martes, 29 de mayo de 2012

MANIFIESTO

DEL SUPRESIONISMO AL ETCÉTERA
(Versión 2001).




Si se admite, por evidencia sobrecogedora, que una obra es interminable mientras aparece en el mundo, pues no será más difícil suponer que las sustracciones de sus recodos garantizan esa progresión indeterminada. Entonces, ya nunca con ulterior dificultad, se pregona al fin que no hay promedio cuyo desahogo no sea el de nuestra ignorancia.
Nosotros, usurpadores de nuestra sangre, nos sustraemos a devorar los frutos caídos, cuyas semillas apenas brotan en nuestras rodillas penitentes, y nos erguimos, todos los días, para al menos ofrecer cualquier otro fruto a nuestras plegarias
 Cada cual en su horario confecciona la sombrilla bajo la que también usurpa una parcial intemperie: la historia, abombada de concavidades; legislada por la impericia de un ahora renuente, que a gotas nos instruye el deber de vadear las longevas fórmulas en verbo heredado, sin que dejemos de pulular en una desigual comedia como víctimas incorregibles de nuestras hazañas. El desafuero de esa angustia hace de cuantos necesarios preliminares una colección en el mínimo de su necesidad (en cualquier ardor del que se profetice el caos, la premura de un orden, que no siempre es inapelable como su origen perentorio, procurará también su estrella "a término" de un fulgor inacabado. Admitir una propicia regularidad es diferenciar lo notorio de los hechos, y es, además, sucederse en limitaciones que la justifiquen durante una eternidad tan incompleta como inalcanzable. Por fortuna no hay limitaciones morales, o más bien somos afortunados de implicar ejercicios morales a nuestras supresiones; acaso para explicitar lo mínimo de cualquier cosecha, nunca para objetarla en nuestro arraigo) *
No falta, en las cercanías de una conclusión verbalmente no menos supresionista que el carácter de su sentencia, más que adelantar dos preguntas que a tientas hunden su báculo en el cenagal, dos auroras que quizás hayan crepitado en todos los crepúsculos: “¿Es justo remendar las ficticias orlas del arte, cuyas gasas siempre giran en tormo a inconclusas estaturas, y disfrazar sus heridas de ancestrales infortunios, inventariándole hasta los brazos perdidos en un naufragio ignoto? ¿Por qué atezar los pliegues de cicatrices rancias, cuyo significado, además, se le impone el castigo gratuito de revelarse a través de labios impersonales?” Ni las preguntas ni aun las contestaciones sobrevivirán a las dudas que las abrevian, porque las primeras no alcanzarán de las segunda ganarles un vacío que les salve de sus propios predicados; no obstante, cada réplica, en plenitud, perpetrará de la gravidez atinente, cuanto por refleja, el objeto de su propia y parcial interrogación.
Por último, más allá de estas menudas y ociosas valijas, sólo nos está dado contemplar, a lontananza, que el arte se asemeja a un juego de copas que jamás rebosaremos en un brindis, porque incluso toda esa serie es hueca como lo sean las copas que se colmen. El arte hace al artista en cuanto es el provecho domestico de la supresión. Tal sintaxis puede figurarse, ni más pero si infinitamente menos, a esa voz que vuelve de los montes y que no dice sino la parte ausente de una notable arenga. Así pintar una manzana de unos exégetas es sustraerla de su significado botánico, lo cual, por otra parte, prorrogaría la virtud de renovar el pecado original y acaso sus proféticos vacíos. Preguntadle al Apocalipsis si le alcanzará las últimas páginas para suceder alguna vez cuando menos.
© 2000


* Este aparte no arguye una relación indivisible con los párrafos contiguos, es, sin duda, una urdimbre artificiosa de infundir el caos con el afán menos brusco que demore su intimidad. De cierto que las piruetas, en todo el curso de la redacción, se me antojan, sin embargo, epígrafes para un CAOS ciertamente más verídico; quizá por las ideas colegidas y por el desarrollo mismo de tales opciones.

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