios pude cotejar rudimentariamente a mi vigilia más licenciosa. El vino prolongaba su ocio en las burbujas que le herían. Las cortinas, adorables pero ermitañas, danzaban en la tensión de músculos invertebrados. La tímida luz no traspasaba el vano, desde fuera avivaba a los rescoldos de sombras tendidas en el parqué. Tomé el pesado revólver que plácidamente había puesto sobre las sábanas; su centro, aún más pesado que el mío, tenía los vicios ancestrales del perjurio y un azar descifrado apenas con seis proyectiles de alquímico plomo. No sé si al fin hubo un disparo, pero se diría que por redondo ardid de un minutero yo yacía sobre el catre y escuchaba una trémula voz que se iba apagando como un estribillo en ráfagas: "Out, out, brief candle. / Life’s but a walking shadow, a poor player/ that struts and frets his hour upon the stage, / and then is heard no more. It is a tale/ Told by an idiot, full of sound and fury, / signifying nothing."* Mis ojos resbalaron en mis párpados, o la sangre resbalaba desde los distantes ecos; y entonces la voz, quedamente, se extinguía: …signifying nothing. Toqué mi frente y se desenrolló un pez de sangre decapitada sobre la ingratitud de una piedra. Me agité en medio del mobiliario, confuso, batiéndome contra esa profecía que también me desencajaba del último naipe que vi sobre los tablones. Busqué, prolongando estériles maniobras, cualquier quicio por el cual mi delirante ceguera vislumbrara algunas cosas del mundo. Urdí entre mis dedos las estampas ocultas en el mantel, las que nunca volvieron su suerte, y sumé al misterio las virtudes de mi ignorancia insatisfecha. Hice pedazos algunos objetos cuanto eran capaces de resistirse en beneficio de su conjetural esgrima. Me ascendió el vómito de súbito, paralelo a mi cuerpo, como si en el trance aprendiera la ciencia del crecimiento; y ya rendido, me sabía un demiurgo cuyo único argumento posible, el caos de importancia regular y monótona, transcribiría en adelante aun las hazañas anteriores. Pero el cansancio me fue degradando hasta la simplicidad de un neófito, que fuera tan crédulo en su ardor. Mis ardides cesaron bruscamente, luego de caer de bruces sobre la cuadriculada fotografía. Aquella figura, entre sus resortes, deshizo los amarres de mi luto, de este luto que a tientas se veló hasta clarear su fondo. Apenas pude justificarme en algún párrafo predilecto, mientras las arrugas sin rostro se ceñían a mi rostro envejecido. Aquel ángulo en el cual se recogen las esperanzas, era en derredor lo mismo que se puede encontrar siempre: el nombre que invoca la fe del conveniente predicado. Acredité lo que muchos: “no podía haber proporciones que no fueran decoradas a imagen y semejanza de mis dudas”. Un diccionario, cuyo tosco pedestal era razonablemente medido durante cualquier juicio dudoso, tan comprensible entre dos letras extremas —pero devorado por los pliegues de la memoria— no era ni el compás de su propia extensión. Y yo, no obstante a las geométricas pinzas que todo lo juntan en un pellizco, no era el testigo cuya condición había sido ignorada por la vanidad de mis certezas, pero sí el universo desconocido por todos; en tanto todos se arracimarían a mi turbación.


Agosto, 2001

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