Pedro siempre dice que cuando la gente muere se hace
más pequeña, y tanto más pequeña que al cabo no se le ve más. ¿Cómo puede
crecer entonces el espíritu entre ese redondel amurallado? Se me figura que no
hay techo que tape al muerto, porque cómo pedir del cielo otra tierra. No. No.
No. La tierra es la que pisamos siempre.
Hace dos meses vi a un hombre que apenas podía quejarse,
tendido con un balazo en la panza. El agujero se le parecía al ombligo, o más
bien su ombligo ya se hundía del mismo modo en ese pobre hombre,
como se retuercen los vórtices de una rebosante bañera a la que se le ha
quitado el tapón. Recuerdo que se escuchaban las ametralladoras y los ecos
devolvían las balas como una guerra improcedente. Yo corría de la mano de
madre. Se hablaba en casa de una revuelta, de muchos muertos que se lloraban
ya. Fue entonces cuando supe que la muerte le incumbía a todo el mundo, o que
cuando menos por regla inexorable no admitía excepciones en el temor de todos.
La verdad nunca he visto morir a un pariente. Yo
creo que la muerte es una fábula que todos dicen para que nos la creamos hasta
el final de su moraleja. Porque dicho así suena verdaderamente terrible, y lo
terrible nos conmueve tanto que nos sentimos incluso más vivos. Uno debe ser como
dicen que son las ranas, sólo que se dice que las ranas son únicas en su
existencia, y por ello se la pasan heredándose en esa sola dinastía. Parecen
que nunca mueren; no sé si para esto han de nacer, hechas desde siempre unas
cabales ranas, pero pasa a menudo que torturándoles se les puede matar (matar,
digo yo). Pedro y yo hemos “matado” a muchas, o por lo menos eso creímos al
verles tiesas y diseccionadas como en los frascos de la clase. Pedro dice que
así como las matamos ellas deben morir naturalmente, aunque ninguno de los dos
ha probado que mueran por sí solas. Con impaciencia las matamos, o pasa que un
accidente les ocurre. Hay muchos accidentes en el camino de una rana, y vaya
que no van descaminada al topárselos todo el tiempo; se podría decir que a cada
rana le conviene al menos uno de por vida. Así como ellas se dan de narices
contra las paredes, cualquier día en esa eternidad se topan con el amplio arco
de la muerte (muerte, digo yo), y es que lo hacen, a fe que sí, como si en un
punto apenas se pudiera pinchar tantas sensibilidades como púas haya. Por eso
se acostumbra a decir que la muerte es eterna, porque detrás de nuestros
sucesivos puntos se extiende a sí misma; y si dura todo “ese tiempo” hay que
vivir el mismo tiempo para morir, así que un accidente, tan delgado como una
frontera, nos separa de lo “otro”, y lo “otro” es de “otros”. El “vivir” se
parece más a todos los seres vivientes. Unos hasta llegan a viejos, aunque la
verdad yo no he visto que nadie se haga adulto, tampoco recuerdo que alguna vez
fuera yo un bebé. Todo esto le explico yo a Pedro, pero Pedro es muy porfiado,
y empieza a nombrar difuntos antiguos que fueron nuestros parientes, y así
hasta remontarse heroicamente a la independencia; como si de esas tumbas se
pudiera sacar la verdad y no unos esqueletos que nos asusten como la misma
fábula. La muerte debe ser imposible entonces; es decir, sucede para que ella
misma tenga su espacio en el orden de su tiempo. Sucede porque sí. Sucede como
la vida, de pronto y despabilada, pero del otro lado siempre.
Ayer
Pedro y yo echamos a pelear un par de bachacos*. Cada uno escogió el suyo de la
boca de un hormiguero. Los reunimos con las espinas de un naranjo, avivando sus
destrezas hasta que se atenazaran furiosamente en un nudo difícil que a cada
giro se complicaría más. De repente, cuando el mío le decapitó a ese otro que
después daba tumbos en un espiral de desenfreno, Pedro, que siempre hace
trampa, celebraba como si el suyo fuera el invicto. No hubo manera de
convencerlo. Entonces nos peleamos como si también aquellas supernumerarias
patas nos juntasen con espinas del naranjo. Pedro me mordió al cuello, se me
figura que lo hacía para terminar la pelea con la misma imitación de mi muerte,
pero yo ya había ganado desde antes, porque mi bachaco tenía una marca
indiscutible que a pesar de su vergüenza Pedro tampoco quiso reconocer y menos
infligir en su ventaja. Furioso tomó la pala y empezó a cavar en la boca de mi
hormiguero. Entonces yo tomé la otra pala e hice lo mismo en la boca del suyo,
y en medio de los estragos salían hormigas de tamaños diferentes y larvas que
nunca hubiéramos visto si no fuéramos a tientas de nuestra encono; de
cualquier manera no nos deteníamos en ninguna novedad, sino que cavábamos sin
desfallecer hasta coincidir otra vez en un desastre dividido. Allí, en el
trunco entrevero de belicosas palas. Aunque ciertamente ya no era la discordia
las que nos reunía, sino el asombro, pues el hormiguero era el mismo y uno solo
en esa sola dimensión. Los bachacos que nos separaron pertenecían a la misma
raza, como nosotros dos a nuestra estirpe. Acaso nosotros dos veníamos de los
mismos parientes muertos (dice Pedro) hace muchos años. ‘Ves, me dijo Pedro,
eran iguales que nosotros’. Las hormigas empezaron a aguijonearnos por todas
partes, así que nos bajamos del montículo en medio de tantas ronchas, y nos las
sacudimos en pos de una paz mutuamente favorable. Después procuramos la
manguera del jardín para anegar a la colonia. El agua corría desde aquel
desastre, llevándose todo en un lodazal.
Hoy se ha
demorado Pedro. No va creer que las hormigas, en el fondo del diluvio,
cavaron un reciente hormiguero, o tal vez varios, que si son distintos como los
bachacos de otra pelea. Ya verá al venir. Seguro dice que las hormigas
enterraron a sus parientes muertos, como si la vida se detuviera en un
cementerio o en las tenazas de una hormiga formidable o frente a una pared que
estorba a una rana clarividente o en el sumidero de un ombligo que se le parece
al de una bañera y que se retuerce insondablemente como un parto remoto y al
mismo tiempo ambiguo.
Dicen que vivir es difícil (a mí no se me figura que lo sea), pero, sin duda para todos, vivir no es imposible. Una rana a qué no, Pedro.
(*) En Venezuela, hormiga grande.
Pedro siempre dice que cuando la gente muere se hace
más pequeña, y tanto más pequeña que al cabo no se le ve más. ¿Cómo puede
crecer entonces el espíritu entre ese redondel amurallado? Se me figura que no
hay techo que tape al muerto, porque cómo pedir del cielo otra tierra. No. No.
No. La tierra es la que pisamos siempre.
Hace dos meses vi a un hombre que apenas podía quejarse,
tendido con un balazo en la panza. El agujero se le parecía al ombligo, o más
bien su ombligo ya se hundía del mismo modo en ese pobre hombre,
como se retuercen los vórtices de una rebosante bañera a la que se le ha
quitado el tapón. Recuerdo que se escuchaban las ametralladoras y los ecos
devolvían las balas como una guerra improcedente. Yo corría de la mano de
madre. Se hablaba en casa de una revuelta, de muchos muertos que se lloraban
ya. Fue entonces cuando supe que la muerte le incumbía a todo el mundo, o que
cuando menos por regla inexorable no admitía excepciones en el temor de todos.
La verdad nunca he visto morir a un pariente. Yo
creo que la muerte es una fábula que todos dicen para que nos la creamos hasta
el final de su moraleja. Porque dicho así suena verdaderamente terrible, y lo
terrible nos conmueve tanto que nos sentimos incluso más vivos. Uno debe ser como
dicen que son las ranas, sólo que se dice que las ranas son únicas en su
existencia, y por ello se la pasan heredándose en esa sola dinastía. Parecen
que nunca mueren; no sé si para esto han de nacer, hechas desde siempre unas
cabales ranas, pero pasa a menudo que torturándoles se les puede matar (matar,
digo yo). Pedro y yo hemos “matado” a muchas, o por lo menos eso creímos al
verles tiesas y diseccionadas como en los frascos de la clase. Pedro dice que
así como las matamos ellas deben morir naturalmente, aunque ninguno de los dos
ha probado que mueran por sí solas. Con impaciencia las matamos, o pasa que un
accidente les ocurre. Hay muchos accidentes en el camino de una rana, y vaya
que no van descaminada al topárselos todo el tiempo; se podría decir que a cada
rana le conviene al menos uno de por vida. Así como ellas se dan de narices
contra las paredes, cualquier día en esa eternidad se topan con el amplio arco
de la muerte (muerte, digo yo), y es que lo hacen, a fe que sí, como si en un
punto apenas se pudiera pinchar tantas sensibilidades como púas haya. Por eso
se acostumbra a decir que la muerte es eterna, porque detrás de nuestros
sucesivos puntos se extiende a sí misma; y si dura todo “ese tiempo” hay que
vivir el mismo tiempo para morir, así que un accidente, tan delgado como una
frontera, nos separa de lo “otro”, y lo “otro” es de “otros”. El “vivir” se
parece más a todos los seres vivientes. Unos hasta llegan a viejos, aunque la
verdad yo no he visto que nadie se haga adulto, tampoco recuerdo que alguna vez
fuera yo un bebé. Todo esto le explico yo a Pedro, pero Pedro es muy porfiado,
y empieza a nombrar difuntos antiguos que fueron nuestros parientes, y así
hasta remontarse heroicamente a la independencia; como si de esas tumbas se
pudiera sacar la verdad y no unos esqueletos que nos asusten como la misma
fábula. La muerte debe ser imposible entonces; es decir, sucede para que ella
misma tenga su espacio en el orden de su tiempo. Sucede porque sí. Sucede como
la vida, de pronto y despabilada, pero del otro lado siempre.
Ayer
Pedro y yo echamos a pelear un par de bachacos*. Cada uno escogió el suyo de la
boca de un hormiguero. Los reunimos con las espinas de un naranjo, avivando sus
destrezas hasta que se atenazaran furiosamente en un nudo difícil que a cada
giro se complicaría más. De repente, cuando el mío le decapitó a ese otro que
después daba tumbos en un espiral de desenfreno, Pedro, que siempre hace
trampa, celebraba como si el suyo fuera el invicto. No hubo manera de
convencerlo. Entonces nos peleamos como si también aquellas supernumerarias
patas nos juntasen con espinas del naranjo. Pedro me mordió al cuello, se me
figura que lo hacía para terminar la pelea con la misma imitación de mi muerte,
pero yo ya había ganado desde antes, porque mi bachaco tenía una marca
indiscutible que a pesar de su vergüenza Pedro tampoco quiso reconocer y menos
infligir en su ventaja. Furioso tomó la pala y empezó a cavar en la boca de mi
hormiguero. Entonces yo tomé la otra pala e hice lo mismo en la boca del suyo,
y en medio de los estragos salían hormigas de tamaños diferentes y larvas que
nunca hubiéramos visto si no fuéramos a tientas de nuestra encono; de
cualquier manera no nos deteníamos en ninguna novedad, sino que cavábamos sin
desfallecer hasta coincidir otra vez en un desastre dividido. Allí, en el
trunco entrevero de belicosas palas. Aunque ciertamente ya no era la discordia
las que nos reunía, sino el asombro, pues el hormiguero era el mismo y uno solo
en esa sola dimensión. Los bachacos que nos separaron pertenecían a la misma
raza, como nosotros dos a nuestra estirpe. Acaso nosotros dos veníamos de los
mismos parientes muertos (dice Pedro) hace muchos años. ‘Ves, me dijo Pedro,
eran iguales que nosotros’. Las hormigas empezaron a aguijonearnos por todas
partes, así que nos bajamos del montículo en medio de tantas ronchas, y nos las
sacudimos en pos de una paz mutuamente favorable. Después procuramos la
manguera del jardín para anegar a la colonia. El agua corría desde aquel
desastre, llevándose todo en un lodazal.
Hoy se ha
demorado Pedro. No va creer que las hormigas, en el fondo del diluvio,
cavaron un reciente hormiguero, o tal vez varios, que si son distintos como los
bachacos de otra pelea. Ya verá al venir. Seguro dice que las hormigas
enterraron a sus parientes muertos, como si la vida se detuviera en un
cementerio o en las tenazas de una hormiga formidable o frente a una pared que
estorba a una rana clarividente o en el sumidero de un ombligo que se le parece
al de una bañera y que se retuerce insondablemente como un parto remoto y al
mismo tiempo ambiguo.
Dicen que vivir es difícil (a mí no se me figura que lo sea), pero, sin duda para todos, vivir no es imposible. Una rana a qué no, Pedro.
Dicen que vivir es difícil (a mí no se me figura que lo sea), pero, sin duda para todos, vivir no es imposible. Una rana a qué no, Pedro.
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