viernes, 24 de agosto de 2012

VIDAS



Pedro siempre dice que cuando la gente muere se hace más pequeña, y tanto más pequeña que al cabo no se le ve más. ¿Cómo puede crecer entonces el espíritu entre ese redondel amurallado? Se me figura que no hay techo que tape al muerto, porque cómo pedir del cielo otra tierra. No. No. No. La tierra es la que pisamos siempre.
Hace dos meses vi a un hombre que apenas podía quejarse, tendido con un balazo en la panza. El agujero se le parecía al ombligo, o más bien su ombligo ya se hundía del mismo modo en ese pobre hombre, como se retuercen los vórtices de una rebosante bañera a la que se le ha quitado el tapón. Recuerdo que se escuchaban las ametralladoras y los ecos devolvían las balas como una guerra improcedente. Yo corría de la mano de madre. Se hablaba en casa de una revuelta, de muchos muertos que se lloraban ya. Fue entonces cuando supe que la muerte le incumbía a todo el mundo, o que cuando menos por regla inexorable no admitía excepciones en el temor de todos.
La verdad nunca he visto morir a un pariente. Yo creo que la muerte es una fábula que todos dicen para que nos la creamos hasta el final de su moraleja. Porque dicho así suena verdaderamente terrible, y lo terrible nos conmueve tanto que nos sentimos incluso más vivos. Uno debe ser como dicen que son las ranas, sólo que se dice que las ranas son únicas en su existencia, y por ello se la pasan heredándose en esa sola dinastía. Parecen que nunca mueren; no sé si para esto han de nacer, hechas desde siempre unas cabales ranas, pero pasa a menudo que torturándoles se les puede matar (matar, digo yo). Pedro y yo hemos “matado” a muchas, o por lo menos eso creímos al verles tiesas y diseccionadas como en los frascos de la clase. Pedro dice que así como las matamos ellas deben morir naturalmente, aunque ninguno de los dos ha probado que mueran por sí solas. Con impaciencia las matamos, o pasa que un accidente les ocurre. Hay muchos accidentes en el camino de una rana, y vaya que no van descaminada al topárselos todo el tiempo; se podría decir que a cada rana le conviene al menos uno de por vida. Así como ellas se dan de narices contra las paredes, cualquier día en esa eternidad se topan con el amplio arco de la muerte (muerte, digo yo), y es que lo hacen, a fe que sí, como si en un punto apenas se pudiera pinchar tantas sensibilidades como púas haya. Por eso se acostumbra a decir que la muerte es eterna, porque detrás de nuestros sucesivos puntos se extiende a sí misma; y si dura todo “ese tiempo” hay que vivir el mismo tiempo para morir, así que un accidente, tan delgado como una frontera, nos separa de lo “otro”, y lo “otro” es de “otros”. El “vivir” se parece más a todos los seres vivientes. Unos hasta llegan a viejos, aunque la verdad yo no he visto que nadie se haga adulto, tampoco recuerdo que alguna vez fuera yo un bebé. Todo esto le explico yo a Pedro, pero Pedro es muy porfiado, y empieza a nombrar difuntos antiguos que fueron nuestros parientes, y así hasta remontarse heroicamente a la independencia; como si de esas tumbas se pudiera sacar la verdad y no unos esqueletos que nos asusten como la misma fábula. La muerte debe ser imposible entonces; es decir, sucede para que ella misma tenga su espacio en el orden de su tiempo. Sucede porque sí. Sucede como la vida, de pronto y despabilada, pero del otro lado siempre.
     Ayer Pedro y yo echamos a pelear un par de bachacos*. Cada uno escogió el suyo de la boca de un hormiguero. Los reunimos con las espinas de un naranjo, avivando sus destrezas hasta que se atenazaran furiosamente en un nudo difícil que a cada giro se complicaría más. De repente, cuando el mío le decapitó a ese otro que después daba tumbos en un espiral de desenfreno, Pedro, que siempre hace trampa, celebraba como si el suyo fuera el invicto. No hubo manera de convencerlo. Entonces nos peleamos como si también aquellas supernumerarias patas nos juntasen con espinas del naranjo. Pedro me mordió al cuello, se me figura que lo hacía para terminar la pelea con la misma imitación de mi muerte, pero yo ya había ganado desde antes, porque mi bachaco tenía una marca indiscutible que a pesar de su vergüenza Pedro tampoco quiso reconocer y menos infligir en su ventaja. Furioso tomó la pala y empezó a cavar en la boca de mi hormiguero. Entonces yo tomé la otra pala e hice lo mismo en la boca del suyo, y en medio de los estragos salían hormigas de tamaños diferentes y larvas que nunca hubiéramos visto si no fuéramos a tientas de nuestra encono; de cualquier manera no nos deteníamos en ninguna novedad, sino que cavábamos sin desfallecer hasta coincidir otra vez en un desastre dividido. Allí, en el trunco entrevero de belicosas palas. Aunque ciertamente ya no era la discordia las que nos reunía, sino el asombro, pues el hormiguero era el mismo y uno solo en esa sola dimensión. Los bachacos que nos separaron pertenecían a la misma raza, como nosotros dos a nuestra estirpe. Acaso nosotros dos veníamos de los mismos parientes muertos (dice Pedro) hace muchos años. ‘Ves, me dijo Pedro, eran iguales que nosotros’. Las hormigas empezaron a aguijonearnos por todas partes, así que nos bajamos del montículo en medio de tantas ronchas, y nos las sacudimos en pos de una paz mutuamente favorable. Después procuramos la manguera del jardín para anegar a la colonia. El agua corría desde aquel desastre, llevándose todo en un lodazal.
     Hoy se ha demorado Pedro. No va creer que las hormigas, en el fondo del diluvio, cavaron un reciente hormiguero, o tal vez varios, que si son distintos como los bachacos de otra pelea. Ya verá al venir. Seguro dice que las hormigas enterraron a sus parientes muertos, como si la vida se detuviera en un cementerio o en las tenazas de una hormiga formidable o frente a una pared que estorba a una rana clarividente o en el sumidero de un ombligo que se le parece al de una bañera y que se retuerce insondablemente como un parto remoto y al mismo tiempo ambiguo.
Dicen que vivir es difícil (a mí no se me figura que lo sea), pero, sin duda para todos, vivir no es imposible. Una rana a qué no, Pedro.

(*) En Venezuela, hormiga grande.



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