Novela


DE REOJO

Por

Gabriel José Vale Valera

© 2007

















































DRAMATIS PERSONÆ:

ELÍAS

CLARA

MARTHA

LORENZO

LIDIA

ROMÁN

DIOS

CELADORES

OTROS

OTRO DRAMATIS PERSONÆ

EL ESCULTOR




ACTO PRIMERO (Job. 1, 18-19.)


Escena 1: (el monstruo)

Si ha de ser como se escucha, empecemos por las orejotas entonces. ¿Oís bien? No lo veáis con cojitrancos ojos, que así a mi báculo por lo oscuro le tientan. ¿Al través de qué cicatriz palpáis lo sensible de vuestro espíritu? Pues con este cutis en jirones no os tapáis ni para ir desnudo, muchachón… ¿Es que ya os huele mal lo que tanto apestáis? No paladeéis entonces vuestra saliva, sino la sangre vuestra… Tachadura. Tachadura. Tachadura.


Hasta esa simetría que prevalece en el monstruo aflora de una figura estrafalaria. Sus pies, encaminados entre las trancas y su cojera, van sujetos con remaches a cierto cordón umbilical que le ahorca todos los días. También sus manos, enredadas entre cicatrices, no se desprenden del mareo, sino que lo acarician como si la ternura le esperanzara a transigir con su propio luto. El sudor perla sus moretones, honrándole como a un desdichado rey cuya tiranía justifica sólo el revés de sus fiebres. ‘En habiendo sido, fueron antes de que fueran lo que están siendo…’

El sol alto aviva las voces de los curiosos. Tantos se dispersan y concurren en la misma desesperación, y a veces, en tiento de una vara, desafían los celos de quien la codicia le aguzó los demás instintos. Apenas unas monedas son suficientes para que muchos dilapiden lo que de sus miserias sobra, acaso porque procuran así desquitarse con un prójimo inferior, mientras la anciana recuente los círculos de metal a la sombra de su toldo. Ya vencido el pobre bruto duerme sin saber si otros adversarios más tenaces perpetran vengarse del desdén. Una fruta en medio de los ojos no lo despierta, ni la risa que festeja el blanco, pero si la tenue larva que se aplica vanamente dentro de un elemento más propicio. Con sus toscos dedos limpia su cara hasta reunir los restos en su boca; tal vez le es lícito corregir su hambre, puesto que las severas correcciones de otros le instruyeron el hábito de la inalcanzable perfección.

La vieja, cuya cabellera ya degenera en plata y aun en escasez, junta los últimos círculos que ya no eclipsan su apatía. A término de tales cuentas, llegan dos hombrones, hijos suyos, casi tan feroces como el encadenado, y bien dispuestos a bregar con ese monstruo. Se desperezan con los puños en alto, apelan a sus aparejos de rigor, y se allegan con una parsimonia que habitualmente les divide en el encono. La vieja reprocha la tardanza:

Apurad, que pariros me rezagó de mis parientes.

Los mellizos sacan ventaja del reproche y con obstinación apuran el resignado semblante del monstruo. El tuerto de ellos acarrea las cadenas al carromato, mientras el otro, blandiendo el arpón, cuida de que no haya menester más que de sus pullas:

Si un muerto pierde un ojo apenas, es como si a lo mucho perdiera los dos al tiempo; tiempo malo para tentar allí a la tranca.

Ya tantos pesares habían amaestrado a la mole; se echa andar sin que restañen ese látigo de siempre, y con pasos regulares llega al estribo. Mientras sube los huérfanos del mercado lo apedrean, a despecho de la vieja e incluso en rebaja de sus juramentos.

Un hombre detiene la mano de uno. El muchacho se vuelve entre contorsiones de súplicas, buscando del desconocido, que aún no encara, cierta clemencia venida de cualquier parte, o cuando menos se ilusiona con que le conmuten su cautiverio en un castigo mínimo cuanto que ya temía lo peor, pero al ver en el puño que lo apresa la pulpa podrida del escarnio, entonces trata de justificarse con el acto del otro. De tal infiere que él no ha de ser juzgado por unos de sus vecinos. Nada basta para que precisamente aquel vecino se exima de una culpa que no es la propia, pues con apenas recordar un origen incierto se combinan muchos modos de escarmentar a una criatura dejada de todo doliente o luto. Su desilusión le nubla los ojos hasta el llanto inconsolable, y sus gritos en vano arengan tantas lágrimas de linaje incierto. ¿Quién puede condolerse de antepasados que nadie conozca, habiendo dejado a uno de sus frutos condescender con el mal?

Con cierto orgullo lleva a rastra al granuja, y en su entorno otros curiosos se arremolinan en murmuraciones; los más rayanos a su legitimidad opresora lo palmean, celebrándole su fidelidad a la ley. Los otros huérfanos, que no tentaron la impaciencia de quienes en poco seguirían el ejemplo riguroso hasta la obstinación, desisten de sus piedras antes de señalárseles con esos dedos acusadores que en doquier se erizan, y todos ellos prefieren precipitarse en el vértigo de los espinos que seguir allí.

Mientras el reo va por fuerza de su custodio, vanamente demorando los adoquines en el camino, se escucha la condena voceada entre una barahúnda sin concierto, y desde las arcadas de los puentes, que el custodio y el reo trasponen, otros verdugos anticipan el rigor del condigno castigo. Tal puntería es, en efecto, proclive, puesto que aún el tribunal sesiona en los arrabales del mercado, donde las piedras empotradas carecen del orden con que se estudió la calzada del centro.

Allí van, donde los parias comercian con los aventureros. Los ojos del muchacho los azora una multitud tanto más inverosímil cuanto más apilada a lo infinito. Al traspasar por fin las últimas arcadas, no concibe una idea general de cómo los detalles de los mampuestos principiarían su fin, pero de repente la malicia, aun desprovista de todo sosiego ordinario, le hace pretender los arcos de un mordisco. Entonces le muerde al hombre que le apresa, porque se figura que seguir bajo esa ley no le iba favorecer nunca.

El dolor del hombre llega a lo más insensible de su carne, tanto que hasta el crecimiento de los dientes abre fondo dentro de ese fondo. Una eternidad apenas un poco más intensa y el mordisco topa riña con el hueso, pero los instantes de quienes se distancian tras un pacto así apremian más bien la separación de un fin irreconciliable. El muchacho se hace a la fuga de un salvaje salto que casi le descalabra allí mismo. Incorporándose, puede abrirse vereda entre la estrechez de los primeros toldos, a ras de los avaros proscritos del extremo norte. El hombre relame la herida, y reconoce el resabio que le había marcado previamente. Deja que la vista lo guíe en la persecución, pero su corpulencia se demora entre muchos obstáculos que al punto se agrupan en progresiones más densas y animosas. Ya no divisa al muchacho, y el vacío lo testifican quienes después, quizás, serán hostigadores de su perseguidora ilusión. No detiene la marcha, y por mera porfía, sin aflojar en la carrera, supone una ruta a través de ciertas señales que habían de avenirse al rastro.

Allí la mujer de los porvenires ceremoniales, rodeada de humos cuyas volutas se disgregan en traslúcidos mapas de olor, pero ninguna de los vaticinios concuerda con quien de reojo ruega por un enigma. El hombre sigue sin saber a dónde, y los pies, que acaso temen a la incertidumbre, también sobre las piedras divagan, e incluso por la disolución de sus huellas coinciden en el ángulo más cerrado del silencio. Divididas las sandalias a ras de la tierra inculta, sólo sobre esas mismas huellas parecen encallar sin descubrir ningún horizonte. De un lado no vislumbra mucho, del otro ve un curandero hermafrodita, cuyos lentos caracoles suele cebarles a las úlceras de su clientela, y ni la sombra, al sesgo de un toldo roto a la intemperie, le revelaba un perfil en aquella doble hechura.

Ya la multitud le sobrecoge. Tanta gente emparentada desde un origen incestuoso se le figura parecida, y cuando casi desespera en la uniformidad, entonces una variación apenas resalta entre la masa; una mano se aguza en acusar al prófugo, y la traza de aquella delación, recortada de la grumosa realidad, le detiene en seco. Tras la mano, un codo cobijado en pliegues; tras las arrugas del codo, más pliegue y luego una faz de irresoluta juventud, apenas delineadas por las primeras lanas de una barba próspera. La procesión restituye otras discordias que anegan al saliente, dejándole sólo una efigie que se deshace entre su propia espuma. Ello no abarcó ni uno de sus resoplidos, pero hasta la ausencia basta para condescender con su terquedad. Reanuda lo que lo detuviera de pronto.

Ahora la carrera le es más dadivosa en detalles, pero igual de reacia a declarar sus secretos. A cada paso le es más difícil dar el otro, y los tramos de mercadería rala se le transfiguran delante de su inspección en un glosario de cosas que sólo se deprecian por la sucesión infaltable de otras muchas, iguales o apenas parecidas. Escucha las voces agigantarse desde abajo, oye el tintineo de la moneda en curso y hasta los chasquidos de quienes regatean. Vuelve su vista al cielo, sin renunciar al laberinto (ay el mismo cielo que se ahonda en su esplendor), pero ya los parasoles censuran la oración sinceramente proferida por los arrepentidos.

Huele a pescados curtidos en sal; y sigue caminando. Huele a frutos secos, quebrados en una delgada harina; y sigue caminando. Huele a especias mezclada con hierbas silvestres para rendirles en su innumerable finitud; y sigue caminando. Huele el estiércol de las bestias de carga; y sigue caminando. Huele la tierra cocida en cacharros; y sigue caminando. Huele a aves martirizadas en jaulas estrechas; y aún el hombre no ve dónde se aloja el bribón. Huele a flores suntuosas, aunque resignadas a los velorios; pero ningún aroma lo tiraniza más que el del sudor tan ostensible en su fracaso. Todos aquellos oficios, en el entrevero de historias diferentes, sólo destilan una impresión tanto más homogénea cuanto que lo vuelve en náuseas.

Se lleva el dorso de su mano a la frente sudorosa, enjuga sus ojeras también. En las rendijas de su temblor, revé el huérfano comiendo de un mendrugo casi tan duro como la roca que le perdiera. Acomete contra la multitud otra vez, pero sin distinguir más que una niebla apretujada de lomos, y en la violencia de su ilusión desbarata el puesto de un agiotista, manda de bruces a un cojitranco, le aplasta la nariz a un púgil ya arrebatado por una enfermedad grave; otros indistintos sufren el rigor de sus codazos, y antes de que al fin tuviera cuando menos la memoria perdurable del crimen remarcada en la impunidad del otro, granizan puños hechos de fuego o hielo. Entre bastones que recaen con tanto énfasis apenas se puede mover, y también insisten las migajas que el hambre del huérfano no pudo disuadir. Otra vez se arremolinan entorno a él, más que antes, pero no para celebrarle nada, sino para censurar las perversiones de los de otrora, que ya ni los vértices de la dispersión conocen. Los porrazos abundan en tantos efectos y vigores que el dolor ya es constante y acaso nulo. Su cuerpo malogrado con ese ritmo, casi a la deriva de un río apacible, busca la muerte, y en eso está cuando una daga incierta le acosa para diferenciarle la metáfora.

La súbita desaparición del finado, entre manazas y pisotones, hace temer a cada verdugo que la desgracia ajena traiga un mal del que se tema todo. Entonces la mayoría prefiere su salvación, pero esas mismas olas revuelve una orilla de la que nace otra espuma. Muchos puestos fueron desolados por el desorden. Entre las garras que se endurecen de nuevo, otras de rapiña procuran su ínfimo tesoro sin poder convenir aún el valor de nada. En vano los mercaderes interceden para salvar al menos un décimo de su hacienda, y ni siquiera aquellos toldos, ya hechos jirones a ras de bandidos, presumen las insignias de una catástrofe.

El sol escarmienta a todos. La lucha se hace lenta y fatigosa. Mientras la batalla mengua por la deserción y por la paz amenazante de los guardias, una doncella ve las telas que hondean aquellos figurines. Ve como se trastocan sus colores tal unos prevalecen en desmedro de otros. Desde lejos teje y desteje lo que al cabo ha de tener su forma, tan pródiga de nudos, aunque ciertos amarres se prenden de otras impresiones. De esa batalla, devana un hilo regular. Se escucha una corneta en el remoto aire, y entonces el pleito se simplifica a dos borrachos que pugnan sordamente por tenerse en pie. He allí cuando la virgen resuelve la simetría de una manta, con apenas colmar un múltiplo hasta los recodos de su imaginación y sin contenerlo aún en el necesario ribete.

Al caer los borrachos, para consuelo de los heridos y festejo de los ensangrentados, la muchacha decide los colores y la tersura de la hebra. Su silencio lo reprocha el padre, aquél que más se desgarraba en avivar la disputa. El viejo llama a su mujer iracundo, y del mismo modo la reprende por descuidar a la perezosa hija, que quizá urde su fuga con algún aventurero. La madre entonces se disculpa por aquella transgresión que no excedía su propio silencio, y maternalmente recoge para sí los reproches, pero el energúmeno no conviene que se le apacigüe con una abnegación tan fácil. Exagera su cólera casi hasta el colapso, y aun el furor de no llegar a ser verosímil le unge un carácter espantoso. Hace ademanes aquí y allá. En medio de sus embates se conduele de su nombre, acaso si la ligereza de su hija le deshonra. La muchacha ve a su padre braceando con una congestión, y entonces ella sustituye el matiz predominante que debería tener la manta. El viejo ya no descubre pecado en la resignada fe de sus mujeres, y tal vez por despecho, y también para no morir como expresión de su máscara, se da vuelta en un berrinche mucho más moderado, pero entonces se topa con los contendientes de un tablero, y tras el choque las suertes favorables se cambian con las adversas de quien había de perder en el devenir de las casillas. No tarda el viejo, a seguro de saberles cobardes, en machacar cierta vecindad tan inoportuna en las extravagancias del ocio. Los rivales no contrarían tal arbitrariedad. Así que cabizbajos no apartan los ojos del tablero; y acuerdan de ese modo decidir la culpa entre los dos, si bien, por de pronto, no el ganador de la partida.

Cada uno trata de restaurar las piezas a su favor. Las simultáneas y opuestas usurpaciones colisionan hasta restaurar apenas un desastre parecido, del cual parten otra vez acometidas; y así sucesivamente coinciden tantos arraigos. Si sólo el tiempo de la disputa les diera una solución, ningún horario verificaría las ambiciones de ninguno, pero inclusive la esperanza de que se complete ese prodigio los reúne en contra de la razón. Sólo unos moretones pueden trascender a los insultos, pues las pacíficas manos, que rigiesen sobre el tablero las estrategias de feroces jerarquías, han de toparse siempre con el propósito de la discordia. No tarda el vecino en azuzarles ni ellos en dar constancia de sus trompadas. En medio de esa riña rompen el tablero sin decidir las apuestas de quienes se arremolinaron en derredor del nuevo número. Los dos se avergüenzan de sus actos y acuden presurosos a compadecerse de las piezas; sólo así pueden prevenir al menos otros escombros, pero la caridad de unos cobardes no era del gusto común. Así que cunde la decepción entre los instigadores, y todos recriminan a ese incesto lo que ya no merece testimonio alguno. Mientras ambos restauran lo que queda, las demás criaturas se dispersan.

Ya en lo alto, desde el primer recodo, donde se divisa la calzada serpenteante de extremo a extremo, el carromato del monstruo es repechado en la pendiente. Madre e hijos se distraen con el reciente tumulto que allá abajo ya iba disgregándose. Alternativamente los parientes se ríen de lo que ven. Sólo el monstruo sigue sereno. Un par de lágrimas, apenas contenidas en el pastoso borde de sus ojeras, vivifica el cristal de sus ojos, que es acaso lo único que le ha tallado la pasión del dolor y no el horror del dolor. Ve a sus captores, alternativamente, y sabe que está perdido. Sopesa sus cadenas y sabe que nunca será libre. Así que el mismo desespero le mueve a trasgredir su condición hasta el límite de su ruda biografía. De un salto cae sobre la vieja, dejándola muerta al punto. La mano de la vieja se relaja al fin y de las arrugas caen a tierra las monedas de su último día; todas con la efigie del rey en perfil decidido. Al punto los huérfanos lo aplacan con sólo redoblar los garrotes en la costura de una cicatriz horrible, pero ni sobre ese punto se consuelan del luto así de oscurecido. (Oscurece.)


Escena 2: (del estacionamiento a la puerta)

En el estacionamiento los charcos adelgazaban al sol. De a poco ese mismo cielo, reflejado apenas, se mermaba también por plenitud de su propia aureola incandescente, y el vapor ascendía sin memorizar el repiqueteo que, muy destilado de una temporada lluviosa, se duplicaba también en el leve rizo del agua. Las hojas en el suelo eran comprimidas por las ruedas hasta forzarles nuevas nervaduras. Sólo el chubasco les arrasaba a todas, y sólo el suelo fragmentado por las anchas omisiones de aquellos espejismos.

Tres automóviles de años pares se repartían entre aquel tablero de números pintados. Tres décadas de manufactura espaciaban ese trípode extraordinario. ¿Cuánto camino había recorrido cada automóvil? ¿Cuántos dueños habían frecuentado el pescante principal de cada uno? O, ¿qué emergencias seniles habían gastado cuatro ruedas durante un año tan adverso? Muchas preguntas giraban en su origen, quizá también para justificar las respuestas sobrantes, sin que se explicara siquiera el último itinerario que les hacía coincidir a los tres en el tablero de entonces. El conjunto, evocado en sí, sólo puede esbozar una partida ya trunca por la paz irreconciliable.

Por de pronto, a verificar el inventario de uno de los tres modelos; tal vez para resolver algún punto de nuestro examen se nos imponga los auxilios de un mundo que es esencialmente contiguo a su extensión, pero para explorar un universo complejísimo es mejor que se simplifique nuestra soberbia a una fracción irreducible del juego en tablas. Es un automóvil de dos puertas. ¿Qué importa el color o la compañía que lo fabricó (hace ya un tercio de cierta dinastía con la cual puede redondearse la antigüedad de los otros dos automóviles), si es la numeración del hallazgo en la guantera lo que se alcanza con nitidez?

A GOLPE DE OJO, se ve unas cuantas cosas allí, y además un inescrutable etcétera, cuyos distintos signos no es ni accesoria de las formas que llaman la atención. En efecto, es inquietante ver un lapicero transparente a medias de su tinta, unos parlamentos con prodigiosas tachaduras (en cuya primera página un cuarto de la tinta eclipsa la tiranía de un rey, dejándolo a éste tan tartamudo como el mismo censor que lo amputara, y sólo esperanzados ambos en la superstición de ese horóscopo). En fin, hay otras tres cosas impresionantes; a saber, unos guantes de seda blanca, unos anteojos de grueso carey y un manojo de llaves (nada interesa descubrir el propósito de la cerrajería, tampoco vale descubrir las cerraduras que hayan de abreviar la salvación de un borracho pendenciero. No obstante, al bronce ya desnudo, apenas con los mínimos rastros de un esmalte niquelado, se le confiere la reminiscencia de algún trascendental oropel).

Bien, ya se puede agregar detalles y así promover consecuencias mayores. Se dice que el motor fallaba, y no es temerario suponer tal, pues ya el celador, apostado en la caseta, recomendó un mecánico amigo suyo, y lo hizo con el aval de su costumbre, tal vez luego que agotara todas sus interjecciones en un diagnóstico breve sobre la condición del humo.

El sol atraviesa los parabrisas según el corte oblicuo del techo, y las butacas se calientan en regiones difusas. Si bien la energía del patrón sobre las telas distiende sus precisiones, también dentro del tapiz, por aumentar su influjo, se rezaga la tibieza de un orbe circunscrito. Los vidrios arriba cercan la indulgencia de un infierno donde gustosamente el réprobo, antes condenado a morir en la agobiante espesura, purgaría sus pecados sin reprochar esa tibia eternidad que haya menester en la moderación del castigo. O bien puede esta cápsula de transparencias regulares contener el apéndice de un Edén anhelado por aquellos cuyos entumecidos miembros le rezagan en la oración. Estas teologías, quizá por contrastarla en el mismo medio, echan de ver una hebra que sobresale de la costura, y no es una metáfora del discurso.

En la butaca del copiloto, la urdimbre del alto respaldo complica la libertad de un hilo suelto, y esta advertencia podría cifrar la trama de un calcetín, de una alfombra milenaria o de una mordaza ceñida a una doncella cuando no la mortaja del raptor, pero más bien se figura a la de un suéter, cuyo mayor hilo deshilachado lo enrolla y desenrolla el índice que en la intimidad acusa la petulancia de Lorenzo.

Había que rehacer el motor. Se reconoce la veracidad del consejo aquél, sin siquiera hacerle andar al motor ni a una de sus revoluciones. Es cierto que una recomendación aparentemente inopinada era no sólo excederse en la descortesía, sino en la sospecha. Muchos cambian crédulos por repuestos o por otras rebajas que se repitan a su favor.

Se abre la portezuela en un brusco escorzo, y Lorenzo se adentra y abre la guantera; palpa el inventario de memoria, y a tientas halla los legajos y el lapicero; los hace un rollo y sale. Se despereza y cierra. Desenrolla los pliegues, iguala los bordes mientras ve las brutales tachaduras de las que hondamente se ufana, y que según él le confiere concisión a un texto que es farragoso de origen.

No lo conmovía demasiado que una creciente de sangre lo salpicara de salsa. Lo que le hacía censurar la obra era más bien el recreo de su ilusión. En verdad no aborrecía nunca de las discordias sangrientas, pues sólo se ocupaba en suprimir, lo más que se pudiese según su derecho en el Dramatis Personae, las formas de un autor ciertamente más capaz de lo que el mismo Lorenzo hubiera aspirado para sí. Pensaba que las mutilaciones, mientras más promiscuas y osadas, irían perfeccionando su arte hasta simplificar las influencias que tuvo en su juventud el talento de otros, sin duda más aventajados que él. Quizá no entronque nunca con la literatura universal, pero muchas de esas biografías ilustres, que justifican los excesos de los críticos, son apenas el mutis de su código propio.

El catálogo de Lorenzo advierte hasta la omisión de deuteragonistas claves en la intriga. Una vez, de una epopeya supernumeraria, abrevió todo hasta las absurdas líneas de un monólogo, al punto de favorecer sólo las imposturas de su perfil barbado en escena. Pero casi siempre, por así decir, el director le vetaba sus atribuciones; luego la realidad para su vergüenza recobraba los fulgores usurpados por el pobre ilusionista, y así algunos dramaturgos reaparecían con amenazas que se descolgaban desde cualquier punto alto.

Es una mortificación que ha resistido sin abreviar, y muchas son las oportunidades en que las alucinaciones les promete un desquite futuro; pero de no conseguirse reponer para cualquiera de las funciones que coarte su miserable genio, prefiere la deserción ignominiosa que la valentía de saberse arteramente inferior en el patíbulo.

Hace dos años se le convocó para que interpretase el rol de un cura, pero por censurársele sus dones en un reproche airado, delante de todo el elenco, colgó los hábitos antes que subirse por hábito de su vergüenza. Lo hizo siempre de pie y erguido, anticipando, eso sí, una escenita pagana de cargados improperios, que bien combinaría con las supresiones que pudo haber hecho y que para remordimiento de su insomnio no hizo.

De seguro iba ser a expensas de su padre que repararía el motor, pues sus propias promesas incumplidas eran el aval de sus juramentos. Ahora tiene otro papelito entre manos, y es nada menos que el de su obra más esmerada. Echar cuchillo entre líneas, y el mandil del matarife puede que sea el púrpura de su acierto. Sus licencias, ejercitada sin escasez, ha figurado como suyas las célebres líneas, repasándolas entre sus compadritos que no hacen más que de bufones de relleno. Con qué ánimo entonces quería hacer de exégeta, pero no colmaba un párrafo sin que se recriminara un secreto interés en desmejorar su prestigio. Un chapucero cualquiera, pensaba él, le infamaría menos. No obstante, sabía que sólo sus propias opiniones se apiadarían de él mismo.

Empiezan a caer unas gotas, ninguna le vuelve del trance; hasta que unas caen en el legajo que examina, haciendo correr la tinta de una tachadura. Sin temer que sobrevenga la lluvia después de sus heraldos, recorre con su pulgar la mancha hasta acortar el título de la nueva obra. Mira, atento a las señales del cielo, y no vislumbra aún la inminencia que adelgaza las mieles del crepúsculo en grises tumultuosamente planos.

Seguro no va cobrar tan pronto, pero, según se sabe, los primeros meses que no cobre multiplicarán el primer mes de cobro a razón de cualquier demora que se eternice. De cierto que es a expensas de su padre que va reparar el motor. Enrolla los folios de nuevo e iguala el rollo, golpeándole en el muslo. Sabe que el director le delegará otros cánones, por la pereza de no tener que discutir con el mayor del elenco, cuya mayor corpulencia, además, lleva la tiranía primera de la obra. Es demasiado alto para figurar de bufón o de ministro ladino: dúo de segundones cuyas cuitas, apremiadas por la locura del rey, distraen la gravedad general de la obra. Esta vez hará de rey en su primer rol. Altivo y resuelto, aunque tenga que encomendarse de rodillas al Dios de la comarca. Está muy creído que algunos de sus nuevos compañeros de escena son unos principiantes. Incluso así, se propone aprovecharse de quienes todavía no diferencian el rol hipócrita del sincero.

Él piensa que reinará hasta en los preliminares de su reino ficticio. Con empellones le intimará a su séquito de párvulos a verificar un oropel más creíble. Pero en verdad él no ha de dirigir la faena, y su mayor colaboración con el director sólo ha sido la de aceptar, como los otros, la convocatoria, sin que por ello se distinguiera demasiado entre la puntualidad de otros agradecidos.

Se vuelve e intuye detrás de la carrocería que el motor solapa su dilema. ¿El plazo de la deuda, que así contraiga, se resolverá plenamente en el primer mes, incluso si la mensual prisa se demora tanto para que se aguce a la mesa pullas contra la Comedia dell’Arte? Llega al umbral de una amplia entrada de vidrio; la salida principal al estacionamiento. Las huellas del agua, que él espacia regularmente en el esmerilado pavimento, truncan el ritmo y tenor de tales espesores en la oscura alfombra. Es el único dintel, que por no haberse cerrado según reglamento de los otros, amerita un celador de camisa blanca y corbata azul. Lorenzo saluda precisamente a quien en la próxima noche de insomnio restituirá el sosiego de una pesadilla.

Cada uno de los dos asienten el saludo del otro, tan breve como hayan de proferir el suyo. Lorenzo, al traspasar ese umbral, redescubre en el segundo centinela la continuidad del anterior y así la continuidad de toda la prole. Antes le había molestado el inoportuno peritaje del primero, ahora éste, con apenas saludarlo, ratifica la constancia temporal de uno y otro, según lo que ya se puede inferir de otros semejantes.

Hacía días que cesaron las cátedras en la universidad. Su aspecto despoblado talla en su interior vacíos amplísimos, pasos de nivel hasta las coronas de los pretiles. A la entrada, el vestíbulo parece dilatarse en recodos cuyos ángulos revelan los giros vedados a la matrícula ausente. La luz de los patios internos parece tenue y sacramental, como de vitrales góticos; y las sombras alrededor de esos santos invisibles siguen perspectivas de estaño, a veces truncadas por las diagonales de las escaleras, a veces por las molduras, a veces por los pasamanos, a veces por oblicuos etcéteras que pueden repartirse por turnos y usos. Todo entretejido por una industria religiosa, que obliga arcadas en las alturas cuadriculares del conjunto o del milagro.

La impresión de Lorenzo es dudosa, inabarcable por supuesto. Bien puede juntarlas en una promiscuidad que algo le revele, pero dado que por veraces y fantásticas se ha de juzgar cualquier patrón perceptible, deja que los matices eclesiásticos ornen las columnas de concreto, por tener ellas una concreción etimológica tan auténtica como perdurable. Seguir a la derecha, luego a la izquierda, descontar seis dinteles numerados, es, en efecto, un mapa verídico de cómo abrir la única puerta, por la cual, y al través de la cual, su responsable directo acostumbra frecuentar el edificio en estos días.

Los celadores obraban según una merced de ningún modo tan insigne como la del director, además ya Lorenzo les había marginado a un rango ínfimo de máscaras y disfraces.

Del elenco sólo conocía muy bien a Martha; siquiera vagamente alternó con Lidia en un remoto congreso de teatreros. Los otros dos, un tal Román, y especialmente una fulana que quizá iba sustituir a Lidia (si ésta confirmaba el viaje), eran los otros. Y por una fotocopia ilegible la fulana no parecía disimular ciertos votos licencioso, así que él tenía que deslumbrar al punto con toda la charlatanería de ismos cinematográficos, en pos de un Happy End, como solía decir, que fácilmente se resuelve sobre las percudidas sábanas de un piso superior. Sin embargo, se equivocaba respecto a Lidia, pues ciertamente no era la que él supuso desde el principio, a través del entrecortado auricular del director, y tampoco una ávida sustituta, proyectada de la posible falta, trastocaría jamás el Dramatis Personae de Elías.

Ya Lorenzo iba por la mitad de su “mapa verídico”. Hasta los ingentes detalles, que su ignorancia no ponderó al entrar (como los azulejos en algunos paños), pretextaban olvidos de los que apenas sobrevive un recuerdo. En fin, nada parecía objetarle su marcha, sino que el mismo cauce profetizaba aquellas huellas, y sin las distracciones de fantasmagóricos lances. Antes de virar, prefiere hacer un intermedio en el sanitario. Quizá lo bastante se demoraría una contención que lo agrietara desde dentro, mientras se saludaran los concurrentes, apareciera el director Elías —gastándole chistes ya romos—, se repartieran los textos intactos y todos se sentaran entorno a algunas generalidades históricas; y el ruidoso mamotreto que de continuo cuajaría una eternidad en su vejiga.

Dicho sea así, que de generalidades históricas sí que él es un profeta al vuelo de una enciclopedia pagada a plazos. Reunirse en una estancia académica, a cubierto de las cátedras oficiales, los hacía favoritos de ser historiados en una edad cuyos héroes más capaces son los historiadores de épocas bravas. Hacer corro hoy en día, por ejemplo, para celebrar las falaces anécdotas de la entrevista entre Bolívar y San Martín, ciertamente exige un parrafito banal en un diario centenario que, si bien conservador, se fundó entre los tiroteos de una revolución tan lacónica como su sanguinaria consigna.

Sale del baño, y advierte el aire en su bragueta. Ocupa una de sus axilas con el decreto hecho un rollo, y, a guisa del senado romano, engrana la cremallera de un tirón.


No es que levante falsos contra Lorenzo, porque el insufrible tipo es verdaderamente merecedor de lo que diga —dice Martha antes de verle al final del pasillo. De repente lo ve salir del baño, mientras en el afán de su bragueta el hombre reconcilia dos mitades, suyas o del pantalón. Lidia, de espaldas al que viene, escruta una breve biografía en la mudanza de su interlocutora.

El tipo no es mala sangre—repone Martha, chasqueando la comisura más inquieta—, pero cansa con esa manía enciclopédica de divagar en la época de la obra. Abunda tanto en eso, y durante eternas centurias además, que después quiere abreviarlo todo en escena. Supongo que es un método; uno del cual soy metódicamente detractora.

Ambas se ríen.

Pero, eso sí —rectifica irónicamente—, memoriza parlamentos larguísimos, que me harían saltar las lágrimas antes que tuviera que llorar según las anotaciones de escena. Es una bestia memorable, sin duda. No te rías, mujer. Mira, aquí viene, pausadamente, como un plantígrado difícil de olvidar.

Lidia no deja de ver la proximidad en el semblante de la otra, como en un retrovisor.

Siempre tan aplicado, igual que sí escribiera sus memorias —agrega—. Tales memoria que, siendo él, yo no quisiera recordar. Por qué el rubor, mujer. No te cuides, que él sabe que yo se las canto de frente.

¿Qué se le olvidaría, que ahora se vuelve con tanto apremio? —pregunta Lidia al volverse sobre su hombro.

Me reservaré tu pregunta como un secreto —dice Martha.

¿No iras por allí contándolo? —se adelanta la otra entre risas, y al punto Martha cortó la charla con un furtivo ademán de silencio.

Pero, ¿cómo este diálogo verifica un regreso desde ese punto, si Lorenzo se devolvió a buscar lo olvidado antes de saludar, por primera vez en su vida, al celador de la única entrada libre? Es decir, abrió la portezuela, se apeó, cerró la portezuela y apenas rodeó el carro cuando de repente se acordó de sus tachaduras, entonces abrió la otra portezuela de nuevo y cogió lo que era imprescindible para sus prisas. Así marchó a la entrada como si no hubiera tenido que desandar el estribo de ninguna caminata. Entró, después el baño, la bragueta y directamente empezó a caminar a lo largo del pasillo hacia las mujeres. ¿Hace falta los guantes de seda, aún junto a los anteojos, para palpar indicios? ¿Hace falta las llaves, aún entre los guantes, para hacer de palancas? ¿Hace falta los anticuados anteojos de carey, aún en la guantera, para discernir el misterio? No importa corregir una miopía a través de ese grueso cristal, porque la guantera se batió sin ajustarse, y allí, en ambos cristales, puede verse reflejado aún el alto respaldo en punta de su hilo deshilachado, como si lo pudiera ver el piloto que escrute toda la tapicería en el angosto retrovisor. Una hebra oscura como la que enrollara y desenrollara Martha de su suéter. Sólo esos dos extremos del luto pueden reconciliar las dos versiones, y con su velorio alumbrar el entendimiento que oscurecieran. Ya el muerto se conforma con esa limosna (o con ese vínculo), y no aparece más su fantasma sobre la mundana espesura. Entonces, la lápida, la dura roca con este definitivo epitafio, recae para allanar el túmulo común:

Ah, sí hablaban de mí, ¿verdad?

Las dos mujeres pactan una mirada en secreto, tapando para siempre hasta las últimas flores del finado, y todo eclipse se consuma en la sucesión de una nueva alborada.

Lorenzo con una palma saluda al aire y les guiña el ojo a ambas mujeres. En adelante se interpelan los tres, como si triangularan los rebotes de un vacío. Lorenzo no supo cómo lidiar con esta tocaya que ahora desconoce más allá del seudónimo. No quiso, sin embargo, advertir el malentendido, y más bien acepta la novedad como una profecía que antes le fue un trabalenguas muy dentro de su lengua.

Ninguno había entrado al teatro aún, que era originalmente una de las salas de conferencia, y cuyos interiores actuales ya le promovían a un santuario singular en el edificio. Si bien la platea —a la sazón de habérsele reconstruido— alberga menos de cien espectadores, las mayorías de las obras se han representado allí, y las que han exigido las dimensiones del auditórium también se han preparado allí hasta muy entrados los ensayos.


La conversación ya languidecía, cuando Román, el nuevo que había de completar el elenco, pone su pie en escena, llegando por la esquina inaplazable que remata al teatro. Luego que se demorara en fotografiar contrapicados de uno de los patios interiores. (Oscurece.)


Escena 3: (el censo)

Lidia era encantadora, y según como esta cualidad le fuera tan ambigua como natural, parecía fomentar también el recelo de sus rivales, pero sólo porque las menos agraciadas se inventaban una ofensa que no nacía de Lidia. Martha sospechó que aquella hipocresía era mucho más honda si se le tomaba con serenidad. El trato entre ambas, moderado así, Lidia aún no lo suponía en contra de quien se esforzaba en impugnarlo secretamente. Acaso Lidia interpretaba que esas púas de Martha eran las pruebas corrientes de una acritud de carácter. Sin embargo, ninguna indulgencia le convencería a Martha, sino que todo esplendor le abrillantaba a Lidia más aquel halo, el cual de origen había de ser tan artificioso como lo que se viera a su luz. Esa redondez decidía el certamen, sobre el mismo tablado donde Martha, siendo la segunda de las dos, también se rezagaría en ser la última, secundando entonces, como un secuaz ávido del estipendio, sus prejuicios y acaso su misma ansiedad. En cualquier caso esa geometría había de ser la de un cero promisorio, muy representativo dicho sea así, de la cantidad de consideraciones que ella había de tenerle a Lidia en los futuros ensayos.

Ambas habían trabajado separadamente con Elías. A ambas Elías les delegó cuando menos dramaturgos menores. Ambas les entusiasmaron siempre una confianza tan entrañable; pero quizá Lidia no advertía en la promesa de ello, sino el halago de quien las anécdotas empezaban a anegarle por todas partes. Para Martha el enmascarar su rostro le reconciliaba al espejo; no importara que los afeites fueran de una remota dinastía china o los de unos arrabales ignotos a la virtud romana. Sólo quería que una mano ajena, cuando no la propia, le trastocara milagrosamente sus rasgos ordinarios, justo antes de una función en la cual todos requiriese un cambio favorable. Si bien no quería perpetuar este hábito, tal como Lidia no quería prolongar sus atribuciones, tampoco la deserción era meritoria de sus esperanzas.

Esta otra diferencia no aumentaba la oposición entre las mujeres, que al menos así la echaba de ver la más enconada de las dos. Por otra parte, Martha sí pretendía prosperar en el teatro, o esta alucinación de sus insomnios le encumbraba a coger los frutos del lodo, tan maduros como los pudiera paladear entre las náuseas. ¿Qué más fortuna que ostentar la dignidad de la cual se jactaba el director? Al no reconocer en Lidia la misma ambición que a ella le azoraba sus lágrimas, evitó por casi todos los medios las exageraciones de las que era capaz en su intimidad.

Ambas obtuvieron título aquí. Se matricularon en especialidades afines, aunque en periodos distintos. Todo ello dilataba una diferencia más notoria, que, sin embargo, concurriría a la misma promoción. Las dos completaron el pensum en una abreviatura notariada en los diplomas, que demuestran el mínimo de interés que tuvieron las huelgas estudiantiles de entonces. Pero sólo Lidia consiguió empleo con reseñar apenas su licenciatura, mientras que la otra, al margen de lecciones particulares, sólo ha podido reseñar su desempleo como una maestría igual de legendaria.

Al principio Martha no se había propuesto una filiación a ninguna causa, ninguna nómina prematura a la cual hubiera de acogerse, pues después de recibirse eran muy otras, y tan encubiertas desde luego, sus ambiciones de toda la vida, pues acaso una sofisticada cuenta bancaria traería con el tiempo el lujo por encima del oropel. Sabía que la iba tener difícil, y sabía que el mismísimo director no consiguió otra notoriedad que la de ir pescando subsidios, mientras militaba en proezas colectivas. Pero para Martha aquella época (la del director) eran de años contradictorios; pues el orden que se buscaba subvertir, con los mismos montajes panfletarios, sólo justificaba la filantropía menor del sistema, y nada más. Esos ayunadores eran los teólogos del vulgo, puesto que la gente no pagaba para verlos, y aun desconfiaban de que les saliera barato la gratuita invitación de esa desafiante ingratitud, que además despilfarraba las limosnas oficiales en otros brindis más festivos. Si bien todavía dos de cada tres razones no conjuran plenamente el otro tercio razonable, ahora si se plantean esas discordias abiertamente, según hayan de pagar quienes quieren ver prevalecer sus pullas en una hora de divertimiento irreflexivo. Ver diferentes paraísos ilusorios para tomar los mismos limones agrios, era una variación del clima, lo cual aún no se le alcanzaba del todo a Martha. La terquedad le cubrió, pero, incluso así, seguía a tientas de un interés que la absolvía, quizá para no tener que declararse a sus antiguos colegas de estudio.

Volver a la universidad era, sin distingo de ninguna de las dos, una osadía de quienes no huyen de sus detractores. Ninguna de las dos colmaba la superstición de juntarse, luego de unos años, alrededor de la puerta numerada donde se habían conocido. Estos escrúpulos, sin saberlos tan semejantes en la otra, tenían que acuñar el anverso venturoso de insistir en el mismo dintel. Pero echar suertes por derecho de una cofradía, suponiendo que la vecindad allane las nostalgias comunes, otra vez les pone en contienda, y para Martha la ocasión de esta atmósfera siempre le permite amañar las preguntas como los ases de un tahúr, cuanto más haya de presumirse en franca desventaja.

Tanto desgaste acabaría en una nulidad, de no anticipar las razones básicas de un carácter risueño, que a las claras era más hostil de lo que íntimamente ponderan tales confesiones. Martha no ahorraba ninguna suposición, porque advertía medirse lo bastante brusca en el vaivén de sus interrogatorios y bromas, como para que aquello que le combatiera fuese al menos algo común al hábito de sus mismas miserias. Este antídoto, destilado del mismo mal que hace alucinar al hechicero, Lidia lo encontraba injustificadamente viscoso, pero le divertía que no ahogara la garganta del predicador, siempre tan pródiga de vocales que salían como agujas.

Lidia solía disfrutar de los subterfugios de quienes, tras agotar suposiciones tan distintas, improvisaran además el acompañamiento de las risas de ella. Sin embargo, y como una paradoja de esa actitud, no gustaba de las comedias. No por denigrar de ellas, sino por dos razones alternadas, que eran pares o impares según se les eligiese de repente; a saber, las burlas hacia segundones contrahechos y el que los actores mantuvieran la serenidad mientras se resuelve un lance muy chistoso. Así que si pocas cosas le diluían el último umbral de una sonrisa, luego ¿por qué no enorgullecerse de su grave derecho en escena? Además, esto le hacía emplearse con tesón durante pasajes maternalmente sangrientos. La catarsis de un desventurado, siempre enceguecido por su desgracia, suele atenuar la mitología de una realidad que con frecuencia deja caer peores martillos.

Para Lidia el orden de sus propias intenciones era de cualquier modo la paciencia, y por extensión de lo que tanto especulaba Martha, ella promovía sus modales entre sus alumnos agradecidos, lo que ante aquellos ojos le daba un aire de condescendencia maternal. Ella daba clases en un claustro, por así decir, donde la matrícula se le ungió acaso una señal primera por nacer entre aquellos que “amorosamente” les habían de confinar entre los muros de una fortificada torre de Babel. Allí era donde Lidia impartía sus dos cátedras. Durante sus horas de asueto, ella se reclinaba en un vértice apenas, justo bajo la bóveda cuyas cruces guiaban a la parentela acongojada. De rodilla todos procuran sus amenes, que al menos les sirven para rematar sus oraciones. Los detalles de aquellos ángulos, generosos con las grandes sentencias de la fe, doblan a siniestra y a derecha, agotando el espacio palpable, pero quienes ya se resignan a sus desventuras se abstienen de consolarse demasiado con los votos que le han sido conferidos a Lidia. Más bien ellos suelen callar el incognoscible “porqué”, mientras igual de lelos que sus parientes dilatan sus estancias de solaz bajo los tamarindos.

Apenas la ternura de un misógino enamorado le conmovía tanto a Lidia como los progresos de sus alumnos. Martha no hubiera reconocido a Lidia entre ellos, aunque le viese con igual semblante, porque tal entorno la movería con urgencia a disimular una cara más o menos sensible de estas impresiones. ¿La calma de una reminiscencia estudiantil le postergaba un plazo para confirmar las dimensiones de Lidia con relación a ella? Por lo menos en la sucesión de estos exámenes, recurrentes en adelante, basaba Martha sus miramientos, que si condenaban, según iban incriminando, habrían tenido que considerar aquella otra templanza. Con que Martha sólo supiera de aquellos seres ya natos (a veces en la díscola premura de sus risas malformadas, a veces distantes como si tuvieran el sueño de dormir con esa paz de sus burladores) entonces Martha hubiera tenido que comprender también la piedad ajena que ella misma creía merecer para sí.


Los exámenes finales habían alborotado los corredores. De grupo en grupo se discutían los mandobles del hubiera esto y el hubiera lo otro. Aquel bullicio se entreveraba sólo en las escalas y las referencias, y después los cotejos de todos los bibliotecarios eran tan arduos como inútiles, pero tenían esa suerte de disolver las reuniones hasta una regresión parcialmente resignada. Lidia no se detuvo a desandar las bibliografías de un trance anterior, tampoco se detuvo en las supersticiones de unos acomodos ajenos, porque en el correr de sus respuestas demoró el plazo en contestar las preguntas que mejor se avenían a su ánimo. Sus calificaciones le otorgaban ese privilegio, que ella certificó con sólo responder su nombre y su matrícula.

Su soltería, desde que soñara un tálamo nupcial perfumado en sueño, era la celebración previa y prolongada de su futuro matrimonio, y ya había convenido el compromiso para después de recibirse.

Las divagaciones de compañeros que se despedían a su alrededor de vez en cuando le interrumpía con una alusión directa; tal vez un número telefónico, quizá una felicitación o muy descaradamente los festejos de algunos que habían reprobado. Lidia asentía a cada una de estas variaciones sin alterar su regocijo interior. Era la víspera del cumpleaños de su novio y la fecha en que conocería a sus futuros suegros. Una tensión espaciaba sus resortes entre una sonrisa y otra, y con esa intermitencia veía los pasillos rebosantes de vaivenes; allí los más meditabundos a veces repechaban sus codos sobre los pretiles. Ya desembarazada de todo séquito adulador, se maquilló o más bien corrigió detalles al avaro espejito de su monedero.

Aquel retrato también tuvo sus contornos de profecía, pues tras la aureola de sus cabellos castaños podía apreciarse, de averiguarse así, que Martha se recostaba en un saliente, despidiendo cada saludo con un guiño de ojo distante. Estaba convaleciente de un aborto, del que nadie había sospechado una constancia previa. El temor de albergar en su vientre el terrible sustituto de una criatura que ya no existía, y el remordimiento de merecer el parto de una septicemia, contraían su rostro como el del indistinto rol que había de representar en la obra de fin de curso.

Su primogénito era ya el principal de un linaje hostil, y su padre, el desconocido temerario de una borrachera, era también el doliente cuyo mismo oprobio celebra el juicio del verdugo. Fingía sobar su vientre a resguardo de una mala digestión, y si aquellas cosquillas falsas, en torno a su ombligo verdadero, sólo podían hacer reír a sus enemigos, que no eran pocos y no menos enconados de los que supusiera sus méritos, ¿no había de reír ella, entonces, para salvar el disimulo? La noticia de quedar encinta le ataba de pies y manos, dejándole tal vez inerme delante del bullicio. ¿No poder reconocer al procreador entre las proposiciones de un gentío no había de ser, por certeza de su convalecencia, el grado mayor del abuso?

Una maternidad truncada detrás de un tabique de cartón, a la hora del almuerzo, con la profilaxis que el diminuto calvo de gafas trata de imitar del grueso petitorio en desuso. ‘El caso es fácil, pocos cortes.’ Tras la dolorosa dilación, los tajos ya no los sentía ella. ‘Así se nos emancipan los hijos.’ Una leve sonrisa de horror resignado. El mareo. La ablución alcalina, el sepelio con la parsimonia de un mago inescrutable. Las gasas y algodones. El tintineo en la cuenca de aluminio. Un vaso de agua reparador. Los subsiguientes lavatorios, convenidos sobre un retazo de papel cualquiera. Redondear la tarifa. La ligereza de esos dedos en los billetes. ‘Tranquila, muchacha, todo el mundo sale en pie; si echo de ver lo otro, no tiento al diablo.’ ‘Otra vez el sol, qué locura. Listo, he vuelto a nacer. Qué pecado.’

Martha veía más gente en los pasillos de las que creyó ver el primer día de clases. La culpa enriquecía los matices del desorden, como la filigrana de aquellos infames billetes. Los colores eran más vivos cuando los veía condenar su luto. Tras haber doblado el recodo, seguía a tientas de los azulejos. Tomaba agua del filtro, cuya boquilla dispensaba el agua con el cálido sabor de sangre reciente. No aplacaba la sed que aún le provocaba ese vaso de agua reparador. Debía apurarse si quería repetir con Elías otra sesión de ensayo.

Al bajar las escaleras, ella elogiaban los talentos de aquel calvo, acaso para disuadirse que una consecuencia fatal no conviene faltas para sus propia supervivencia. ‘Ya no hay más sangrado; ni duele. Tiene una mano santa el hombre.’ El último escalón, luego el rellano, como si bajara a los infiernos; pero estaba en la planta baja, cerca del auditórium donde soñaba recibirse en el mínimo plazo probable. Veía ya los rostros de los profesores en la inminencia de la estadística, casi todos apremiados con las cuentas y también con los ruegos en pos de una misericordia conjetural. Siguió a término del corredor; ya le había pasado la taquicardia. Frente al teatro estaba Lidia, en unas de esos asientos empotrados en el zócalo de una escalera semejante arquitectónica de otras dos trillizas.

Lidia, en medio de una hilera adosada al zócalo de la escalera, ojeaba un poemario bilingüe, diminuto como su diccionario de alemán.

¿Y Elías? —preguntó Martha, mientras miraba a lo largo del pasillo, procurando la respuesta más bien de sus escrutadores ojos.

Creo que está en una reunión del concejo —respondió Lidia, marcando con su índice el poema—. Ya se han impreso los carteles, ¿verdad? —inquirió de súbito, ofreciéndole la ocasión a Martha de excusar su brusquedad.

No lo sé —respondió, encogiéndose de hombros. Fue a la puerta del teatro, y vanamente giró el picaporte.

Ya está cerrado… —dijo Lidia, tomando la incredulidad como el mejor gaje que de un energúmeno puede castigar precisamente su soberbia.

Es raro que cerrara —acaso Martha lo dijo más para sí, pero, volviéndose, repuso:

Qué raro.

Creo que no vuelve hoy —asintió triunfalmente Lidia, y se puso a atender el mismo soneto.

Y así fue. Elías no había de venir, sino con los carteles; al otro día.


Elías, confiado de su risa fraudulenta, se enseriaba en el trato posterior. Casi todos sus alumnos, salvo los que sorteaban sus clases como una incolora formalidad del pensum, cohabitaban en complicidad con él, y quienes así le frecuentaban se creían con el derecho de secundarle también en el trato de los advenedizos, y hasta los más se disputaban ese deber delante de los siguientes iniciados, y así sucesivamente.

Lidia y Martha, habían trabajado con Elías fuera de la universidad, bajo su dirección en uno que otro festival de parroquia. No fue sino en virtud del nuevo subsidio que las dos se juntaban otra vez, pero en el entrañable teatro de la universidad. Martha reparaba el reloj; debía estar por llegar Lorenzo y también un tal Román que Elías reclutó de una conferencia.

Todo un mundo se abismaba entre las dos mujeres, los recuerdos comunes y, desde luego, aquellas divergencias que se diseminan entre quienes acusan al paria más relevante de la ralea. Lidia sólo conoce a Lorenzo por la discordia que con cierta frecuencia le distanciaba a él de Elías. Martha ratificaba las hipótesis más por despecho que por profesar un dogma propio. Aunque las dos conversaban específicamente sobre Lorenzo, Martha sí convenía indagar del tema sus propias cuestiones con relación a Lidia, mientras enrollaba y desenrollaba el hilo suelto de su suéter.


Apurad, muchacha. Qué vaya y venga ese huso a ver si al fin llega a su término. Vos tenéis la culpa, mujer. Encubrís su ocio con la manta que debe terminar ella y no vos. En qué se devanará la niña. Ay, que no sea un haragán que me la sonsaque; qué digo, ni quien la desflore impunemente. Como si no costara lo suyo vender la virtud de una doncella, que es toda su dote. Y vos, ¿no tenéis nada que decir? Mirad que si el silencio es el consejero del prudente, entonces no le habéis admitido consejo si así seguís callando.

Esposo mío, os prometo que mañana tendréis las telas. ¿Ya veis? Costó colorear las hebras para estas combinaciones.

Si os creéis muy doctas en elegir los colores, puesto que tramáis cómo impacientarme hasta el rubor, que os apure mi venia. De mañana en más, vosotras elegiréis de buen grado cuanto combine con mi gusto.

Bien sabéis que nada os reprocho, por lo que vuestra confianza he de desagraviar.

Dejaos de zalamerías. Quiero ver los rollos en ese rincón mañana. Temprano acarrearemos con todo al mercado. Anudad esa hebra, muchacha; ya me desesperáis.


Ah, sí hablaban de mí —dijo Lorenzo. ‘Vaya, aquí tengo que lidiar con otra.’ (Oscurece)


Escena 4: (el encuentro)

Antes de hoy, sólo había visitado un par de veces el campus. Primero, detrás de las fórmulas del derecho canónico, sin que les hallara enteras en ninguno de sus volúmenes (las citas más bien podían cotejarse entre vacíos que ya nadie copiaría con la misma impunidad). Segundo, como ponente de un congreso que rentó el auditórium para la luna llena de su calendario.

Precisamente mientras la oratoria le secaba la garganta, el antiguo discípulo pudo reconocer a su antiguo preceptor del colegio. Unos años atrás, en aquel entonces cuando los dos hacían de tales, Elías juntaba en un nudo su larga cabellera, cuyas canas, que ya eran las más, aclararían para siempre la única prominencia de su calvicie. Por primera vez desde que su atribulado padre le agenciara un empleó que no rebasó la primera quincena, Elías trabajaba sin los apuros del saltimbanqui que ríe por mejor no llorar. Sus hijos ya eran mayores, y él estaba demasiado viejo para llevar el peinado de un soñador que si lo madrugaban despertaría de bruces y muy atragantado con los flequillos. Ir cazando (o pescando) subsidios, para luego llorar como Príamo en escena, pero apenas ciñendo el oropel de su llanto veraz, ya le ponía caviloso, y hasta le excitaba una inteligencia tan prodigiosa para entender, finalmente, que no era ningún genio.

Durante el primer año de clases, periodo que cursara Román en el antepenúltimo de sus grados en el colegio, Elías conservó el largo de su cabellera, pero al fin estaba en la nómina pública, por lo cual ya tenía que concentrarse en su madurez. Entonces se trasquiló siguiendo el contorno de su calvicie. Aspiró a una posición de relieve, luego otra en ascenso, una a ras de la otra; hasta que al fin llegó a la universidad. No tan barbado de espinas como cuando estudiante, pero los carteles de sus aventuras, en menoscabo de tal perseverancia, le certificaban un hacendoso espíritu en pos de la reputación del campus.

Román, al distinguir a su profesor de drama entre los pocos concurrentes del congreso, lo fijó como si los alfileres de su memoria bastaran allí, pues al apearse de sus líneas iría derecho a saludarlo. Desde aquellas primeras experiencias en el colegio, donde los plagios de los principiantes le eran encantadoras al director, Román redactaba pequeños esbozos en cuadernos de a líneas, sobre cuyas tapas empapeladas solía rotular jeroglíficos y, sobre todo, frases célebres que colmaban sus excepciones. Cuando salió del colegio diagramó, verbigracia de su estilo, una sucinta y poligonal promesa de su obra juvenil, donde los apuntes justificarían a un bobo tan serio como para no arriesgarse más allá de us grafía.

Ahora acudía al aviso, seguro de que la urgencia necesaria para llegar le transfiguraría sosegadamente. La escena había de ser una guía para sobrellevar los rigores vulgares de su profesión. Al menos esto le prometió Elías, como principio de su propia prédica y constancia de lo por venir. Enmascararse para cometer un crimen en los redondeles de la ficción había de ser, como sin duda lo era más allá del arquetipo, una materia que el buen entendimiento de un pedagogo no omitiría en su plan. Sin embargo, las aspiraciones de Román parecían sobrar la mera iniciación, ¿acaso no pretendía que esos ejercicios, aparentemente corregidos en su empeño, le llevarían de súbito a emprender carrera de guionista cinematográfico? Tal vez de héroes en blanco y negro, trepidantes en los fulgores del celuloide, sospechó esta revelación, a la que por cierto sólo coloreaba en el reposo de sus asuntos.

La estructura sugería vértices más adustos que los codos a través de los cuales se hizo camino hasta coger, apenas con las uñas, el saco de Elías. ‘¿Se acuerda de mí, profesor?’ En las dos veces anteriores, apenas recorrió los atajos que su prisa dibujara afuera. La misma matrícula en desorden de aquellas veces, yendo y viniendo en los pasillos y escaleras, azoraba sus combinaciones. ‘Lamentablemente ahora no puedo, profesor; un compromiso me reclama sin falta, pero si me da su número telefónico… Con mucho gusto.’


Las solitarias galerías; las prismáticas escaleras; los patios interiores aún húmedos; la marca de la confección tan confirmada en las vetas del concreto; los ventanales asediados de florecillas; los sanitarios tan documentados por sus máximas obscenas; los fósiles de los azulejos ausentes; ese olor de hojas húmedas y fragantes en su reverdecer; una epopeya pintada en los muros exteriores con las rudimentos de un pintor rojizo. Román subía y bajaba los tres niveles conforme iba topándose todas las escaleras, excepto las que desembocaban en el dintel del teatro. En ocasiones irrumpía en las aulas, y en uno de esos pizarrones pudo su curiosidad garabatear lo que de todos modos no conseguía saciar el vacío. Desde uno de los antepechos, vio de nuevo la sombra trunca del mismo celador apenas. ‘Pase; ya el profesor me había advertido. Es usted el primero, por cierto. El profesor salió a dar una vuelta por allí.’

Tantas aliteraciones arquitectónicas, entrecortadas por las últimas publicaciones del semestre. Román tomó la diminuta cámara y enfocó una perspectiva del pasillo, se arrepintió del encuadre; requirió uno opuesto que igual no registró. El foco debía ser en picado, se asomó al vacío y teorizó agudamente cuanto que por inverso no tenía la contrariedad de antes. Pero prefirió el tercer patio a dextrógiro apremio de su espera. Así que remató el corredor, dobló a la derecha, siguió hasta las escalinatas, las bajó con parsimonia, mientras ajustaba el lente.

Corrigió el ajuste de la cámara, convino un examen en mitad del patio, en torno al busto de bronce. En cuclillas ensayó dos o tres cuadros sin asentir tales profundidades. Evitó el contraluz, mudando de esquina. Hasta que al fin echó de ver en los bancos un lecho providencial, donde seguramente no se dormiría en procura de combinaciones inútiles. Se tendió boca arriba sobre uno, y la toma era perfecta. El atrio solitario parecía haberse construido para ese sólo propósito. Hizo el encuadre y fotografió aquellas galerías en contrapicado que le hubo tendido a enfocar como en un sueño. Se quedó un rato, viendo como la mitología de un cielo amenazante mezclaba sus nubarrones. ‘Ya será hora.’ Supervisó su reloj pulsera. ‘Por lo menos estarán los otros, que sí que fueron puntuales.’


¿Cómo estás, Román? —inquiere Lidia, ya dando por contado el censo.

Lo sorprende ser el retrato cabal de una adivinanza tan bien decidida. Apenas puede callar. Martha echa de ver al fulano, y sin disimulo también hace sus cuentas.

Bienvenido, hombre —Lorenzo le extiende la mano, lo palmea en un hombro.

¿Conoces a Martha? —agrega, afablemente—. Bien, ésta es la Martha que conocerás. Y con ella, Lidia, tranquilo… con ella ambos estamos a mano.

Cuidado se van a las manos —dice Lidia.

Por quedar igual —repone Martha.

Así, quién fuera doncella para no serlo más —entre risas, la otra disuelve las asperezas.

Por ahí debe estar Elías —dice Lorenzo, en un ademán a medio giro—. ¿Qué les parece si entramos?

Lorenzo va al quicio, empuña la perilla y ambas mujeres hacen coincidir las miradas anhelantes en la mano, y, como si fuera en un espejo, cada una intuye la aprensión de la otra.

Lorenzo se vuelve, aguzando la vista en una advertencia:

Román, tienes manchada la camisa, hombre —dice, y añade un fugaz interrogatorio con el ceño.

Ah, debió ser la banca donde me tendí a tomar unas fotos —contesta, como si le iluminara una revelación.

El prominente bolsillo de sus pantalones lo revelaba muy bien, sin que se hubiera revelado el encuadre.

No importa —agrega.

Luego nos las muestra —le dice Lorenzo, por congraciarse con su timidez—. Entremos, entonces. Allá estaremos más cómodos.

Las mujeres declinan la cortesía de ambos. Después de todo, ellas no tenían por qué abreviar la ausencia de los ex-alumnos de la universidad y mucho menos representarlas a cuenta propia.

Que se adelanten quienes están a manos —dice Lidia.

Adelante, pues, que ya no somos doncella —bromea Martha, también tranquilamente.

Es perverso que lo declaren atrás —dice Lorenzo, y otra vez vuelve a ganar la puerta, pero ahora de una carcajada —. Cuidado, Romancito —entra con otra carcajada —. Que si van tan atrás como dicen, entonces así no se rezagan.

El mismo Lorenzo aprieta las nalgas para no cagar el chiste —repone Martha detrás de todos.

Al entrar, Lorenzo queda súbitamente a tientas en la media luz, de la que es menester hallar la otra mitad palpable. Desde el quicio procura a tienta el roce de la pared; sin volverse a ver si lo escolta aún su séquito. Palpa el ortogonal ras a su derecha, hasta atinar en el conmutador. Relampaguea el cielo raso, y luego se serena el prodigio en toda la estancia. Inmediatamente a la entrada, salvando cierto retiro un poco brusco, una pantalla cubierta de carteles divide el tráfico en dos posibilidades opuestas, como uno de esos topes de madera tallada en la entrada de una iglesia, acaso para que los feligreses entren con la oblicua humildad de ir corrigiéndose según los ecos de un trance interior.

Las casi cien lunetas se suceden hasta rematar en el talud de abajo. A ambos lados del macizo naranja, los pasillos, en pendiente escalonada, los demarca un rodapié de madera, y la coronación de una moldura metálicamente enrojecida sigue las paralelas de esos quiebres. ¿Cuántos espectadores subieron con el apremio de salir de allí para siempre? El escenario ya está desprovisto de los paisajes anteriores, sólo unos tornillos aún persisten en el negro. Todavía no hay telón; sólo dos tiras en luto, colgando hasta el tablado, disimulan las dos entradas en escena.

Hágase la luz —dice Lorenzo, y con las manos vueltas en justificación, gira en redondo para advertir el milagro a la compañía.

Es un charlatán fofo, aunque muy alto para esa consistencia. Tiene las facciones de quien lo encandila sus propias frases. Sus ojos, en contrario, saltan a cada énfasis, y con frecuencia los dos predominan como si lo hicieran independientemente. Una barba rasante le rodea la boca con exactitud, tal si se guareciera de la navaja diaria. Está al borde de los cuarentas. La calvicie ya se adentra en su frente, a veces sólo prolongándose en sus canas. Sus manos, de dedos gruesos, a tientas prefiguran las ampollas de una vejez que se aproxima como los obstáculos. Viste con holgura y por hábito de su doctrinal papada.

Este Elías tiene aquí un reino —proyecta el cuello, en pos de que sus sílabas envidiosas tengan cierto cariz sincero.

¿Has venido estos últimos días, Lorenzo? —pregunta Martha, con la determinación de diferenciar sus impresiones psicológicas a través de un testigo reciente, pero el hombre apenas asiente con un ademán mezquino, y ella, ya defraudada, deja las sobras de su pregunta a orillas de quien no calle.

Lidia, por ganar siempre de su paciencia (incluso a razón de lo que no se le alcanza al impaciente), no calla:

¿Y cómo está el insufrible Elías? No sé cómo sacar cuentas por su voz al teléfono, ya saben cuán brusco es entre las risas de una petición aparentemente seria. No sabe uno cuando le propone un papel o cuando le hace anticipar el papel que no le propondrá nunca, porque, quizá después de todo, nos respeta en serio. Todo es una joda con este hombre.

Sus aseveraciones transcurren hasta con un nostálgico cariño, pero ese inventario de su pregunta inicial, que no deja responder a Lorenzo (no tan de prisa para que le fuera eficaz su memoria), espacia una rara colección de amarguras que incluso por velarse así se le revela a la sorprendida Martha.

Los ojos de Martha son, a la luz de los patios interiores, de un verde blando como el esputo de un anémico. Ahora se aglutinan grumos oscuros, mientras ve a su contrincante en el rigor de aprovechar sus sobras. El olor a añejo, venido de atrás, le colman en reminiscencia, pero antes que retrasarse en detalles que igual le serían ulteriores, la pregunta conviene la excepción de un ejercicio más provechoso, que se resuelve quizá en menoscabo de las antiguas leyes, pues esa usurpación, que Lidia lleva acaso a voluntad, Martha no los hubiera ganado jamás ni por mucho empeño en el ardid ni por constancia de su carácter amargo. Ahora le ve distinto a su lidiosa rival. Después de todo los códigos de Lidia, aunque muy distintos, explican también una elocuencia en común, ya que aún no (y quizá nunca) una solución afín.

Martha parece una ventruda foca que se yergue por cobrar la dieta de una gracia, pero se le ve demasiado petulante para su función; sólo la propia vanidad le amaestra con ayunos, y así sigue, cuando no las privaciones suyas, el ejemplo mismo de sus desmanes. Erguida, propulsando su vientre pálido y helicoidal como si los meses furtivos se complicaran en un caracol hueco. Un bulto que mejor hubiera engordado en tasa de esas privaciones circenses y no por el remordimiento que se ceba al dolor de recordar su falta: nueve meses interminables como ese cordón umbilical que le estrangula todos los días. Al paso, suele arquearse en una gravidez injustificada para los ojos del prójimo, pero que como un acertijo la exhibe entre las vacilaciones de los demás, acaso para purgar el crimen más de lo que los laxantes prescritos por el rechoncho calvo le apuraran.

Martha sólo delinea sus ojos cuando no está en trance. Sus labios son enjutos, como de una sola pieza, pero la dentadura en desorden se revuelven con su risa nerviosa, de tal que siempre preocupa a quienes la provocan, temiendo que sea la cicatriz de un daño infligido a ella hasta con la ligereza de un chiste.

Por fin los acompaña Román, que se había distraído en los carteles. Baja hasta ellos, mientras ratifica su cinturón con los pulgares. Su retraso, puesto que ahora los otros le echan de menos por echarlo más allá, no participa de los anteriores argumentos, sino que tiene que elegir de sus desventajas, apenas con el mismo alarde del que apenas podía servirse. Román es tan alto como Lorenzo. En su rostro bronceado lleva anteojos, que, siempre por figurar un entendimiento mayor del que le hace pensar en ese mismo truco, les desmonta para limpiarles con una lanilla. En cualquier punto de la conversación, él retoma cada tanto le sea propicio esa capacidad inventiva, émula de los “guiños de ojos” de lorenzo. Tiene menos de treinta años; es el menor de todos. El bulto de la cámara fotográfica, en uno de los bolsillos de kaki, parece una tumoración de su corpulencia, que es acaso proclive a la gordura. Se avergüenza de llevar el mismo corte de barba que Lorenzo trae, siente que su inferioridad pecó mucho en esto. Se acerca más, como buscando en la proximidad de sus riesgos aparentar una valentía que no le deshonre. Se desabotona el primer ojal de la camisa como prueba de esa temeridad.

Cuántos carteles allí arriba. En esa esquina —señala el revés de aquella pantalla—, hay uno… Qué cómo olvidarlo. Fue la última obra del colegio. Me acuerdo de que Elías, con las piernas cruzadas, llevaba los apuntes a colores, y por cada rayita distinguí nuestra evolución en el curso de los ensayos.

Basta, gente. Mira que parece que estuviéramos hablando de un muerto —dice Martha.

Vaya que sí. Ustedes deberían dar serenatas en los velorios —dice Lorenzo.

Lidia había bajado al tablado, y ya estaba detrás, recluida en la celda.

Mientras los otros se tanteaban sobre las tablas, Lidia había entrado a la celda; y precisamente allí veía un mosaico de recortes que recortaba buena parte del muro. Detrás del muro del tablado, y mirando de este lado la cara de este lado, Lidia distingue, entre los muchos retratos periodísticos de Elías, la reciente semblanza de aquella senectud. Un anciano enjuto aún en blanco y negro, calvo y con la narizona costumbre de hurgar a la sazón de su risita amarilla.


Lidia es de curvas firmes. Sus pies también son firmes, pero no huesudo ni regordetes, más bien con la suavidad de dedos regulares y precisos en el corte nacarado con que las uñas son rodeadas. Así se planta la grácil descripción de su piel lechosa y así, las primeras arrugas en torno a su sonrisa se yerguen desde dentro. Va de pelirroja, los cabellos no le caen a la espalda, pues se los cortó apenas en el giro de un parco moño. Su boca es carnosa, siempre de un rojo vivo, que ella corrige en cada ocasión de un espejo. Su nariz es bastante corta, pero así promedia la gracia del conjunto. Sus ojos son acaramelados, le rodean pestañas espesas por el maquillaje duradero. Los dientes se ordenaron en una blancura que aclara su perfección muy a menudo, pero no el secreto de lo que es evidente.

Allí está en pie, frente al muro; calza sandalias blancas de tacones altos, siempre por la predilección de que se le vean sus pies, tal como ellos tengan el arraigo de pisotear otros fetichismos que además sean infructuosos. Hela allí, en el examen de aquél elegible a una jubilación que se haga entre las mercedes y pompas de la universidad. Lidia parece una planta en flor, con sus bellas y delicadas raíces afuera, tan impersonal en pulso de una savia ya desflorada por la misma incógnita de aquella sonrisa. (Oscurece.)


Escena 5: (el gobierno)

El hombre y sus ojos fijos sobre el claro de la mesa donde el claro de la luna no alumbraba. Dentro del plato dividía una porción, sin paladear lo que alteraría la acritud del prolongado ayuno. Tamborileaba los dedos impacientes como si cabalgara por ese tablón, cuyas vetas en menguante no variaban bajo el viaje inmóvil de la mano.

La barba le crecía, erizándole una imperceptible lentitud. Su respiración era trabajosa, pero eficaz a fuerza de agenciarse un respiro entre los estertores del tumulto. Se abría la puerta de un tajo y los ojos del comensal, casi vueltos en el trance, miraban aquella silueta que nacía del brusco sereno. Su mano cesaba dentro del mismo puño que se contraía en el tablón. La fiebre apenas filtraba sus rocíos entre los ángulos más secos y remotos del lugar. Él aún no se movía, mas en sus fantásticos horrores se arrodillaba mil veces, acaso para ofrecer su alma según el desconsuelo de las demás almas.

Sin siquiera moverse de su silla se rezago detrás de muchas raíces, mientras el verdugo, ya dimensionado en el dintel de un horóscopo hostil, finalmente decidiera ejecutar la orden sin mediar sogas de ninguna providencia pública. De repente, oía el rumor de una voz, que quizá cesaba a través de otras pavuras tan recónditas como el silencio ajeno. Vaticinar lo peor, y sólo lo peor, era con frecuencia el presente de aquellos desventurados, y el cumplimiento en cada oportunidad lindaba con un alcance que pocos tendrían el tiempo, y acaso las agallas, de llamar futuro.

Iba evocando lunas entre los pormenores de una brevedad fatal, pero no para corregir algo que le enorgulleciera algo, y cuya métrica ha de ser siempre póstuma, sino para hallar la metáfora que le redimiera de la incertidumbre. Le sobrevendría el suspiro ulterior, que había de entrañar con duda, pero no el despecho de afear ociosamente sus últimas oraciones.

Cuidad de honrar a la corte, tal pagáis vuestros impuestos. Lo aconseja un amigo que os delatará sino lo hacéis.’ ‘No seáis altanero, muchacho, escuchad a vuestro padre; no os cerréis como el Dios que no lo conmueve la estrella de sus herejes.’ ‘Haced el milagro a este padre en penitencia, que tanto os besó con los mismos amoroso labios de mis ruegos, ay, los mismos que vuestra imprudencia de hoy parecen apurar contrariamente.’ ‘No hay que dar largas fuera de este grupo, cuando se precisen otros adalides se debe corregir los signos.’ ‘Lo mataron en su lecho nupcial, sin indagar por sus cómplices, sin siquiera preguntar a la viuda si ella misma repetía su tocado antes de dormir’ ‘¿No os aclara la mente tan concisas sombras, ni os veda los fulgores de tanto delirio? ‘Pues sabed que yo, en el ardor de mis oropeles, veo que nos enfriarán como a nuestras cenizas.’ ‘No le cerréis, es de mal agüero que los vecinos oigan en estos goznes el crujir de un ataúd.’ ‘Adentro, hija, sólo se ve un borracho desafiando a nadie, que nadie más que él pague tal audacia.’

La figura ya parpadea y su propia respiración le hace respirar un poco más. Da un paso; entra con las manos vacías bajo temblorosos vacíos. Aquél, que en el recorte pudo aglutinarse así, ahora recobra sus arrugas mientras muchas canas destellan como siempre. Él, aún encallado entre la mesa y el tapial, por fin puede reconocer a quien tanto se le figurara un verdugo. Vislumbra los jirones de sus pliegues, el ceño sublunar, los ojos todavía indistintos, la calvicie ensortijada a trechos. Presume la alforja bajo las gruesas vestiduras. Finalmente, escucha la voz, que con igual tono escuchó en la víspera.

Hermano.

Todo lo que le constituía a la silueta, ya menos apremiante que sus órganos, se descubre sin ataduras ni cortinajes. La reunión de todos esos atributos, desde el mismo origen maternal, evoca ahora reminiscencias de una sola crianza (los juegos en la vega de los abuelos, la última labranza con la misma yunta de bueyes, los sobrinos). La memoria reivindica esos actos indispensables, aunque tal vez según la fatalidad de todo un pueblo. Ya no importa a qué vínculos hubiera apelado, pues lo que la calma revela, en cambio de lo que no alcanza a sospechar, fue previamente abolido por la fratricida alucinación del miedo. Así que cualquier pregón de su hermano ya no ha de presagiar sino lo adverso de toda conjetura extrema.

Tantas plegarias impías, de cómo el opulento tirano eleva al cielo, eclipsan toda buena estrella, y ese influjo rige hasta la fe que milagrosamente conservamos en su fervor. Ay, que al abrigo de vuestro techo yo dé constancia de tal designio, y que con la licencia que admitís profiera aquí la resignación de los ancianos… Así no puedo sino extenderme en el recorte de un intruso. Pero ¿detenerme en las tijeras no os hubiera agraviado, de cierto porque reconoceríais en mí las vulgaridades del temor común? ¿Qué más falta por confesar hoy, y a través de qué forma exacta?

Habladme, que la lengua no trabe vuestra facultad.

Ay, hermano, son mis lágrimas con las que tropiezo. Estas lágrimas de cobarde que tumban mi dolor —levanta sus puños entumecidos.

¿Denunciasteis la conjura? Hablad, desgraciado —en una sólida exclamación le increpa—. Decidme, ¿quién ha muerto? ¿A qué traidor protegéis? ¿Ahora os asustáis cual si fuerais vuestro propio verdugo? Pues de cierto que os he de sentenciar tanto como me veréis aquí plantado —y se levanta con altivez.

Vi —ahoga los sollozos en sus temblorosas palmas. El otro le deshace la careta a golpes recios. Le toma el rostro con ambas manos y hunde sus pulgares en los ojos, vaciándoles al punto.

¿Qué visteis? Contádmelo que ahora sois ciego —de tan crispados resbalan sus pulgares en las cuencas vacías, y lágrimas de sangre corren hasta los codos.

Ay, bendito sean los pulgares que extirpan la tumoración de mi culpa, aunque todavía el germen malsano aumenta los esplendores del delirio. En el crimen sólo quedé yo, el único que quiso escapar hacia esta protectora ceguera… A tientas bien pudiese hallar el quicio que no vi para los otros, aunque para vos… de vuestra casa… y a los de vuestra casa…

Mis hijos —clama con sus pulgares vueltos a él, viendo las secuelas en el rostro ciego del otro —. Ay, infame me dais con el bastón que os di —le saltan unas lágrimas.

Pero la beatitud de mis últimos días llorara con vuestros ojos.

Y no os pude ver compartiendo mi desdicha, hijitos. Ah, lo malo me oscurece, que sea entonces lo bueno lo que os guarde luto.

Seré vuestro destrón, si ya he pagado mi pecado —le contesta el ciego.

Con vuestros ojos he de demorar la venganza. Este dolor que me abruma aguza el filo fuera de sus cuencas. Sin embargo, mis lágrimas de cobarde enmohecen todo. El tirano me asedia, y yo en las cuencas de mi hermano entinté mis pulgares para dar constancia de esta dilación. Ay, qué ciego somos…

Empuñemos la espada ya, a morir tempranamente, porque incluso si no hemos de arruinar nada no serán pocos los obstáculos ni pocos los muertos, pero que el odio contra el rey nos encumbre en la matanza… Sí, por ornato de su sangre real llevaremos una corona.

No iré a morir hasta que mi tumba, de tan honda como le haya cavado, entrampe al rey. Tomad vos la espada, que os sirva de báculo. Las leyes, cuya iniquidad segó mi linaje, serán las que moderen mi paciencia, porque al cabo he de impugnarles por completo. Os juro, por mi falta en la infinitud de la raza, que la única excepción la testimoniaré al sesgo del rey caduco. Tomad el hierro, pues, ahí está, si queréis tantear un honroso atajo que abrevie vuestra inconstancia, pero no os vais a juntar a mis hombres. No importunaréis la conjura —lo toma del brazo y lo guía hasta la puerta, le hace bajar el umbral y lo echa afuera—. Un enclenque así no será mi destrón; el odio lo será cuando me ciegue en la batalla —cierra la puerta tras el descalabro del ciego—. Daréis tumbo mientras busquéis la muerte, pero no hallaréis mi perdón —desenvaina una espada—. Destronaré vuestros hombros, rey, pero con mi empuñadura.

El ciego afuera trastabilla, la oscuridad le parece tan palpable en su espesor, pero nada comprueba al tacto que no sea el caer de bruces. Recuerda la diversión de los guardias mientras vaciaban las cuencas de sus sobrinos. Recuerda que después de la tortura pública, les mataban, indagándoles como si ya tuvieran por respuestas las lágrimas que se escondían a oscuras. Estas imágenes, tan vívidas y firmes, se les iba imponiendo como el único arco visible de su mente resignada. Se arrodilla y clama por uno de aquellos verdugos, al menos uno de los muchos que evitó a través de matorrales espinosos.


Al huérfano él tenía que cogerle, así el tumulto le demorara en su persecución. Los jirones de esa ralea mercantil no pervierten su porfía de acatar las leyes. Se adentra en el desorden, siente ya dentro de él que para aparentar obediencia es preciso entregar al huérfano. Ve en derredor como las caras se contraen hasta el vértigo, de repente mudan entre parpadeos terribles. Acomete contra la multitud otra vez, pero sin distinguir más que la traza desdibujada, y en la violencia de su ilusión desbarata el puesto de un agiotista, manda de bruces a un cojitranco, le aplasta la nariz a un púgil ya arrebatado por una enfermedad grave; otros indistintos sufren el rigor de sus codazos, pero antes de que al fin tuviera cuando menos la memoria perdurable del crimen remarcada en la impunidad del otro, granizan puños hechos de fuego o hielo. Entre bastones que recaen con énfasis, también insisten las migajas que el hambre del huérfano no pudo disuadir. Los golpes arrecian sobre él. Un bastonazo entre aquella tempestad le deja a tientas en el dolor, y así palpa el rudo desgobierno, que acaso había de ser su cómplice en la conjura, pero que contrariamente ahora es el tributo de una servidumbre que no se reduce nunca.

No hay gobierno; apenas la locura del rey conserva las formas en la corte.’ ‘No hay gobierno; los ministros nos siegan como espigas, acaso para hacer creer que los sobreviviente son los súbditos más leales.’ ‘No hay gobierno; éste ya es el rumor de la mayoría, y la callada aspereza de quienes oran para que el vulgo se convierta con el milagro rudo y consecuente.’ ‘No hay gobierno; la brutalidad de los guardias encubre una degeneración total; acaso la corte, en tiempos más felices, no condecoraría las hazañas de quienes la preservan de enemigos.’ ‘No hay gobierno; no he visto que las efigie de esos círculos se acuñen con el mismo rigor de otrora, además los negocios al cambio ya no tintinean igual.’ ‘No hay gobierno; pues nunca habéis escuchado que se dijera esto en todas las casas.’

Anegado en la ávida negrura, recuerda a sus hijos traviesos que corrían en el zaguán. Sabe que todos prefieren esa orfandad que él, el perseguidor, ya sólo se imagina en el recuerdo de sus hijos ausentes. Sabe que está perdido, que la ceguera de su hermano sólo podía vislumbrar un pasado cruel. Escucha los golpes, ya no los siente. Siente la humedad de su sangre donde aún le queda por sentir el beso de la muerte. ‘No hay gobierno.’ Oye esas palabras, entre los fantasmas que vocean en vago la repetición del vulgo, acaso el lema de la conjura, inflexión con que la tiranía sentencia el secreto de todos. Ningún rincón (ahora lo padece según su prójimo) es ingobernable para quien la misma violencia de su retiro lo encumbra todo el tiempo.

Después la daga. Estos jirones de una raza sumisa le hacen jirones a él, ultimo sucesor de una estirpe trunca para siempre. Ya ni la sangre siente correr por lo que ya no siente, pero cree que lo desmiembran, haciéndole menos cada vez. El calor del asedio se rasga en relampagueantes fríos a ras de huesos rotos. Sus rasgos se dividen entre las garras crispadas del desorden, y a saber de esa conmoción ningún ánimo es entonces verosímil; sólo sabe, por ya no poder creer otra cosa, que le están haciendo menos, y cada instante menos según así las manos proliferan en una incursión ávida y feroz. Ya no puede pensar en la nada, sólo lo demás es concebido por los otros, y aun de lo ajeno se presiente un final sobrecogedor. Todos se agitan, no en el cuerpo que ya no lo hay, sino en el disimulo de un afán que puede ser algo más que un pueblo. ‘Si se lapida a alguien, los guardias duplican el castigo por cuenta de las tribulaciones.’ ‘Si hay gobierno.’ Todos, perplejos, se dispersan después de sus propias manchas. Sólo tres gotas de sangre en la calzada la lame un perro como si procurara un ayuno antes que un gusto.

Elías gira el picaporte. Entra, tras de sí, al cambio de mano, cierra la hoja, ajustándole a su par con un ruido plenamente satisfecho. Sigue a siniestra. Alisa un cartel en el filo del tabique. Baja el pasillo escalonado, golpeando con la mano derecha el revés de esos números. Antes de subir a escena, se vuelve para ver a aquel vacío volcado en una cifra irresoluta, y siempre al borde del inexistente cien. Sube al tablado. Afinca sus pasos con la salvedad de lo inminente, quizás porque no quiere sorprender a sus pupilos en habladurías.

Es enjuto, tan entrado en carne que sus huesos no afloran ni para encubrir un espesor moderado y cetrino. De estatura fusiforme, más alongado que alto. No obstante, con un vientre que presume cierta ampulosa flacidez, como si sus esposas justo en esa sección hubieran reunido las hilachas de sus respectivos divorcios. De frente tan amplia que linda con una calvicie doblemente amplia, donde más allá se arremolinan los encanecidos manglares de la nuca. Su nariz parece una prolongación alegórica de su pedestre rigor en la escena, claro que al modo de nariz y en ganancia de un respiro futuro. Cuando se abstrae en un silencio hondo, Elías aguza esos ojos en un vacío semejante a la cuestión. Los ojos son, como su enjuta boca, detalles subsidiarios de su nariz, excepto que se acomoden por potencia de una risa proclive a todos los argumentos. Si no le huele mal un ofrecimiento burocrático, olfatea que un buen subsidio se puede sacar, y a la sazón que no tiene mal olfato, conforme asoma por ahí la nariz que tiene. De tanto como se ejercita, hasta el desvelo muchas veces, que en las aletas ya se echan de ver la violácea inflamación de diminutas venas artísticas.

Una cortina negra veda el quicio. Escucha del otro lado un murmullo indistinguible. Se abre paso a través de la cortina con la ventaja de ser el anfitrión. Todos detienen la plática, cuyos móviles ya ha mucho que dejaron los recuerdos comunes. De pronto los suspende el advenimiento de quien, conociendo las vergüenzas de cada cual, les hubiera refutado a cada cual con apenas un chiste renegrido y poblado de moho.

Qué bien. Veo que ahora ya se conocen. Así como se han juntado, se les ve que pueden unirse —saluda con una mano, mientras que con la otra plisa su camisa en torno al vientre; todos corresponden según la cortesía que les concierne a cada uno—. No ha dejado de llover esta semana, ¿eh? —busca algo entre los legajos del armario; la exploración se detiene en un brusco acierto. Un libro cualquiera entre mapas de polillas.

Elías, ya le he echado tijeras al texto —dice Lorenzo, y al punto desenrolla sus folios. Se levanta del sofá, advierte en sus colegas lo que sus atribuciones infunden de antemano—. He cortado de aquí y allá, y a veces hasta por conservar la simetría he omitido al monstruo —agrega, con exagerada jactancia.

Ese monstruo como que te sobraba, ¿no? —dice Elías, sin adentrarse mucho en su irónica sonrisa.

Las mujeres aún no se atreven a mirarse, por temer que la confusión se duplique con el mismo brío que de soslayo se dio en el picaporte.

Es innecesario que la crueldad del tirano también presuma de un símbolo ya ausente en la maldición de todos… —dice Lorenzo, lo que le llevó pensar con entrecortado aplomo.

Sí, ese monstruo como que pesa, la verdad. Que se esfume, pues; pero en lo que sigue hay que ir discutiendo cada cosa según así todos participen, hombre —insiste el director.

¿Y cuándo empezamos? —tímidamente intervino Román, aunque aclarando sus anteojos con la lanilla.

Cuando Elías hable del asunto a fondo —repone Martha desde donde se sentó con indolencia.

A eso he venido… o de eso tengo que hablarles, por mejor decir. La cosa ya va en parejo; el subsidio hasta nos da para pagar la cena en donde se pueda persuadir a otros patrocinadores, sin duda hace falta lujo, que siempre es tan merecido cuando se hace arte. Les dije que tendrán su paga, y tan cierto es como que también se costeará la confección de los trajes en el primer mes. Claro que quizá ustedes hayan de vestir primero, digo para la escena, pero no para andar con el uniforme de un ocioso que le roe todo lo que mastica —ríe, en contestación a lo de Martha, y, como si nada, se pone en unos legajos sobre el tablón.

Mujer, ¿viste estos filtros? —compara Martha unas transparencias azules, y al través atisba a la otra, pero le desilusiona que con el mismo tono haya de responderle, y desde el otro lado.

Several blues. —concede Lidia.

Cuidado con eso, mujer. Por más que siempre los tengo yo, no puedo hacer que sean míos. Luego si las reclaman me serán ajenos para siempre, y cuánto más si no puedo entregarles nunca.

Pareces un niño egoísta con sus juguetes —dice Martha, entornando los ojos con la irreal pereza de disimular el rubor. Lidia advierte que aún están desacostumbradas a las aspereza del viejo.

Román se levanta del sofá, y en el otro extremo de la estancia, repara en la utilería, pero sin tocar las cosas.

Y así de viejo como me veis, soy más infantil que egoísta, ya es costumbre de los verdes compartir este estado de maduración y hacer de ello una soberanía que ya quisieran para sí muchos avaros como yo. Y es que soy un niño de pecho, a fe que sí, especialmente cuando la doncella bonita de la función le mete el pecho al asunto.

Las mujeres celebran la ocurrencia muy a sus despechos. Lorenzo ensaya sonrisas al espejo, y Román al fin sacude el polvo de una baratija.

Elías, pero es bueno ir leyendo ya sobre los mitos que se aluden aquí —dice Lorenzo, sin dejar de verse en su figura entera y mientras de este modo cree insistir según su parte de la intriga.

Primero es bueno que sepan que habrá paga; esa sabiduría les hará entender que es mejor el aplomo para otras prisas —dice Elías, con la cortante suma de igualar las atención de todos los entendidos en un rudo sermón, ya que no en una arenga—. He hablado con Clara… ¿te acuerdas de ella, Lidia? Aquella muchacha que no nos aclaraba nunca su nombre, siempre a las claras de una virtud oficiosa. Ella, que era muy tímida. Con el cabello ensortijado —Lidia divaga calladamente, pero sin atinar.

Tal vez nunca vino cuando ustedes… En fin —repone Elías—, ella trabajaba con una mujer, cuyo marido es compañero de copas de un secretario adjunto del Despacho de Cultura. Lo cierto es que... y quién lo diría, tan menudita ella… Bueno, se coló a pesar de todo, y así me llamó de repente, ofreciéndoseme. Ustedes saben que ya me van a jubilar, y que si estoy tan a punto de ser un venerable ex-profesor, ya qué caso tiene un subsidio a estas alturas, si no estoy para ganar canas detrás de un subsidio, pero es una ventaja mi papel aquí, y eso juega, y juega mucho.

Lidia lo ve cuidadosamente, como si del individuo pudiera precisar cada detalle que el fragmentario atlas de la pared divide y congrega en todas sus partes.

Tenemos este espacio, que como has visto Román, es maravilloso. Por lo menos hasta que se reanuden las clases estamos a nuestras anchas, para lo que sea, paro lo que salga —agrega Elías; todos asienten desde sus remotos ángulos.


TELÓN: Bajan corderos a pacer; el hambre los reúne a la vista del pastor. Al final, no saben quién será sacrificado ni para qué piadoso ayuno se les hace cebar, así que las reverencias a un Dios ávido de crédulos hace proliferar todo lo que los pastores deban ofrecer. La lana se trasquila; luego se devana; luego en trama cubre al sacerdote y tal vez al pastor del frío.




ACTO SEGUNDO (Job. 3, 11-12.)


Escena 1: (amor al arte)

Tienden al berrinche, Clara. Sé que no hubieras telefoneado de cuajar en poco tus muchas diligencias; y créeme que por mujer de fiar te tengo, pero estos sólo de contado quieren descontar sus dudas. Espera, muchacha. No, si al nomás reunirlos les aclaré tu nombre.

Elías, sabes lo difícil que es ganar una promesa del despacho. Muchos de quienes allí te conocen, desconocerían cualquier nómina de la burocracia ordinaria. En nuestro caso, es una nómina que ya es afortunada en mucho. Porque toda demora, sin duda gracias a que he insistido como lo hice, pagará cada plazo consumido. Al nomás expedir el primer pago se saldarán las cuentas que se cifren hasta entonces. Queda de mi juramento que se cumpla.

Lorenzo y Martha ya saben cómo es el asunto... por antecedente, querida, por antecedente, como sé que por antecedentes se solía decir antes. Los otros dos lo han escuchado de oídas, como de oídas también sé que se solía decir, según se le oía a los abuelos… y aún no soy sordo para figurarme esa costumbre antañona… aunque yo creo que más bien por antecedente, querida, estos dos grupos negocian según una desconfianza mutua… Sí, les he juntado por sus mismos falsos desprendimientos. Así que por “amor al arte” pactan anular sus diferencias, y creo que cada partido odiará contradecirse ante el examen de sus rivales.

Y el arrepentimiento de ser nada sinceros, ¿acaso no avivará un ánimo de más encono? Elías, me cuentas que tienden al berrinche.

Sí; preciso es que sepas de un posible despecho, pues los amantes son así de tornadizos. Dicen que un ayuno piadoso da sustento al alma, pero serían tan infieles con cada voraz beso; así hasta el hartazgo y luego a cagarla malamente.

Qué descarnado espíritu me pintas. ¿De pie y de traza entera amenaza disputa?

Aunque fácilmente se le puede tirar de narices en medio de un pedo petulante. Por de pronto, les estimularé esa hipocresía de parecer mártires. En una semana empiezan los ensayos. Mañana les reconocerás a todos; ya verás. No quiero que mis advertencias te abrumen, tanto menos porque serán proféticas al cabo de que te pongas a luchar contra todos ellos.

Pero deben entender…

Y tendrán tiempo de entender; si no son tan brutos de marcharse después de que acumularan tantos delirios. Sólo que en el recreo pueden que sean travieso los párvulos.

Me chocan tus anuncios. Ya lo echo de ver, tendré que resignarme al desconsuelo de los otros, como a que me consueles siempre.

No hables así; parece que tus palabras entrañaran un silencio fatal, muchachita. Ven acá, no sea boba, muchachita.

Promete que no callas otro tanto.

Abogaré en tu favor, cada tanto se propasen estos impacientes. No les convocaría de conocer poco sus flaquezas. Créeme que no son bichos de uña, tomado del pescuezo y en medio de la calle.

Me quitas un peso de encima.

No te ofendas, Clara, pero de prisa échate a cuesta un novio.

¿Abogarás también si te propasas tú? ¿Qué es eso de que me eche encima un novio?

No lo dije por mal hacer, coño. ¿No acabas de decirme que te quite un peso de encima? Eres tan menudita que volarás a la primera ráfaga como no te cargues un fardo que te ancle.

¿Ah, sí? Pues con que me pese la conciencia no tendré necesidad de tomar en serio tu consejo, y lo divertida que estaría a la intemperie, en medio de cualquier huracán…

Qué pesada te pones, mujer; de cierto que el matrimonio no te pondría hundir más. Ya. No te enfades, por más que me aplico mis chistes tienes con frecuencia el efecto opuesto en ti.

Ha de ser porque soy el objeto de la burla, ¿no?

Si no soy tan fetichista para tenerte en esa singular estima.

Luego es otra la perversión de tu risa.

Qué dices; no hables así que no es gracioso. El asunto en el despacho va bien. Además, sé que eres mujer de palabra…

Las palabras se las lleva el viento.

Qué bueno que lo digas con ese tono tan pesado, prevalecerás y otros serán los que con el estornudo errante lleve a cuesta sus asuntos.

Ya ves. Como que ahora puedo reír, tan ligerita y desaconsejada, ¿no?

Es curioso que tenga que empeorar tu mal semblante para que nos entendamos mejor; con lo bien que nos llevaríamos previamente. Vamos, tienes que enseñarle a esa sonrisa un poco de soltura. Rápido, y con cualquier cosa, se te ruborizan tus mejillas, y esos lunares hasta parecen infundir un vivo luto. Sí, es eso: te avergüenzas más que esa sonrisa te desfigure el rostro que la misma causa de apelar a ella. Soy crudo con mis apreciaciones, pero de buena fe te las digo; sólo para que ensayes de antemano, y en la intimidad de un espejo, antes que estos actúen en tu contra y por potencia de todas las ventajas que creen tener ellos de su oficio. Aprovecha este enojo y reflexiona sobre lo que yo te revelo.

Me alegra saber que tras estas escaramuzas otro tono me aconseja o más bien me ruega un armisticio, que nos hace cómplices con toda clase de licencias…

Más que eso, siempre somos aliados.

Bueno, sí. Aliados en las batallas que vengan.

Te engañas al creer que sólo de disputas puedo ofrecer este compromiso, cuando jamás me he vuelto contra ti. Todas mis tácticas, desde el mismo momento que me telefoneaste, acuden abnegadamente en socorro de tus estrategias. Sucede que tantos escrúpulos te distraen de nuestro plan, al punto que te he de aconsejar siempre que medites lo dicho. Si te ofendieron mis bromas, cuánto más ha de ofenderte la ingratitud de este Dramatis Personae. Piensa en ello. No digo que resistas los insultos, sólo porque también tengo la gracia de promover un altruismo así en quienes me envidian… No; cómo crees. Eres mi aliada. Pero con serenidad, mujer.

Tienes razón, Elías. Bien, sabes que me abro camino en el despacho y si esta primera tarea me colma… No sé; pero la impresión será pésima. Debo dominarme.

Aprende de ellos. Cuando me dijiste que podías conseguirme un subsidio ¿acaso no te aupé con más ánimo del que hubiera significado para mí ser objeto de esa distinción? Como siempre supe de tu aptitud, y desde siempre entonces, te recomendé que hicieras carrera burocrática. Sabía que aun por difícil que resultara tu admisión en el despacho, te las arreglarías para mostrarte. Y ya ves como de alguna manera convienes aunque sea un mínimo de sus negocios. Ahora tienes que aplicarte con mucho más malicia, he allí como todos los de allí se vinculan al despacho, del que pronto serás parte. ¿No te parece también hostil la dureza de esos empleados? Pues imítales en el curso de tus encargos, ya que aún no en el curso de los suyos. ¿Acaso es conveniente rivalizar con los que aún tienen que enseñarte? Pues no. Que los malos ratos, y hasta las esperas para confirmar tus secretas maldiciones, te ilustren siempre, mujer.

Con qué facilidad lo dices.

Tienes que atemperar el carácter, Clara. Ya es cosa sabida lo dicho, ¿no? Bien, cómo te descuidas así. Eres muy noble para que por no endurecerse a tiempo quedes afuera de lo que sé que ha sido tu suma aspiración. Además, gente como tú es la que tiene que estar allí, y no por llegar a través de los mismos medios serás igual a otros en sus funciones. Por otro lado, hacer un contraste anterior (sea por lo que fuere: anemia, desidia o magnanimidad) es no poder corregir nada desde dentro. ¿No querrás allanarte hasta quienes sólo a ras de periódicos oxidados discuten las valoraciones técnicas del despacho? Allí hay muchos vicios, sí, pero no es precisamente una virtud prescindir de sus legados, y acaso porque se les quiera extinguir no se les puede desheredar inopinadamente.

Tomaré cada palabra. Habla la voz de la experiencia.

Me hacen sentir como un anciano tus cumplidos. Deberías adular a este viejecito, conforme le haces sentir así de sensible. Mira que aún las arrugas no me traban.

Basta. Cuéntame de ellos, más bien.

A Lorenzo ya le conoces. Si te dijo que estaba escribiendo una novela colosal, y es más la mole de sus excusas, ya no hay mucho que se novele sobre él. Basta este prólogo de su inconclusa estética: cree que sólo su jactancia puede mejorar el odio que le inspira sus rivales. Está por allí, viendo a ver si se le da el milagrito de ver por el ojo que guiña siempre. Martha es voluntariosa cuando me imita, y qué egoísta es cuando le doy muy buenos ejemplos; ello me conviene en mi ausencia. Lidia es compasiva, y esa contemplación permanente no es melancólica sino risueña; sin embargo, detrás de esa sonrisa debe estar riéndose de quién sabe qué o de quién sabe quién. La verdad se me figura que la careta no le da sino el trabajo de llevarle encima.

¿Y el nuevo, ese tal Román?

Román le tiene mucha fe a dejarse vivir, más por la resignación de ser alguien alguna vez, que por ser el haragán que no le costaría mucho trabajo ser. De aplicarse como se aplica en acatar lo ordinario, puede que cierta magia le salga de repente. Quiere aprender de su rol la tarea de fingir su oficio, tan auténticamente como lo permita esa tarea. De cada uno debes ser previsora, pero…

Tranquilo, estos retratos ya no son tan silvestres; es nomás filatelia de zoológico. Qué bueno que así de pacíficos lo domesticaras para mi primer álbum.

No te fíes, mujer; porque te quedarán debiendo todo lo más. Por separado puedes simplificar sus respectivas lápidas. Sin embargo, combinados… ah... ¿qué dieta se procurarán si todos son cautivos entre la misma espesura? De lo que le afanen a tu piedad puede que destilen el tósigo de sus cerbatanas.

Qué cosa contigo. Otra vez vas a diestra y a siniestra. Cuando creo sospechar una dicha de tus fósiles, me advierte de riesgos que en verdad son más abrumadores.

No temas, Clara. Promuevo la confianza de que creas en lo tuyo, y después te intrigo según esa misma inclinación, acaso para que sepas que de cierto abogaré por ti.

Espero que la retórica encierre la verdad de ser yo salvada entre esos salvajes, puesto que tu segunda clausula me impresionó más. Mira, tiemblo.

Tranquila, mujer, aquí está papá Elías. Ven y dale un abrazo a papá Elías.

Es que a veces me sobrecoge el temor.

Yo no es que sea cobarde, pero tampoco soy menos valiente de cogerte al menos.

De qué te ríes, hombre.

Es que esta sonrisa tuya… así esbozada por fingida complacencia… Ven, no seas arisca conmigo, porque te acorralará esta gente.

Para ti todo es en juego.

Jugando la mete el can. And so I can…

Ay, cómo metes la pata; hubiera preferido que me ladrases.

Perro que ladra no muerde.

¿Así de babeante al espejo?

Mis babas no son de rabia. Ven con papá Elías.

¿No más joda?

Ahora será en serio, mira que ya…

Me haces cosquillas.

Entonces cambia esa cara.

¿Mañana tendré que verles?

Mañana será otro día.

No; ahí no.

Déjame probar a ver si dices: “sí”.

Mañana, ¿no?

Sí.

Pero no puedo con mi cobardía.

Podrás; a la larga es la única virtud que nos queda.

Eso me ilusiona siempre, porque, si no, pobre de mí, ¿verdad?

Sí.

Ahí no.

Sí.


Acaso Clara ya había conseguido una promesa, lo que era bastante raro con tan remotos auspicios. Además, la singularidad se había dado tan rápida que apenas Clara pudo congraciarse de su suerte. Por de pronto, sólo a las formas de su legajo atribuyó una explicación plausible. Ciertamente ¿no sudó lo suyo en ser así de heroica y solitaria?

Luego que se despidiera de Elías, y en el apuro de ganar la última hora hábil, marchó al despacho; de camino a las escalinatas iba recordando aquel código que procuraba provechos de las humillaciones. Adentro, casi al cese del turno, se le dio la nueva anticipadamente. De no haberse topado a la encargada, quizá Clara no hubiera llegado tan pronto, ni dentro del margen que colmaba la paciencia. Fuera por suertuda o porque los empleados, aburridos en una tarde ociosa, apostaron a que la más enjuta de quienes aún figuraban en los expedientes se abriría paso según su agudeza… En fin, sea por esto o por lo demás, tal vez si por el protocolo, ella escuchó la mejor noticia, antes que la prolongación de muchos males y disgustos manifestara un privilegio cualquiera. A Clara se le confirmó que se había convenido ir pagando el mes según el mes.

Esta noticia alivió su ánimo, porque en la víspera de enfrentar aquella fauna aún no se calmaba ni por el cuadro que Elías le pintó en un equilibrio favorable. Su carácter era parcial de resoluciones prácticas, y el que fuera vulnerable por razones exteriores le hacía preferir, antes que una riña, la austeridad de plazos conocidos. Argumentar sus diligencias, que quizá sólo por personales eran sacrificadas, la hacía escoger con el mismo principio, pero desde luego ahora las ventajas le ungían de un modo muy especial.

La misma secretaria le alcanzó las nóminas que debía llevar consigo al otro día, y en las cuales, día tras día, había de documentarse la asistencia de los actores, según rúbrica del director. Al cabo de un mes, todos tendrían una cuenta bancaria sin las demoras que temieron y de las que presumirían una culpabilidad indirecta.

Clara ya podía respirar mejor, y así olía el papel intacto de aquel legajo providencial. Se despidió de la secretaria con efusivas formas, acotando los relámpagos del día anterior. Clara estaba entre la misma edad de las otras dos mujeres. Su cabello crespo, profusamente oscuro, apenas le caía a los hombros. Sus ojeras le colgaban sin relieve, como tatuadas a la sombra de su sombra. Su rostro era huesudo, y la nariz y los labios parecían las prominencias óseas de un exterior bruñido. Los ojos eran lo más sobresaliente del conjunto, que de tan hundidos figuraban en el fondo como cuencas en blanco, con apenas dos lunares en su cenit. De tan delgada como era, sólo vestida se le hallaban detalles anatómicos; y aun porque Lot no se los hallase, ella solía convencerse al espejo de que cuando menos él era muy paternal con ella. Al salir del despacho fue al quiosco y compró, quizá hasta por desidia, una novela inconclusa, sin sospechar que en medio de sus asuntos nunca podría siquiera trasponer el umbral, hacia un dédalo de piedra llamada simplemente por su nombre.


Es un gusto trabajar con ustedes, y prometo de mi juicio que me apartaré sólo por no dar trabajo. Imagino que Elías ya les hablo de mí, pues heme entre ustedes con el propósito de no deshonrar sus palabras. Desde luego, vine con la determinación que me compromete al despacho. Como saben, me llamo Clara, y con llamarme por mi nombre seré todo lo clara que ustedes indaguen de mí. Para no entrar en detalles, basta no prescindir de uno, que ni yo me la creía… Señores, y esto quise que tú, Elías, le supieras junto con los demás…

Qué detallista, mujer; pero que te pareces si terminas de redondear el detalle, es nomás un detallito que bien convendría no olvidarlo.

Qué bueno que lo dices, Martha.

Ya no la demoremos, Lorenzo. Anda, dilo.

Pues bien. Ayer en la tarde, casi al cierre del despacho, conseguí resolver la nómina. He aquí que les traigo las constancia de las asistencias; las mismas que sólo se me hubieran dado como parte de una promesa irresoluta, pero que... Señores, al cabo del primer mes, y sin falta en los sucesivos, cobrarán su paga.

Esto es una maravillosa noticia, mujer. Así que los muchachos tendrán, miren ustedes pues, también la certeza de sobrellevar las fachas del vestuario. Felicitaciones. Y a ti, qué puedo decirte, si un no sé qué como que no sabe hallar las palabras correctas. Quién lo diría. Quién lo hubiera creído.

Tan menudita ella.

No seas así, Martha.

Ay, Lidia, no seas así conmigo tampoco.

¿Y a partir de cuándo debemos dar constancia de nuestra asistencia?

A partir de mañana mismo, que si no me equivoco es cuando emprenderán los preliminares, ¿verdad, Elías? Como ven, cada hoja de asistencia lleva adjunta otra, como es obvio con el mismo membrete, en ellas Elías hará las observaciones de cada jornada, siempre al respaldo de su rúbrica. Todos los viernes recogeré los folios de cada semana.

Como ustedes sabían, muchachos, ya los carteles y el vestuario estaban garantizados desde el principio. Qué mejor comienzo, entonces que empezar con más, y así con buen pie. Ya les saldrán naturales las caras sin tener que excederse en el rubor de cada papel. Ahora que se resolvió esta incógnita, y que Clara se ocupara de lo que haga falta, ya podemos amarnos los unos a los otros con ese mismo “amor al arte” que nos distingue precisamente a nos, espíritus de sensibilidad.

Cómo eres Elías… (Oscurece).


Escena 2: (el molino)

¿Cuántos quedan? Ay, nos han reducido casi hasta los huesos de los que quedan, y ni los huesos de quienes así los roe el pánico detiene la obstinación del verdugo. ¿Visteis cómo la tiranía, sin siquiera vernos juramentados a combatirle hoy, nos saca de nuestras propias bocas? Ay, ¿visteis que de ayer a hoy los ojos soñadores de quienes nunca despertarán de sus pesadillas no abren más, sino que allí plácidamente quedan para suerte de otros gallos? ¿El báculo, a tientas del que se anda a su ceguera, no le ha sido un cetro entre las sombras de sus súbditos? Mirad, además, cómo los vecinos de la conjura se combinan con sus rivales, y sin que obre en unos y otros más que la avaricia, son pródigos todos en castigar al predicador que le gane una fracción de su espíritu errabundo. Sea la ignorancia la única que piense mucho, o el vicio que le haga fiel a la virtud mezquina, no hay en la comarca más ciegos a obedecer la ley severa que los que en verdad tienen que obedecer. El Dios a quien él le ruega, y en cuyas aras sacramentales hace sacrificar rebaños… sí, rebaño cogidos por esa desgracia que luego recaerá también sobre los sacrificados hogares de los pastores… Ese Dios del que teméis el rayo que fulmine mi despecho, ¿tendrá el poder de liberar a otros fieles cuando el mismo es esclavo de este rito? Ya es hora de que le tengamos fe a nuestros muertos. Rezadle, que si perecieron como los otros dioses, tal que en número infinito así de heroicos resistieron la traición de un dios, su venganza será el milagro de nuestro porvenir.

Guardaos de las blasfemias. Y vosotros, ¿cómo le escucháis aún?

Me escuchan porque sané sus oídos, ¿qué tanto podrán sanar aquellos que inspiran mis profecías?

Aunque el Dios, simplificado del temor de nuestros mayores, nos dé la espalda, no abjuremos a sus espaldas, porque ¿acaso no somos hijos de padres más dichosos? Si nuestra dicha no es la felicidad, ¿acaso no existimos para saberlo, para encarnarlo? ¿Cuán desdichados al menos quisieran ser los demás para envidiar nuestro ser?


Era la primera vez que todos se reunían a estudiar el texto. El día se inclinaba a todos los ocasos anteriores. Había llovido en la víspera hasta muy entrada la noche, y los charcos, apenas tendidos en su superficies, se adelgazaban al sol, parecían hundirse con la trabajada prisa de ser menos anchos, y en busca siempre de aquellos fondos en perspectiva que ningún encuadre de Román hiciera flotar de ellos mismos.

Todos entraban al teatro conforme llegaban, ya sin las dilaciones de interpretar las demoras de los otros.



CONSPIRADOR 3

¿En qué sitio se esconde la impunidad que nos salve? Somos libres sólo de callar una palabra: libertad.

CONSPIRADOR 4

Pues desde mañana seréis libres para defender hasta vuestra mudez.

CONSPIRADOR 2

Esperáis mucho de un día sangriento. Os preguntaré a todos: ¿pensáis que es libre quien sin descanso huye de la esclavitud?

CONSPIRADOR 3

¿Pensáis huir? Ya se me figura que la esclavitud os está pisando los talones. Id, pues, que sois de quien os persigue.

CONSPIRADOR 2 (le toma del cuello)

¿O pensáis que la sangre es el atajo de mis manos?

(Lo suelta, tratan de golpearse, pero el resto interviene)

CONSPIRADOR 1 (jadeando)

Calmaos. Os responderé ambas preguntas: ¡Muerte al rey! Creo haberos satisfecho con una respuesta inapelable, cuanto por ser ella la única curiosidad de vuestras preguntas, ¿no es cierto? Bueno, pues a fraternizar otra vez.

CONSPIRADOR 4

Decía, caballeros, que desde mañana, habrá que amanecer en defensa portentosa. La cobardía de hoy la tendremos que defender tenazmente, porque aun lo indefenso por nosotros será protegido…

(Entra quien faltaba)

CONSPIRADOR 5

Señores, las viejas leyes fueron relevadas por otras, e incluso por antiguas aquellas fueron encarceladas bajo sentencia de los nuevos engendros. No defenderemos ni lo débil ni lo severo de esa pugna, y por el contrario combatiremos lo que en nosotros desmaye. Defenderse no es el comienzo, es justificar el fin. Si me preguntáis cómo convenceros de que mañana no debe ser la abreviatura de un porvenir anulado, os diré que no penséis en mañana sino en después. Si preguntáis cómo convencer a otros, pues os diré que si tratamos de convencerles antes, no les convenceremos jamás. Primero venderemos sus temores a los avaros que nos envidian esos mismos tesoros, luego convencerles será, en su orden, cosa segunda como cierta. Convenís conmigo en que quienes viven de su vida, mueren a expensas de su muerte; pues así que no viváis de vuestra carne, que carne vamos a cazar.

CONSPIRADOR 1

Sois…

CONSPIRADOR 5

Callad, señor. Tened presente el silencio de esta noche. Lo que nos sucederá por profecía de vuestros miedos, que figure entonces en su presente, que ha de tener allí también la suerte de una guerra. Vendrá lo que ha de venir siendo tal lo venidero, que para un carácter así antes debéis abolir a la monarquía, la cual por extensión de su improcedencia es siempre parasitaria. Es que ni por colorida tradición un pueblo puede admitir una merced tan injusta, cuyo mayor lujo, aun por encima de sus joyas usurpadas, es el acomodo de tribunales condescendientes. De preferir ese estado de cosa, se sería súbdito sin duda, pero no de reyes (que a la larga se les habrá de suprimir a todos), sino de la cobardía que siempre en el cobarde sobrevive…

CONSPIRADOR 1

Luego…

CONSPIRADOR 5

Y cuando no se crea reinar sino en una sepultura anónima, se llamará a concejo tal es costumbre suceder al caos. Se invocarán las diferencias del concurso y a réplicas inconstantes se conciliará, al fin, los alcances del nuevo mundo. Ya las meditaciones de un pueblo han vencido en su parte, acaso se os han adelantado a vosotros; sólo la espada vuestra puede felicitar tal anticipación en el mismo campo…


Hacían un círculo en medio del tablado, cada uno en su pupitre hojeaba sus copias. Lorenzo, en las suyas de entonces, no premeditó tachaduras recientes ni reiteró las previas hasta tener que hacerlo delante de testigos dóciles. Más allá de que los sobraba en edad, presentía que no eran tan dóciles y que una indelicadeza bastante brusca de su parte habría de azorar carnes de perdices o de lobos. Pero su mayorazgo se habría de imponer, de no alterar ningún principio de esa comunión.

Elías estaba adentro; subía y bajaba las escaleras con cajas de legajos estudiantiles. Ensayos, láminas documentales, calificaciones (todo lo más a dos cifras), ingentes fotocopias de periódicos y también memorandos de extensión. Las cajas de arriba merecían un examen más minucioso, por lo que apenas las arrumó en el único rincón despejado del entrepiso. Luego había de clasificarlos en los archivos, dos gemelas cajas de metal a tres gavetas, de las cuales la simetría más trabajosa era la de abrirle a cada una con mañas particulares.

El viejo tenía sus asistentes entre la matrícula, que al menos numeraban y desempolvaban ese vasto desorden. Pero ninguno de los cuales dejó sus vacaciones, ni porque se le prometiese la extraordinaria puesta de una obra sin pesquisas académicas.

El recinto, a doble altura, Elías lo promedió primero con un cielo raso, pero luego que se le concediera la cátedra definitivamente, acometió las reformas a la venia de un presupuesto que acataba la estructura original. Antes, como ya se ha dicho, el conjunto era otras de las salas de conferencia de la planta inferior, y en la celda, detrás del tablado, se construyó entonces un entrepiso que cubría la mitad de la planta, superficie que Elías determinó de un croquis ajeno. Tras adosar los pasamanos de esa escalera, trajo algunos muebles que allí parecían las esquirlas de una explosión lenta y laboriosa, todos los cuales al cabo había de sustituirles con un sofá de un rosa raído, un sillón de pana parda, un armario de tres anaqueles, una mesa empotrada bajo los peldaños y esos archivadores como herencia de una remodelación vecina. Los archivadores, al principio, bloqueaban la escalera, pero conforme se reforzó la estructura se les mudó arriba, y allí mismo se les enriqueció sus seis alfabéticas proliferaciones.

Casi todos los enseres menudos, sobras de sus estudiantes, estaban en los anaqueles que fueron adosados arriba. Allí, también unos percheros que se erguían con sus amenazas, y trajes estrafalarios que colgaban de unos tubos. En la pared de fondo de la planta, al sesgo de la escalera, Elías colgó un pizarrón donde corregía los horarios de clase y las fechas de los montajes.


¿Leíste las páginas de los conspiradores, Lorenzo? —pregunta Elías.

Vaya que aquellos implicados tienen muchas afinidades con quienes presiden la conjura en nuestra obra —golpea el rollo de papel con el dorso de la mano.

El tono con que se rebelan es el mismo. Naturalmente la tiranía de un rey que han de combatir con los medios de una secta. Hay otros parecidos que no se alcanzan a esas páginas. Un traidor que obra por el despecho de un linaje trunco, y los modos que de él promueven los demás conspiradores. Además de algunos apartes de los ministros y el monólogo donde el mismísimo traidor se desenmascara. Las obras difieren esencialmente en la resolución de la revuelta, en el acecho de los extranjeros y en el apoyo de tramas subsidiarias. Las dos época… o más bien la época de las dos evoca un medioevo de otra época, que quizá hubiera sido desconocido de no descubrirse códigos entre santos alargados. Pero mejor es prescindir de estos ejemplos, pues a la luz de las palabras es que ambos cielos convienen sus prodigios. Te traje este fragmento del primer acto, pero no te diré de donde le conseguí ni por cuáles votos pude preferir este fragmento. Sólo para que veas, a simple vista nomás, el alcance de unos límites cualquiera, y no expurgues de tu enciclopedia la numismática de un germano longevo.

Cómo se te ocurre, Elías; si al punto basta con sospechar estas mismas parábolas. Aunque no tardé en echar tijeras con este contorno de ir zigzagueando ceñido a huesos que poco caldo dan para la dieta —entrecorta el aire con la repetición de sus dedos—. Por supuesto que a veces no quedaba más que trasquilar a los pastores, pero los dos sabemos que esos coros sólo tienen la eficacia de agrupar a la plebe en un símbolo entrañable, digamos que menos por su unidad subversiva que por un innecesario carácter pastoral. El monstruo, por ejemplo, no iba a tener dolientes; luego era mejor suprimirlo antes que llegara el luto de la mayoría.

Estas supresiones no te las objeté, como lo sabes, y al contrario te las celebro. La obra hay que sintetizarla en poco más de una hora de función, y fuiste determinado en salvar el ras a grandes tajos, ciertamente al sesgo que tenía que hacerse en principio. Pero para tales gimnasias, procura el consenso de tus colegas, porque no sólo tu memoria incursiona allí, pues también las de ellos tiene que recordar la vecindad del otro. Ya el asunto del subsidio está arreglado y sin acudir a más, y sin las dilaciones que temieron tanto. Mañana comenzaremos con los preliminares entonces. Relee esas hojas que únicamente te di a ti. Mañana oficiarás la lectura general, mientras acomodo unos cachivaches adentro. Estaré al pendiente.

Pero dime al menos el seudónimo de este autor—dice Lorenzo.

Aún no se conoce; ni sé cómo le conseguí —remata secamente Elías.


Mientras leían calladamente, cada quien en atril de sus manos, el mamotreto zumbaba de continuo, como una irreverente mosca que se ceba al aire antes que posar sus patas en el silencio. Enfriaba como cuando fue empotrado allí, pero su perseverancia, quizá ya por dilapidar toda su energía, avivaba también las bocas de sus detractores.

En el corro se leían pasajes del primer acto, generalmente sin una entonación peculiar, más bien en la prisa de coincidir tanto con los apartes de escena como con la opinión del que así le tocara leer entre los demás. Después de Lorenzo, los otros proponían supresiones obvias, puesto que era menester eliminar apéndices ociosos que secundaban el vicio primordial de Lorenzo, y esas supresiones habían de procurarse antes que éste, por virtud de su memoria, dejara ociosa la agudeza de sus compañeros.

Todo lo oía el director, mientras deambulaba atrás, entre los azares de su desorden. Él rumiaba las suposiciones más probables del tablado y las argumentaba a su garantía, lo cual empezó a hacer desde el mismo momento que se sacrificara al monstruo. Al tiempo que todos hablaban, parecía que se molía lo dicho, adelgazándose las especies hasta la polvareda que además era amasada por contribución de todas las salivas. Una masa tan cabal como las mismas faltas de toda esa receta.

Elías, al salir a escena, vio el corro en el tablado como los mismos conspiradores que se les examinaban desde aquellos pupitres. Los vio transigiendo entre ellos según cada señal de la conjura, y quizá les vio también superiores a sus ejemplares. Vio las lunetas vacías en el inagotable naranjado, como si después de todos los coágulos de sangre se pudiera cifrar una plebe exacta, unos testigos verdaderos. El mamotreto zumbaba como los trémulos grillos que interpretaría en escena y también como el croar de las ranas para aquel amanecer. Volvió adentro; rayó en el pizarrón la hora en que vendría a entrevistarle una periodista. Se acordaba de unos apuntes en unos de los cajones; quería subir por ellos, pero prefirió esperar a que se desocupara uno de sus ministros.


Subieron al piso superior. Los comensales escrutaban torvamente la indiferencia de los hombres. Luego bajaron con un forastero, que pagaba cada moneda por moneda, al cambio exacto de lo instituido por el rey. El perfil acuñado tintineaba sobre el tablón…


Con esta moneda compro ese periódico; mi periódico.’


Los hombres se apiñaban a escuchar las historias de viaje, que también se extendían en detalles secretos para los más curiosos. Los demás cambiarían del pálido naranja al rojo mortal de la sangre derramada.


Miren —dice Elías, saliendo otra vez al tablado—. Si la conjura se reúne en varios círculos, por la voluntad mayor de hacérseles coincidir contra el rey, no sólo se hace por algo comprobable, como los dineros del mercado, sino en virtud de proverbios públicos que comparten la verdad entre los mismos espías. Luego los conspiradores… Esperen un segundo —y entra de nuevo, en pos de una lectura confidencial, a la que consulta tan parcialmente como la compartió.

El corro delibera tras el ánimo de esa pausa.


El forastero, siendo un proscrito al que aún no le reconocían, reúne a todos en una cifra opuesta a las monedas que caen sobre el tablón.


Luego los conspiradores, entre proverbios y dineros, han de camuflarse, por decirlo así, entre los espías del rey —dice Elías, saliendo por tercera vez.

Pero, después de todo, tanta petulancia frente a un público avisado es muy sospechoso —agrega Lorenzo, para su sola complicidad y en guiño de su ojo.

¡Conspiradores! Conspiradores, por sus frutos al cabo le reconoceréis —completa Elías, y abre los brazos que todos hubieran querido abrir en quéselevaser.

¿Tenemos que ensayar desde ahora? —pregunta Román.

Hombre —apenas dicen las mujeres al tiempo. Quéselevaser.

Sé que eres tan intuitivo, mi querido Román, para saber que las cosas no son así como las piensas —dice el director, pero nadie parece reírse de aquel premonitorio lance. Todos se concentraban en la obra de tal modo que el mismo Román tuvo que seguirlos en franca desventaja. Así que el viejo apura el asunto con una risa para sí, que le place más porque ya es el remordimiento de los que no ríen:

Ahora sólo busquen parábolas y lean unas cuantas… porque me imagino al principal de la conjura avivando a los insurrectos por este medio.


Un hombre lo largan en el desierto. Sólo la sed, arenosa en su garganta, discurre eternamente bajo el sol de mediodía. Pasan las horas y el rencor que avivó en su pecho, y la fiebre de morir tostado, merman hasta los monstruos del delirio. Viene la noche fría. Acurrucado entre ateridas formas, duerme y se rezaga de la muerte que bien pudiera salvarlo de morir demasiado tarde. Entonces sueña que está por entrar a un molino, cuyo constructor bajo el dintel se planta en espera del intruso.

Ve en redondo, como si al cabo procurara sostenerse desde sus pies, pero de pronto tropieza la amarillenta sonrisa del viejo.

Venid, buen hombre. Seguro tenéis sed, pues he aquí que os ofrezco agua, de esta bota rebosante. La que quisiereis si la buscáis muy lejos de aquí.

El viejo lo convida a entrar dándoles de palmadas. Maravillado ve como en el interior giran lentas ruedas de madera según sus mordiscos invariables. No atiende la deferencia del viejo, sino que la despacha sin advertirla. Sólo ve que el conjunto obra con minuciosa lentitud en todo.

Sé que no me habéis pedido agua, pero ¿acaso el río no anticipa al mar? —insiste el viejo— Es agua fresca; de la misma creciente que hace girar la piedra del molino.

¿Cuánto habéis quebrado aquí?— al fin habló, sin apartar la vista del conjunto.

No mucho —contesta con senil parsimonia el otro—. Poco antes de que llegarais es que puse en obra lo que os asombra por dentro.

¿Cuánto puede durar una piedra igual?

Igual a ésta, no lo sé —dice el viejo—, pero en verdad ésta misma habrá molido tantos granos como arena hay en las playas de donde le trajeron. ¿De dónde venís vos? —agrega, después coge un buche de la bota, hace gárgaras y escupe en un rincón del tapial.

No sé —responde al fin, sorprendido de que su respuesta se diera en rigor de la pregunta.

Entonces, de donde venís, aún no habéis llegado a ninguna parte.

Luego estoy muy lejos. Os compro vuestras bestias —se precipita a negociar.

No tenéis cómo pagar una.

El viejo, entonces, hace una deliberada pausa mientras el otro con apremio revisa su alforja sin hallar más que migas.

Sucede que todas las bestias, señor, moverán el molino cuando la corriente adelgace —agrega, terciándose la bota.

¿Harina? —inquirió, como rogando consuelo, piedad o misericordia.

Llevad cuanta se ha molido, o quedaos a esperar por más —dijo el viejo, mientras salía por el ancho dintel hacia el fulgor del mediodía.

Esperó un día y parte de la noche, pero el cansancio lo rindió, y cuando se tendió a dormir, despertó con los puños crispados en dos puños de arena. Rayó el sol como nunca. Ya no sudaba, y sólo el recuerdo de aquella milagrosa agua perló su frente. (Oscurece.)


Escena 3: (la diligencia)

El despacho podía retractarse de sus aciertos, y muy a menudo obraban más diligente en esa costumbre que en la precocidad de otros asuntos. Inclusive las subvenciones, con todos los sellos convenidos para un presupuesto electoral, se le solía corregir mucho entre los rigores de esa pompa. Clara pactó con tal proceder, pero no sólo porque se le favoreciese y si porque había de cuidarse siempre de usurpadores vecinos. Ella se convenció de ir militando sin deslealtades íntimas, y de ese modo evangelizaba a sus detractores cuando no les tuviera que combatir con igual denuedo.

El teatro puede restaurar las ruinas de un rey enceguecido, y así encubrir lo que quede descubierto según esa misma voluntad. Este hallazgo era muy común, que había que inventarse las nuevas fórmulas del asombro, tanto más si las elecciones exigían seducir las costumbre y aun los vicios del vulgo. Clara, como sus rivales, sudaba para que el propio cartel prevaleciera entre un orden cuya sucesión les incumbía a todos. Así que en virtud de este conflicto se suelen suprimir obras disímiles al compromiso general, haciéndose de un sitio más holgado precisamente aquéllas que sobresaliesen entre las otras.

Había tiempos, como el de entonces, en que el concurso era feroz, y bien valía ofrecer el cartel de esas mismas discordias. Si la promesa de hacer sangrar sobre la arena no convidaba a la morbosidad de otros, bien que a golpes de los mismos púgiles se podían convencer a los más indiferentes. Todos, sin que aún se les admitiera sus solicitudes, reñían hasta por el modo de llenar las formas, y cada quien solía apelar más al desmérito de sus rivales que al servilismo de sus propios argumentos. Así era mejor que desistieran los menos templados o los menos ambiciosos. Clara confesaba no ser la más en ninguna de estas dos condiciones, pero había en ella la abnegación de quien la abnegación le satisface sobradamente, y si tal bastaba para salvar al menos un sitio llano que le hiciera perder sus temores, entonces desde ese punto tendría que encumbrarse hasta un heroísmo más rudimentario.

Antes de ir al despacho estuvo divagando entre los caprichos de quienes luego no veía más. Esos números telefónico, al vuelo con que se procuraron el trozo de papel, le remitía a otros números y estos a otros más proféticos, y luego la sucesión se desfiguraba en tantas direcciones, haciéndole saltar a la pobre Clara (tan menudita ella), y a merced de un vértigo que le agotaba todas sus formas de cortesía. Tantos números en menoscabo de sus ases, hasta que por fin pudo llegar al despacho, que bien precisó desde el principio. Tanto ajetreo fue como un vago interludio que después le haría figurar algún día en el despacho.

Clara supo de quienes desde lo ínfimo prosperaron, mientras aplacaban sus escrúpulos. Reconoció que algunos colegas de su padre (de los que él amargamente calló) ya los precedía una abreviatura honorífica. Precisamente ellos ya estabas por encima de esas veleidades, de las cuales no querían reconocer ningún origen propio. Ciertamente al principio todos se debían a esa ardua competencia. Así que ninguno podía ser menos de lo que ameritase cierto umbral producido por la terquedad de todos, y todo lo menos que fueran, en colmo de esas grietas, justificaba una mera abstracción de quienes aspiraban más en detrimento de las suertes inferiores.

Sin embargo, Clara, igual que sus rivales, sabía que se puede relegar y aun excluir un elemento, bastaba con que las autoridades corroborasen cualquier perfidia. Perfidias que tras imputaciones oficiales habían de acrecentar otras calumnias a propósito. La traición era el cargo más común para desfavorecer a cualquiera; no era difícil que las acusaciones defenestraran a un favorito que había medrado con tanto arte, cuando lo normal era acercarse con doblez para ser al menos un confesor al tiempo que un delator. Apenas un descalabro y entonces la mar de envidiosos mermarían toda esperanza.

En tiempos electorales se precipitaba siempre una catarata, pero por muchos que cayeran en infortunio, eran demasiado los advenedizos que querían sustituirles, y con los cuales era a su vez menester sustituir la falta. Ese tropel se iba renovando a cada purga y así, de purga en purga, las disconformidades heredadas eran peores, pero satisfechas siempre.

En tiempos de su padre, que eran los tiempos de Elías, ninguno mendigaba sino para intervención de sus asuntos. Entonces cada cual buscaba para sí un empleo en la administración, pero rara veces abogaban por terceros, y era impensable que lo hicieran para favorecer los panfletos de unos haraganes. Aquellos subversivos tenían que procurase por su cuenta las migajas de quienes combatían con esos mismos medios. Acaso esa lucha a sueldo se daba con la esperanza de que ningún ayuno les hiciera desaparecer como a otros. Prodigarles el pan a los detractores que se jactaba con tanto idealismo, era una estrategia piadosa por no parecer lo contrario. “Paz y trabajo para los demás.” Y qué trabajo le costaba a cualquiera quedar en paz por aquel entonces.

Clara estaba orgullosa del partido que prevaleció después de las ruinas intestinas que dictaron testamento en un plebiscito. ¿Cuántos censores no se les habían echado del despacho? Sólo sobrevivieron quienes no tenían parte directa por ser agentes menores, y habían de hacerlo siempre subordinados a no perder el pan. Muchos de aquellos, amigos del padre de Clara, ascendieron incondicionalmente, otros tutelados por las nuevas autoridades, pero con el devenir de las reformas la mayoría iba tener las potestades que ahora ella veía como ejemplos adustos.

El primer consejo de su padre, propio de quien teme no trascender en su segundo, era el de evitar los errores que ciegamente se llevan a término como si fueran proezas de gran fortuna. Sobretodo hizo esmero en advertirle de la envidia, y casi como una orden terminante no confiar en la espontánea solidaridad de cualquiera; lo que dicho así de escueto era casi insubstancial. Pero de ayer a hoy otras admoniciones debían mediar puntualmente, pues, si no, esta fórmula iba en perjuicio de quien la observaran así de incompleta. El padre quiso completar sus preceptos, acaso según el encantador anagrama del perjuicio, que anteponía la opinión antes del juicio rutinario y cierto.

Una causa electoral, siempre que se favorezca los tonos oportunos, era el destino de las máscaras, pero se debía conseguir que uno de los subversivos de antes aceptara el sacerdocio entre su claustro. No tanto por su influencia —que qué había de tenerla—, cuanto sí por el rito y el espacio.

Antes de que su padre muriera, Clara retomó el repertorio general, pero al morir, ese silencio amargo era ahora una proclamación póstuma, a veces inteligible por la afinidad de su acento. Tristemente la engendró quien le legaría al cabo el carácter de ser su unigénita; al menos así él le ofreció una fórmula distinta a la de su viudez temprana.

El orbe de familiares que remotamente morían o caducaban en su longevidad no le había enlutado a Clara una fracción del duelo de su padre. Escuchar, entre estertores, el último respiro de un paraíso inalcanzable, le anegó en lágrimas como para apagar el naciente infierno que no iba a reducirse de otro modo. Ciertamente Clara tenía fe en el gobierno de entonces, y con esa fe las plegarias que le comunicó su padre habían de invocar el milagro. Hizo lo que tenía que hacer. Llamó, entonces, al director.

El firmamento que se echara de ver bajo el sol, ahora ovillaba la madeja por su única punta. ‘Como si se tirara de aquel hilo que devana la paciente hilandera.’

¿Elías, como Lot, no ha sido paternalmente celoso de ella? Ahora que el subsidio se confirmó sin tener que prestar comercio a las ideas de sus rivales (y acaso porque el despacho quisiera escarmentar las inconstancias de otros), Clara ganaba buena porción de su andar, detrás de cuyas fronteras había relegado la envidia de quienes le felicitaban por despecho. Casi todos los que se les aceptaba sus solicitudes allí, eran intocables para quienes no se les había admitido aún, pero esta inmunidad tenía sus terribles excepciones cuando alguien de dentro retomaba una acusación marginal, entonces la coincidencia invocaba el aumento de más detractores sin distinguir sus orígenes.

Al contrario de los tiempos de su padre, los resultados de entonces, los buenos resultados, la afinidad de aquel vigor justiciero, podía promover un sacerdocio con toda clase de especies y condecoraciones, salvo que se avizorara cierta crítica contra la nueva filantropía del despacho.

Eso sí, el que se le confirmase su solicitud no significaba que podía descuidar el despacho, y en cualquier punto tampoco prescribía una asistencia más perseverante, aunque casi todos observaba en esto último una ley que se les imponía. La misma rutina de siempre, a veces intercalada con citas obligatorias, era lo adecuado para que el caso no se enfriara y quizá no lo bastante para mermar la paciencia de quienes movían el expediente.

Quizá el silencio póstumo de su padre alcanzó a dictar lo que la favorecería al cabo, pues en el asedio de muchos envidiosos no tuvo que extremar sus pullas, sino interpretar a su favor las que le laceraban a ella, lo cual venía a ser, de modo más o menos inconsciente, el método que le aconsejaba Elías. A Clara, esta determinación no le era transferible a otro medio hostil, y he ahí por lo que cualquier otro desafío le abrumaba, pero la sencillez de esta paradoja residía en que tanto se había predispuesto a prevalecer ciegamente en su entorno, y tal no parecía hilar sino la continuidad de su experiencia, que todo esfuerzo orientado con ese ardid era de este monopolio.

Por otro lado, al no desplegarse aún según sus licencias adquiridas cualquier amago le socavaría su criterio. Clara supo esto sobradamente, y quiso acumular más antes de dilapidar lo más en otro campo. Conocía a Elías desde que le ocurrió hacer de actriz en una de esas funciones ambulantes del director. Elías tuvo su grupo de actores, del que sólo sobreviviría él. A cada obra cambiaba el elenco, en tanto algunos audaces de la audiencia se allegaran con la intención de sustituir a otros, y así se unían todos sin mezclarse con despechos ajenos. Los sobrevivientes de cada ciclo, atizados por los fraudulentos encomios de quien además los tiranizaba para su goce, se comían entre ellos, y así sucesivamente se iba renovando una rueda que no paraba de girar.

Elías apenas le dio a Clara un pequeño papel, que, al cabo de que se arruinase en la misma salida, hizo notar las destrezas de Clara para resistir los asuntos administrativos. Así que le propuso al punto que se encargara de los papeles, que detrás de los papeles tienen las facciones verdaderas de la magia en cartel, y para los cuales es mejor tratarlos en la confiada privacidad de las cuentas y las promesas. Clara no había aceptado en aquel tiempo, pero no denegó de toda la cortesía, y así, urgida en sus hipótesis, se aseguró de no extraviar el contacto. Iba llegar el momento exacto, a seguro de que el preceptor había de protegerla en su novel intento, y aun fuera de su faena ordinaria.

Desde aquel pequeño papel que malogró, hasta telefonearle animosamente, ella le visitaba con frecuencia. Aunque sólo hablaban de la precaria salud de su padre, sin adelantar un saliente que le expusiera en falso. El director se condolía de la mujer, y a veces recomendaba uno de los charlatanes que, según las parroquias del cartel, había obrado unos milagros tan generosos como el dinero que decía rechazar por una profecía extra. Cualquier convenio que Clara intimara con él parecía reunirlos incestuosamente.


Esta era la primera visita, luego de que un alivio, la verdad bastante prematuro, le alisara los nervios. Si con esos nervios, que de tan crispados no los podía colmar más, se hubiera sangrado los rubores que avivaban sus vergüenzas, el rostro se desfiguraría, arañándose incluso desde adentro. Le era difícil imaginar ahora las constancias de ese berrinche, no porque carecía de secuelas similares, verbigracia de que se conjuraron sus temores, sino porque recordaba que aquellas veces (cuando niña) la cólera prefería más bien rasgar los folios que de su diario le avergonzaran más.

Sin embargo, no demoró en que se le atendiera en el despacho, y que se le rindiera una expedita y rara satisfacción que todavía la alegraba. Hoy era su segunda comparecencia de la semana, y de hoy en más debía consignar los informes que se levantasen en el concejo. Cierto era que no se confiaba, pero aún no se había disipado el influjo que prodigó aquella buena noticia.

Como cuando se le confirmó su solicitud (hacía poco más de ocho días) la estaban esperando otra vez antes de telefonearle. En efecto, una novedad, pero dado que se manifestara a lo poco de una noticia inmejorable, ya le mortificaba lo que antes le alivió tanto. Descontando los apuntes de la secretaria, la rima se arrimaba a su recelo. Se le decía que no se puede garantizar la paga según la puntualidad de quienes la exigen, y que la demora, como se previera, se registrará en el expediente, hasta que el acumulado se junte, en una sola operación, al primer depósito. Sin embargo, ya habían abierto las cuentas bancarias de cada uno, lo cual era más que una convicción. Había pruebas irrecusables de que no se iba suprimir esa partida. En la salita de espera ella aguardaba impacientemente. Abrió el libro como en otras muchas ocasiones: “Era…”, pero tuvo que interrumpir la lectura, porque la secretaria le advirtió de lo dicho y redicho. ‘Qué era lo que había de ser detrás de ese “Era…” impostergable. ‘Es increíble que no hubiese cómo leer lo que ni en todas esas horas se alargaba más allá del colofón… déjalo en las revistas tal vez haya quien se pueda distraer un poco, porque yo no tengo tiempo sino para mi quehaceres… y dejar el libro gratis. No, cómo crees… Vamos, mujer, y cuánto no le costará leerle a quien le encuentre aquí.’

Como se ve, cada sobre está rotulado con las señas del titular, señorita. En el interior de cada uno, está el número de cuenta respectivo, ya lleva la firma por el jefe del despacho. Parece que puede depositarse el segundo mes en el curso del mismo… Bueno, esto es una suposición, aunque no del todo infundada, pero que no se puede corroborar sino para la semana que viene, que viene a ser la que viene después de la que sobreviene. Por lo que es mejor que se los advierta a todos. De cierto aceptarán que esa dilación (imagínese ahora que estamos en elecciones) no es deliberada. Así que no les hable de que es posible que les tengamos respuesta pronto. Dígales, más bien, que se trabaje duro para que cobren pronto.’ ‘Qué bueno es ver gente que obre por la cultura, llevando luces a los desvaídos.’

Tomó el mazo de sobres, sopesó en ellos su desventura y derramó una lágrima que bien hubiera regado la hiedra venenosa que crecía dentro de sí, antes que apagar cualquier infierno. Metió los sobres en la novela y noveló la razón de aquellas nuevas páginas intercaladas dentro de un volumen ya incomprensible del todo. Vanamente, de camino a la universidad, se consolaba con los mismo sobres que al menos estaban rotulados a seguro de corresponder a cada cual, según fueran mansos en acatar esa promesa.

Ellos no tenían por qué tener a menos este gaje, y ella no tenía por qué acarrear la culpa de unos inconformes. Por condescender con este raciocinio, pensó que quizá había exagerado una perfidia tan generalizada como la impaciencia, porque apenas los conocía para pronosticar una fiereza semejante. Pero haberles noticiado antes de revalidar la promesa, sí que fue una equivocación que quizá tuviera que lamentar. Debió haber esperado a la víspera del posible cobro, en vez de comprometerse así.

Por otra parte, ellos no podían ser todo lo terrible que el miedo de Clara supusiera según su despilfarro, pero el despecho por una prórroga inesperada, tenía que despertar las rémoras de una angustia, y si esto seguía siendo una exageración, no iba serlo la desconfianza que inspiraría más adelante, cuando hubiera la necesidad de otras promesas. ‘Con ayuda de Elías, sin embargo, se puede atenuar un poco el incidente.’ Otra ocasión era la de suavizar los resquemores en perjuicio del despacho, pero esto era tanto más sacrílego cuanto tenía que traicionar sus creencias inquebrantables.

Clara estaba ganada del nuevo obrar del despacho, de las proyecciones de un gobierno que renacía por aquellos días, dispuesto por primera vez a cumplir las promesas que hubiera de prometerse en medio de una tierra prometida a prometedores profetas. Sin embargo, Clara vio que entre sus actores (y los de otros) había quienes eran capaces de vociferar arteramente, encubriendo sus mezquindades con los mismos roles que les dotaba de voz sobre las tablas. ‘Ay; esto no es, como lo dijo la secretaria, del todo infundado.’ (Oscurece.)



Escena 4: (la vergüenza)

Propongo que se reserve de nuestra paga, ya fija como se sabe, un diezmo, que tampoco tiene que ser algo como para morirse. Miren. Qué fortuna la de sesionar aquí, ¿no creen? Gozar de los trastos que Elías guarda atrás, pero con el tiempo será preciso de más cosas. Quizá hasta convenga contratar fontaneros. Lo digo al pronto, pero qué bueno que nuestras máscaras estén a la moda de quienes vienen a verlas. ¿No lo creen así? —dijo Lorenzo, batiendo los brazos en el tablado como si algo representara para los demás.

Quienes le oían, que eran no menos de quienes habían de escucharle, estaban sentado en la primera fila. A la derecha de Lorenzo, Martha. Román en medio. Lidia, a dos números de Román. Desgraciadamente Lorenzo no podía compensar la asimetría del conjunto con ninguno de sus guiños, así se desfigurar con el mohín.

Antes que conformarse con las orejas más dóciles, se le figuró más bien que lo mejor era no ir en contra de las otras corrientes. De los tres, Román sin duda era el que se entusiasmaba por aquel ‘novedoso’ discurso de la escena. Román, como los otros, sabía sin embargo que el presupuesto original seguiría invariable, porque sin importar las circunstancias era muy difícil que se excediera cualquier otro provecho durante ese plazo. Esta idea de Lorenzo, pensaba Román, debía ser tan antigua como proclive a la necesidad de concebirse así, pero de no ser por la desenvoltura de quien entonces asumía sus riesgos, Román no hubiera sospechado nunca que alguien pudiese improvisar una grandilocuencia que ya se viera sobre las tablas.

Cuando Lorenzo llegó al teatro, los tres conversaban desde sus lánguidas voces. Él los abordó en un saludo general, mientras subió hasta al escenario confiado de su elocuencia. De inmediato se persuadió de que Román era el más propenso a su sermón, así que al principio sólo se empleó en él, pero como era el único que parecía ceder, entonces fue extremándose a derecha o a izquierda del cautivo Román. A Lorenzo siempre le desagradó Martha; Lidia, quien apenas trataba, no le desagradaría del mismo modo ni según las mismas consideraciones, si es que por un exabrupto había de desagradarle alguna vez. Entre esas espumas iba y venía como la disuasiva espuma. Supo que al convencer a Román, ya embelesado entre las mujeres, podía inclinarse a cualquier extremo, puesto que por ese mismo ardor se precisarían otros lujos en el decorado.

¿Cómo se te ocurre, hombre? —replicó Martha secamente.

Cómo no había de ocurrírseme, con lo que hace falta que esta idea tenga sentido aquí —agregó, más por confiar en el ingenio propio que por rebatir aquella insolencia. Román comparó las razones que se oponían. Lidia, también pendiente del dilema, se echaba atrás, ajustando una peineta de carey en su moño.

Óyeme —dijo Martha, mientras escrutaba el indeciso rostro de Román—. Esta obra apenas se podrá estrenar antes de que empiecen las clases; y probablemente no sea posible representarla a la intemperie —se incorporó en su postura, acaso tan erguida que daba la impresión de que aquel molusco en lo súbito podía ser tan vertebrado como para rematar cualquier argumento—. Haría falta que cada cual declinase de todo lo suyo, en pos de un fondo común que aquí suele decírsele pote, ¿no? Imagínese que después del diezmo haya menester de s y que después sobre lo que nos falte a todos, precisamente porque nos quedaría nada. Es decir, todo lo que ganemos sacrificado a la sazón de este régimen piadoso.

Pero bien vale el sacrificio, si se quiere hacer ver al público que allí los sacrificios sí que conmueve a un Dios verdadero —dijo al fin Román, que no lo asediaban los apuros de conseguir a cualquier modo, y en cierre de cada mes, una gracia sobre el tablado.

Lorenzo meditó un poco antes de retomar la proposición de su discípulo, y en este lapso el silencio de los contrincantes se prolongó un poco más. Martha se abstuvo, acaso para no confirma otra vez lo que de ella tan a las claras le dejase.

Las dos tesis tienen la misma desconsideración, aunque por separado —intervino Lidia—. Retomo el espíritu de la disputa, pues no quisiera acogerme a nada sólo por despecho. Miren, es bueno considerar las contribuciones personales; y ciertamente la disposición de proponer algo así ya es tan valioso y desprendido como las objeciones de quienes intervengan en contrario, porque en últimas los dos partidos reconocen el inventario existente. Sin embargo, es hasta banal complicarse en una mera discusión del decorado. Se me figura que aún es prematuro ir más allá de lo que se ve en el fondo. Miren que todavía la urgencia de hoy no tiene parlamentos en estas tablas. Dentro de poco el mismísimo Elías maquinará las maneras de seguir las funciones, bien en las pausas de sus horarios académicos, en fin... aunque a estas horas, por cierto, tampoco se ha determinado el cartel. Imagínense. Mejor es que cada uno se haga responsable de sus opiniones mientras tanto, y las mantenga, eso sí, hasta el final.

Tienes razón, Lidia —alcanzó Lorenzo, disimulando la perplejidad de haberle escuchado hasta entonces—. Ya se me ocurre que me adelanté según la costumbre del oficio y las virtudes. Además, creo que Elías ya habrá previsto el oropel de sus colecciones. De otro modo no me explicaría porque con nomás el vestuario se dio por satisfecho. —agregó, como para convencerse a sí mismo.

Román, extraviado, apeló a la lanilla, sacándola del bolsillo de dos tirones, y con más tesón de lo habitual frotaba sus anteojos. Martha se arrepentía de no haber vislumbrado lo que Lidia supo entender, y que ya revelado allí se le figuró también bastante obvio al avergonzado Lorenzo. Martha se había embarcado en una posición demasiado expuesta, todo lo más por imponer su petulancia, antes que considerar la tiranía universal bajo la que apenas ceder un desliz era lo suficiente para doblar el propio lomo. ¿Cuánto más la conciliación de Lidia le rezagaba a ella? Román, por su parte, sólo se concentraba en sus anteojos.

Lorenzo, por decirlo así, lucía superficialmente más corpulento que Martha, provisto de la imaginación que era capaz de memorizar los costosos monólogos de ella. Él solía intercalar las sutilezas de un chiste, cuya ocasión hubiera sido, de seguro, plagiada de una comedia, y así, de broma en broma, aguzaba cierto rictus; mientras que por contrario Martha transigiría con él según ese mismo apoyo, tal vez sin sospechar el mismo Lorenzo que él casi siempre daba el pie de cada puntada. Así que cualquier diferencia Martha podía resolverla apenas en lo ordinario, incluso sin argumentar la violencia que sucediera después. Sin conocerlo mucho, y sin querer indagar más, a Martha le era fácil oponer todas las púas contra Lorenzo, acaso porque estaba tan bien dotada para enfrentar a charlatanes de esa condición. Ciertamente no pocos como Lorenzo ella ha tratado con esta moral. La misma discusión que se dio antes era un ejemplo. Sin embargo, no estaba ejercitándose entre gritos cuyos ecos se discutieran individualmente (o entre gritos que a gritos se discutieran entre dos), sino que todos se demoraban entre una cohabitación que los restringía de la misma manera y según los mismos límites. Lídia entonces había advertido, para vergüenza de Martha, aquel comportamiento propio de una convivencia general, que ya se les alcanzaba en cierta medida a todos, pero cuyo fin aún no era vislumbrado por nadie. No es que Martha la envidiara, ni aún menos le quisiera imitar, pero esta súbita lucidez casi le obligó delante de otros a confesar el secreto de su antigua discordia.

Verdad. Elías, ya tendrá resuelto el asunto, y nosotros haciendo cabezas, mientras que con las cabezas que hacemos pensamos como darnos de topes con ellas mismas —dijo Román, al tiempo que ajustaba sus anteojos y guardaba la lanilla.

No seamos codiciosos con el oropel, miren que valemos nuestro peso en oro —dijo Lidia, y retiró la peineta de carey que nunca le satisfizo, deshaciendo así al moño.

Lidia se levantó. Subió al tablado, tomó a Lorenzo del brazo y lo convidó a una imaginaria danza.

Vamos —dijo, mientras lo tiraba del codo. Lorenzo consintió en una carcajada que le iba disipando la amargura de antes.

De tiempo en tiempo le seguía, pero las contorsiones de sus carcajadas apenas si le dejaban en pie para seguir riendo. La mirada de Martha, al sesgo esos grises, iba y venía como péndulos. Román, quizá sólo por permanecer sentado, miraba entonces a tientas, porque otra vez limpiaba sus anteojos con la aplicación de entender las borrosas facciones de Martha.


La lluvia hizo que reverdecieran los jardines interiores, y afuera había podado los árboles entre el secreto de sus ráfagas. Hierbas menudas proliferaban, siguiendo el remate de los pavimentos, hasta las promesas de unos pimpollos. Y las piedras, como siempre, empollaban un frío cuyos provechos estaban escondidos bajo tierra.

A la entrada del estacionamiento, mínimas flores amarillas despuntaban tras la verja de la caseta. Allí adentro los celadores se turnaban en la raspadura de un lento hongo que parecía rezumar al través de las paredes, copiando de revés un mapa de terciopelo verdoso. Las tardes que no llovía eran más nubladas que las que presagiaron hace siglos una lluvia nocturna.

Una llovizna casi hecha de nada espesaba el aire, y su repiqueteo en los charcos era como el ras de la arena, acaso porque alguien se viera a sí mismo salir de esos vapores. Clara, en un apuro de conservación, se guarecía en el mezquino alero de la caseta, y allí, con los ojos fijos en los árboles, meditaba su pausa silvestre, sin otra etimología que la de un mamífero impávido e instintivamente recogido en su seguridad.

¿Cómo está, señorita? Si le urge ver al profesor es mejor que se atreva ahora —le dijo el celador, que se tenía en el quicio.

Clara, como desgajándose de su contemplación, se volvió en un sobresalto. Muda replicaba, con una mueca apenas perceptible como el repiqueteo de la llovizna, pero con ese fondo convulso de traicionar su instintiva combinación.

Es más probable que arrecie a que amaine —sentenció el celador, mientras allanaba la espátula en el quicio—. Apenas es una carrerita —agregó, sonriente.

Clara no miró el rostro del hombre, sólo sospechó que las recomendaciones de éste tal vez se hacían notar como las virutas pastosas que dejaba caer del quicio.

No es que se desprendiera el cielo, claro, pero cuido que no se arruine estos papeles —repuso la mujer, excusando así su urgencia por memorizar una mentira innata.

Desafortunadamente no puedo ofrecerle un paraguas, pero este trozo de cartón le sirve —dijo, al tiempo que sacudía de él los restos de la raspadura.

No tenga cuidado; nada como una carrerita puede cubrirme mejor —contestó Clara, y sonrió con la misma irónica condescendencia del celador—. ¿Ya llegaron todos? —se crispó de repente con los garfios de esa pregunta. Y si callaba, en espera de que le respondieran, era porque blandía un garfio en cada mano.

Todos —repuso el hombre, mientras dividía el cartón en redobladas rasgaduras—. Sólo faltaba usted —echó los trozos al cesto.

Entonces sólo faltaba quien prometió llegar después de ellos.’


Nuestra querida Clara me pidió el favor de que les retuviera un poco aquí. Así que espérenla, conforme les hago el favor (no mucho, por favor) porque tampoco soy el carcelero de ustedes, y líbreme de que sean así de desconsiderado conmigo —dijo Elías con una risita de chistera a doble fondo—. Ya debe venir por ahí —agregó mientras recogía los lápices de colores de los pupitres. Siempre iba de mangas largas y con pantalones de bota angosta.

Elías, ¿qué novedad puede insistir así? —inquirió Lorenzo, con sus manos vueltas interrogativamente. Antes de cambiar sus palmas sin variación del significado, adelantó el cuello en una efigie monacal. Solía aguzar las cejas, casi a ras de las pestañas, cuando la tensión del cuello le recortaba el límite de ese perfil.

Lidia estaba sentada en la primera fila, delineando sus comisuras con el labial. Veía las arrugas de su boca, hacía pucheros para igualarlas a una vejez pareja de carmín. Aún Román, en una esquina del tablado, con lápices en la boca, recitaba el trabalenguas, entre el ir venir de unas reverencias que parecían precipitarlo contra la pared. Repetía todo según el ritmo de sus declinaciones, pero de tanto escucharse a sí mismo ya no sabía si lo decía tal lo recordaba o si lo recordaba tal lo iba diciendo para dicho degenerado del dichoso vulgo.

Martha estaba atrás, viéndose al espejo. Colgaba y descolgaba vestidos de sus poses, igual de extravagantes que la moda de vestir conforme se desvestía.

Pues creo que ya se resolvió oficialmente el asunto del pago —al fin contestó Elías, reconciliando las manos sobre su ampuloso vientre. —. No me dio detalles, pero ya se me figura que hasta trae pruebas —agregó, ajustando los nudillos.

Martha, al cabo de esta conversación, juntó los vestidos, y a la vuelta de su puño los tiró sobre el perchero. Se abrió camino a través de la cortina y entró pausadamente a las tablas. Elías advirtió el bulto en su costado, se volvió en una eléctrica acusación, señalándole a Martha con su narizota entre los índices agudos:

Ah, sólo te entra comezón si tiene los pelos adentro.

No me la pongas peliaguda —responde, ya barajándose con rabia—. Y dime si Clara se aclara al fin, porque castaños no son mis pelos.

Lidia apenas sonríe al espejito. Román murmura sin saber por qué sigue.

Cuando van a reparar este mamotreto —dice Lorenzo—. Si todavía enfría, es porque en poco se enfriará —espaciaba las palabras con cierto regocijo interior, dado que por fin su pago prometido le animaba por todas partes.

Apaga eso, si quieres —le contesta Elías—. Ya, muchacho. Ven acá, no tiembles, ya pasó. Tranquilo; no más ampolletas, —toma a Román de los hombros y lo trae al centro como a un tullido. El pobre bruto, que apenas se despabiló del trance, se avergonzó hasta el temblor, y casi se le cayeron las orejas de tan enrojecidas como les pesaba. Todos estallaron en una risa general, aunque Lidia disimulaba al espejo por no condescender mucho con el chiste.

Román se sacó los lápices de la boca, la brida babeante que sofrenaba sus bríos de mentecato, y se espabiló. Trató de desperezarse como si en verdad entendiera el chiste. Se puso los anteojos sin pasarle la lanilla, instintivamente no quiso involucrar su ardid en un acto bochornoso. Se escuchó un portazo, y todos se volvieron a espera de ese advenimiento. Todos empinaban la vista por encima de las lunetas, y alternaban en ambas entrada sin decidir el envite.


Estos sobre intransferibles que les entrego (como ven están remitidos a cada uno) contienen los números de cuenta y una constancia del despacho a la sazón —así fue entregando los sobres Clara.

Martha, ovillada con su suéter oscuro, advirtió un pero, pero espero a que aumentase los datos de una refutación satisfactoria. Salvo Román, que halló la revancha contra sus burladores, ninguno deshizo los matasellos por no transferir sus reservas públicamente.

El que ahora tengan una cuenta bancaria les pone en la nómina —aclaró, dominándose.

De a poco Lorenzo se desfiguraba en el mismo tono presagiado por su silente humillación:

¿Testimonio? —inquiere, mientras blande el sobre. Por primera vez el director se perdía entre sus extravíos.

Ejem… Vamos, muchachos —intervino, cuidándose de no recular falsamente—. Todos sabemos aquí lo que demora una solicitud. Y allí, entre sus manos...

Salvo Román, cuya revancha era casi una artesanía, todos les escuchaba sin abrir sus sobres.

Y allí se los entregan, según membrete oficial. Una cortesía documentada por los hechos.

De cierto que no puedo garantizarles cuando podrán cobrar —retomó Clara, prefería, dada la vacilación de su preceptor, sucumbir a pesar de su perseverancia antes que amparada por una decrepitud que por lo visto ya no soporta mucho. Su abogado, entonces, le era más irreconocible con la calva perlada.

Vamos, Román, hazme el favor de prender el mamotreto otra vez —dijo Elías, con ademanes apuraba a quien en el enrarecido orbe podía darle un respiro de autoridad. Sin descuidarse de Lorenzo, se enjugaba la frente.

...y ahora no sólo puedo prometer que los retrasos se les archivan, sino que también esos sobres tienen la fuerza de los actos. Tal vez la paga sea puntual, y nosotros estamos aquí, haciéndonos ideas —continuó Clara, y lo decía con cierta frialdad cuya vetas entonces le maravillaban, porque su temple, en contrario al de Elías, tenía mucho sentido allí.

Lorenzo se levantó y golpeó el espaldar donde estaba sentado, con tal violencia que tres lunetas más quedaron temblando:

Elías, yo sé cómo son las cosas — gritó, y aquí en las cosa que sabía cómo eran se detuvo, pálido de rabia.

A todos sobrecogió la cólera repentina. Román, sentado en las escaleras, no se atrevía a salir al tablado. A Clara se le cortó el orgullo de repente.

Elías supo que algo más de lo que decía saber Lorenzo le dejaba en blanco a los dos, pero supuso que ese paréntesis era al cabo descifrable. Martha apretaba sus labios decolorados de despecho.

Era verdad que consiguieron más de lo que se les prometiera al principio, y de lo que esperaran según esa promesa, pero los tres ya habían discutido abiertamente las razones que los reunía en torno al mismo viejo.

No les he sido infiel —dijo la mujer, justificándose.

Elías abría los brazos, como dando a entender que todo había pasado y que tenía que pasar de ese modo expiatorio también los rencores y los agravios:

Ya estuvo, es bueno que los trapos sucios se laven en casa —dijo Elías, serenándose.

Primero báñense —dijo Lorenzo.

Lidia hacía pucheros, como si emparejara los nervios en el carmín. (Oscurece.)


Escena 5: (la huelga)

Este desvencijado paragua(s) siempre plural en su singular anatomía míralo cómo tiembla y mira su reumatismo hecho ya una red que saca las uñas… y su membrana abierta según sus remiendos o simplemente las hilachas que se anudaron en cada punta… ya perdió la buena estrella que le daba la forma de un pato con su buena pata por delante míralo tan débil en su porfía ay en vano se aferra a su apetito resiste como una garra pero la misma ráfaga lo invierte hasta unos hombros acongojados… también unas medias de revés con volver sus borlas de un jalón le seca sus lágrimas… rápido Clara que el agua se enfría a ganar el baño antes que el esta intemperie se levante con mal pie… en el dorso también llueve pero tampoco moja aunque también ahoga lo que nomás nada… la orilla de los naufragios no se decide pero estos alambres como calambres rayan el cielo… mira todos estos testigos criaturas salidas de quién sabe qué paraguas… uy acaso aquí son transeúntes impertinentes que ya no tienen nada que ver entre lo que los ciega… míralo pues helos allí dizque muy clarividentes como si este cono invertido ya estuviera en el fondo de sus ojos un ancla tal vez que fija al momento… ay qué lluvia más fría para disuadir un paragua-s en este descampado del parque me cago en sus eses y lo hago mucho pero mucho má-s-s-s dividiendo sus flaqueza-s-s-s en parte-s-s-s diferente-s-s-s según sea la rabia de que tanto me miren con sus ojos hueco-s-s-s los demá-s-s-s… ah vosotros tenéis pena por él veníos entonces que con estas mismas púas sangro vuestros rubores… la sangría entrometidos corre por mis venas… qué bastón más estrafalario quedó del desastre bien puede socorrer el tiento de un vidente que predice a ciegas a un Homero remolón y tendido en su hamaca sabes así se vuelven los ojos en claro como un frío busto de Homero con el que se amamantan la inconstancia de nuestros poetas también sirve de garrote senil pero tampoco sirve para castigar severamente el desacato pero lo que a mí lejos de mí su metálico fósil que lo desplume un arqueólogo cualquiera de cualquier país de cualquier época más adelante o mucho más atrás… mira también aquí se consigue dos remaches en el mismo surco de los adoquines aquí no se ve nada y aquí tampoco ¿también lo sé? pregunta que tampoco entiendes tam tan tam tan tam tam tan tam tan tam la lluvia tanbién debe tener su himno como el mar pero tanpoco creo que sea muy diferente pues el coro es húmedo en los dos y ahora me mojo ay por mala suerte que la sal es la misma pero un momento… a ver.. si me hubiera ido peor acaso no sería peor porque si la locura me hace razonar en el mar y no bajo esta lluvia que ya amaina entonces y sólo entonces ni a nado libraría el agua que me moje… escucha que menudas cosquillitas me resfrían como que me da risa ¿ves que todo es tenue? y si hay gracia en este caso estornudaré como la Gioconda (más cosquillas y sonríe) paso por los sobres y en un carrera estoy en el podio medalla de oro entre tanto oropel… cuidado mona lisa la morisqueta te sale áspera y no tan lisa que con guantes de seda hay que andarse aunque se ceda al reproche de un adagio… ya vienes a echar más sal y crees que es una monería… no no no qué no vengas así “tenía tan mala suerte que esa suerte era el único amuleto que le quedaba” tengo que regresar a bañarme… quince minutos más el costo del pasaje menos la prisa de ser puntual más otros pasajeros que se fijen en mí menos el cielo nublado que amenaza mis oraciones más entrar a la universidad antes que se vayan menos los imprevistos que no se den más los improvisos de los vidrios esmerilados que me distorsionan a la hora del almuerzo menos más imprevistos más menos improvisos igual a no poder comprar un paragua(s) nuevo ni pedir uno prestado así que mientras no me vendan ninguno uno siempre estará en plural en plural siendo uno su esqueleto de alambre siendo único en cada remache despilfarrado entre los adoquines… de la parada de autobuses a la caseta en trecho corto si largo es el chaparrón… qué llueva qué llueva que la bruja está en la cueva tam tan tam tan tam tam tan tam tan tam…


Bruja gritó Lorenzo, como si aquella boca, que casi él besaba con odio, al fin entendiera por vigor del acto lo que ya se escuchaba afuera, y como si esa misma boca corriera al fin el rizo de un silencio irresoluto.

La mujer no respondía aún. Sus lágrimas coincidían con la misma sal de las opuestas comisuras, era como si la lluvia le rezumara desde dentro. Clara sentía que su rabia, con la cual plenamente hubiera combatido a su enemigo, se iba diluyendo en esos vidriados ojos que apenas podían vislumbrar un mundo borroneado. Mas no vio a nadie, no miró en derredor. No se volvió en virtud de lo que prometiera Elías (cuya transpiración era la síntesis de un temblor más cobarde), sino que precisó su carpeta siguiendo una maniobra que todos miraban en la prisa de sus recovecos. Clara juntó los legajos y cogida de todas esas páginas sintió que al fin podía toparse con una cosa de sustancia, pero sólo el vacío ofrecía cierta resistencia. Llevó los papeles consigo, y fiando su pecho compungido al auxiliar, se empinó en una carrera. ‘En una carrerita estoy en el podio.’ ‘Medalla de oro entre tanto oropel…’

Remató la escalonada pendiente, y detrás de la pantalla negra se escuchó un portazo, muy débil como la tos de quien solloza a hurtadillas. Salió de la cueva, a guarecerse a la intemperie, rogando que un rayo fulminante le diera cobijo en ese clima infausto, y el frío no cejaba con sus alfileres (adentro y afuera). El celador, que hacía su ronda en los pasillos, y que quizá venía a prevenir sobre un horario inexorable, vio como la misma temerosa mujer, que a la entrada tardó mucho en desafiar una menuda llovizna, ahora se empeñaba en un aguacero como si tuviera que ganar la única orilla salvadora.


Lorenzo, acabo de despedir a los otros para que arreglemos esto entre nos, e insistes en empeorar las cosas —dijo Elías, recobrando con gradual pulso de su sangre el tono de su voz —. Qué necesidad hay de apurar el veneno entre los mismos comensales agregó ya con enfado.

Yo sé cómo son las cosas, Elías, y tú mejor que yo sabes que yo lo sé también. ¿O debo subrayar la demagogia de estos nimios?

Si la vas a subrayar, titula con ello la razón de que te invitaran al festín —respondió, sin sutilezas.

Ah —hincaba pausadamente los talones en el tablado, de aquí para allá, mientras intercalaba carcajadas ficticias—. Con qué así lo pones...

Elías supo, al punto de formarse la idea, que no le iba costar reducirlo a solas, pero tenía que sobreponerse del trance anterior.

Pues así de fácil como lo pones, puedo reponer mi renuncia, y que los otros, si es verdad que creen en la promesa de estos pillos, se comprometan como se les alcance —concluyó, verdaderamente indignado.

Elías tomó uno de los pupitres y sin reparar en la pataleta lo llevó atrás. Ya había sido todo lo impertérrito contra un fanfarrón que igual de inflado habría de retractarse. Lorenzo sabía que su propio berrinche daría un portazo más vergonzoso en la misma puerta, si él se apresuraba a escapar en ese instante, y acaso porque también lo sabía el otro, es que dejaba que Lorenzo se excediera en el tiempo y en los modos. Lorenzo, recargado en la pared, bufaba para intentar calmarse.

Se escuchó crujir la puerta arriba. Lorenzo cerró los puños, volteó acaso creyendo que la escena precedente se incorporaba según la misma señal y con apenas una variación que de ese modo era profética. Atrás Elías apagaba el ruidoso mamotreto; borraba del pizarrón las anotaciones de ese día y con tizas de colores escribía otros renglones, en el giro de su muñeca perezosa. Otra muñeca, pero al revés, se agarraba ya del filo del tabique, y al asomo de unos dedos se mostró al fin una cara fugaz cuya voz seguía siendo la misma.

Profesor, ya es hora.

Con un ademán desde el tablado, Lorenzo corroboró la advertencia.

Hay que irse —dijo el director, saliendo entre las cortinas. Había previsto el grito como si de una ocurrencia fisiológica se tratara.

Amanecerá y veremos —contestó Lorenzo, y en la sentencia quiso remachar su despedida.

Dándole la espalda a Elías, subió con la misma pausa de sus reclamos anteriores. Elías tomó el sobre, que Lorenzo había olvidado.

Lorenzo, se te olvida —le extendió triunfalmente el sobre.

El hombre se vio de nuevo en desventaja; y aun desandar el trecho sin caerse, hasta la extendida mano del dictador, era un descalabro que se repetía dentro de él, muy a pesar de que tuviera que disimular su derrota hasta el final.

Bajó. Tomó el sobre. Elías fingió el cuidado de no olvidar algo más, como si no hubiera ocurrido nada. Veía a su alrededor, sobre el tablado. Descubrió unos de los lápices que encabritaban a Román; lo recogió apenas con las uñas. Entre muchos escrúpulos, daba tiempo de que Lorenzo al fin se recuperara un poco. ‘Cómo quisiera romper este sobre y tirarte los pedazos a la cara, viejo hideputa.’

Es tuyo el sobre. Míralo; si está rotulado con tu nombre —lo despidió sin dar mucha importancia.

Lorenzo al fin se echó andar. Detrás de tanto luto, un destello (que con más calvicie que canas había aclarado su cráneo) le avivó los ojos nuevamente:

Vamos a ver qué montamos sobre este sobre —dijo, sin volver, y entre la amenaza veló una sonrisa, mientras se abanicaba con el sobre.

Elías, que se hubo repuesto lo bastante, fue a los conmutadores, y de una palmada dejó a oscura a quien sólo podía chantajear a la luz de otros. Lorenzo entonces apuró la salida a tientas, como cuando buscó los conmutadores. Tras ganar la perilla, salió al pasillo de un tajo.

La lluvia cesó: sólo se escurría el agua de las galerías. Otra vez el celador vino a insistir sobre lo mojado.

Está por salir el profesor, buen hombre —alcanzó Lorenzo y siguió su camino.

Elías, en la oscuridad de su medio, tenía la costumbre de quien a ciegas encuentra sus ojos de rapiña. Siguió el muro del tablado, que el mismo mandó a pintar con ese luto que se repetía en derredor. Bajó el tablado, y a la guía de las molduras, iba subiendo con la risita invisible de quien la siente cosquillear en su rostro.


Lorenzo exageró con Clara, como exageró a nuestras costillas. Ambas exageraciones, claro, tenían que arruinarse de un modo tan patético —dijo Martha, regodeándose en la exageración de su humor.

Estaba sentada en la única silla del tablado. Con las aplastadas nalgas en el borde y la joroba a mitad del espaldar. Una especie de gelatina que cobraba la forma de evitar otras formas.

¡Eureka! —se descalzó un pie, tal vez porque eso bastaba para no incorporarse aún, y al frente arrojó la pesada sandalia que rebotó dos veces en el tablado. Estalló en una risa aturdida, cuyos espasmos resbalaron de sus carnes.

Cuando contenía los verdes de sus pupilas, parecía uno de esos bufones barrocos, pero uno acaso pintado por un impresionista que igual rehuía de sus propias pinceladas.

¡Eureka! —repitió, y así pretendía equilibrar sus masas entre otros apoyos.

¡Eureka! —insistía, y aún se guardaba el contenido, aunque los diques ya se agrietaran.

Al tacto de las tablas, escondió los dedos de sus pies, como si cerrara un pulpo rechoncho. Tal vez para andar descalza siempre tenía que concentrar los tocones de esos remos. Se tiró de rodillas al tablado, y a gatas anduvo en pos de calzarse nuevamente. Sintió la abominable vergüenza de haberse descalzado, de que le hubiera visto sus pies sin antifaces. Los dedos metidos, casi encarnados en las plantas de los pie, como si en vano aplacaran la comezón de los talones; esos pies sólo se iban a relajar cuando quedaran de nuevo atados con las correas de las sandalias.

Lidia y Román estaban sentados en la primera hilera. Desde donde estaban, veían el monólogo sin sentido, acaso una arenga para esos pies.

Qué griega forma de quedar en blanco, ¿verdad? —repuso Martha, tras haberse puesto en pie, y mientras desempolvaba sus pantalones—. Pero en lo claro se atina mejor, pues todo es blanco como los dientes de Clara —y sus propios dientes en desorden propalaron una risa sombría.

Iba y venía sobre las tablas. De pared a pared, se limaba las uñas con los dientes. Se detuvo en medio, y volvió a convocar a la audiencia. Lidia, en la modorra de tolerar lo que veía, juntó espaldas con el conformismo de Román.

Cobraremos nuestra parte, después de cumplir el proverbio —Martha separaba las sílabas como un forajido dentro de un sótano.

Se allegó a la primera hilera. Se sentó en el borde del tablado y, palmeando las rodillas de Román, le hablaba a la otra:

Y que no crea Lorenzo que este disimulo de armar disputa le da autoridad —dijo, para disimular su inacción durante aquella escena—. Lidia, ya lo vas conociendo, su memoria la desconoces aún, y no reconocerás al hombre en trance de ella —agregó, imponiendo cierto cariz al silencio de su rival.

El pote, sin embargo... —intervino el varón, pero sin discurrir en lo siguiente.

Si quiere un pote, entonces que lo ponga de casco —interrumpió Martha, sin dejar de ver a Lidia—. Pues bien le conviene llevarlo en esa cabeza dura, como siga pensando en dar tumbos por allí.

El silencio de Lidia le castraba el otro testículo a Román, el que no quiso extirpar Martha.

Como que aquí viene Lorenzo —dijo Román, tras escuchar el portazo, y sin atender a las mujeres, aunque súbitamente quiso arrodillarse según como la palma de Martha le iba animando.


No sé ustedes, pero, para mí, esto ha de mejorar o, lo que es peor, ya no lo queda espacio ni para empeorar. Se los digo; si no forzamos a que se den garantías más que claras desde el primer mes, ahí nos tendrán el resto del año, suplicando una limosna. Como si el arte fuera eso y nada más que eso —dijo Lorenzo.

Pero los meses irán acumulándose —intervino Román.

Esos meses serán anuales, como le sigan dando el culo a estos pillos. Despierten antes que cante el gallo: cock-a-doodle-doo. O preferirán que también les cojan en sueño. Cock-a-doodle-doo; miren que si les despiertan así no les sueltan jamás. Cock-a-doodle-doo —insistió, aleteando pesadamente.

Lorenzo tiene razón; el mismísimo Elías sería partidario de esta causa, si no tuviera que respaldar el interés que nos junta a su dirección. Pero, por otro lado, una huelga va justificar las deducciones que se hagan. Recordarán que las jornadas que no se lleven a cabo, al final se les tacharán con las deducciones de rigor. Eso se aclaró al principio. Así que si nos atrevemos a ser tan francos, aplazarán el cartel sin más y puede que incluso lo supriman. Tenido lo de entonces por inconveniente, es improbable que figuremos en otro elenco antes de fin de año, y quizá se nos proscriba de cualquier otra petición, acaso para responder por el derecho de quienes si merecen esa merced. Y este año quiero dejar de subir frente a un público, es una promesa que me hice con la solemnidad de no repetírmela más —concluyó Lidia, revelando parcialmente sus móviles, que no eran los de la corazonada de su preceptor, puesto que éste sólo supuso que bastante le apremiaría la salud a ella.

Yo propongo la huelga. ¿Qué dices tú, Román? —lo atrajo a sí, paternalmente.

Bueno, no estoy de acuerdo, o más bien poco me convence —contestó, quitándose las gafas—. Pero puedo dar el brazo a torcer. Lo que no significa, dicho sea con exactitud, que ellos lo vayan a dar. —agregó, limpiando los espejuelos con la lanilla.

¿Tú, Lidia?

Después de todo, puedo lidiar con eso —contestó Lidia, devolviéndole la sonrisa.

Falta escuchar a Martha —anticipó Lorenzo, triunfalmente.

Saben que ella insistirá según sus propia opiniones —repuso Lidia.

Nada ha de marginarse, pero si lo que falta se demora es porque forma parte de lo obvio, así que la huelga se cumple según un modo comprensible. Haremos nuestra huelga, dentro de la misma ley que por no permitirla la provoca.

¿Qué oportunidad tenemos de que algo a escondidas prospere a nuestro favor? —preguntó Lidia.

No será furtivo. Será a la luz del cielo que nos tapa. Como sabemos los carteles electorales son tan costumbristas después de todo. De hoy a las elecciones, podemos dilatar la escena inaugural, tanto más cuanto falte menos. Créanme, muchachos, que no nos faltará poco —dijo, para asombro de sus oyentes.

No veo como se pueda burlar las asistencias en la nómina—cuestionó Román.

Y qué le ayudaremos a escribir a Elías en los informes, que venimos sólo a ayudarle a eso —completó Lidia, con una sonrisa incrédula.

Exactamente. De niño leí en un diario; sobre una huelga que se hizo larga, muy a pesar de que se amenazaba con despedir a todos. No recuerdo en qué país, ni cuál era la manufactura ni los términos que al final se resolvían… Sin embargo, no se despidió ni un obrero —y prosiguió entre sus ademanes—. Pongamos que hacían radios; pues entonces hacían un tercio de lo que se hacía en una jornada. Nadie abandonó su plaza, sino que, puntuales a ellas, los obreros se demoraban sin dar pie a ningún causal de despido. Causal de despido, así prescribe los contratos, ¿no, Román?

¿Cómo puede documentarse esa proeza? —inquirió Lidia con interés.

Román le secundaba con la misma mirada anhelante.

Por ejemplo, vengamos todos los días a pormenorizar el estudio previo de la obra. Fíjense; atrás, entre muchos cachivaches, está el oropel que hará falta algún día, pues organicemos todos antes que tomar los efectos de nuestra obra —concluyó Lorenzo, sopesando su amenaza que antes Elías dejara a oscuras.

Se escuchó crujir la puerta, y antes de que se volvieran para predecir por cuál de los extremos del tabique entraría Martha, ya la mujer bajaba por la misma pared donde coincidían las apuestas.

¿Qué hay? —preguntó, por saludar a todos de una vez.

Vamos a huelga —aseveró Román, con cierto orgullo de ser uno de los huelguista.

Esto como que nos dejará más que el pote —consintió ella, con la ventaja de hacer valer su parte según la misma perseverancia de su adversario.

Elías que estaba atrás, dormitando en el entrepiso, los escuchaba discutir en el tablado. Por no haberse dejado ver, ninguno se hubiera hecho escuchar mejor de cómo los escuchara Elías. El viejo se levantó. Se desperezó en un agónico bostezo, y descendió los escalones entre las relajación de sus piernas. Llegó al rellano. Tras unos pasitos, y apenas por extensión de su costumbre, prendió el mamotreto. El frío heló a los acalorados huelguistas, y proliferó lentamente dentro de ellos. Ninguno se atrevía a entrar, y todos se miraban con el rubor de no poder esconder sus miserias en un rincón de aquel secreto entrepiso.

El viejo fue a sentarse en el sillón. Tomó del armario un cartel, lo enrolló, y como un procónsul de encanecida calvicie, hundió el mentón en su pecho. Al frente, pegado en la pared, estaba un recorte de una entrevista suya, de la cual su fotografía no se le alcanzaba completamente, sino apenas en una madeja cuyos tipos parecían girar alrededor de lo que allí pudiera decirse. Consultó su reloj; eran las cuatro menos diez.


¿Veis aquellos dos que doblan el recodo? Son quienes acusaron a nuestro hermano. Palpad ahora estas dos dagas. Una la fraguó uno de nuestros mayores; otra la templé, habiendo imitado todos los detalles del maestro. Si os doy a escoger a tientas, es porque de esas dos infames figuras tumbarás una, y yo la otra. Mueran los espías.

Al amanecer, los dos rivales del tablero yacían degollados en el siguiente recodo. Las piezas, que estos dos nunca decidieron en favor de ninguno, y cuya manufactura era la misma de las dagas (metales indiscernibles al sesgo de las casillas), al fin abrevan en la sangre del doble sacrificio.


TELÓN: Balidos entre croar de ranas, y el trémulo grillo que salta entre las espigas, y el pastor que despierta al labriego a punto del alba. Se escucha la piel curtida en el lomo de las bestias que giran el molino. Se oye las pezuñas hendidas al paso de las huellas que siguen. El cencerro y los cascabeles y las espuelas y también las tijeras que trasquilan temprano.



































ACTO TERCERO (Job. 4, 16-17.)


Escena 1: (de la guantera, las llaves)

Iba conocer a quienes serían mis suegros cuando… sí recuerdo ese día con sus luces y rincones… el padre era alto como su hijo y era afable y con una cortesía ceremonial y siempre con chistes comedidos y nada gravosos y era de manos huesudas y tenía los juveniles crepúsculos (o quizá rubores) de los primeros años seniles la madre era precavida en cada ángulo y no había lance ajeno que ella descuidara ni perplejidad a lo que no estuviese dispuesta a sacrificar una sonrisa oportuna… tenía los ojos atentos pero con el melancólico fulgor que también heredó su hijo ella no era taciturna como él pero la lentitud de sus observaciones se retorcían con una paciencia vegetal... cada detalle de sus afeites el labial preciso como las vocales en sus labios al parecer siempre de rojo intenso es que era detalle por detalle por ejemplo el ribete del mantel por ejemplo las migajas que aun la glotonería aparta del platillo fue en aquella víspera que los conocí a los dos luego en el cumpleaños confirmé las primeras impresiones sabes a veces tras acabar la angustia de conocer a alguien ya que finalmente le conoces puedes corregir lo que la espera haya desfigurado tal vez porque hay la salvedad de esperar mucho de quienes mejor hubiera sido no conocerlos en determinadas circunstancias… su madre era precavida sí pero esta naturaleza necesita de ciertos repetidos modales por lo cual ella podía sorprenderse muy a menudo cuando la variedad precisara de testigos elegidos a la sazón… mientras él estaba en vela se parecía más a su padre no tanto por lo ceremonial de su vigilia cuanto si por cuidar de que sus bromas no quedaran expuestas en la incitación de una vergüenza fácil… cuando dormía (por los ojos cerrados y por el asombro de urdir lo que me contaba de sus sueños) era más parecido a ella en esas secretas musculaturas que apenas al roce de una sonrisa se notan… recuerdo cuando lo vi por primera vez dormitando en su pupitre su padre era filatelista y la perseverancia de hallar las porciones faltantes de una colección vaya que parecían repetirse en los dedos de su hijo como su padre conservaba los horarios de los semestres como su madre abrevió la colección por detallar en ellas las horas de profesores suplentes como su padre tenía las nariz ganchuda aunque un poco trunca por las mismas fatigas asmáticas de su madre como su padre era esto aunque un poco así por algo de su madre como su madre simplemente lo otro y como su padre simplemente lo uno por ser otro… en fin como su padre y también como su madre iban a venir los tres a mi cumpleaños de tan lejos como en casa yo les estaba esperando sola… como su padre se me figura que lustraría sus zapatos y anudaría la corbata y como su madre tal vez ensayó un sutil ademán al espejo como su padre leyó la inscripción de una estampilla como su madre dejó que condujera su padre como su padre se durmió también en el camino ay como su madre tal vez soñó que habría de despertar otra vez a mi lado… cumplía yo veintinueve pero ni como su padre ni como su madre él había de ser el progenitor de una criatura que proyectara parcialmente la concordia de aquellos abuelos dormilones… aparta esa nervuda genealogía del recuerdo ¿clamas enhiesta como un rol trágico? ruega entonces en pie del altanero dolor porque los pimpollos del luto se repartan en el follaje Lidia calla ay la mente amordazada en la congoja nos veda hasta ese bastón con el que se suele alucinar un despeñadero hospitalario… con las primicias abonas la raíz que en tiempo de estío habría de encumbrar la ruina del tronco luego lo insepulto sobre sus jorobas luego los despojos menguados luego la sustancia muda que se cuela en tierra que se da en pábulo a la garra cuyo confín mortalmente empuña su confín mortuorio pero insisten en las lágrimas y si el sol las seca luego la sal ah es tu culpa ¿culpa de qué? ¿de esperarle vanamente con un gorro de cartón festivo? ¿culpa de qué? ¿de cien kilómetros por hora detenidos aglutinados coagulados en un poste mientras las sirenas de la ambulancia escoltaban otros cien kilómetros por hora hasta mis horas de espera? ¿culpa de qué? ¿de comprar algunos vestidos negros antes de conocer a mi marido y otros para el ajuar? ¿de ser hija de una viuda? ¿de haber conocido a mi marido el día de su santo? ¿de haber nacido póstuma como el hijo que hubiera podido tener entre mi regazo de viuda? ¿culpa de qué? ¿de ser quien no se detuvo en un “sí” sino que a todo lo demás convino con la misma condescendencia? entonces ¿qué defensa me asiste si ningún litigante puede divorciarme de este luto pese a que la discordia se consuma según una voluntad mutua? ah ya las lágrimas se me figuran profundamente acuosas para un desahogo ¿culpa de cumplir años entonces? ah ¿por las veintinueve velitas en vela sobre el pastel? ¿siete para cada cuarto del velorio y otra para no ir a tientas al entierro? claro como eras mayor que tu esposo por un mes y cómo él heredó la puntualidad de quien al volante ni un poste fijo lo pudo rezagar… tanto te apremiaba Lidia aquella velocidad ¿verdad? siempre pensaste esposo mío que cada caricia tuya se rezagaba en mis temblores y como tu madre querías apurar un detalle en el día de mis santos ay Lidia haber retrasado la luna de miel hasta otro pastel como de boda te empalagó de un modo tan sombrío ‘señora ¿es usted?’ ‘El señor...’ ‘un accidente automovilístico en el kilómetro cien a cien kilómetros por hora tres fallecidos’ los titulares del diario que apenas podían escogerse entre tanta sangre… tuvieron que rehacerles con costuras groseras cuyo maquillaje hacía puchero como en el redoble de muchos labios ay qué gritos terribles callaban para siempre… no te mortifiques mujer ¿apenas a unos días del sepelio no he de mortificarme más? ¿cuándo cumpla treinta he menester mortificarme algo? entonces ten la sensibilidad al menos de llorar por tu corazón muerto ay ¿culpa de qué? ¿culpa de qué? ¿de no poder contestar cada una de estas preguntas habiéndolas encarnado con descarnadas miserias además? ¿culpa de qué? ah sí culpa de pensar que con el tiempo es mejor talar el árbol memorioso sin dejar en su núcleo la sustancia que lo recuerda… hoy se cumple al fin el novenario vamos apúrate mujer que es tarde en una hora empieza la misa vamos mujer sin tanto atavío… así… sólo el velo del tocado muy bien tomaré un taxi


Hoy se cumple un año y dentro de un mes justo el primer día que me toca menstruar según rigor de estas lunas yo cumplo treinta... 30 en dígitos sí a las seis se oficiará la misa de difuntos que encargué a un cura con cara de finado los mismos conocidos que vinieron a nuestra boda o la mitad o quizá menos o quizá mucho menos… del campus había pocos en nuestra boda y más en el velorio o viceversa (a veces se comparten apenas las horas de un semestre o por inaudito promedio de horas y azares algunos terminan simultáneamente un pensum… de cualquier modo como que se está a sujeción de una orden tan secreta como tácita se discute se enemista uno o por ejemplo la infidelidad nos anima a buscarnos cómplices por doquier pero después de la promoción después del acto en el auditórium y del título y después del brindis que se invoca en la aspiración de cada cual se junta uno en la celebración de todos… pero después de la resaca porque de qué otro modo clama bautizo esta bastardía entonces después todos se desperezan tal vez vuelven en sí por el campanazo de haber convivido entre las pescozadas de otros… recuerdan cómo cantaron el himno antes el coro decía lo que todos escuchaban como una sentencia pero luego luego de la despedida luego los muchachos corren el nudo de sus corbatas y las muchachas abren al fin sus escotes unos y otros aplacan la comezón se meten en pijama y un sueño largo en el que no se sueña lo que tantas noches de apremio estudiantil nos quitara el sueño sólo dormir y canta el gallo una gárgola deslenguada tal vez… y si cae granizos... guijarros que se juntan en el perfil pedregoso el hielo que cae como las oraciones agarrotadas todo un preámbulo ¿verdad? pero como no sueñan tengo que agrandar la antesala con tantos vericuetos ahora a despertar mujer imagínate despiertan los ex-alumnos despiertan al día siguiente de las felicitaciones se despabilan de nuevo apuran la necesidad de telefonearle a alguien buscan la agenda y el calendario y ahora sí comprenden la simplificación de formulas más o menos algebraicas una tachadura a alguien que existe bajo la tinta y que quién sabe cómo existe o si existe y otra tachadura y luego otra ‘qué bueno que no tengo que cooperar con quienes fatigan mis partes en el trabajo de campo’ ‘armisticio en el campo de batalla’ la paz de no volver a verlos y otra tachadura y los que en la primera semana son mensuales al mes son tachados y los que en un mes son anuales al año son tachados y un puntapié allí donde el etcétera redondea su esfínter con una cagada… así incontables combinaciones y el olvido excusa un exabrupto qué fácil es excusarlo ahora) ¿y ahora puedo contarlos con los dedos? tan pocos que ahora son los sinvergüenzas que así son ¿se sentarán separados? ¿cuándo se den las paces en la misa pactarán con otros ausentes una guerra? ¿irán coincidiendo en mi otra mejilla? ‘adiós querida luego nos hablamos’ ‘estuvo muy bonito lo que dijo el padre’ ‘muy bonito el sermón’ ‘era un marido ejemplar cómo quisiera que éste siga su ejemplo’ a más de cien kilómetros por hora… otro ejemplar de los maridos… claro que es extemporáneo condolerse sin que el duelo al fin se aclare ahora si lo veo clarito y sin pasar horas en vela o a oscuras del luto que pende de ojos célibes en la modorra… sí finalmente todo se aclara ‘el muerto al hoyo y el vivo al embrollo’ no así de clarito como lo ve una sombra pero de tan claro que ya la corriente aplaca la sed de mis lágrimas qué hacéis aquí mujer en una hora comienza el oficio y vos aquí profanáis el ritual de este retraso ya comienza la misa y vos aquí ni os habéis emperifollado en una hora comenzará la misa y la verdad es mejor que no os maquilléis mucho que si no os pintáis que siempre se está mejor de modelo en un autorretrato no tendréis que pintar demasiado… y mejor será llamar a un taxi


Se hace tarde dejar el desayuno a medias a media taza de ser la mitad de un ayuno luego me comeré algo entre los recesos de la tarde tengo cita con el cardiólogo ay que no se confirme este mal pálpito no te rías pues bastante serio es que una carcajada te deje atrás ¿te quedarás para burla de quienes te sobren con apenas una sonrisa? un poco de agua eso sí ¿tres traguitos como para mojar lo único que no anegó el llanto? ¿qué salvación la de un naufrago en esa solitaria costa? tengo que limpiar todo como me obligaban mis tías aprendí a esconder mis moretones bajo la alfombra así que haz trampa ahora porque mejor es limpiar por encima acomodar la despensa barrer aquí y allá ¿qué hora es? es tarde pero si aún no me estorba el apuro y luego puede que haya tráfico aunque ni a tiempo llegaré temprano pero sí puntual a la única excusa posible tengo un expediente limpio ninguna mácula… soñé más de lo que dormí eso fue porque la diferencia predice la hora en que debí haberme parado y no la hora que me hizo despertar con legañas en los ojos ah es para llorar esto que usted me cuenta recoge las migajas por lo menos el ribete del mantel está torcido ya ¿no dejaste las hornillas en lumbre? no ¿y la plancha? no... entonces alisamos camino pues allanar otro día en la espesura de cornetas ¿y si pierdo el día? ¿después de esta noche? se te llega la noche en esto así que más bien el monedero y salgamos pues ¿olvidas tus papeles? hago el papel de que no pero la verdad es que sí qué ebriedad ésta de levantarse tarde daré tumbos de cosa en cosa entre lo que me recuerda que el cardiólogo indagará aquellos exámenes que por cierto debo llevar conmigo desde ya no me dará tiempo de volver naturalmente… es temprano para la cita con mi cardiólogo lo estimo a él de corazón puedo emperifollarme más y cuidar cada punto de mi vestido es temprano para llegar antes que el primer paciente le toque llegar después de mí… hoy tendría toda una eternidad de aquí a la cita ¿pero mi clase? qué tarde se me hizo no agites tu corazón sosiego mujer que el cardiólogo te hace ojitos no te rías hoy entregaré las carpetas de hoy salgamos pues… una lluvia menuda como que rebasa el rocío y que buenos arraigos los de estas flores trasplantaré otros retoños mañana pero azules… en media hora estoy allá poco más de cuarenta minutos... así el retraso sea notorio ay tendré que detenerme a comprar un paraguas será sólo un rato de intemperie pero a la sombra justificaré la marca de mi tarjeta tin y el retraso con su cifra pero es nomás un retraso si no fuera porque el reloj despertador tiene la cuerda de hacer tic-tac a la hora del estetoscopio no te rías qué graciosa eres ¿acaso es tu don excederte en esa gracia? es que se dice no te rías que la metáfora no romperá el juramento proferido… qué ha de cumplirse si se jura parecerse a un perjuro… entonces que se le aluda con sinónimos un sinónimo… cualquiera… ¿de cualquiera? por ejemplo di ímpetu di fuerza di impulso di arranque di vehemencia y también brusquedad y tanto el violento repique o el descolgado tañer de las campanas pero qué sinónimo si ninguna palabra excede su etimología que viene a ser como su mitología (de qué dios vendrá esa palabra) lo vario y lo uno sí arquetipo sin otra aproximación que el reflejo propio en lo diáfano claro transparente cristalino límpido puro incoloro de la alucinación… ah olvidé el manojo de llaves tener que regresar para no tardar con esa herencia que temprano corrió pestillos… volvamos y después un taxi


Llave uno: tiene un marco verde tras su giro se abre un ámbito de efectos inservibles que se arruman... muchas cosas sí pupitres rotos por los chicos o mesas repujadas por la monótona desventura de estos indefensos seres… con frecuencia en el depósito se restituye un fragmentario desorden trimestre por trimestre es un aposento húmedo apenas una ventana redonda como una claraboya que rueda por un declive día y de noche redondeando redondeando redondeando sol y luna y eclipses y la luz de un bombillo extraviado como una ola y también gira un follaje podado y un peñasco sin donde yacer… estos chicos de mi alma muy traviesos son y de seguro esconden en sus morrales esos claros que no tienen orilla en que el remanso de otras piezas falten… y si esconden lo que esconden luego dónde están sus lunares… allí escobas en fin lo que se puede arrumar se cuenta y se escribe… Llave dos: de marca amarilla de ahí tengo que sacar los programas el folletín de fin de año de fin de curso ordenar el escritorio antes organizar otra vez el archivero de la “A” hasta la “Z” cuántas omisiones digamos que aún faltan unos recién matriculados venidos de la mano de sus padres tal como no quisieron traerlos de sus imperfecciones… estos papeles de... el archivero sí que me dará un dolor de cabeza faltan expedientes de la “A” a la “Z” pongámoslo así un tercio de la luna la espuma de una ola congelada en su brío y las ramas altas recortadas en flor y la huella de un peñasco dicho sea con verdad que falta en tu archivero algunas iniciales mudas… apenas se puede uno sentar al escritorio y un paraíso en derredor y ganar un escaño por desiguales votos… los dientes de esta llave ríen como hiena cada tanto abro y tu mujer no te rías de que se abra en un chirrido la puerta… Llave tres: de marca roja con ésta hay que irse según el tiento de un buen entendedor se calcula que el rojo insinúa como el mar rojo y como... no te ruborices que entonces se figura más doloroso y sangriento mujer… es la primera vez que llegas tarde sólo la tarjeta de hoy postula esa excepción de una regla muy conocida por tu disciplina luego la menopausia de una jubilación decorosa pero cuánto falta para ello me llamaran Perpetua antes que la jubilada Lidia esa Lidia que le aguarda la ociosa muerte ¿una partidita de naipes a cuatro manos como tocar el monótono ritornelo? ¿y no ver nunca la estampa de un as? un rey de espada con pobre esgrima una reina de copas que brinda en el lecho de otro rey el rey de bastos que se caga en su reino y otros reyes y reinas que vienen y van sobre el tapiz blanquinegro de sus súbditos ¿su séquito? un tercio de la luna cargando el lastre de los suntuosos mantos la espuma de una ola sirviendo el brindis unas ramas recién cortadas condimentando el festín y la huella de un peñasco que guía el protocolo o el cortejo… abro por fin la puerta es que tiene su maña el condenado picaporte una clave que insinúa muchas cosas en sus vueltas... el salón el salón de clases en un rato mis pupilos


Una sonrisa al espejo mi querida Lidia el labial a punto… AH YA MIS OJOS MIRAN en un reloj cualquiera la hora de salir… aún faltan unos minutos casi una hora que en redondo rastrilla su estilete pendenciero ‘vamos quién es impuntual aquí’ ‘nomás que se vengan y les marco su segundo y último ombligo a ver como gatean del otro lado’ qué tal quedó la boca rojísima señorita rojísima no más palabras entonces tan cerca estoy que me junto a mi boca lo que es más te beso para gritaros de muy cerca cerquita que os odio con este fervor que te enamora así aplasto mis labios en el reflejo de lo que es igual al ras. ‘SU CARA ERA SU CARA azucarada de cosméticos’ romper el ayuno en eso labios piadosos toma otro beso espejito redondo en la otra mejilla como una claraboya que rueda en un acusado declive pero no me mareo señorita a cuesta tengo que cargaros en mi monedero tin tin tin espejo redondito tintinean las efigies repica la campana de salida como que prefiero quedarme con las ganas de volver ante que ir a marcar mi tarjeta ¿así que luego de no ir cumplirás tus preferidas horas? Pues MUY OTRA Y SUYA ES LA SUYA intención de complicar lo que sería tan fácil en la jubilación ¿fácil después de veinticinco años? bueno ya 19 pero que no pasan sino que se demoran como si hubiera menester de otros 25 para los cuales otros 25 y así hasta el 100% de una infinitud pero después de todo más fácil sería que desertar ahora… mira es sólo pereza la tuya sí desperézate entonces un bostezo ay guiño los dos ojos qué picardía se resuelve muy bien a ciegas… la pícara Lidia como que sí quiere hacer rendir esos veinticinco años una viudita alegre y cachonda ah el que ríe a solas de sus picardía se acuerda o premedita memorizar pacientemente un catálogo por venir no seas bocona mujer… rojo hay en tus labios sólo sonríe eso es… así que no hay que suponer mucho escúchame pero si soy yo pero escúchame ¿con mismos oídos? y con misma boca te digo que escuches sin interrumpir mucho… entonces qué tanto me dices QUIEN DESNUDO SE VELA al calor muy rápido se enfría pues a desnudarse rápido que por una calentura de coraje no quedes torcida en la voluta de un repollo qué dices mujer no pareces que tienes los alumnos que tienes con lo mucho que se aprende enseñarles a ellos acaso con la ventaja de que no te alcancen y ahora que el clima es lluvioso puedes pescar un catarro con escamas y espinas venenosas así eres CONOCIDA EN SEMBLANTE risueño es que sabes sonreír con el arte del chiste ajeno ése es el secreto que calla… es nomás tu sonrisa cuando le sientes unos pasos detrás es porque te persigue de cerca otro beso para mi espejito ahora las pestañas enhiestas en sus espesores y primero uno entrevé cuando la otra vigila y segundo la otra entrevé cuando la una vigila listo las arañitas que se ceban a la miel de mis ojos que dulce bostezo deben ser las píldoras ¿soñarás que me curo? me parte el corazón tus chistes mujer QUE EN ARENA RASANTE cronometra mi arritmia espejito de playa qué descorazonado sois tienes que cortarte el cabello mujer y tienes que cortártelo esta misma semana mira que llega a los hombros entretanto esta peineta y listo ¿ves? el lunar parece que huye de mí sonrisas o que espoleado por mi comisura huye ya de la felicidad… de chica mi lunar era firme y él como un puntito final y ahora lo ves blando con un vello de un castaño en luto de cerca deben verse más grietas planetarias pigmentos cúpricos suspendidos en el cielo borrascoso de cuevas profundas y un lento calor de volcán extinto AL PERFIL DE MI ANVERSO está el punto que florece otra vez con un caldito de alumbre y si veo un rey allí que quiere casarse con esta reina ha de ser barbado como un rabino sí aquí se ve que al espejo se ve igual... ¿el teléfono? y ya es hora ¿quién será? rin rin hora de salir a ver aló ¿Elías? ‘cómo puede ser… ¿una obra?’ ‘bueno que sea la última antes de fin de año’ y ya se me figura que haré de quien quiere de veras cobrar el cheque al menos un soborno para los otros veinticinco años porque de veinticinco en veinticinco puede llegar al fin una jubilación que me es inalcanzable ahora mismo (Oscurece.)


Escena 2: (de la guantera, los gruesas gafas de carey)


FOTOGRAMA 4 DE 30: ¿cómo se me ocurrió un cortometraje? muy buena pregunta admirable pregunta inteligentísima pregunta es una pregunta muy bien proporcionada hecha con concisión ningún lastre se le ceba a su paso es una pregunta aseada de buen porte claro es proporcional si es cosa dicha y además tiene un no sé qué que parece saberlo todo... no lo sabrá todo convengamos porque de tener una sabiduría total no reclamaría una existencia inmediata en cuanto la comprende en su extensión pero harto educada se le ve en el modo ordinario de sus ademanes debe saber de geografía y de botánica a qué dibuja un atlas minucioso ilustraría un códice bizantino y de memoria (pues memoria la de ella) recitaría algunas de mis dudas en endecasílabos es una pregunta esta pregunta que si se le pregunta por ejemplo qué significa in artículo mortis te dirá repítelo de nuevo y ansioso te allegas a su cátedra y después cuando tú aspiras a que responda al menos en virtud de un despropósito te dirá otra vez que la repitas y tras repetirla te exige que insistas luego de lo cual lo haces ya impacientemente (cómo no ha de impacientarse el ignorante) te atreves a replicar a la pregunta imagínate pero en las primeras repeticiones creo que sólo las tres primeras veces... pero llegado cierto límite es decir si fuere éste una barda o un antepecho sucedería que otra cosa distinta y estéril sería el no seguir... qué pasa conmigo acaso se me olvidaba que tengo que garabatear cuando menos los esquemas del guion si abro el guion digamos que de esta manera: — seguidamente se abrevian apartes ¿verdad? en fin abres un guion: — y luego los personajes parece que se marean porque los personajes antes del guion son meros nombres como los que aparecen en el Dramatis Personae y después del guion digamos que — y luego son todo los que pueden ser y hasta discuten entre ellos las cláusulas del contrato dejémosle que conversen mucho tendrán que decirse y tantas las verdades que los enfrente puede reunirlos un buen rato así que nosotros a lo nuestro… qué pregunta ¿verdad? es que tiene linaje de haber escuchado a todos ‘repítelo de nuevo’ y ya vas por el nonagésimo lance tras el cual la enésima vez es víspera de otra y luego repítelo de nuevo ella es muy ilustrada y sabe lo que hace… entonces no queda más que acatar su cátedra y luego repítelo de nuevo y repetir como un papagayo y cuando te metamorfoseas en un papagayo la pregunta (tan inteligente tan bien proporcionada) repítelo de nuevo entonces uno sigue ya se ha ido muy lejos para no aprender a distancia entonces tú repites (ya perdiste la cuenta) ‘el arte del culo mortal’ al punto la pregunta te interrumpe in artículo mortis del pobre latín ‘ya ves lo dices en buen castellano’ naturalmente que me lo dice en buen latín solo que yo… ay qué corto soy por saber muy poco de latín aunque quisiera saber qué significa que una lengua haya fallado testamento a favor de una que vive según vivan quienes hablen mal de ella… porque después de muerta las herederas también se agotarán del mismo modo… he allí otros calumniadores que no se me alcanzan muy bien y que apenas confesarlo cuesta lo suyo pero yo soy un poco bruto en esta cuestiones del latín aunque para litigar soportas in extremis la perorata de los otros colegas… todavía no entiendo cómo se me ocurrió esa pregunta en fin comenzó el nudo de mi cortometraje


F. 5/30: muchas ideas cuántas ideas hay que ir anotando pero el desorden me niega el papel… anotarlas en cuadernos que empapelo como un obsequio afeminado aunque todo lo más son máximas de misóginos audaces yo no sabía que eran misóginos conforme eran tan célebres de verdad que no lo sabía hasta que... bueno sí… cuando puse una frase que de cierto se ufanaba de sus ardides y vi que desentonaba con las otras entonces estudié la biografía de cada uno de los autores y luego de cada uno el libro capital que le distinguiera entre los otros y me distraje en las anécdotas infundadas como todo colegial ‘así de perspicaz el joven’ plano cerrado de sus libros en el pupitre… plano general del salón ya despoblado y unos garabatos en el pizarrón (en blanco y negro esa toma) entra el joven Román así está muy bien y busca los libros que olvidó lleva chaleco de algodón azul azulino como la delgada corbata entre el triangulo de blanco impecable antes había una especie de evocación de la clase desde un sonido inaudible hasta la certeza de los cuadros siguientes he ahí la clase de gerundios: Román viendo la muchacha más bonita del curso (la lógica muy razonable de enamorándose siempre de la más bonita) Román escribiendo lo que dictando el profesor aunque no entendiéndolo muy bien y él igual viendo el pizarrón… escribiendo el profesor con letra menuda pero redondeada está lloviendo afuera si salgo a la intemperie luego estaré mojándome o algo así Román estornudando mojándose las palmas pero antes que llamando la atención de los otros estallando un petardo en el patio central todos yéndose en averiguando al través de los ventanales Román buscando la chica y ofreciéndole un grueso diccionario “conteniendo” apéndices gramaticales de gerundios en cayendo se cayó pero declinando el estribo la muchacha entonces de puntillas mirando para afuera esa muy pretenciosa colegial (que de doncella nada más quedándole apenas su aureola eso si iluminando siempre un camino trillado para otros nada más) sonando el timbre de salida profesor imponiendo orden en desconcierto todos buscando sus libros para en saliendo salir y así viendo qué entre desconcierto de sus alumnos el profesor rindiéndose así que también juntando sus cosas plano desde el otro lado del ventanal se ven los último chicos disputándose la salida terminando la clase de gerundio se ve que sale el profesor y Román ya había perdido a la muchacha entre otros rezagados que igual iban delante sigue la toma desde afuera pero ya no se ve a Román pues estaba recogiendo el pesado diccionario y de súbito se ve tras los ventanales plano otra vez dentro del aula en el reflejo del ventanal se ve que sale a solas el galante enamorado que se resiente de su desventaja olvida sus otros libros y los apuntes de gerundios voy bien es que no hace falta diálogos en esta escena la algarabía de los chicos ‘pum’ el petardo entonces ahora sí la algarabía algunas interjecciones inteligibles el timbre ah y en los enlaces de plano el pizarrón en blanco y negro como una partida de ajedrez abandonada a la mitad cuando el joven Román que soy yo con unos años menos ve los cuadernos se imagina el rin rin rin del timbre que sí que es posible anotarlo en el ring de un cero (Tema: el timbre de salida Consecuencia: el fin del cortometraje Saturación del grano: conseguir un subsidio)… vamos Román de ahora en adelante no se te ocurre nada es que no hay cómo explicar el que se te haya ocurrido esa pregunta y tan célebre como aquellas máximas: es el último año de colegio el cuarto cuaderno empapelado era más imparcial y entre la misoginia del primero y la condescendencia del siguiente entonces fue en procura de un tercero una especie de coda patriarcal de Adán pero también un prólogo matriarcal de Eva qué paraíso y qué dilema si fuera mío el despecho yo entonces me haría una… ay cuándo una colegiala me comerá la manzana entre estas parras… también las anotaciones del Román juvenil evolucionarían pero si apenas tengo veintisiete años soy juvenil muy a pesar de estos detalles de ahora… bien… era muchas sus anotaciones y otras las entrelineas como barrotes que cercan ese confin aunque muy desordenadas todas que tuvo el pobre diablo que prever una síntesis alfabética ya que no por las ideas se dividieron los asuntos y luego en apartes se marginan otras notas y así en orden de un posible diálogo se discurre a lo ancho del papel todo un atlas ecuador trópicos y etcéteras meridionales


F. 6/30: ‘doctor’ en adelante a traer una lanilla y así fue… al cabo de unos meses: los espejuelos se empañan ‘¿el vaho de un salvaje ojo que jadeante me espía?’ echó un ojo a diestra y otro ojo a siniestra y limpió los cristales… plano de un auditorio… desde la entrada la cámara se descuelga en una toma corrida hasta el podio pero a cada peldaño el descenso cabecea… prueban el micrófono ‘uno dos tres cuatro’ ¿la lanilla? tranquilo aquí está y entonces me aplico lentamente en este carey acaramelado alrededor del aumento cristalino: miopía superlativa… de chico llevaba anteojo de cristal trabado en un espesor más… sí todavía más… cómo lo diría… limpiar los lentes mientras se oye a alguien que… fingir la serenidad de un celador que de vez en cuando se aparta desperezándose de aburrimiento… insistir con la lanilla da un aire de pensador hay que quitarse las gafas a seguro de una sola mano… es mejor detenerse en los preliminares porque la concurrencia no fue la que se esperaba para ninguno de los días del calendario y en el auditorio (segundo día del congreso) apenas en el colmo del vacío se ocupaba una que otra luneta ¿vale explicar el fenómeno? no no no… se impone algo diferente más austeridad por decirlo así… los refrigerios (fiambres de encargo) y los pocos comensales alrededor de esa frugal dieta como papagayos comen dos o tres semillas de girasol sin descuidar la plática que serían capaces de postergar in articulo mortis… diálogo: —agujeros de discursos ensayados al espejo… diálogo: — felicitaciones de sobremesas no compartidas y así otros guiones invariablemente tipográficos: — — — etcétera… qué poca imaginación Román sumemos entonces una letra muda a saber: la ‘H’ que a señas se nota colores más mudos que un blanco y negro abrevia un símbolo oblicuo o más bien un alfil… confórmese con esto por favor… de entrada se rellenará lo que no se rebase entre los cortes… la impaciencia de ralos corros que discuten la demora del cartel… fíjate bien en esto: uno en eclipse del otro… qué te parece si de un solo punto se toman las discusiones en la misma línea de la cámara… tras la dispersión de un corro el que le sigue pero más bien antes de que se disgreguen los contertulios la toma abre en canal cada corro para buscar el siguiente hasta que un significado común dé con el micrófono por fin… comúnmente no quieres escribir cuáles parlamentos y de qué irían… ¿libretista de cine? ah la pereza de no escribir sólo la gana… dejémoslo aquí… ya va… el congreso… técnicos lidiando con los cables en el protocolo repartiéndose los programas Romancito aclarando la garganta y demás individuos como en una clase de gerundios (¿te acuerdas de esos?) ‘afuera está lloviendo’ dice alguien como para excusar la poca asistencia e incluso para excusar a quienes ni siquiera entraron al campus ‘cuánto calor hacía afuera’ estaba muy nervioso atrás… repetía algunas claves en una monótona reverencia a la pared ‘tal cual’ ‘esto y etcétera…’ ojo: esto no va en ningún cuadro sólo aclaro la garganta y punto… cómo crees que me olvidaré de mis mnemotecnias… limpiaba los lentes… los ponentes los compañeros de la universidad ‘doctor’ ah ven que no trataban con cualquiera ahora ya soy un doctor… los ponentes compañeros de universidad doctores de tres promociones consecutivas y mis colegas en las instancias penales… recuerdo que era mi primera oración en público pues sin ser lo que en la arenga los otros llaman oratoria sí que rogué salir sin el tartamudo de tantas muletillas


F. 7/30: ¿tengo escritorio en un bufete? no pero llevo algunos casos cuyas importancias menores ya... en fin cobro lo justo y no admito adelantos hasta que la demanda sea admitida en los tribunales es que de honestidad soy yo un ejemplo muy honesto nunca me pueden abrir expediente de usura pongamos que una señorita se quiere divorciar la cosa no es así una señora se quiere divorciar supongamos así entonces… y es su marido el que me ocupa en ese mismo propósito donde mi contrincante naturalmente asiste a la otra parte interesada luego para disolver el matrimonio mejor para dividir lo que ya era mancomunado según las sanciones legales de los contrayentes… en fin lo que se me ocurre que la parte que me contrata se alegra mucho de mi honestidad bueno sigamos tengo de fijo un colega rival que representa los otros intereses ya el propósito por decirlo a rajatablas pues el propósito de los dos esponsales si bien comparte un mismo origen sólo se finiquita a término del derecho compartido he allí el meollo (son los oficios de mi colega rival y yo) de dos facultades expertas en el asunto las que pueden y deben… así la ventaja que a cada cual le procure la ley favorece una facultad que quizá prevalece en menoscabo de la otra que se licenció y matriculó bajo el mismo juramento… en fin las facultades por ser exóticas del conflicto resuelven sólo lo secundario en la única naturaleza posible del conflicto puesto que no son las voluntades principalmente interesadas en la discordia quienes justifican para el mundo esa mitosis…¿ves? también recuerdo algo de biología… en fin ya son las tres menos cuarto el cliente se ha retrasado un poco lo bastante para profetizar que te ha dejado plantado fue la vigésima tarjeta de presentación que entregué… el nombre timbrado “Dr.” imagínate en esto estaba Román cuando… tranquilo no tienes que narrarlo haz una composición de imágenes en la habitación que rentara antes de imprimir las tarjetas: plano estrecho de los laboriosos dedos que intercalaban la importancia de los legajos toma cenital del cuarto así se ve la angosta cama dura como un catre de cuero y bien tendida impecable el secreter al cual Román se sentaba justo sobre una silla sin respaldo la puerta abierta a la resolana del zaguán la luz como con una tiza delimita sitios hasta el rincón opuesto así que la luz es enjundiosa y parece devorar muebles reducidos a su propia sombra (que se le hace) pero Román un momento porque si vas a hacer de Román en la historia ten presente que le falta vivir otra vida que incluiría también el rol de ser el mismo en este cortometraje es decir para que no sea yo precisamente sino aquél que fuera menos de lo que ya soy en ese mismo trance de ser en forma dramatizada el mismo Román ¿entendiste?… bueno más o menos pero sólo porque lo explicas tú… sí tal vez… de cualquier modo ahora estoy precisamente viviendo lo que narro luego no importa esa diferencia ¿verdad? o importa menos cuanto que es más importante terminar la película… en el secreter que estudia sus asuntos el Román (de hace un tiempo) escoge esas demandas que demandan celeridad ¿pero allí precisamente sobre el mismo secreter no estoy trazando esto mismo que…? Román el celuloide debe rodar mudo entonces todavía sin diálogos ya lo decidí espera un poco… qué te parece el canto de la lluvia que repiquetea y la voz del profesor afuera está lloviendo quizá el petardo que le interrumpa el sueño pum como dije y en la resonancia se empiezan a distinguir las voces… y entonces vuelve a la angosta realidad de su cuarto de pensión ningún otro ruido ah como que los fogonazos te encandilaron hasta el vértigo ¿verdad? pero ciertamente temes que las dentelladas resbalen como el trillar de las tizas en el pizarrón de gerundios es cierto que da dentera no entendiendo muy bien esos desdentados ruidos en fin tras dejársele plantado después del almuerzo y la modorra del secreter allí donde también escribo estos apuntes según las providencias de recuerdos y es que fue a dictar conferencia que pospusieron para las menos cuarto de cierta hora vespertina consigue al antiguo preceptor de drama ahí mismo en el auditórium (qué dramaturgia en el encuentro) Román pacta una entrevista el profesor está por telefonearle o él al profesor y ahora que hago esta anotaciones espero que llame al fin y de verdad si no tendré que tomar la iniciativa… ¿telefonear entonces? oye… ya lo veo son insuficiente estos esbozos subraya algo por lo menos unas palabras no seas haragán… la verdad que no sería ni tan mal divorcio habiéndose consumado (hasta la discordia) los votos originales y acaso bajo rigor ajeno de la misma jurisprudencia pues viéndole bien como que mi sacerdocio es el insistir según la ley o ¿no?…


F. 8/30: ir a la tipografía por las tarjetas de presentación primero el tráfico era insoportable y el sol de mediodía que no sé cómo bajaba de tan alto ‘a la vuelta de la esquina joven el aviso amarillo de letras negras’ si es nomás a la vuelta de la esquina apenas con doblar allí mismo por qué se excede el hombre en sus amarillos y negros... irritado el joven Román ah ya no es tan joven pero si apenas es un poco mayor que el colegial como yo lo soy respecto a éste que… va así entonces: el joven es no tan joven y quién debería seguir con el plan en lugar de arriar a la contraria es menos joven que él… bien bien es que si lo explicas de memoria lo entiendo mejor ay estoy divagando tengo miedo de perderme en nada… tranquilo a ver busca las tarjetas en la tipografía ‘el Dr. Román...’el apellido está mal escrito qué vergüenza por la ineptitud del otro’ ¿del otro? ¿hace falta contar la vergüenza propia? pero si son apenas preliminares, cuando mucho bocetos… se sigue así: se escuchan las máquinas que trabajan en el taller apenas un tabique delgado es la almena inexpugnable que circuye la oficina del gerente… contrapicado de un obrero que al margen de las máquinas bebe un vaso de leche picado general del taller... detalles: la mano agarrotada de otro obrero que la ejercita en el vacío mientras de a poco los dedos se desenfocan hasta una gradación borrosa hasta hacerse menos en el nítido vacío y entre chasquidos insustanciales aparece al fin la máquina que provoca el ruidoso repiqueteo… detalles: el espiral de la prensa antigua que se puso en un rincón para exhibirla muchas fracciones incoherente entre obreros y máquinas todo junto como una maquinaria… mejor con un barrido del taller la toma de abajo a arriba en espiral o viceversa entonces un picado o un contrapicado o viceversa ahora el espiral de la antigua prensa y cuando ya llegue a la manivela el gerente que da la bienvenida con un afable apretón de mano como de prensa al ya no tan joven Román ‘siéntese Doctor, por aquí...’cómo pudo cambiar el apellido si lo deletreé (¿y vas a contar eso? qué vergüenza sólo son confesiones privadas como para tener una idea al respecto no soy demente para mentar eso así) ‘ya le tengo sus tarjetas Doctor Román...’ el no tan joven escuchaba la trabajosa máquina de dentro y a cada golpe de cada copia de algún remoto original fue contando cada letra y cada letra deletreaba el equívoco cuya propagación era fehaciente en dos vocales ‘ésta es una muestra ¿verdad?’ ‘sí Doctor’ el gerente toma uno de los ejemplares para asegurarse y luego: ‘Doctor...’ y así halaga al ya no tan joven ‘permítame felicitarle’ ‘deferencia que será mutua cuando corrija mi apellido’ el hombre busca en su escritorio el retazo que le mandé (que le mandó mi antiguo y ya no tan joven yo) toma cenital del amable calvo de arriba se ven que las manos hallan el papel que desdoblan… plano detrás del ya no tan joven sonrisa del gerente ‘¿éste fue el papel que recibí? un retazo cortado en un cuadro y con las marca de los dos dobleces… detalle: desdobla el papel el ya no tan joven se quita los anteojos e improvisa pulirles con el pañuelo ‘¿me habré equivocado yo?’ (por qué la tortura si la confesión es tan egoísta) deja los chistes crueles y continuemos: escena en blanco como esculturas de yesos todo blanco muy blanco aun cada detalle microscópico en blanco e inmóvil en sus formas allí sobre esas formas se proyecta las escenas de tres películas que me conmovieron que me siguen conmoviendo y que entre el clímax de las tres se reanuda el movimiento de mi escena… sólo se escucha la máquina del taller el vaso de leche que se quiebra y en su tintura discurre la misma escena del derrame mientras el ya no tan joven desdobla el papel amarillento ‘¿me habré equivocado?’ el encargado suelta una carcajada amigable la escena se torna a colores ‘Doctor pero sí son una pruebas nomás’


F. 9/30: DE LO QUE YO NO FUI consigo saber ahora que ya soy un poco más viejo que el reciente Román… mis gafas me cosquillean… Gafas: correcciones de qué guión si aún está por escribirse Gafas: algunos croquis de decorados y los ángulos de la tomas Gafas: cuidarse de no invertir los ángulo del egreso e ingreso tras una puerta reveladora bueno esto es un detalle práctico y nomás con un pequeño experimento no se dejará colgada la bienvenida del anfitrión así de lado y luego el huésped que habla a la diagonal opuesta a espaldas del anfitrión con lo insolente que son los advenedizos arrimados y más si riman sus proverbios a lo dicho… pudieran entonces de una pescozada darle una mano y entonces y entonces… Gafas: buscar una deuteragonista no muy agraciada por cierto pero lo bastante cachonda para tentar los votos célibes de este galán muy dado a la belleza inalcanzable ¿MAS JUSTO SOIS? —INQUIERE la cachonda a lo que le replico ‘no quiero regar mi semillita así de feo y tener entonces la paternidad de una bastardía que se propague a despecho de piadosas abstinencias’ el santurrón EL QUE TODO LO RESPONDE ¿ahora no responde por mi honor? se me ocurre una protagonista altanera y bellísima eso sí Gafas: ojo con una precocidad que mejor conviene un matrimonio arreglado que arreglar pañales antes del velo y ya quisiera omitir otros atavíos Gafas: arreglemos una boda y después apuntes recientes tomados todos del natural mientras la luna de miel endulza su carácter o cuando menos su boca esto sí que puede ser el Happy End que feliz sería terminarlo aquí y acabar en ella en la bonita porque ya estoy cansado de estos bocetos y de las otras manualidades Gafas: veo que te perfeccionas en los primeros fotogramas el protagonista reordena el argumento baja el telón y me tiendo a dormir la siesta despierto encandilado por los candelabros brillantes TAL LOS PUSO EL QUE VI en sueños… sube el telón me desperezó como una fiera y heme allí escribiendo vigorosamente hasta empezar un largometraje incluso reescribo las acotaciones antes que los pliegues caigan dónde está mi esposo Román pregunta la mujer colérica ya está marchita y el colegial que fui y el yo no tan joven y el que se hizo un lío con estos primeros fotogramas y luego el viejo amargado le contesta al otro vejestorio preñada ella de nueve meses de hiel casi al reventar ah así es la felicidad después del Happy End... pues ahora mismo digo cuán verdadero soy: “en lo que a concierne ni tú ni ninguna otra mujer me amarga más…ya ves cómo le duelen los huesos a ese otro que seré y poco le queda que puedas roerle su tumba” … así TRAS LA RIMA BARRUNTA? no contestes tú… y así se salva de pronto mi porvenir pues al poder negarme en el presente ella no sabe que soy el dulce amante de la luna de miel y se va gruñona en busca de un abogado que la divorcie pero de qué… si finalmente no fui pendejo para dar origen común a ciertos caprichos y sandeces ¿qué dices Román? EL MISMO ME PREGUNTA ¿el mismo de este espejo? ¿cómo se acomodaría su corona un rey al frente de este mismo horizonte? tiene que ser un rey calvo y afeitado en continuación de su calvicie... mira hombre cuánta caspa mira este grano de caspa en la misma línea de la frente qué escalador se cebaría con mucha prudencia entre las desmoronadas lajas de carbonatos de calcio gigantescas corazas marinas de un cementerio milenario… pero más bien EN RIMA DE ESTOS VERSOS digo que mejor tomo clases de dramaturgia. (Oscurece.)



Escena 3: (de la guantera, los guantes)

Y este billete casi deshecho quisiera ver si hechos los negocios se abaratan los gastos de tan gastados como rechacen la heroica estampa tal vez rendir una Troya en diez años ¿no? una década y un caballo bayo de dos lustros bien formado en una jornada como los que riñen en campo hostil cuánto puede comprar un billete en diez años no todo lo que se venda a quienes con él paguen un tributo infinitesimal porque las más de las ocasiones este billete fue la fracción de un pago que tal vez además tuvo la devolución de una diferencia llamémosla “X” “Y” y “Z” tres de las que fueron aquí deliberados equívocos a favor de quien vendía... Xilófono puede significar el primer símbolo Yunque el segundo y Zampoña el último tres dimensiones de una tercera dimensión es la realidad más allá de lo que percibimos… bien con este billete creo que sí se me alcanza el universo porque es justo el precio de un destornillador recuerdo que ayer vi ése número redondo que rueda también en otra pendiente eso ya no viene a cuento porque si lo narras ya no digamos en hexámetros pero si en procura de un dístico he de truncar este insomnio y tan bien que voy hilando los asuntos decía que con este billete puedo comprar un destornillador… sí… es el precio justo no recuerdo que lo repita ni por decirlo igual cuando se piensa (y se iensa mucho) uno cree que se dice tal o cual corporeidad de palabras así que ya se me figura entonces que quiero anotar algo es por eso que las notas apuran un versito al menos uno tan sólo pero si se puede recordar qué caligrafía es suficiente entonces pasa que… sigamos más bien el alfabeto hasta las setas y que con zetas se comience al menos una delirante pesadilla… diez años y no duermo entonces daré una vuelta a la muralla contaré las diagonales del sillar mejor veré dónde se esconde la hormiga extraviada pero no se ve ninguna ni un grano del hormiguero las puertas de la muralla tienen que ser de metal formidable y sus púas exteriores dan un relieve heroico como las batallas que se evitan desde hace siglos pues abramos esas puertas adentro nos convida el perfume de los lechos... déjate de hacer amagos no vale dormir en sacrificio de este insomnio y además no dormiré lo que me recuerda que este billete basta para tener una herramienta definitiva… milenario es aventajar a los aqueos con esto de blandir un estilete industrial bip bip bip la caja registradora imprime el recibo de la transacción tengo la prueba y he pagado mis impuestos… ve señor Ulises como que le madrugué pero como quisiera madrugar dormida aunque rezagada de él ay con dormir hasta el alba de hace unos miles de años pues al menos así quisiera yo quedarme en el catre… bueno compré el destornillador lo tengo y el billete va al banco y lo sacan de circulación (así es que se dice pues yo digo santo remedio) pero tengo mi destornillador esto se entiende medianamente es algo cognoscible que admito al punto de blandir el destornillador y sin las rudimentarias lecciones de contabilidad luego lo del billete tampoco viene a cuento (qué final feliz si me duermo por no venir a cuento tantos detalles) ¿y dejar así este intento de arrullarme con lo que no se puede anotar? tal pregunta no tendrá sustancia si me demoro demasiado aquí pero como las dudas persisten y no estás armada mujer de otro amuleto... pues toma el destornillador ya supusiste que lo has comprado ¿desarmaré el radio para ver cómo funciona lo que unos obreros en huelga hiciesen? siempre me dijeron que era medio hombruna como un menestral me fui de casa de un portazo y sin hacerle ojitos al cerrajero qué joda con preguntar y responder así ¿no vas a desarmar nada de eso? bien ¿ves el xilófono el de la “X” el yunque el de la “Y” y la zampoña la de la “Z”? ¿debo describirlas al detalle? no porque me dormiré de aburrimiento qué gracia la tuya mujer pero para qué tanto aburrimiento si la mar de divertido es dormir… bueno con el destornillador golpeo el xilófono y luego el yunque y antes que se extingan esos dos sonidos hago sonar la zampoña y me deshago del destornillador lo que me recuerda que el billete da también la solución de mi desembarazo ¡Eureka! pero esto ya no viene a cuento... digamos que le di el destornillador a un mendigo ciego y hambriento ah cómo me agradeció el infeliz como si hubiera recibido una sopa tibia pero murió de hambre y cuánto le indigestó un piadoso ayuno mientras partía al cielo con un destornillador que era su ancla otro refrán querido Ulises y con apenas ceder una herramienta más eficaz que vuestras espadas Ulises ingenioso Ulises quisiera escuchar que tus belicosos soldados te oigan en sueño... bueno ya escuché que se escuchaba el yunque y la zampoña luego sólo escuche la zampoña y luego no escuché más… el silencio era trillizo entonces pero antes calló la “X” que la “Y” mucho antes que la “Z” luego la “Y” antes que la “Z” y después no escuche más que el chillar del parto en cuestión ¿oíste como son las cosas Ulises? si son así como se oyen sí que son así de simples demasiada dudas griegas para vos… no hay que creer en cuentos pero si es mía la fe de que me haga dormir un cuentecito escucha y recuerda es una lección inapreciable no sólo para Ulises dirá el pelón de Elías que no sé por qué la pelona no le rapa las canas que aún le quedan… ese viejo me debe una promesa ahora que es cuestión de recordar ‘un rol por ahí te consigo’ que se muera para hacer yo de director me sentará de maravilla sustituir al carcamal pero ¿y el billete? ah pero no está aquí aquí lo tienes llama a cualquier ciego para que veas como te dice la denominación apenas al tacto de su filigrana sí es que hasta se me antojó marcar el billete con una estrella… bueno compro con él el destornillador y veo a ver si el billete por desandar a ciegas su fantasma se extravía por el camino o retorna por atajos abruptos imagínate si vuelve a mi codicia cuánto valor tendrá el juntarle con el destornillador no te preocupes mucho por su Odisea más te conviene empuñar el destornillador ay si pudiera degollar a todos los que tocaron el billete que ningún cómplice favorezca en mí su propia impunidad pero mujer cómo puede ese pecado castigarse en todos los pecaminosos seres de un mundo muy poblado... mira la filigrana ¿o es menester llamar al mendigo ciego que espera su destornillador para no hundirse con el mismo destornillador? Acaso no es verdadera la filigrana ¿verdad? cada rostro es genuino y se desfigura entonces pero cómo sabes quiénes fueron... tú mujer ¿acaso no sabes que no lo sé? sí… desde luego que no atinas a contestar lo que supe preguntarte ya veo que no somos las mismas de cualquier manera no puedo vengar el oprobio porque no soy la misma que al menos sepa contestar y aún menos soy la delicada Lucrecia para que Roma vengue mi virtud… ay quienes festejaban a cántaros el vino libaron en sus copas y brindaron por la misma fiesta ya el vino se prolongaba en una malsana espuma tal que apenas una legión de quienes así apuraron sus burlas me arrullarían antes de que despertara para una pesadilla… pues cada quien fue un cómplices en su privado y singular embarazo luego ¿no tengo razón de mi encono? ¿ves? quienes se titularon conmigo se reúnen en comilonas y a la lumbre de los asados hablan de sí y se felicitan entre ellos dicen que van a viajar que vienen de un viaje que los ascendieron y que tuvieron hijos este año que por traviesos dejaron en casa de la suegra (un hijo sabe lo que es oír esto) y también aquellos que no tienen hijos aún hablan de tenerles después de un plazo fecundo o por preferencia admiten para sí tan sólo el haber engendrado la prórroga en una de esas fiestas clandestinas ay ‘qué bien que no se sabe mi infortunio’ y dices que hay inocentes… mira la filigrana es verídica ¿verdad? ¿entre tantos dime qué inocentes lo son entonces? yo los condeno pero ni siquiera puedo dormir ¿no me ves en el insomnio reflexivo que sigue sin poder anotar un detalle o un nombre? ni por yacer en la vigilia al frente de mis lápices de colores puedo tomar un lápiz ¿nada puedo anotar para que vuelva conmigo? porque qué hay de ti si ninguna palabra puede descorrer el primer párrafo… érase así o érase de otro modo pero siempre erase mejor de lo que simplemente era ¿o quieres que te lea la cartilla? los condeno a todos (si me mato será en los raíles y a la hora pico para que le pique a los culpables) ay pero si es como verlos uno a uno ora comen aquí ora comen allá beben acaso porque se cuidan de no embriagarse demasiado ‘mañana me doy una vuelta por el magisterio’ ‘¿y esos legajos?’ ‘quiera que sea su padrino’ ‘nació en septiembre’ ‘Lidia es verdad que te casas de hoy en ocho días luego el martes entonces ¿verdad? Martha’ ‘que los hijos bendigan tu hogar Lidia’ será que van a ser curas me pregunto pero aun así de castrado como le hayan salido no bendicen mi vientre ‘qué situación embarazosa’ ‘¿la preñez?’ ‘se orina con frecuencia’ ‘los primeros días son arduos y los siguientes le van a la saga uno detrás de otro y cuando te acostumbras ya tienes que parir’ ‘dar a luz mujer’ ‘o alumbrar’ ‘cuidado encandilan al padre’ ‘cállate hombre’ ¿uno de esos padres quizá sea el criminal y con todo se juzgan inocentes? ¿también sus esposas? pues el medio hermano de alguno de esos hijos fue muerto antes de nacer y todos están naciendo o están por nacer al amparo de su patriarca malévolo… qué encantador hideputa tiene un salario pues de seguro logró cebarse en la hacienda pública (cómo le costaría lo suyo a Elías en el Antiguo Testamento) y se creen que serán unos jubilados tantos más encantadores cuanto son los abuelos de los sobrinos de mi hijo… sí la verdad tengo que juntarles en plural ¿y los que no tienen la culpa? ¿los que no hicieron maldad contra ti? ¿aún no entiendes que estoy pensando y recordando lo que pienso conmigo misma? ¿pues no celebran y brindan juntos? ¿no comen de los mismos asados? ¿no se regocijan de la vida y me dan de esquinazos en los mismos recodos donde les consigo? los condeno y nada más ay y nada más porque ni puedo dormir en pos de soñarle una peor suerte en donde yo sea el verdugo de los infanticidas… ah… ¿ves? arrugo el billete mira casi se rompe de tan deshecho y no es ni la empuñadura del destornillador… calma piensa en otros en quiénes la duda le favorece mucho ah ya tal vez en Lidia pues nada sé… hace tiempo que no la veo ¿tendrá los hijos a los que confiese mis pecados y los pecados ajenos? ni que los tenga ni que sean ministros piadosos ni que yo me haya de confesar con el probable medio hermano de mi Adán… nueve meses pero la mitad de un trámite perverso nueve meses sin sentido: la totalidad de mi descendencia que clama en vano ‘Martha deberías tener un hijo’ los condeno ‘¿mujer cuándo vas a tener un hijo?’ los condeno ‘puta fea no tendría un hijo contigo’ los condeno ‘puta fea’ y no tendrás un hijo de mí cruel hideputa ¿ves esta comba? estoy encinta atada para siempre a la fatalidad de mi obligatorio ombligo… mi ombligo cálmate déjame palparlo un poco ¿la gente te acusa con el dedo? es que son unos malvados ¿te gustan las carantoñas ombligo mío? y es que hasta eres un poco malcriado te duele aquí ¿verdad? déjame sobarte un poco mira ya raya el alba viste velé todo tu sueño ¿despertaste bien? no te veo muy bien pero un ciego te reconocería como a un billete que caiga entre sus manos… así malvado cruel infame creciste con la predestinación de una mala sangre toma lo que mereces recibe el condigno castigo ojalá estas nalgadas pudieran evitar que la cagues peor… igual toma y toma corresponde esto y la tortura que sobrevive al verdugo… tal vez no he nacido para extirparte de mí pues soy débil por naturalidad de esta paradoja toma un pellizco ay apenas me duele en el alma infligir este dolor en carne viva luego cuánto ha de dolerme perdonarte otra vez soy débil entre los matorrales que apenas tienen descendencia en lo baldío aquellos cuya sucesión les perpetuará al menos en una generación yerma y piadosa… he aquí que yazco tumbada y las uñas que te mortificaron ahora reunidas todas acuden a tu consuelo ombligo mío no más… ¿al través de tu circular sombra y más allá de lo que nada veo qué flores despuntan en flor de un jardín estéril? ¿qué apacible soplo lleva el polen al cabo del estornudo? ¿qué huracanados espirales que no refresca esta desnudez que hasta el cuello me agobia? en la divagación de sospechar el cielo raso me tiendo boca arriba y si cayera de bruces como estoy el amén aún húmedo en los labios sería arenoso como el reloj que mi recia caída tenga que saborear amargamente ay el rechoncho calvo y la hipnosis soporífera ay en un trance mío también te engendraron y fuiste mío siquiera… ay eres el mayor de los que no vendrán jamás hijo… el más apuesto eres hijito el más inteligente el más suertudo el más querido, pero el más siempre el más… sólo así entre quienes menos mal para ellos son menos ay vientre pálido como una… prominencia vacía y eres la joroba de mi fiereza que además entraña lo que nunca habrá de ser y donde nueve meses darán a luz la sombría culpa que al fin me apague… los diez dedos del calvo laboriosamente encubiertos para el crimen ¿viste cómo se enguantó? ¿con qué escrúpulos? Cuidando la profilaxis y la reputación al mismo tiempo acaso una ceremonia que calcula un don muy trabajado y así me truncó tachándole los ceros a mis ganas ¿lágrimas mujer? ¿lloras más de lo que sangraste? pues llora más y menstrua cuanto puedas así llorar… son los enrojecidos guantes en el cesto entre la hipodérmica y los algodones guantes enrojecidos que un mago se hubiera puesto para fingir en el truco la premura de un cirujano famoso… él llevaba guantes yo simplemente no los llevaba por eso dejé más rastros en mí y esa será toda la herencia que sin embargo no ha de trascenderme Guantes: el hule con talco en su interior para el sudoroso bicho Guantes: un par de dos docenas Guantes: una palmada de congratulación del criminal Guantes: tersos a la superficie como la onda que ha de coronar un cenagoso fondo Guantes: dedos que señalan a los estériles por doquier Guantes: al chasquido de los dedos y se rompe la hipnosis… mira Martha mira mis manos desnudas que ya nada inocente son si no hubieran estrechado esos fatales guantes comprados al mayor por el calvo maldito y los billetes de filigrana verdadera y… ya no más cálmate mujer respira ya amaneció déjame sobarme acariciar mis pezones ay incluso por mi condición son mamíferas también mis esperanzas ¿puedo recobrar un consuelo para mis partes que también han de ser mis vergüenzas? hagamos pues de una esclarecida Safo que será igual mi rol sí al cabo estoy desnuda y conmigo acompañada ¿ves? la simetría… bueno, lo que está de un lado de la vulva es tanto como lo que está del otro lado… al menos eso es el parto utópico de la supernumeraria Lesbos que yo también quisiese más allá de cualquier excepción a la regla… ¿te gustan las gorditas? sí digo yo después de todo y especialmente cuando sus dietas les hacen rodar en contorsiones de un ayunador experimentado se ven tan monas así… ¿qué dices ahora? que mis tetas se dan nalgadas entre ellas… que mis nalgas se amamantan la una a la otra… qué bolas tienen las alumnas de su generosa poetisa cuando por el canto ausente son así de despechadasya secos no tienen vigor mis pezones ¿los amantaré con mi llanto? y cómo colocas el dedo y dime como lo frotas ya dentro … querrás decir los dedos ¿cuántos? estoy aplaudiendo la proeza de juntarles todos corono mis tetas a mordiscos sigue sigue… desnuda, no tengo ni un anillo ni un pendiente lo que me cuelga está baboso: los lóbulos de mis orejas mis tetas el clítoris y un pellizco al borde de mi raja… estoy sentada sobre mi reglamento enrojecido ¿y las excepciones se hunde en mi redondo culo? no ¿dar a luz por el orto al menos? mira esta cirio intacto en su esperma mira torneado su enanismo apenas diminuto así lo conseguí en un toldo de mercaderías ilusorias tiene esencias al tacto aceitosas esencias déjame lubricar ese cremallera como el tornillo sinfín de Arquímedes o de quién sabe que atornillado griego humedecerle más bien en lágrimas que no remueven mi máscara de sangre seca ay vientre mío no darás a luz según otras den y este es mi dolor de parto según otras paren pero esta esperma peregrina ay sube con su intacta hebra a pedir tu ardiente consejo ay merecer un poco de piedad un poco de piedad es mi decoro que he sufrido mucho sin poder vengarme enguantada también en lo furtivo… doblemente sigo salivando sí baboso es mi despecho y no mi rabia y entonces mis uñas… así… ay lo que siento es que hubiera sido tan insensible con quien no podía chillar en su defensa ni en defensa de sus hermanos menores ay estos labios interiores que no besaré nunca dieron de bruces antes ay estos labios previsores como los de la madre del bicho calvo (cuando este cumplía su primer lustro) besaron las manos aún no enguantadas rogándole que se portara bien en el colegio ‘nada de maldades’ ‘¿no quedarán secuelas ¿verdad?’ ‘sé atento en clase’ ‘doctor no se complicará ¿verdad?’ ‘yo quiero que tú seas alguien que te recuerden mucho que aparezcas en los libros se porta como un macho mi niñito muy de talla entera usted colgará su título en esa pared’ ‘¿cuántos libros doctor documenta su ejercicio diario?’ ‘pórtese bien… conmigo’ ‘hágase la praxis sólo si se tiene la confianza de que he de quedar como siempre prométame que le pagaré según el acuerdo… será saludable entonces’ tengo días que no me afeito pero me conviene que mis yemas se limen… ay él se pone los guantes veo borroso una modorra que me enturbia… ay…. respira qué te pasa mujer es una taquicardia nomás ah la pavura del gozo impune tres noche sin pegar un ojo ni con los pegajosa que son mis legañas al espejo ¿estoy en vela por ser mi velatorio? una vela toca fondo en mi desgracia más abajo se zambulle para hallar respiro tranquila mujer respira con la profundidad que busca la vela piérdete vela en el insondable insomnio… ay una vela que se desvela adentro ay ya se me escurrió de verdad qué mala suerte ¿cómo la saco? cálmate sólo basta con parirle… ah no es gracioso lo que dices porque así tenga que empuñarla con la violenta virilidad del guerrero ha de salir… sé valiente mujer cálmate así un poco más… nada… con calma… de cuclillas puja puja puja mujer… sin bromas… entonces cálmate en serio… ah resbala… cuando la saque se la prenderé al altar de mis estampitas: a Santa Clara para que me aclare los caminos… ahora… no me apures que trabajo con las uñas… ay ya sale… cállate… así… sin fórceps… mira y al fin conseguí mi Happy End… qué susto… al fin se devela el enigma… con el alma en un hilo estuve pero hubiera sido mejor que me descosieran tirándole al hilo hasta el final del extremo… cómo empeoras mujer perdóname ay aquí está la vela torneada como el espiral de una prensa que me oprime el pecho mira sigo su espiral con las yemas sin guantes ¿con la punta de la lengua ahora? pues sí… ay boca que desde mi centro estéril no puedes besar qué dices ya puedo probar tu saliva la que te relames con fruición con tanto egoísmo casi te miro a gatas y como zorrita traviesa y juguetona y a gatas lamo la hebra que encenderé al altar luz luz hágase la luz y mi climaterio se apagará sin dar a luz nunca… es una imposible fiebre puerperal la que me hace delirar así…


LA HUELLA QUIETA PLANTÉ ¿con estos dedos inquietos? estos que por más de su vergüenza no aplacan la comezón de los talones los muerdo los muerdo estos dedos cuya uñas muy cortas son la dieta de resistir el ayuno dedos malsanos de mis pies malsanos que dieron un paso malamente dedos marcados en la huella que tropezó quisiera poder mascarlo y hacer de todos un bocado que alimente mi rabia contra ellos mismos pues señalaron la senda de mis malos pasos horribles dedos con uñas horriblemente encarnadas ¿quieres extirparlos en una ulceras que luego tengas que lamer con arrepentimiento? SI RESPONDER YO PUEDO preguntaré ¿conviene ir muriendo por gangrena? subo y son feo los tobillo feas rodillas feas caderas asciende el mal a los cielos donde nunca llegaron mis oraciones estos pies horribles me mantienen en el balance de mi vientre pomposo… aquí estás espejo mío siempre de acuerdo conmigo CELO DE BASTÓN FUI cuando te halle a ciegas del desespero… en escorzos los pies horriblemente se acorta su fealdad es regordeta mis tobillos nueve meses de nudos óseos mis rodillas hincadas al fugitivo vacío muslos arriba de poros fofos la raja como me creó de un machetazo un dios misógino REPLIEGUES ADELANTE ¿tiembla tus yemas verdad? cambie el espejo a las caderas el helicoidal fuste de un caracol a la intemperie arrecian pues las curvas al vuelo del espejo escrutador para los ojos que lo vigilan… ay con qué arena te hicieron y cuándo te hicieron porque el tiempo tasado en ti es siempre… ¿tuvo gemelo este espejo? ay de aquella madre pues SUYA NO CONOCÍ la gemela que tuve y que murió en el único parto que yo he vivido de verdad adiós hermana dondequiera que estés me despido gemela mía doncella muerta cuando nos parecíamos más tiita de mi hijito adiós me dejaste plantada y así prevalezco sobre estos pies… ay ¿nunca aceleraré un automóvil a más de cien kilómetros fotogénicos? ¿no me bajaré descalza después de estacionar en un balneario? ¿no pasearé sobre la arena con que se pueden hacer millares de estos espejo? ¿no volveré a casa encinta después de una aventura? no no no no DE MI CLARO REVERSO sólo mi sombra se tiene en pie bien acabada como el pedestal del infortunio ah la fría brisa del amanecer pongamos la vela aparte y que por olvidarla entre las cobijas no la hubiera roto ya es un milagro… la hebra bajará por la llama que asciende se derretirá la esperma en un llano traslúcido y quién sabe que figura milagrosa se ha de ver cuando se apague todo allí DE MIS HUELLAS DICE MÁS el silencio que en mí se reúne… guárdala para su momento guárdala en la gaveta donde están los números telefónico con sus tachaduras… espejo revelador que duplicas mis defectos… ay qué veo en la entrepiernas qué he descubierto allí ¿una vulva rasurada para un parto? no no no no… ahí está el capuchón como un badajo de campana broncínea con sus óxidos entre estepas que reverberan al sol y unas hierbas sin querer salir de sus raíces apenas se asoman entre los puntales de las minas descubierta… qué rey se podrá acicalar frente a este espejo de cierto que uno muy joven niño casi recién nacido… (Oscurece.)



Escena 4: (de la guantera, el lapicero)

Este motor no suena bien fuma más de lo que respira y luego la tos… ¿le escuchas? vuelta aquí en la esquina… no…. aquí no… sentido contrario al doblar en la siguiente en la siguiente Don Lorenzo tiene sentido el Don mucho sentido y se necesita descalabrarlo para dejarme sin ese sentido lo que de mí doblo en este sentido ¿consentido? consentido ¿sigo derecho hasta el tapial que remata la calle? no… salgamos de la ciudad entonces otra vez a la avenida a ganar la autopista de prisa y antes de la diez… doblemos hagamos el cuadro a la manzana pero bien pintado que es tentación del paraíso… a la avenida entonces ¿un cigarrillo? ¿y tener que orearlo por la ventanilla? no Don Lorenzo se gasta más rápido que en una pose teatral… cruzar las piernas discutir el parlamento entre bocanada hacer círculos de humo… no… eso es falso lo de los círculos es de colegiales que se convidan entre los tercios de una misma caterva… sólo sueltas el humo de un viril resoplido mientras se devana el coco a cortar a echar tijeras… eso sí: filos con eso… ¿son unos genios para escribir? yo digo que exageran se creen más de lo que se les echa de menos hay que podarlos antes que halaguen a una bobalicona con el despuntar de un capullo marchito de esos que entre un viejo libro de la biblioteca se olvidan… además quién dice que hayan dicho la última palabra como no sean las de sus epitafios pues lo que hayan dicho es como la dura roca apenas desencajada de la cantera harto común en el peso y pensar que por haraganes todos la cargan así y entonces a los museos cuidando que no se fatiguen las aristas ‘ah qué portentosa’ ‘acarrearemos otra dos para esta sala’ y grúas y grúas dame una palanca y un punto de apoyo y te moveré los papeles favorablemente… con palancas y grúas son más fáciles las cosas de peso ¿qué son estos libros santificados sobre atriles de exquisita música? nomás un montón de palabras como juramento del perjurio ¿tienen forma? sí ¿es esta forma el fondo de su intelecto? sí… claro todo está apenas por encima es que se echa de ver por encima donde bien arde una nalgada pero siguen de pedorros sin que se les aleccione ‘qué bella pieza’ ‘no sabéis que la alteráis con tocarla’ ‘se toca con los ojos aprende a leer burro’ hay que echar tijeras Don Lorenzo cuchillo escoplos gubias punzones vidrios a rebajar a devastar esas pesadas moles hasta darle la traza de una verdadera obra maestra la traza de una figurilla en miniatura un semáforo luz roja: le ruboriza pararme en seco ¿crucial intersección? pero no hay que resolver el dilema simplemente derecho adelante… aún no… la luz verde todavía está verde en un rato madura hasta despuntar… ¿adelante? ¿y el amarillo? ¿Don Lorenzo y el amarillo? ¿qué metáfora intermedia se le ocurre para el amarillo? contésteme Don Lorenzo se ve pálido como de fiebre amarilla ¿no se siente bien? ah no tiene una salida tan rápida como la quisiera porque acaso no se le ocurre nada… está en blanco luego ya se me alcanza ese semblante amarillo adelante la metáfora ¿cómo te atreves a interpelar a un Don precisamente tú un don nadie? no tienes el derecho de torcer destino… ya ya ya qué bien me salva la luz verde qué verdoso paraíso a pulso de su savia vigorosa adelante el cruce mira hay que ver como aprovechan la luz amarilla los canallas hasta violar la roja y dejarla tinta en sangre y ni se ruborizan y era un viejo verde quizá por ello se propasa… verde como Elías el condenado viejo ¿esa no era la matricula de Elías? camaleónico el vegete tiempo que no sabía de él sí ése es el viejo qué hideputa voy a ver si me asomo al teatro… porque de haberle pegado un grito al través de la ventanilla ¡hideputa! y luego ve esta carcacha mía estacionada allá y sabrá que es el transporte oficial de mis despechos y se dirá ‘Lorenzo tiene premeditado asesinarme en escena’ como si hubiera desentrañado una revelación… a ver cómo se ríe uno con una onomatopeya… ja ja ja je je je ji ji ji ji… ‘si que se ríe Vd. con Jotas señorita no sé si es que yo le parezca ridículo yendo a tientas con esos bastoncitos’ ninguna de las formas canonizadas por los genios es graciosa… ahí lo tienes otro mentís a favor de mi teoría ¿quieres un chiste de una onomatopeya? esculpe corta lima pule recorta a tajos tajos como quien muerde de un fruto prohibido se les trabaja minuciosamente hasta en otros estilos según se reúnan para después y después tienes un repertorio ¿Don Lorenzo usted es actor? ése es sólo un papel siempre me lo he creído lo suficiente y mientras algo dure… al cabo de hacer ese simple papel empapelaré mi grande obsequio a las letras… ¿a las letras? del alfa al omega qué te parece… deletrea “semáforo” entonces vamos s-e-m-a-f-o-r-o deletrea “rojo” r-o-j-o muy bien ahora deletrea “verde” v-e-r-d-e perfecto ahora le toca el amarillo… no hay tanto tráfico hoy… primero la autopista luego el peaje una curvatura en su pendiente lenta los ribazos… hay más flores amarillas que blancas allí ¿otra vez quedó en blanco Don Lorenzo? y tan amarillo que se le ve deletrea “amarillo” por favor no se haga el rogar que no es el santo que me haga el milagro ah es por el viejo Elías su senil cutis con los mismos quilates que su risita de oropel ostenta ¿verdad? es amarillo el viejo así se marchitó el verde en el semáforo y como no se te ocurre nada divagas… como el viejo te madrugó en ese cruce... el muy hideputa entonces… pero olvide o perdone Don Lorenzo que el odio consume… deletrea “amarillo” antes de llegar al peaje mire que tiene que pasar los semáforos para ir al otro lado es de mal agüero seguir con esa terquedad Don… ¿acaso no es su don serlo? pues dese su donaire… imagínese estará del otro lado y tienes que volver para visitar a Elías esta semana asomarse al teatro a ver que se consigue con el viejo mire que este estentóreo motor ya pide a gritos un poco de… te saludará con un chiste y veinticuatro quilates del peor oropel… amarillo amarillo amarilllo ya lo dice ahora deletrea por favor… a-m-a… ama dueña etcétera las mujeres son como Sócrates y Jesús… deletrea “amarillo” que ya llega el peaje a-m-a… la mujer no necesita dar testimonio de su puño le basta con delegar en platones y apóstoles la doctrina de su privilegio ¿con qué mujer está lidiando ahora? o con cuál lidiaré es la pregunta con la que hay que lidiar todos los días este Don Juan no tiene remedio ni que lo bauticen otra vez ya no en el Jordán sino en el Leteo… mejor viro en “U” pasar las fronterizas casetas zapatear del otro lado dar portazos allá donde la sibarita y volver con los dos recibos del peaje (egreso e ingreso) recular… al hideputa me allego cuando ya vuelva de otros semáforos: s-e-m-a-f-o-r-o después que vi el viejo con su carcamal amarillo el hideputa pudo ganar el cruce a dos mujeres atentas cómo se explica esa prisa femenina que siempre creemos falsamente dormida… pero no soy tan pendejo para ignorar las señales… luego… hombre baja la velocidad pareces que huyes del peaje y tampoco la cosa es así no corras como si te perdieras en las fugas de algún pecado vergonzoso porque las casetas les verás de nuevo con un celador que a pie juntillas te pisa esos talones hundidos en el acelerador y tus pasos serán sólo una fronteriza audacia que te rodea por todos lados estacionarás y el peaje te pedirá cuentas pues el recibo inexistente del que huiste sin tener culpa pues ese recibo entonces… demos vuelta también a la manivela ¿qué mujer le apura Don que le dejará plantado mientras se emperifolla al espejo? mira atrás dos automóviles como torpedos parecen dos ambulancias en el socorro de ellos mismos uio uio uio uio aunque apenas caben en mi retrovisor son de manufactura… son de diferentes décadas… el mío es del año… y estos dos… sí el de la izquierda es… y luego éste… qué curioso tres vértice a cien kilometro por hora configuran un isósceles de una crédula geometría que aprendía a intuir en el colegio o antes del colegio… suena chocante cual si los tres los dividiera una colisión de la cual participan tres teólogos diferentes… este motor resiste sólo un poco más y es la opinión que aun por chocante resulta ser un buen consejo pero no tengo para que le rehagan ahora que la tos le estrangula más bien lo mandaré a colgar de lo alto de un patíbulo… que el humo sale como la sombra arremolinado de fantasmas pues no me asusta que mi padre se lo lleve el cigarrillo… el retrovisor quedó desierto ¿se hundieron en el espejismo los otros vértice? no… cada cual buscó su vereda tras seguirme un trecho en la calzada pero no faltaran otros que traten de rebasarte no faltarán quienes tal vez dejen atrás sus propios impulsos sus propias repulsiones ya no es lo mismo porque aquellos dos ya les había tomado cariño antes de despedirse hacían tantas monerías sincronizadas al espejo… pues desde sus esquinas se adentrarán más abajo de la superficie que ignoro y que aún refleja lo que sí se ve ahora y luego cada uno en su calle torció destino entonces los semáforos de cada cual recodos a diestra y siniestra de cada laberinto y un vallado unos materos con flores amarillas que los niños deletrean ‘a-m-a…’ ‘báñense que se les hace tarde para el colegio’ ‘y como no mastiquen rápido…’ qué sé yo digo que esos dos chóferes se encontrarán con alguien que los conozca y que son conocidos a su vez por otros que vecinos de otras vecindades conocen a mi padre en sus días de campus… qué pasará con los rastros de esas ruedas ¿habrá peligros y en qué frenazos? bajo el cielo todo es posible y mis plegarias apenas les hace cosquillitas a regordetas nubes que se ríen de mí… esos conductores bendicen a sus familias o maldicen el infortunio de descender de una estirpe humilde de una estirpe cruel de una estirpe con muchas taras que revolotean entre alergias de otras especies… ¿escuchas el motor? oh no… se apagó… se apagó… no lo puedo creer… vamos prende prende prende… debería traer una antorcha de velorio para alumbrarle el entendimiento ahí va… oh no… otra vez tranquilo hombre pasa la llave nada… vamos prende… es un lema la cuestión: deletreemos amarillo tal vez sea la clave ya pasó lo más verde y no se puede poner más rojo a-m-a-r-i-l-l-o ahora sí pasa la llave (key with key) enciende… bien… eso es… todavía puedes esperar por la mano de obra sigue pues muchacho adelante muchacho que suba el humo tose tose… una torre de babel en lo alto ilumina con tu humo tóxico sí un faro que le advierte al apocalipsis que por aquí hay fondo pedregoso… resignación para quienes no entienden la señal porque bajan los escalones conforme las subían en su construcción… nasal gutural gangoso lingual labial encallan en la orilla todos con verbos inteligibles y con las manos callosas entonces los guiará este monóxido en su políglota penumbra… no te alabo porque tengas que emplearte demasiado en esta pendiente (boca que halaga culo que paga) ah sí subes como la seda de una maja que se desnuda tumbada en el tapiz de… ah motor como te gusta un pedestal ¿ecuestre o pedestre? ¿sedente te sienta mejor? heroico en fin cuando llegues a casa… pero si no sales de aquí ay que si no sale que sin remedio te colgaré de lo alto entonces…


Ya no puedo pedir prestado y menos a mi padre entre todos mis deudores o me rebajará del ayuno tanto como me dé de mala gana y la peor digestión es la de una dieta que así de frugal colma también sus postres no te sonroja el ser de tal suerte un exagerado y además heredero de tu padre ah ya se exagera para que el presente no haya de trascender más allá de tus despechos… luego nunca puedes estar peor y siempre tu apocalipsis (no el de otros) tendrá donde estirar las piernas claro entre tus exageraciones y tus esperanzas tengo donde hincar mis codos también… oye tú quedarás bajo esta techumbre hospitalaria y yo bajo el admonitorio techo de mi padre cohabito con el chico que fui y que seguí siendo al lado de un viudo cuya soberbia agrió mi orfandad pero al menos tengo donde ayunar (se conforma uno con unas migajas que con todo algo nos empalague el gusto)… pero los días están pasando cada día al levantarme redescubro la primera cana que se aclaró en mi barba y que ya la perdí entre las demás veo a mi padre encanecido veo sus manos pecosas como salpicadas del tabaco que masca y la pesadez senil de topar con el hijo que envejece a su lado y la hermana que viene en día de fiesta a partir con nosotros el pastel de cumpleaños de padre y el viejo se le animan los ojos y se desquita conmigo por haber callado mientras ella estuvo ausente el pobre viejo nada más conmigo como en una fotografía cuya leyenda de lápida dice ‘observándolo sin preguntar por nada sólo con su ceño adusto’ ah viejo después de tu viudez vives lentamente como si la misma mortalidad te prohijara entonces cuando te pones malo y cualquier fiebre te sube hasta la azotea creo que mueres padre pero con qué avaricia tasas tus estornudos y luego te compones como si me administraras una ración de píldoras y enemas tu eternidad me desespera se me hace eterna de verdad porque tiemblo al amanecer bajo tu techo tiemblo de saber que… ya olvidé la impresión de haber visto a mi madre muerta no sé si mis allegados siempre mueren o es rumor difundido entre mortales de cualquier modo ya no quiero que muera padre pero tengo miedo de verlo siempre como si pudiera morir en cualquier momento vivo y como un roble siempre… ay me mata ser tan mortal heredar una condición que quizá en él me sobreviva… ajá ¿con estas dudas esperas entonces a que el agnado muera? padre si mueres sin cargar en tus brazos a un nieto de tu línea patriarcal el segundo varón después de… aunque tal vez yo comparta la suerte de no haber cargado mi heredero (¿te acuerda de aquélla que también quería engordar a mi despecho? ¿te acuerdas? no lo digas) en fin no quiero que muera padre pero si muere porque así es la vida no nos queda sino insistir en el luto no quiero que muera padre pero la inminencia del acontecimiento puede insistir dolorosamente en nosotros como nosotros en el luto… y tú motor quedarás guardado aquí… calladito ¿verdad? no te mandaré a rehacer hasta que a la intemperie consiga lo que exige tu reparación pedir prestado es prestarse a que él me tome de juguete en la sobremesa y viene a pagar la pobre Comedia dell’ Arte ¿faltará mucho para entonces? tal vez dentro de poco… bueno es una de muchas estampa en juego pero un as en un manojo de naipes (uno que puede salir y sale) siendo único en su ventaja singular se nos parece que esconde un mal presagio así que mientras no tenga cómo te reparen te sacaré a dar una vuelta a la semana ¿te parece? para no parecerte te ves igual no veo que hayas mejorado más bien soy yo quien te busca detalles… para empezar irás conmigo a la universidad porque con el amarillento viejo verde trataré las otras visitas de modo que me acompañes las veces que sea necesario… ya estás como nuevo… pulir el parabrisas y nada más… porque seguiré yendo sí y sólo sí (como diría mi padre matemático) se le puede sacar algo al viejo Elías hijo de la casa hideputa… por otro lado ¿no crees que la jubilación puede adelantar el servicio de la naturaleza? sí que me premiaría ser su sustituto ¿y qué con tu padre? allí está se aferra a su propia jubilación como para no tener que soltar testamento ¿ahora me llamáis parricida? entonces cuidado se malogra mi cólera… tú nave transatlántica sí que costaste lo mío no me saliste barato habiéndome adentrado en los precios de otros precios yo te compré con un cheque de mis ahorros te pagué de un golpe y sin negociar descuento alguno… por cierto te veo y es como si ya te hubiera visto como si ahora que te veo… voy sobre raíles cuyos durmientes son las despiertas neuronas que se suceden iguales y cambiantes… dilo otra vez otra vez sigo en el llano déjame bordear el techo con las uñas… el cobertizo del andén… y te sigo viendo así como si te hubiera visto… entonces golpeo el retrovisor de la puerta… igual… bordeo los molduras de las puerta… igual… aplasto la boca… aplasté la boca en el parabrisas… igual… haz un círculo de saliva fléchalo con un extravagante beso… listo… igual… no sé cómo se vio mi boca del otro lado del vidrio ¿una almeja rosada en los pliegues y pálida en su resbalosa carnosidad? pero igual… ay igual… improviso aquí… igual… zapateo allá… con los tacones aquí… igual parecen versos incesantes hasta el vértigo de un estribillo algo que no conozco aún pero que es igual... igual… rasga el poema respira profundo olvida no pienses Lorenzo Lorenzo Lorenzo es pensar hacer la forma del olvido… igual… vamos sobre el taburete… igual… una vuelta como si fueras al columpio… igual… ya sé ah cómo no insistí antes… deletrea a-m-a-r-i-l-l-o… igual…en el otro taburete mira ahí está tú única novela la que al fin terminaste hombre rásgala sacrifícala… pero es mi novela… igual… apúrate… sí… mira lo que hago ahora todo el legajo se redobla en desgarrones… igual… es porque aún puedes recomponer el rompecabezas… ay pobre de tu cabeza bruto si se rompe aquí… igual… revuelve los pedazos entonces… igual… parece una arbitraria colecciones de anécdota… ‘el niño que…’ ‘el hombre que la mujer dejó…’ rasga también las vestiduras del duelo rásgalas en trozos pequeñitos… en un montículo… igual… tenga paciencia… hay que romper más papeles antes de que el estribillo halle paso entre los matorrales de estos versos… igual… no mires al retrovisor… aquí siempre aquí… igual… debe haber un verso defectuoso uno en el que por fin pueda truncar la serie entera… quememos las migajas de mi luto sí sí sí… ay mi única novela… porque ¿acaso este infortunado desorden no me tienta a recomponerlo de algún modo? igual… ¿ves? mientras pueda juntar los pedazos todo lo veré como si lo hubiera visto ya y la muerte de padre como si la hubiera visto ya tiene un ataúd idéntico al de madre como si también lo hubiera visto yaentonces cuál es el formidable atlas que carga con su destino como sobre sí lleva el mundo… igual… no te detengas ya prendiste el yesquero ¿no fumaréis ahora sólo porque estáis nervioso? y si el humo me salva déjame encender un cigarrillo una bocanada nomás de prisa sólo una bocanada… igual… lo apago… igual… lo tamborileo en mi rodilla… igual igual igual igual… meso mis cabellos cortos como un vilipendiado rey… igual… entonces recita un soneto alejandrino no se me ocurre… igual… otra vez el yesquero otra llama como si la hubiera visto ya fuego fuego fuego… igual… mira como el fuego consume y despues lentamente todo se apaga… tiempo tiempo... ahora tizna tu frente con las cenizas del luto unge tu salvación tiene que ser así… igual… sólo me puedo ungir como si lo hubiera visto ya (ay era el cruel destino de mis legajos) igual… A TIENTAS POR MIS OJOS busco a ver si se me da el don… disemina las pavesas de un soplido… igual… ¿será que va morir mi padre? igual… repítelo de nuevo en una finta y un giro… ¿será que va morir mi padre? igual.. ahora abre la puerta otra vez ciérrala de un golpe otra vez… fuerte… igual… ¿será que va morir tu respuesta? mal agüero que tengas que responder sin vislumbrar aves en el cielo responder en la misma repetición de mi novela ay mi novela mi esmerada novela qué rollo alejandrino se repite en su cenizas mientras todo… igual… igual… tal vez voy a morir yo… igual… ah te da lo mismo que las canas de tu padre se trunquen también en tu calvicie… ¿y tu hermana? igual… ¿y tus sobrinos? igual… Y EN VUELTAS DE MIS MANTOS los miró lejos de mí… igual… deja de lloriquear tu novela ve adentro con el aplomo de ser más de lo que aquí afuera ya eres desde hace mucho… igual… espera no entres aún… ya rebajaste tu mole hasta la nada no eres hipócrita más bien haré las notas de una nueva novelita así que entonces voy por el lapicero… está entre las butacas ve por él… igual… mira ese hilo casi se va del tramado tiremos de él se resiste se dañara el respaldo… callad hombre que ya se desiguala la espesura… acá de un tirón el hilo suelto y yo al fin fuera del círculo al fin… bendita sea… bendito el extremo de este tocado… qué felicidad… al fin estoy libre de ver lo que hubiera visto ya… mira aquí ay el lapicero ¿lo ves? es tan distinto y a la vez lo pude conseguir… Lapicero: te compré en la prisa de ir a endosar un cheque de padre… Lapicero: no he escrito nada aún ni una coma que memorizar Lapicero: sólo las volutas del dependiente que te probó en el quiosco Lapicero: la columna de tinta que TRAZA MORTAL DE OTRA no retrata sino la suya hasta morir Lapicero: ay ¿contigo dictaré el obituario de mi novela? cuántas tachaduras me redimirán de mis excesos Lapicero: ¿calzaré la talla de un autor prolífico en tu último puntito? Lapicero: a la mitad de tu tinta entonces iremos a medias y al final descalzos los dos Lapicero: no llores tú en servilletas que absorben mucho Lapicero: calma que te tendré como un amuletito aun cuando ya no quede tinta ni para subrayar mi seudónimo… guárdalo de donde le conseguiste en la misma guantera allí entre las otras cosas ¿PUEDE MÁS CLARO SER el capullo a-m-a-r-i-l-l-o…? ah huele a quemado es que mi novela ya llevaba el fuego dentro de sí y yo la unción de que se apagara el fuego… abre otra vez la puerta pues a guardar el lapicerillo que de punta va como un lazarillo… a-m-a-r-i-l-l-o… ya ningún revivir me corta el aliento sino que puedo despachar impersonalmente algunas líneas ¿ves? allí deshilaché esa mala magia y se destejieron los versos ah ¿con nudo queríais atarme? pues llegó la hora de mi arenga… basta de grandilocuencias Lorenzo… basta de grandilocuencias Lorenzo… basta de grandilocuencias Lorenzo… sólo dormir y CUANDOS DESPUÉS Y SOLO despierte y vea otra vez unas páginas en su anemia y las otras oscuras en el colmo de infinitos jeroglíficos y todo combinado como celdas blanquinegras… entonces el conjunto y la estrategia de un jaque mate áspero al tacto del vencedor… ¿recuerdas que aquella cámara se detuvo en su obturador como si bajo tal eclipse yo blanquear pudiera mi enciclopedia? ay las noches en que despierte para decepción de mis insomnios y apenas libros ajenos que tachar a mi alrededor ya cifrados según nuevas codas pero verán entonces que yo (como el alejandrino fuego) puedo simplificar toda una biblioteca… ay camino EN TIERRA QUE HUBO ANTES de que arenas a-m-a-r-i-l-l-a-s se asentaran en el cielo… pero ya salí del círculo bendita hebra bendita hebra… tomaré el lapicero y lo primero que trazaré antes que nada es su perfil de transmigración griega: bendita hebra… no sigas el hilo de ese discurso no vaya ser que donde empezaste termines… pues de un tirón con que el viril prócer tiró de su destino trae también la insensatez… la tapicería no está tan mal sólo este hilo suelto… ya… sólo la pintura arañada y un motor cuya tos le atraganta ay aquí está el retrovisor en que cupieron los otros torpedos y todo rostro en él se puede fisgar de verdad… ahora mi rostro desenmascarado y grasiento ¿lo ves? ahora mis labios nomás… mi boca abierta apenas mis muelas y sólo ahora mi muela del juicio que juicioso sería otro espejo el de un dentista que se duerme en su sillón justo el otro espejito que traigo en el bolsillo ahora sí: un coliseo de una Roma más grande que el imperio inmensa cartografía en ruinas… un coliseo que delira en la corrupción de un gladiador milenario y un gladiador que SI DESNUDO SE UNTA de sangre ajena es porque no se irá sin su sudario… Qué dolor monumental dovela a dovela las arcadas al sol como si un cruel dentista con su turbina penetrante no lo hiciera despertar su reloj pulsera ¿un rey vería allí lo mismo o algo más con otro aumento? pero si ha de verse en apoyo de estos dos espejos quién sabe si se vería doliente y sacrificado entre sus ruinas imperiales…cabizbajo y tal vez mortalmente vencido. (Oscurece.)


Escena 5: (mitología)

En habiendo sido, fueron antes de que fueran lo que están siendo, y estaban siendo los que fueron ha mucho, cuando el rol era seguir así; pero después habían de ser en trance de ir siendo lo que serán. Hubieran sido, pero eran lo que tenían que ser en todo tiempo. Si hubieran sido, ¿qué sería de ellos porque no fueran los que están, sino habiéndolos así serían cuáles cual no estuvieran? Son los que son y, siendo lo que han sido, son iguales antes o después. Pueden porque son. Hubieran sido débiles, pero no lo son. Hubieran sido haraganes, pero son los hacedores de quienes hubieron sido nada antes de que descendieran de su verbo omnipotente.

Cae el primer rayo ¿y de dónde cae? Cae la respuesta como el rayo ¿y de dónde cae? Se ilumina en el fulgor secreto toda la espesura. A oscuras retoña el instante iluminado y se suceden los días entre las muchas noches, y los que son escuchan el trueno que proclama el agua mansa. Se ven tales son vistos; que todo lo escrutan y al verse en doble verbo, de ver lo que veían, vieron que no eran plurales sino los mismos, fieles a los muchos ojos que ven, veían, vieron, o verían por cada conjunción en su distinto tiempo. Los unos, que tienen los varios ojos; un ojo para ver lo que hubieran sido de no ver al través de ése cristal. Los otros y los demás ojos que, de fiarse al espejo, se veían conforme debían verse antes o después de verse cada cual según su justo turno.

Empezó el verbo a incendiar la pradera y apaciguar otros fuegos y a galopar en los pastizales y a crecer de las raíces hasta lo que fuera que era el otro ser de siempre. Y la lluvia se desgajaba, y el sol en redondo bruñía los metales de la tierra. Y bajo las nubes las flores despertaban apenas; y primero al hombre y luego a la mujer se les hizo salir de una gruta profunda en que fueron primero mujer y su segundo, tras haber salido los dos del polvo innumerable que las rocas para sí habían, en su esencia, contenido. Afuera vieron la vastedad del orbe, vieron que se veían al verse en el deseo de procrear la casta como el polvo innumerable del que fueron hechos. Se prosternaron al ver nacer al primogénito, y honrando al nuevo sucesor (como a quien había de ganar un ilustre busto) comprendieron al fin que la fe venía del Altísimo, y al cielo consagraron sus oraciones y los sacrificios de los animales que no eran la dieta mundana ni cuenta del ayuno piadoso. Hicieron el fuego sobre el fuego y aplacaron la sed en la sangre de las bestias que abrevaban, e hicieron el nieto sobre el hijo, y el bisnieto se concibió en plegarias y la tierra se pobló por el trepidante incesto, cuyo otra parentela, sin embargo, fue la de no engendrar entre los hermanos de padre o madre, sino frente al espejo.

Se hizo la ley conforme Dios condenaba frente a sus ojos, y con harta astucia se izaron las oraciones al cielo. Se hizo la guerra y la paz, y entre las dos en vano se pretendía el favor del Altísimo, aunque la libación no diera para honrar cuando menos a los rigores de la tierra.

Un día amaneció entre la llovizna de un cielo claro; se hizo un arco iris, de tantos colores que bajo tal bóveda oscureció la tierra, y duró la oscurana una noche y todas las por venir.






Claro

Lado

Amanecer

Ras Elegía

Intacto Ser Divino

Verídico Par Imagen CARIVIDENCIA

Impávido Elegido Ojos

Dual Juez Saber

Entero Orbe

Non

Colmo

Igual

Agua


¿Qué preguntasteis que así tuvo contestación? ¿Acaso la complacencia de entrever labios devotos y blasfemos toman para sí la virtud que mortifica la carne por no saber qué? Ay, no me contestáis, siendo quien os pregunta. Entonces, ¿Qué os respondieron, puesto que os hubieron respondido antes que por vuestra pregunta se indagara un remoto porqué?

Que sólo esta pregunta es dado responderos.

Luego, ¿qué os respondieron?

Lo que no os repetiré…

Y en roce de la pregunta y la respuesta saltaron en chispa las cuestiones. Cae de tal madeja el rayo. Se ilumina en el fulgor secreto toda la espesura. A oscuras retoña el instante iluminado y se acuñan días y tras los totales días se escucha el trueno que proclama al agua mansa. Se ven tales son vistos; que todo lo escrutan y al verse en doble verbo, de ver lo que veían, vieron que no eran plurales sino los mismos, fieles a los muchos ojos que ven, veían, vieron, o verían por cada conjunción en su distinto tiempo. Los unos, que tienen los varios ojos; un ojo para ver lo que hubieran sido de no ver al través de ése cristal. Los otros y los demás ojos que, de fiarse al espejo, se veían conforme debían verse antes o después de verse cada cual según su justo turno.


En aquel tiempo, dos familias hostiles demandaban para sí el derecho de presidir el reinado. Las cosechas eran abundantes, las fronteras se habían repasado más allá de la creciente cuyo pródigo curso dilataba molinos. El oro, de tan precioso como llegaba, apenas si los orfebres le pulían sus señas de origen. Los siervos y la plebe procreaban con la misma sumisión de sus virtudes y en el mercado los objetos proliferaban según el trámite de monedas antiguas. No obstante, la disputa de la corte amargaba las mieles de la abundancia, sin que ninguna de las familias saciara sus apetitos. Como el dilema seguía siendo irresoluto, los primogénitos opuestos dividían los edictos de la corte, lo cual siempre hacían con encono.

Sucedió que una sequía sobrevino. A razón de la harina almacenada, vanamente se esperó a que el cielo revirtiera su cifra. Las plegarias, antes sólo proferidas en las ceremonias, se volvieron en un clamor general al cielo. Cada familia corregente culpaba de la desgracia a la otra, y estas acusaciones trababan en la plebe pleitos de sangre. Se hicieron sacrificios; se agostaron manadas enteras, cuyas piezas hubieran aplazado la carnicería de los impíos.

Todos se acordaron de Dios, pero sin poder conmoverle. Puesto que todos los súbditos veían en la disputa la causa del infortunio, y que resolverla de cualquier modo tornaría el reino (aunque desprovisto de rey) a la paz de los mayores, persistieron sobre rodillas profundas y sobre esas huellas fraguaron una confabulación contra los partidos.

Tan terribles consecuencias se vislumbraban que uno de los príncipes decidió transigir con el otro, y así, con pérfida doblez, se retiró con los suyos a la frontera, a un pequeño campamento ya en el mínimo de sus tributos. Desde allí se propuso asaltar a la precaria casa del monarca, porque el favor del cielo volvería con buenos ojos a la mejor parte del dilema, y los súbditos bendecirían las mercedes ya benditas.

La familia regente, azorada por la violencia y la hambruna, primero se condujo con severidad, luego se arrepintió de llevar el cetro y aun de una disputa tan estéril como la tierra agrietada donde seguía derramándose la sangre de muchos exaltados.

Si el Altísimo pedía un sacrificio, sin duda era el de abdicar generosamente, y reconocer en esos términos que el enemigo era el bienhechor de la corte. Así el príncipe regente partió a convenir la paz con el otro. Marchó todo lo de prisa que le llevó su caballo hasta el río. Hizo noche en la ribera y el insomnio hizo día en su sueño. El murmullo de un río vacío le distrajo toda la noche.

Antes del amanecer, vadeó la inexistente corriente, y antes del crepúsculo llegó al campamento. En vano buscó a la familia, y quienes con hospitalaria mansedumbre respondieron a sus preguntas le avisaron que fueron de caza todos aquellos enemigos. Las dos jornadas a caballo, y la noche galopante que también montó en pelo, le intimaban el descanso provechoso. Le ofrecieron un catre mientras esperaba. Se tendió y al punto quedó dormido. Soñó que al despertar se daba el encuentro y tras las condiciones se sancionaba la paz redentora a los ojos de Dios.

Cuando despertó de veras, mandó buscar en vano a alguien de su linaje, y ya en burla de una trampa lo descubrió todo. Salió rabioso. Tomó otra bestia en perjuicio de quien la reclamaba suya y regresó. Temprano llegó al río, pero por más que quiso vadearlo en el fragor de su impaciencia, la corriente caudalosa vedaba su valentía. Muy a su pesar tuvo que hacer noche en la otra ribera. No pensó en el agua tumultuosa, pues el insomnio le dejaba seco y con una sed terrible que le abrasaba en el delirio de ver la misma sequía con los mismos monstruos.

Antes del amanecer, con trabajo ganó la otra ribera. Hizo matar a la bestia en el afán. Apeándose del exhausto muerto, siguió en pos de un horizonte incendiado. Buscó en las cenizas de la corte. Se tiznó la frente abrazada por otro delirio más cercano al fuego. Sollozó, juró venganza, pero, al volverse en recargo de sus maldiciones, una turba le apaleó. Quedó tendido como en el catre, y como en el catre soñó, antes de la condena, que al despertar se sancionaba la paz delante de los misericordiosos ojos de Dios.

El otro primogénito no pudo aplacar a los rebeldes tras haber suprimido a la casa rival. Su usurpación fue segada del mismo modo que se hizo con la otra familia. La lluvia, que ya se había desgajado en las montañas, empezaba a rociar el valle; y los súbditos antes que matar otro tirano, cuya frente ya la apagaba las primeras gotas, le echó a morir sobre el desierto. ¡Palabra sea la del Altísimo!


Tres automóviles de años pares se repartían entre aquel tablero de números pintados. Tres décadas de manufactura espaciaban ese trípode extraordinario. ¿Cuánto camino había recorrido cada automóvil? ¿Cuántos dueños habían frecuentado el pescante principal de cada uno? O, ¿qué emergencias seniles habían gastado cuatro ruedas durante un año tan adverso?

El estacionamiento de entonces, con la proliferación de entonces, ya no importa enumerarlo como entonces, o más bien sí, pero a partir de ese entonces doblemente aludido por los espectros.

Se habían fabricado ciento de miles de esos tres modelos. En el modelo de la guantera, por ejemplo, ocurrieron ciertos misterios. La mujer de uno de sus conductores confiesa haber guardado bajo el pescante posterior un arma homicida, hasta hallar al fin el sitio en que no se le encontrara nunca, de modo que durara para siempre la impunidad que le perseguía día y noche. Alguien dijo haber concebido a su primogénito entre las mataduras de la tapicería de atrás, pero lo que nunca supo este iluso es que después, al cabo de veinte años, él vino a figurar como el abuelo de un nieto que verdaderamente lo era de ese medio hermano al cual también había creído siempre su hermano de padre y madre. Uno de los diseñadores del automóvil confeso, de sus trabajos previos, la influencia de haber tripulado a los otros dos automóviles a más de cien kilómetro por hora en una autopista.

Una vez se oficiaron tres bodas en el mismo distrito y en el mismo horario (coincidencia peculiar como para preferir una mitología ya caduca del todo). Había, entre los concurrentes de cada servicio, aquellos que aprovecharon la ocasión de elevar plegarias personales en el curso de cada ceremonia. ‘Dios.’ ‘Y luego Dios.’ ‘Y también Dios.’ Tres grupos que derivaban del monoteísmo simultáneo, pero para verlos en conjunto la entidad tenía que hacerse trina, por hacerse desde una, lo que era sólo un modo más de dividirse entre sus propios poliedros. Sin embargo, ya que todos podían apreciar sus dolores y alivios, cada cual vería sólo un tercio de lo triple o más bien una fracción infinitesimal de lo triple. Juntarse en una mejoría superior a la que le conviniese a cada clase, iba rebasar el milagro de un principio que se reducía en cada ocasión, pero no para singularizar cierto politeísmo, sino más bien para tener que agradecer dones favorables. Así que en esas circunstancias ninguno se hubiera visto entre sus penitentes, por más que pudieran ver por rigor mismo del milagro, o cuando menos no se creerían ver en el devenir de tales miras; y sólo la clarividencia de su estupor propugnaría al fin los ángulos totales que se estrechan en la nulidad del divino multi-confín.

He aquí, pues, que la guantera tiende a revelar detalles que hacen ver que detrás de su colección se pueden contar tantas llaves como llaves, tantas gafas de carey, como gafas de carey, tantos guantes como guantes, y tantos lapiceros como lapiceros reescriban esta infinitud, pero siempre haciéndolo a medias de su tinta. Se dijo que eran tres bodas. Pues los esponsales salieron de la iglesia en el mismo turno. Cada pareja era felicitada por su tercio. Los tres matrimonios se despidieron de sus allegados; los tres abordaron un automóvil, uno de los tres modelos para cada elección. Marcharon a sus fiestas, pero en el camino tuvieron un accidente. Los tres coincidieron en un terrible trípode también, bajo unos descompuestos semáforos en perpetuo amarillo. Sólo los esponsales que iban en el modelo más reciente, y en cuya guantera llevaban la lista de quienes no eran gratos, sobrevivió, aunque con mutilaciones lo bastante corpulentas para cargar los despojos de otros despechos. Ningún matrimonio murió bajo el semáforo; sólo los tres choferes murieron allí instantáneamente. En el mismo hospital, los allegados rezaban otra vez, se conocieron y participaron de la extraña reseña periodística. En virtud de los nuevos vínculos el titular de la madruga siguiente se le recargaba por todos lados. Un dios siempre se ruborizará sobre una tipografía enrojecida. 1)

Habían transcurrido algunos días hasta que vino el director a estacionar su vejestorio en el estacionamiento de entonces. De las casillas numeradas, sólo dos se ocuparon en fechas sucesivas (Lorenzo y Elías). Cuántas combinaciones durante finitos semestres. Automóviles de diferentes años. Conductores y misterios y la fe de sus creyentes o la abjuración de un violento despecho o la simplificación absoluta del ateísmo.


Sólo estaba el automóvil de Elías en su número. Clara lo vio al entrar. El mismo automóvil cuando ella le conoció a él mientras iba a su riesgo, representando sus obras cerca de talleres mecánicos. Pero ahora estaba teñido con el mismo apergaminado tono de su tripulante. Ella, al ver el color de la pintura por primera vez, supuso en el semblante del viejo la coloración que precede a la mortaja.

A lo lejos vio el celador en la caseta. Revió el automóvil, y, en derredor de lo que veía, una colmena de vacíos que se dilataba durante esas vacaciones. Pero afuera, en la calle, pasaban los automóviles en la repetición de sus apuros. ‘Unos al norte; otros al sur, ¿y después?’ ‘Llegará el día en que tenga uno.’ Era la conclusión sosegada de felicitar al prójimo. No sabía nada de motores, pero si lo suficiente para sospechar los escrúpulos del viejo Elías. ‘Siempre cerca de talleres mecánicos.’

Siguió, y una leve llovizna le persiguió sin alcanzarla. Entró a la universidad. El director le había garantizado por teléfono que la esperaba a solas.


Y los muchachos, ¿vienen a la tarde? —pregunta Clara como si no quisiera verles—. Le contarás, ¿no? —agrega.

Naturalmente que les avisaré antes, por teléfono —dice Elías, buscando el punto de contar la nueva—. Es que no lo sabes aún, mujer… bueno tampoco quise decírtelo hasta que pudieras verlo. Allá atrás no quedó traste de ningún desorden. Es que lo ves y no lo crees, así que tendrás que andarte a tientas hasta que lo creas. Nada está donde uno se preguntaría cómo llegó aquí. Los vestidos en los alambres. Los gabanes y sombreros en el perchero, en fin… por ejemplo, si antes preguntabas adónde de repente el tropiezo hacía trizas el hallazgo, y cosas así. Pero ahora, mujer, las repisas están colmadas con orden, y cada objeto se cifró según un inventario escrupuloso.

¿Se compadecieron de ti? —indaga lentamente, sopesando esas flaquezas ajenas.

Me combaten, señorita; con igual intrepidez me combaten —y entre risas les pellizca los rubores a Clara. ‘Papá Elías siempre sabe cómo salvarse de estas culpas.’

Sí; están de huelga, como lo oyes —repone—. Esta nómina tiene la asistencia ordinaria. ¿Ves? Pero no me han leído nada que no sea la cartilla. Una huelga, señorita. Nada de la obra; sólo ordenar los trastes de atrás y rubricar la rebeldía, nómina por nómina. Ven —la coge del brazo y la lleva adentro—. ¿Ves? Y ahora me dices que se acabó la huelga, y justo cuando viene a empeorar termina de la mejor manera, mi querida Clara. ¡Maravilloso! Por cierto, alguien me sopló que venías por tus propios pasos —agrega bruscamente.

Clara ve al viejo entre la fogosidad de su tiranía y el amarillo que redobla en el semblante un fondo ya turbio hace años. Un sonrisa de repente se estira en su rostro. Gira en redondo y se regocija que el peligro pasara para siempre. ‘Las cuentas están en orden.’

Te felicito Elías. ¿Con que ya terminó la huelga? Bien, llámalos hoy mismo, que se pongan al corriente.

Y se pondrán, o se los lleva la corriente.

¿No vendrán hoy? —pregunta extrañada, como cuando vio la utilería en orden.

Vinieron temprano, y aquí está el memorando de la tarde —le extiende el papel.

¿Entonces? —dice, con igual perplejidad.

Tengo una entrevista al mediodía. El periódico me hará una reseña.

Te felicito otra vez.

Y yo debo disculparme contigo en lugar de agradecer tu deferencia —dice con zalamería—. Pero puesto que viniste, salgamos, pues… o quieres que falte a la cita por una causa inconfesable, pues no le confesaré y vayamos adentro… —agrega socarronamente.

Se te hizo tarde, ¿no? —apunta Clara, pero con un doble sentido que sabe escoger sus modos.

Ay, que temprano me lo dices, como sabes madrugarme —consulta su reloj pulsera—. Yo te llevo; traje el carcamal, pero a lo amarillo. ¿Lo reconociste afuera? —agrega mientras la vuelve a coger del brazo. ‘A falta de cogerla de otra parte.’

Ya me di cuenta; era el único —dice, consultando el apergaminado rostro del viejo.

Subieron la pendiente; y en el rellano le mandó adelante, mientras él apagaba las últimas luces.


Señor, bien sabéis que estos embajadores son tan belicosos al callar lo que ya procede de paces ofrecidas.

Con mi paz los he de combatir también, y sea mi paz la que los obligue a firmar la suya en este tablón. Reunid nuestros hombres; uno por docenas. Mandad por los fieros soldados que en el sur domesticaron a los dioses de esas tribus.

Nuestros espías entre el vulgo oyen más de lo que les encomendasteis oír, y de esta suerte dicen tanto como hayan oído, qué os parecerá si con tal también os desobedecen. Así que espiadles sus silencios antes que le pidáis palabra.

Muy bien. Vos, por otro lado, sois el segundo entre mis ministros, ¿qué razones os secundan en ello?

Pues, mi señor, se dice, según se escucha, que los conspiradores en doquier viven, como en doquier se les hace morir, y quienes así hayan sitio, allí se arrodillan en oración, invocando la razón de sus antiguos dioses.

¿De sus antiguos dioses?

Sí; majestad. Aun con herejía piden el favor del cielo, pero, como sabéis, de milagro si pueden pedir lo que así jamás le será concedido.

No es por lo que pidan ni porque a muchos dioses insistan, majestad…

Luego es por qué; de saberlo alguno de vosotros. Si ellos le piden a la nada, que ha de inquietarme que se les dé mucho de lo que nada tienen; se cansarán de dar favores antes que estos se cansen de pedirles más. Dios es uno. Así está en mi decreto y tan poderoso que vosotros sabéis que quienes fingen la observancia decretada, son herejes al tiempo que mortales. Ahora calláis, y vos, que calláis... ¿qué decís?

Que repaséis la frontera, majestad, tal nunca habéis amenazado.

La frontera. Pues en obsequio he de llevarla a casa del rey; fronteriza será su reclusión, si no su muerte.

Majestad, aún no habéis escuchado…

Y vos, ¿no me oís?

Sucede, majestad, que el oye lo que se dice que se ha dicho. Dejadme decidle que vos le preguntáis.

Callad. A vosotros dos, entonces, ¿os he de aconsejar que no se os ocurra dejar de ser mis consejeros? Porque no os convendría.

Y tomando vuestro consejo en rigor, no me rezago y cumplo siempre. Mirad, si marcháis ahora contra un vecino hostil, ahora que aún los principales de esa corte procuran aliento de su mismo Dios… ahora cuando esa nadería, sin menguar aún, se junte en complicidad con la ausencia de vuestros guardias… Ay, ahora cuando vuestra reina está delicadamente encinta…

Ahora que os calláis, pues dejadme a solas. Largaos de aquí. Al espejo preguntaré por lo que al punto tiene su respaldo fijo. Decidme, espejo, qué honestidad hay en estos hombres que os endulzan el corazón para robaros miel. Espejo franco. Tapiz que en urdimbre une los nudos a los míos. Aquí veo mis ojos, los que en claro despachan la suerte de todos, dime si ellos también ven lo que yo veo.


TELÓN: A tientas por mis ojos, celo de bastón fui;

Y en vueltas de mi manto, repliegues adelante,

La huella quieta planté en tierra que hubo antes.

Ah ya mis ojos miran, tal los puso el que vi.

Su cara era su cara; suya no conocí

Traza mortal de otra conocida en semblante.

Muy otra y suya es la suya, que en arena rasante

De mis huellas dice más de lo que yo no fui.

¿Más justo sois? —inquiere, al perfil de mi anverso.

El que todo responde el mismo me pregunta

Si responder yo puedo de mi claro reverso

¿Puede más claro ser, si desnudo se unta

Quien desnudo se vela en rima de estos versos,

Cuando después y solo tras la rima barrunta? 1











ACTO CUARTO (Job. 5, 17.)


Escena 1: (el plagio)

Todas las mañanas Elías procuraba el diario. Durante las clases, sus alumnos y colaboradores (algunos escogidos a la sazón) sufragaban la regularidad de su avaricia, harto costosa en los días de asueto y en el correr de las vacaciones, cuando era precisamente él, puesto que nadie estaba a su alcance, quien pagaba en el quiosco. Si todos habían omitido el tácito tributo (ocasión inaudita por cierto), Elías apelaba a los ardides ensayados y corregidos en alumnos que fueron entonces más renuentes o más remisos. ‘Hoy sale un reportaje muy bueno.’ ‘¿Trajiste la solución del crucigrama…? ay, dónde puse esa nómina. ¿La trajiste?’ ‘¿Salimos en cartelera, muchachos?’ ‘¿Entre hoy y mañana es la cosa?’ ‘Hay una fotografía tomada a lo loco, como todas de la primera página, pero con una composición interesante. Algo así es lo que quiero ver en el decorado.’ ‘Escucharon lo de la medianoche, tal vez alcanzó al rotativo.’ ‘En los clasificados conseguimos eso.’ ‘Esa ley la promulgan hoy; ya me imagino que ustedes no querrán imaginársela así nomás.’ ‘No sé; creo que el eclipse no se verá aquí.’ ‘Parece que vamos a huelga, pero quizá anoche el sindicato pactó un arreglo.’ ‘Parece que cambiaron el columnista.’ ‘Va a salir en el obituario de hoy.’ ‘Toma el periódico de hoy y lee las noticias al público, unos titulares al vuelo. Será la técnica eficaz para que la audiencia asuma la moda que llevan los actores.’ ‘Hoy es día internacional de…’ ‘Debería conservar el recorte, nunca se sabe si…’ ‘Es edición aniversario.’ ‘Sigan esa noticia, que bien les concierne…’ ‘Esa declaración también es importante. Vamos a ver qué han de replicar los muy puercos.’ ‘YO QUE USTEDES COMPRARÍA EL PERIÓDICO.’

Él nunca tomaba la palabra de cumplir sus ardides, siempre que los otros fueran ustedes, pero cuando ninguno de estos titulares, encubiertos en voz alta, pudieran ser comprobados, ni siquiera por tener precedentes en esa avaricia, entonces el mismo viejo tenía que administrarse de a poco en lo inaudito y así no exceder a dos de sus ardides. La pregunta entonces era inseparable de su ambición: ¿con qué efecto prolongaría él su voluntad cuando sólo dos o tres veces fueran las ocasiones de leer el periódico a la semana? Pues la cuestión era adecuadamente respondida a su favor con apenas trillar sus dos lapidarios editoriales de siempre. ‘Allí están los enunciados, que antiguamente fueron las noticias de una moda a ser representada en nuestra época.’ ‘Nunca sabéis si por pagar sólo una mínima fracción de lo que ya se sabe os descubrís entre los más audaces de una liga milenaria.’


Antes de entrar, fue al quiosco. Tras un breve saludo, pidió un ejemplar de su preferencia, y al cambio del billete, tintineó en su mano lo que le sustraía de aquél remoto sí mismo tan inherente a él y que sus alumnos buscaban agasajar en menoscabo de ellos mismos. Vio los círculos en la mano como una de las fases lunares repetidas ahora en tres dimensiones, una encima de la otra (concéntricas al sucederse hasta al más reducido centro). Sopesó acaso un soborno. Ya, sin más supersticiones, guardó el cambio como si procurara un horóscopo concreto. Al quiebre de un doblez, aseguró el periódico en un sobaco, se frotó las manos y echó andar con la envarada postura de ir sobre pasos muy cortos. Hacía un frío que aún rezumaba al través de un amanecer lluvioso.

Elías se adelantó en tres horas, después de las cuales los otros empezarían los ensayos, acaso la repetición del último tercio de la obra. Esta vez compró el periódico; no sólo por los titulares de los que podía justificar los suyos, sino porque aparecía retratado allí (quizá la calva más prominente de la sección de cultura).

Después de ganar la entrada y caminar por el llano resbaladizo, con pasos más cortos y casi en remedo de los anteriores, fue hasta la alfombra donde siempre limpiaba las suelas con esmero. Un celador vino a él. ‘Tiempo de lluvia profesor.’Elías se detuvo en una lacónica frase sobre el clima, y mientras no obstante se dilataba iba cambiando los pliegues de sobaco a sobaco, entre la relajación de una pierna y el epicentro de la otra rígida como un punzón. Parecía concentrarse en el apoyo del periódico bajo sus brazos. Con cada exclamación fingía el impulso de irse, pero luego recobraba el arraigo de esa muleta que alternaba como la misma cojitranca travesura de su sonrisa amarilla. ‘Bueno, caballero, le dejo; ya ve usted que también tengo mis prisas. Que tenga buena guardia’.

Al fin se despidió, y cuando el hombre de turno volvía a su rutina, el viejo le hizo voz de nuevo para rematar lo que era menester. ‘Cuando quiera asista a los ensayos.’

Entró, siguió en escuadra los corredores. Abrió de par en par la reja, ajustando sus dos hojas a los nichos del muro, y luego giró la perilla de una de las hojas del madero. Entró a medias, por así decir, pues la hoja contraria siempre estaba con los pestillos corridos (fija a ras del dintel), en ella se encajaba o desencajaba el prismático ojo de metal, que en un abrir y cerrar de ojos permitía entrar y salir a los fisgones.

Ya en medio de la misma oscuridad de siempre, Elías disparó el conmutador. Bajó a siniestra del macizo naranja. Todos quienes entraban a solas se proponían seguir en sigilo hasta guarecerse detrás del tablado, como si bastara salvarse detrás de la magia en escena y en compañía de quienes también aguardaban adentro por la irrupción de alguien. Pero esa premura, que además se iba abreviando en el escalonado compás del descenso, la truncaban todos al ganar las tablas, pues precisamente allí se volvían sobre sus hombros acaso para entrever otro acecho superior, una especie de repetición infinita de un perseguidor infinito. El mismo Elías nunca pudo corregir este reflejo, después de cuya fugacidad se reprendía con la misma superstición de sus alumnos.

Esta vez por fin quebró con esta arista que el silencio y las refracciones de los carteles excitaron entre muchos ahogos. De cierto había suprimido por primera vez el trance sean cual hubieran sido las aprensiones biológicas en cambio de todo razonamiento; y siguió en el colmo de su prisa, sin volverse más. Inclusive sin reconocer esa excepción notable que al mismo tiempo entrañaba cierta premonición. Todavía con el periódico de muleta, sacudió pasos cortos tan plisados a la angosta bota de su pantalón, como si se sacudiera algo de encima.

Ya dentro de su celda abrió el periódico entre sus manos, igualándole en el vacío. Apenas le fue preciso los titulares principales, así que lo echó sobre la mesa que estaba adosada al sesgo de las escaleras. Hizo dos marcas en el horario del pizarrón. Fue y disparó el conmutador del mamotreto. Tomó el periódico otra vez, se echó en el blando sofá, y ceremoniosamente desbarató los cuerpos como quien aparta las espinas de un pescado desconocido. Juntó los despojos en una orilla como hace el comensal en casa ajena y al fin halló la página de interés; la trinchó con sus dedos de fideos cocidos.

Ahí estaba su entrevista. Sus respuestas a razón de preguntas que antes que preguntar más bien procuraban abreviar el mismo cuestionario. Se notaba un compromiso más importante al que la periodista quería atender pronto con un trato especial y dispendioso. Elías a tientas buscó las tijeras en el armario, mientras que con los otros dedos alisaba los pliegues del papel en la rodilla. Dio con sus tijeras y entre su regazo cambio de pulgares. Aguzó los ojos para discernir las tipográficas arañitas en torno a su retrato. Buscó las veredas que aislaran el fragmento (ilusorio e importantísimo) de la diagramación general. Procuró guiarse de los claros que desbordaban la calvicie, y palpó el filo de los párrafos como si táctiles fueran sus límites. Aseguró las tijeras. Igual que hiciera Lorenzo ensayó tres cortes sucesivos al aire, y luego dejó correr los filos cuidadosamente desde el borde.

Las tijeras las tijeras: siempre en plural ¿no puede ser precisamente la tijera que tengo tomada de sus orejotas, ya habiéndola (s) elegido de su género? las tijeras ¿quizá por qué son dos filos por separado? sí como puñales gemelos… antes que el remache los junté a este singularísimo plural (las tijeras) puede alguien y luego otro y reñir… o pactar la complicidad de un crimen doble y por separado… sigue recortando, más bien… ya está…’

A fueron las tijeras. Supo que era poco probable que lo sorprendiesen. Iba pasar un tiempo hasta que uno de sus actores anticipara la puntualidad de todos. Si bien estaba a solas, no quiso proferir injurias ni elogios que resonaran en el vacío. La temeridad de no sospechar intrusos en la celda —como antes la de no volverse a ver si alguien le seguía— le reducía a una soledad muy ingenua al tiempo que recién nacida. Siguió laboriosamente el curso recto; luego un recodo a siniestra y luego el otro, como adentrándose en un laberinto, pero al fin topaba el borde con que el papel de la rotativa se fracciono en otro(s). Completó el recuadro con el último chasquido de las tijeras. Recordó que las tuvo que encontrar conforme las buscaba. Recordó que las hubo extraviado también a tientas donde tantas veces las solía poner, allí, en esa incertidumbre de donde las cogiera atenazadas de uno de sus huevos vacío. ‘Los dos puñales se juntaron para los mismos cortes’.

Echó los restos agujerados sobre el resto del periódico. Se levantó en pinzas del recorte y lo puso sobre la mesa, tal como el revés de su entrevista le aconsejaba. Luego de un cacharro repujado floridamente tomaba el pegamento. Sobre el recorte hizo pálidos y entrecortados círculos de pegamento. Otra vez en pinzas pegó el recorte al lado del otro retrato que viera Lidia en la pared. De todas las reseñas en las que Elías estuvo implicado, casi siempre en una figuración marginal, estas dos eran las únicas para las cuales hubo menester tomarle una fotografía como director insigne. En torno a estos dos recortes, estaban arremolinados artículos sobre otros temas con los que también él correspondía de algún modo, incidental todo lo más. Por ejemplo, sobre el teatro universitario, que el director regentaba desde hacía más de una década; ponencias en el auditórium, de cuyos rigores técnico se encargó… En fin, un mosaico que desbordaba su propia biografía en dimensiones ajenas de todas las especies, aunque apenas prendidas a la pared.

Con esta entrevista suya, estando por venir su jubilación, fue más determinante. Se aseguró de pegarla de tal que hubiera menester una laboriosa espátula para censurar ese ras. Apenas adheridos los otros recortes tomaba turno en esa pared, pero el turno de esta entrevista tenía que ser un espejo perdurable en el cual podía verse a sí mismo todos los días que durara su señorío, y aun después de morir iba ser una lápida que le hiciera justicia allí adentro. Ahí su nueva imagen a colores, mientras que la del gris vecino, trabada de puntos negros, la arrancó de un tirón sin que ningún despecho le azorara.

¿Qué importaban las preguntas, y aun sus argumentos, si estas venían a derivar de un apuro tanto más simple cuanto sobraba su tiranía? ¿No había acatado él toda posibilidad, quizá por convenir consigo mismo al menos el caudal de una corriente propia? ‘Mi foto a colores.’ El espejo ante el cual se vio. ‘Calvicie en canas, nariz con várices, patas de gallos, de gallos que tempranamente se trabaron en discordia, etcétera, etcétera…’

cock-a-doodle-doo”. Nota del traductor.

Se vio en la fotografía; su calva redonda y en reflexión; los ojos agudos en un punto incierto. Se vio como si del otro lado se viera, y precisamente por atinar en lo visto. ‘Un espejo’. Se vio sin moverse, apenas respiraba. ‘Un espejo’. Recordó a sus hijos, ya mayores y remotos hasta donde alcanzaban sus nietos malcriados. Se vio magro, pensativo en lo que pensó, y solo. ‘Un espejo’. Se vio con una aureola entintada de puntos corridos de la impresión, allí, santificado en la ambigüedad de los colores. ‘Un espejo’. Se vio como una estampa milagrosa y cayó en tentación, no bien se proyectara su íntimo voto de rezarse a sí mismo. ‘Un espejo.’ Abjuró de esa fe y también descreyó al fin de todos los charlatanes que había visitado desesperadamente. ‘Un espejo’. Quiso ser uno de los vigorosos reyes que tanto encarnó en el rigor de órdenes lapidarias. ‘Un espejo’. ‘Un espejo’. ‘Un espejo’. ‘Un espejo’. ‘Un espejo’. Quiso que esa voluntad, con que en escena se castigaba el desacato de la plebe, le animase en contra de aquéllos cuyos brebajes, de tan corrosivo como le fueron al gusto, dejaron en él un resabio de lágrimas contenidas. Quiso que al menos sus guardias de oropel hicieran que los impíos apurasen, hasta el fondo de sus fondos, el paciente tósigo ya destilado de su propia ceguera. ‘Un espejo’. Se vio; vio a quien seguiría viéndole, pero que no lo vería más. Palpó el recorte, alisándole en la pared. Hizo correr las sobras del pegamento hacia los bordes, y con esa sustancia viscosa y blanquecina, más bien transparente al cabo del tiempo, ratifico el recuadro con sus pulgares. Ante su misma imagen al fin declamó unos versos sinceros: ‘¿Qué salida nos ofrece salvación? ¿Cómo fue que los soldados sucumbieron bajo los garrotes de los cojos, bajo los cacharros de los mercaderes o bajo las bacinicas de los enfermos? Decidme, hombre ¿Por qué vuestros mensajeros encarnan las malas noticias que le encomendasteis advertir? ¿Por qué mis huestes, al ras de intrusos, luchan para no morir?

Entre los pliegos del armario, vio una amarillenta página rota, apenas un fragmento que había sobrevivido a todas sus mudanzas, del que redescubría, cada tanto le consiguiera entre sus papeles, la vergüenza de un plagio ya remoto. Elías nunca pudo escribir una obra satisfecha. Los más de sus dramas era el no poder escribir uno, pero si había comedia que le divirtiese, era justo por delegar algunos arreglos a sus actores. Ese papel amarillento que había hallado, pensaba él, no era precisamente su rol, y si la constancia de su único plagio en perjuicio de un aprendiz. Lo tomó al punto. Si nunca bastó su arrepentimiento, entonces debía procurar un acto por el acto mismo, así por fin tuvo el valor de hacerle un puño del que finalmente se deshizo, como si en el fondo de tantas arrugas del papel se disolvieran al fin sus dedos. Caminó por la estancia, ya un poco más calmado.


Casa de LEOPOLD MINKOWSKI, sala espaciosa, mobiliario exiguo. A la derecha, la puerta principal de vidrio que da a un jardín tan descuidado como lluvioso. Dos reproducciones litografías de oleos oleaginosos, en la pared de fondo. Uno que otro detalle templado. Una lámpara discreta. MINKOWSKI, hombre de rasgos profundos y sueños de relojero, y BRUNO KUREK, algo adusto, con barba espesa de diez días y tres cuartos de hora, yacen cada uno en una silla más estrecha que la del otro, separados por una mesita sobre la cual resuelven un partido de ajedrez. EWA HARTWIG, mujer de inteligencia cuarentona, sentada en un diván, saca un cigarrillo que tamborilea en su rodilla izquierda; lo deshace con un estilete. Sin dejar de contemplar el tablero, ella espera una réplica de MINKOWSKI, quien toma un peón. Al cabo de cogerle con duda, lo deja en el romboidal destino de un alfil que aún no se atreve. Una sonrisa de BRUNO se abre como si la hubiera ensayado con cierta frialdad desde del día anterior.


MINSKOWSKI (sacando de su bolsillo una cajetilla de cigarros). —Mira esto (le muestra la cajetilla a los otros dos): “Se ha determinado que el fumar es nocivo para la salud.” Lo escriben en diminuto para tener que creer alrededor de este ombligo, y la fe de curarse de un cáncer suele tener un precio impagable. Y cómo se vende algo que apenas se alcanza a leer. (Toma un cigarrillo y se lo lleva a la boca.) La gente, Czyzewski, hoy apostarían a sus esperanzas si las desventajas de ellas las pudieran vender luego. (Pausa en la que enciende el cigarrillo, luego entre bocanadas.) Un día llegarán a escribir algo que es moneda corriente, el proverbio más difamado de cuantos mejores precios tiene en la vulgaridad de las víctimas: “Se ha determinado que el vivir es nocivo para la salud.” Entonces, hasta tú fumarás.


Ya le dije a Lorenzo que nada de sus famosos cigarrillos aquí, y hasta los ha liado en las escaleras el muy hideputa. Es que tanta disolución revuelve mi desorden; todo me vuelve en contra de un subsidio que la verdad no tenía que admitir.’


BRUNO (ajustando la reina en un cuadro escaso pero eficiente). — ¡Jaque mate!

MINKOWSKI (vivamente). — ¡Bah! Este es un juego de estrategias blanco y negras. (Volviéndose hacia EWA.) ¿Viste? (Luego señala a BRUNO. con su dedo índice derecho que blande.) Y justo por ese pescuezo me estrangulas. (A ella, encogiéndose de hombros.) Pero temo ponerles medallas a los peones muertos, por eso llevo los reyes al frente para que mueran en el lodo cuadriculado de sus súbditos.

EWA (señalando con el estilete dos alfiles ennegrecidos en su posición inútil). — ¿Y qué hay de los alfiles?

MINKOWSKI. — El peso de sus condecoraciones no los deja moverse. (Hace una mueca de decepción.) Hay oro derrotado por doquier (BRUNO estalla en una carcajada fatal.)


Estos ya me están cansando, harán el estreno aquí, y me las arreglaré para echar ese oropel a donde tal vez pueda brillar algo sin opacar mucho. Nomás que empiecen las clases… ya verán los hideputas. (Oscurece.)


Escena 2: (el profeta)

Dios, en sangre os tributo el sacrificio de un pueblo adolorido… de cierto un pueblo que a pesar de sus privaciones consumen de su hacienda también a los rivales vuestros; pues así habéis impuesto las virtudes. Esperasteis con paciencia, sobrellevando lo que se atrevieron a premeditar contra vos, cuando vos conocíais que este pacto comparte escondite con el enigma más celado por todos. Agobios que desde siempre conocisteis, y que vuestro sumiso sacerdote ahora se le alcanza por primera vez. Este mismo puño, que con piedad se endureció, ha descubierto a quienes no abjuraron de lo innumerable. Mis ministros consiguieron a quienes se ocultaron de vos. Ahora sólo de vos dudan que le perdonéis alguna vez. Miradlos, Señor, cual nunca los habéis visto, ahora no dudan que lo vigiláis hasta en sueños. Ahora son tus siervos y sólo con fe pueden vivir en este mundo.


Detente aquí Lorenzo —dice Elías, sentado en la luneta noventa y nueve, con las piernas cruzadas—; porque veo que aun por anciano no he enceguecido todavía. Supongo que tú me crees un Homero que sólo por estar a la moda lleva sus ojos en la cabeza.

Las tablas aún están lisas. En el fondo, las molduras se truncan en las paredes laterales. Las perspectivas que se colgaran para cada cuadro de la puesta las desenrollan las mujeres adentro, sobre el entrepiso, mientras Román también en la celda, pero abajo frente al espejo, se prueba el oropel del cinturón, esgrime un puñal y desafía la duplicación de esa audacia. El hombre de repente hace muecas y pregunta a las mujeres si no había que mandar a pintar otras lonas.

Cállate, hombre —dice Lidia, asomada desde el pretil, y en voz baja remarca un silbido muy común en la celda—. Cierra esa puerta más bien, que inoportunas el ensayo —agrega en un ademán.

Como que discuten afuera —dice Román en un murmullo, mientras ajusta cuidadosamente la hoja al quicio—, y no se distingue cuál es el parlamento original —agrega, subiendo las escaleras a hurtadillas.

Los cuatro actores tienen dobles papeles en escena. Román, ya sin gafas, lleva un ministerio de la corte, así que con cierta complicidad se le figura que debe saber más que Lidia. Cualquier réplica a la misma reprimenda, piensa él, debe reivindicar su autoridad. Casi todas sus audacias provienen del mismo riesgo que lo arrincona, sin embargo se cuida siempre de exabruptos, lo que por cada urgencia le da un número fijo de palabras.

El hecho de que Elías fuera su antiguo preceptor (ya más decrépito de lo que reconociera alguna vez), justifica cualquier otra cortesía reverencial, sin que tenga que reconocer la vergüenza ante nadie, puesto que ese sometimiento es natural y casi se diría que heredado. Dicho sea de fórmula, permanecer con esos vínculos atávicos no lo rezaga del tumulto, al contrario lo incorpora con cierta legitimidad que no necesita explicarse nunca. Si bien sus colegas son mayores que él, fue a tierna edad que sufrió ese influjo compartido. Ha optado por secundar a los otros actores en relación al director, en cada ensayo que se precise para el estreno, y muy probablemente lo haría también en otros carteles que se ofrezcan afuera. ‘No he de ser sumiso, sino humilde (después me despediré sin más, y aun puede que los asista en una demanda allá en el mundo indiscutible)… lo que me deja ileso ante la soberbia de los otros.’

Déjenme ayudarles con esas cosas —repone, haciéndose un lugar entre las mujeres—. Estos bordes empalman aquí —agrega, cotejando en el piso esos bordes.

Martha, que es una de los ministro del rey y uno de los conspiradores, hace coincidir los otros dos rases entre la estrechez de los pliegues. Del elenco, sólo Román ciñe parte de su improvisado oropel. Lidia baja los escalones entre contenidas pisadas, mientras corrige su cadencia desde el pasamano. Llega al piso. Sigue hasta la mesa, toma su parlamento, y con marcas a color segmenta unos parlamentos en oposición a otras llaves derivativas. Ella es la reina encinta y también la mujer del bastardo que traiciona a la conjura.

La obra de cinco actos se simplificó a tres. Primer tercio; mezclados con la plebe oprimida, todos se juramenta entorno al porvenir, el símbolo corriente ya se despacha más allá de los primeros conjurados. En el segundo tercio, el traidor guía el partido general de los conspiradores, aunque a favor de su propio origen renegado, mientras sus amanuenses prevén amenazas extranjeras a las que, por cierto, el monarca se cierra como los círculos contra él. El desenlace ocupa la subversión, la vuelta de una batalla, la revelación y ruina del bastardo y las plegarias de la corte bajo yugo de un final sangriento.


Otra vez apaga la luz el anciano hágase la luz y el vejete quedó a oscuras le dieron la vida a oscuras cuando una sombra le parió a la sombra de un incesto así para que lo apaguen en la sombra y a la luz se le ve lo apagado de sus llamas venido de la casa hideputa y tener yo que decir esto ay pobre diablo de mí: “entonces, Elías, quiero actuar en una puesta que tú lleves… cuándo vuelves de nuevo a dirigir” baboso pobre de yo y yo que soy actor no tan malo y con buena memoria porque cómo recuerdo que este mayor de edad tiene la costumbre de encararnos a todos con su jubilación pero nada de berrinches porque nos desteta del subsidio como no ha soltado teta ese aborto tiene el vigor de destetar y amenaza todos los días y entre pucheros… yo si actúo que si de rey que si de bastardo éste apenas hace de sí mismo y tan mal que sería bueno truncarlo antes de escena’

A comenzar otra vez —dice Elías, mientras se hace la luz entre sus mismos parpadeos—. ¿A oscuras hiciste de rey o de bastardo? Bueno, ahora repite el monólogo con una vena cada vez más sombría. Te estás encomendando a un Dios que todos acatan por decreto y bajo ese mismo rigor vas a usurpar tras la frontera. La convicción está en los designios. Ahora no compareces a la arena, como en el remate del segundo tercio, no hay una devolución fiel ni leal, por lo que no te acobardas, no eres lánguido, más bien animoso, seguro de desenvainar, y al tiento de la misma espada… ya no contra un blanco sin sentido, sino frente al luto que ya se te aclaró. Allí, donde ahora lo ves con furia — Elías vuelve a sentarse en su luneta, y desde su trono cree, de súbito, haber emparentado a una de sus horribles e ingratas hija con un escritor. Sí, con aquél célebre escritorzuelo, por cuya entrevista se apuraron sus respuestas secundarias.

Con furia te veo viejo de mierda… si con ver se matara te echaría un mal de ojo que ya preferirás morir que guiñarle a curandero a ver si me calmo hombre como que recuerdo mis líneas después de todo si no soy mal actor finjo una hipocresía que todos me creen y tú estás confiado a ella hideputa… ya me allego… pero al no hacer de tonto qué clase de listo sería… aunque si de tonto… sí así lo hiciere no menos listo había de ser para… sí… este Don Lorenzo en privado acata su sinceridad y bajo tal disciplina su apariencia es real’

En el resquicio de una repisa, sobre el entrepiso, Román había hallado una flauta de madera, que no figuraba en el inventario de los huelguistas. Persistía aún envuelta en un ovillo de arañas, idas y vueltas sobre la caña de madera y el rincón. La empuña, como tanteando su utilidad, y con la otra mano despeja las vetas en que se espacian los agujeros regulares. Al descubrir la caña, fusiforme (como las serpientes que en su imaginación infantil veía enhiestas por el encantamiento), se le figura decisiva del todo, melódica por su misma forma. Román saca de su bolsillo una madeja de estopa, tan enrevesadas como las confusas arañas que se devanaron el coco día y noche, y se aplica a pulir la boquilla hasta recobrar el original brillo del barniz.

Ensaya una variación, tapando y destapando los agujeros con yemas inhábiles que de cualquier modo tratan de apaciguar esas pisadas. La lleva a la boca, y descubre, como en un beso, que la hendija se abre delante de su propia oquedad. Sopla; el sonido es brillante y parece adelgazar en las cinturas inasibles de un silencio cercano. ‘Una flauta… si supiera fingir que la sé tocar no sería mal actor entonces imagínate que la tocara que la tocara de verdad pero de momento me es una ficción intransferible si imagino que la toco de verdad cómo la toco ahora y la sopeso en mis manos así de verdadera… ay pero cómo la toco si en esta mediocridad no hay variaciones ni escalas… de cierto no puedo fingir que la sé tocar… cómo me escucharía el público pues me escucharía según mi ineptitud… mirarían la flauta verían si es de madera y luego me mandarían a callar y si no me callo yo no sabría entonces cómo confesarme en virtud de ningún don… simplemente no tendría ninguna facultad que no fuera la de blandir mi hallazgo mientras escapo a tientas’

¿Dónde hallaste esa vaina? —inquiere Martha, con la brusquedad de conminarle silencio. Luego se volvió a expurgar otras cosas en el armario.

¿No ves el bodoque? parece que estuviera preñada de malos propósitos pero sin poder parir de tan malograda que nació para ese sólo propósito

Dar a luz pero si hubiera alumbrado un hijo como éste bobo ay que encandilada me llevaría… tus anteojitos y tu lanilla qué lumbrera… mejor alumbre para fruncir el culo que el niño la caga siempre… qué malo que te alumbraron así muchacho un oscuro aborto que creció para hacerse un lugar en la vida ay y yo tener que esperar que el viejo se muera mientras se padece los rigores de esta falsa concordia… si yo misma me encargo de la puesta de su sepelio pues me quedaría todo muy artístico todo con flores espesas de terciopelos alegres y a la luz de las velas… ah pondría la vela en espiral aquel escurridizo tornillo sinfín y triunfalmente daría así mi legado al teatro… y luego Directora Martha… después más obras que mejor es montarlas en el tablado que llevarlas a cuesta’

Después de este monólogo sigo yo el ministro leal… el bodoque hace del ministro traidor lástima que una brusca hermandad nos junte en la ficción…’


¿Ahora ves bien, Elías? —preguntaba Lorenzo, juntando los lacrimales con un resignado pellizco.

Tan bien como que te veo mal —concluyó Elías desde su luneta—. Este monólogo no ha empeorado de cierto límite… tampoco has olvidado una coma, pero, si no le mejoras, se quedará allí para perjuicio del otro monólogo que le sucede. —se levantó y fue bajando con acompasadas huellas, interrumpidas y emprendidas por los salticos del descenso ceremonial.

Ves; tienes los ojos vidriados, hombre. Con esa niebla miras en arrebato y así debilitas el efecto de la soledad final —explicó, en socorro innecesario de ademanes que partían del pecho y retornaba a él como una renovación. Luego las manos que enfundaba en los sobacos. Luego las palmas pálidas y enjutas que salían apenas para reconciliarse de diferentes maneras, y luego los dedos juntos de las dos manos como un indivisible abanico que repentinamente chapoteaba en pos de las mangas de algodón.

Se detuvo, sin subir a las tablas, con los talones y las delgadas suelas en ángulo. ‘Su sonrisa monocroma ya le hace juego y con tramposa fealdad.’

El problema no es la adición… o más bien ese es precisamente el problema; tú insistes en el exceso. Más bien, ya entendido el tono y las modulaciones, hay que simplificar lo que ya tienes; y no sueltes la esencia —lo decía mientras su nimia papada daba tumbos apenas—… pero esa afectación va en detrimento de lo esencial. Esos autoritarios adornos… —chasqueó la comisura.

Pero espera que te refiera sus etimologías —dijo Lorenzo, recargado con las dos gruesas palmas en la áspera pared, y sin ver al director—, porque si me vas a censurar así, entonces, por lo menos…

No es cosa de disputa —le interrumpió, con enmendar el proverbio común de estos despachos—. Aquí nadie se tiene ojeriza. Pero oye, los adornitos son como los patéticos aparejos de ese profeta que desgraciadamente empezó por predecir que tendría la mala suerte de no predecir más. A ver como resuelve en el futuro la etimología de profeta. El rey ahora (y mira con la cara que te lo digo) —se aproximaba hasta subir al tablado; Lorenzo lo veía pero sin abandonar la pared— está plantado altivamente frente a sí, y no frente a un espejo —agregaba con la cara contraída en situación—. ¿Ves? Así —y diluyó el semblante, mientras se balanceaba sobre sus talones, otra vez juntos y con las suelas en ángulo. Parecía una ventruda águila o la serpiente que Román se imaginaría que pudiera encantar allá adentro.

Lidia será la reina y la mujer del bastardo un polvo aquí y un polvo allá y ¿se le empolvará en el ínterin? pues yo soy interino… mírala estará encinta y con una botarga de seis meses más o menos y también entallada para amante del bastardo a ésta ya le puso el ojo Lorenzo y la verdad no está mal ni para atinarle así… mírala si tiene sus… ay mírala… que no se me empolva con ella’

Román, ¿no tienes dificultades? ¿Te acostumbras? —le inquiere Lidia, al verle venir de las escaleras, y con ademanes aumenta su interrogación.

Ah, ¿por las gafas? —advierte él en las mímicas de ella—. Traje estas escamas, imbricadas al contacto —dice con una afectación de ultratumba y luego le muestra, estirando los párpados en un grotesco mohín—. ¿Ves? Con la caleidoscópica visión de mis ojos submarinos os escruto —y empeora el mohín con la repetición de un eco menguado.

Pobre bruta que lo alumbro y así éste se nos vino a tientas de quién sabe cuántas desafortunadas nodrizas’

¿Y no te son ásperos? —Lidia sustituye la curiosidad por esta brusca simplificación.

Ah me evitas como no tendré la puntería de atinarte con el ojo que te puso él’

Sí —se conforma lacónicamente—, pero prefiero no llevarlos, si acaso he de ir sin mis gafas —concluye, y va a consolarse con su ideal al espejo y según la reflexión de su impostura entera.

Martha sonríe desde el sillón, y del armario toma unas velas. En los tres cilindros graba un escudo en imitación al de su vela oriental. ‘Pobre el hijo que empobreció a sus padres’

Bodoque ahí te veo los rechonchos dedos de los pies que tengan que reflejarse mientras me acicalo qué afrenta ese tropezón quién le echaría ese mal de ojo que atinó igual de mal…’

Lidia, pegada al marco, gira el pomo y abre la puerta apenas en un resquicio. Fisga el monólogo que se vuelve escuchar sobre el tablado.

El rey y el bastardo a ver Lidia si no sacas un esposo de estos dos… mira que si tuve un apodo fue el apellido de casada qué tonta hice de responder a la muerte por el mismo mote acaso como un tahúr custodiado en un sótano pero pareces que culpas a tu marido por tu viudez temprana como antes te culpabas a ti… pues ahora me absuelvo ¿y lo culpas? se parecía a su padre que se durmió y a su madre en el ensueño de tener yo que recordarlo muy soñador en la foto del obituario ¿te acuerdas de aquellas noches de insomnio? ay me enlutaron con unas ojeras saturadas como las bolsas de tilo que no pudieron calmarme… ahora veo a Lorenzo que me corteja ¿y hallo cómo explicar lo que tanto me afligiese? me da risa con Lorenzo me lo imagino también en el cortejo de mi marido… unos de lo que le ponen el hombro a mi cruz de antaño uno de esos plañideros que pagas sin conocer más que su reputación y me hace ojitos en el cortejo cortejándome además… y se hace el muerto a ver si caigo pero yo soy una zorra muy cauta… qué risa me da ¿en serio? porque últimamente pese a lo muy zorra hay que ser más cauta para seguir la fábula… pero no puedo hacer reír a mi pretendiente no lo entendería no… no lo digo a mal hacer… mira a Lorenzo con la barba entrecana ¿porque te distraen canas malogradas? ¿te salvarás mujer de tu propia culpa que te encandila mucho? ya terminó el monólogo y al fin saldremos de aquí ¿y saldremos a escena? salir de esta mazmorra escapar de estos dos cómplice Martha en fuga y Román que huye de ella ah y ahora las acotaciones del viejo ¿y otra vez repetir desde la pregunta? ¡qué pregunta si la respuesta es “sí”! no puede ser pues basta la memoria de no alterar un punto por hoy… todas las veces… las repeticiones y etcétera etcétera etcétera la una igual a la otra me deja en puntos suspensivos parece como si en verdad Lorenzo lo repitiera ab aeterno y luego qué ¿una onomatopeya? ¿de qué tipo? esto es como un insomnio que de terrible se prolonga para siempre… deseas con el mismo ímpetu del desvelo al menos la gracia de una pesadilla que nos haga pegar un ojo uno sólo que igual se pegue al picaporte para fisgar (más bien al resquicio) y dime entonces mujer que le guiño al pobre Lorenzo que el pobre ahora no puede guiñarle a nada en serio… así resiste a quien se jubilará este año qué fácil es decirlo para otro… mira cómo el viejo lo regaña especialmente porque lo conoce porque sabe que le mortificarán más las humillaciones inolvidables… lo jubilarán este año… acotaciones felices la de él… y cuántos disgustos debo soportar yo en más de 18 años y es que son 25 años para completarlo todo y todo me amargará a mí ¿madura estaré para el gozo de una pensión? bueno el viejo frota sus palmas como que quiere descansar ojalá yo pudiera vengarmede esta dilación y él tan impune espera la muerte en una mecedora y yo morir durante un plazo fijo luego una silla de ruedas como estribo al ataúd qué fácil es estar cerca cuando los demás están lejos o viceversa… hay que aprovecharse de la avaricia del abuelito voy a rendir su usura a favor mío… no seas mezquina más bien espera lo mismo que esperó él (la jubilación) qué enojoso es que yo espere lo que por esperar me deja atrás y tan perdida… y en pos de una limosna ya que no un soborno… espera mujer ¿aún más? ya no siguen ah se termina el monólogo al menos puedo salir… escapar de esta celda es un pequeño atributo pero tomémosle tal vez es el predicado o al menos la tarifa del sayón… porque con el dinero prometido para la escena mejor sería con él ir a otro velorio que me alumbre nueve meses… qué descorazonada sois mujer la verdad no sé qué síntomas ve el cardiólogo en ti que le partes el corazón’

Lorenzo va a la esquina del tablado, se agacha a recoger un vaso de agua y bebe un sorbo que redondea como si hiciese lo mismo con su esfínter anal. ‘Quisiera cagarte a gritos viejo decirte cómo vas a morir hasta provocarte ese infarto… conteneos aún no vayáis a cagar el viejo con un grito y así se pierda sin hallarle pisada’

Elías palmea tres veces y se frota las palmas, luego truena sus dedos, sentenciando por concluida la sesión. Sube al tablado. Lorenzo sin mudar de esquina, ya con serenidad, apura hasta el fondo de su sedienta venganza un vaso que casi rompe entre los sorbos.


El ruido del mamotreto (del que no se puede prescindir, porque, señores, la universidad sólo cederá prenda cuando empiecen las clases)… así que el ruido se regulará en tres tiempo; es decir, en los tres ritmos de sus grados. Uno para cada etapa —dice Elías, tirando de un extremo del telón, recientemente colgado y recogido en sus dos cinturas—. De menos a más, in crescendo. Lorenzo, afina los detalles con relación a tus ministros —se vuelve—. Quedan a lo mucho tres ensayos antes del ensayo general, y ya quiero ver todas las relaciones bien estrechas. Lidia, dile a Román que traiga los rollos, por favor ayúdale —agrega, mirando de arriba abajo las paredes que palpa.


Tantas combinaciones al espejo un poco más de dorado y plata tal vez algo de piel curtida al cinto… probar la corona por cuyo brillo subo a escena y en contra de la cual también lucho… y este bodoque diagonal como el laborioso gusano que no deja de comer ansias… ahí está labrando sus fúnebres cirios como si el público tuviese que compadecerla de su industria o de la esperma de su velorio’

Ya todas se distinguen para la misma causa… incandescente el infierno y las preside la cera de espiral ungido de los santos óleos… y se alumbra para que el luto no vaya dando tumbos entre el laberinto… si soy un enemigo generoso bien puedo matar a este bobo que peor no puede plantarse al espejo para ejemplo de su prójimo… calla ah hay tantos cómplices que ni el suicidio en medio del tráfico de mediodía los escarmentará ¿no merecen ninguna venganza entonces? ninguno me conviene más que… Elías se demorará en ser jubilado ¿por qué la muerte le da tiempo de tantos acomodos?’


Muchachones, hay que buscar los rollos —dice Lidia, según la obligación de repetir lo que quizá ellos habían escuchado sin querer acatar en absoluto.

Román, tú que estás en el recodo del espejo, y que como quien dice te ves ahí mismo a la vuelta del pasamano, sube y ve a traerlos todos —dice Martha, al tiempo que junta las velas en un rincón de los anaqueles.

Román sube la escaleras al punto, como compitiendo con la misma orden. Sabe que sobrar su virilidad por un medio extremo y contrario al mismo tiempo, no le rebajaría delante de una mujer tan holgazana como aparentemente hombruna. Baja las escaleras casi descalabrándose, y sale al tablado antes que Lidia ganara el otro quicio. Con perplejidad las dos mujeres sienten que la obediencia de Román las deja a solas y con el riesgo inevitable de intercambiar miradas entre sí.

Lorenzo se desperezaba como un oso y Elías tamborileaba sus manos en una moldura, mientras Román llega al tablado con los rollos de los tapices a cuesta.

Ponlos en el piso —advierte Elías al ver la entrada embarazosa—. Desenrollémosle.

Román echa los rollos, y separa, según los bordes ya numerados en el entrepiso, los rollos o las páginas del paisaje y del palacio.

Cada juego era una perspectiva, y tras cada cuadro, entre las oscuranas, se haría descolgar otro juego, que después lo eclipsaría el siguiente, y así hasta repetirse, por tercera vez, el cuadro del Castillo, pero ya para el final sangriento. Con las economías del vestuario, sólo tres juegos se mandaron a teñir, el resto de las pinturas provenían de la ecléctica heredad de obras estudiantiles. ¿Cuántas iconoclastias simplificaron los gustos hasta los paisajes de los que había menester una colección inapelable?

Elías, antes de terminar el semestre, mandó a reparar los bastidores que desde arriba prensaban las páginas ilustradas de los parlamentos. Lo hizo porque se sentía dueño de aquel orbe que aun en las vacaciones tenía los colores que el sabía escoger.

Los demás van según el color respectivo en los ribetes de abajo: rojo, verdusco, amarillo, etcétera, y de los tonos más intenso a los más suaves, siempre a dextrógiro. ¿Ven? —Elías apunta con la suela un ejemplo de casualidad.

Había inventado ese código con el cual podía intercalar los ordenes que fueran necesarios, según las combinaciones más propicias, pero sólo se propuso, y era en parte una obligación, admitir ocho juegos de tapices para todas las combinaciones de una buena temporada.

Román, sepáralos entonces por sus colores. Junta un fardo de cada uno —agrega Elías.

Lorenzo, que no toma parte en la colección, hojea, recostado a la pared, sus tachaduras que fueron admitidas entre las ajenas. Cada escena tiene una numeración en clave, como él mismo se las sugirió a Lidia, e incluso los secretos reservados sólo para sí retoman decisiones que quedarían pendientes hasta el último momento, cuando el director las viera satisfecha sin haber tomado parte en ella. Conserva, en la primera página, las tachaduras más tenaces que, si bien no se les admitieron nunca, todavía atavían de rojos escotes a su memoria.

Deja los fardos tendidos. Mañana los prensarán —dice el viejo y señala a los bastidores—. A partir de mañana toda corrección estará en ambiente. No se equivoquen mucho, chicos, porque se perderán en esos cuadros, y ni el más pintado se pinta así, fuera de la cañuela —concluye con una risita silenciosa.

Mientras Elías se regodea en sus “quilates” (tal hubiera dicho Lorenzo), las dos mujeres salen a escena, cada una ganando el tablado por el quicio de su parcial audacia.

Lidia y Martha, ¿qué habéis transigido atrás? ¿Algún pacto de atrás? Vaya, ustedes nos dejan rezagados, pero por muy atrás que queden, puedo ir tan atrás y entre las dos.

Entre las dos ni uno —dice Lidia, riendo a carcajadas. Los demás sonríen con cabizbajo interés.

Saben, una vez tuve una novia que me montó los cuernos con otra novia que tenía. —empieza a improvisar el director— Cuando me enteré, que todo se sabe bajo el mismo cobertizo, me encegueció los celos (aunque también el despecho), y muy enterado como estuve, y también muy enceguecido como cerraba yo los ojos en lágrimas, supe mucho de lo que entonces sabía, y fui a tientas por tentarle a ellas, y bien sabe el altísimo que sin cuernos no las hubiera envestido mejor —hace a guisa de toro, escarba y en una carrera acosa a las mujeres, juntándolas contra la pared.

Es que te toreaban, hombre, y del trapo rojo no salías —dice Martha ya serena.

Hombre, ahora veo que te prendieron una banderilla —al fin Lorenzo acompaña la guasa con sus vivaces ojos.

Es para que sangre, y no le dé un infarto —completa Lidia.

Elías frunce el ceño con sombría autoridad:

Así, Lorenzo —de repente Elías lo interpela—. Así debes hacer de rey —en trance escarba y otra vez corretea a Lidia.

Ole, ole, ole. —dice ella, sacándosele en cada requiebre.

Este Minotauro ya nos encantó en su maldito laberinto cada quien adorne su rincón con lo que trajo ¿acogedora preferencia venir así? yo como rey o bastardo traigo mis lujos… pero también sé que Teseo pasará de moda entre estos recodos’

Román, que se reía como si imitara la risa de algún finado, vitoreaba igual que las mujeres, pero en el fondo extrañaba no tener sus anteojos a la vista de lo que podía ver.

Ya —dice Elías, jadeante.

Ya no aguantas una corrida, anciano.

Bueno, ya acabaron las bromas.

¿Me lo dices en serio?

¿Cómo en serio se lo tomó Clara?

Han abusado de su seriedad; se los digo. Y no es un chiste.

Miren ahora ella no viene, pues la cosa si era en serio; ya consiguió su elogio a nuestras costillas.

¿No vendrá más?

Tiene sus ocupaciones, pero vendrá el día del estreno, y se me alcanza que a inaugurar oficialmente esta curiosidad de todos. Yo sé cuán insoportable son las treguas de otros carteles, pero Clara ha sufrido quizá lo peor, mientras entre tantas inconveniencias salvaba la obra. No diré que han sido injustos, cada uno, al cobrar su paga, sabrá si está en deuda con ella, pero si recomiendo que esos resquemores no ardan en vuestros corazones. Sean por los móviles que fuera, muy personales como tú dices, ella insistió hasta la satisfacción de todos, pero sin combatir la desconfianza de espíritus sublimes. ¡Qué se le va hacer, hombre!

Concedo que hace muy bien de mártir, pero que no nos martirices con la obligación de compadecerla —Lorenzo enrolla los folios en el orden intercalado de sus tachaduras, luego guarda el decreto en un bolsillo de su camisa.

Martha, que ya había entrado a la celda por sus efectos, casi no escucha del otro lo suyo. Román, cabizbajo, mira sus zapatillas sobre las tablas. Lidia asiente con vaguedad las ocasiones del director.

Bueno, ya lo tuyo, y no sé si también es la manía de otros —dice el viejo—, es una aversión personal, así que mejor no la mientes mientras dure la convivencia. ¿Nadie tiene cosas adentro? —agrega de repente al ver salir a Martha, y acaso así busca redondear esa irrefutable ley de la concordia.

Ya se aclara… si ya se ve clarito hombre… a Clara le das en el blanco viejo verde y tener que mendigarles a los dos ya seré la directora con mis tumoraciones escondidas aquí adentro pero sin tener que probar suerte afuera’

Por qué le sangran con banderillas yo sí que tengo la corazonada que en vano le persiguen los infartos el suertudo en una mecedora echará suertes y yo al cardiólogo’

Un bodoque así siempre es tan oportuno de darse a mal querer y esa Lidia no le da un respiro a su corazón yo me conformo con no llegarle allí tan adentro sino apenas afuerita entre las nalgas’

Viejo de la casa hideputa’


Bien, nos vemos mañana entonces —dijo Elías, tronó los dedos y los fue despidiendo de a uno.

Cuando salgan, le dicen al celador de los corredores que venga —añadió.

Excepto Lorenzo, que partió al punto, todos subían en una columna. Lidia, Martha y luego Román.

Al escuchar la puerta, Elías se fue adentro, subió de prisa y ya sobre el tablón vio la pequeña flauta de madera; la misma que una hija suya repudió por habérsela recordado frente al sarcasmo de su marido. Mientras el viejo miraba los agujeros de una remota escala, el oprobio otra vez parecía cobrarse a aquella niñita en calzas regordetas.

La tomó aún con incredulidad, pero al sopesarla le fue aún más hostil de lo que para su hija había de significar aquellos vergonzosos fotogramas. Al vuelo echó la flauta (que no figuraba en el inventario) en una de las cajas debajo de la mesa. ‘Quién la pudo haber conseguido. De cierto que le tocaron, y no la escuché. Nunca hubiera supuesto que este juguete a escondida se jugara su último naipe (el último). No, ahora no; mañana si me desharé de ella; como quien en la estampa del as ve lo indiviso de su mala suerte.’

Se volvió a su retrato del periódico, pero al punto advirtió que habían pretendido despegarle de un arañazo. Se acercó y vio, con asombro, como en la raspadura se empleó un pulso tan violento como fugaz. Desde una esquina, una esquina muy aguda punzaba apenas su orejota, cómo era posible que esa profanación colgara sin que le hubiera oído Elías en su rasgadura. No oyó la flauta, pero peor era el sigilo de quien le tocó y aun peor el de quien rompió el recorte; tal vez bajo la terrible incertidumbre de ser el mismo perpetrador. Con el índice incorporó el jirón sobre su aterciopelado fósil. Supo que no podía indagar a los sospechosos sin revelar sus propios temores, de seguro tal impunidad se supo irreducible desde siempre.

Buscó el pegamento en el tarro de los lápices; lo aplicó a pulso, hasta restaurar todo en una imperceptible cicatriz. Se dio por satisfecho, y airó su retrato para que sanara de prisa. ‘¿Un soplido y se seca un estertor? Y me seco yo entrado en carne cubierto apenas con piel de cabrito y en el clamor del rudo caliente y arenoso desierto… he aquí una profecía ¿adversa o afortunada?’


Resuelto estoy bajo designios del mismo cielo que me cubre, que la lumbre de la guerra avivará las estrellas que me alumbran. Si os perdéis en la sangre, seguid mis antorchas conforme queman los pastizales enemigos. Tomad la espada, rey, que os ungirá tanto como vuestra corona.


Profesor, ¿terminamos por hoy? —dijo uno de los celadores, sin entrar.

Y por cierto, usted no han venido a los ensayos —contestó Elías, saliendo a las tablas. (Oscurece.)


Escena 3: (del paraguas al cartel y luego el cartel)

¿Qué te pasa mujer? ¿confías más en la incertidumbre ajena que en tu propias dudas? ¿un nuevo paraguas? ¿y bajo la intemperie? esta lluvia de casi todos los días los días soleados son embajadores de ella por ejemplo... el sol el quemante sol el sol alto hace hervir a esta lluvia a borbotones una sombrilla llevo una sombrilla bajo el sol y un paraguas a la sombra… lluvia llueve que lluviosa cae el agua y cae cae cae y se merma y el fantasma sube al cielo y nos asusta con su luto desafiante y a romper en llanto nubarrones ya cesó la tormenta ya estos pequeños actores no lloriquean de rabia cumplen con su rol y sobreviven por sus mañas y no porque se les diga Don a ellos ni “Don Elías” a él que qué tiene sino el don de ser el pobre Elías cómo temblaba el hombre y me conmovió que no pudiera gritar a Lorenzo ese fanfarrón ahí plantado como un arbusto de “quiéndicequenosoyartista” bien florido para dar sus bayas estériles… pobre Elías es que no tiene perdón y los demás callados atizaban el silencio y luego los gritos de ese fantoche parecía que le desfloraban antes de que los capullos se dieran sólo para adorno es que si las lágrimas no se destilaran de pura cólera con lo que me conmovió el pobre viejo hubiera llorado por él ay tan indefenso allí… cómo se puso… temblaba no sé porqué… qué necesidad tiene de temblar así… ese fanfarrón qué se cree ¿muy creyente de sí mismo? ya quisiera yo tener el bastón de Elías para patearlo con esa cojera senil… sí… ya quisiera él el empleo de Elías para no seguir detrás de su sombra tratando de agenciarse un techito… pobres diablos yo por lo menos salí a enjuagarme los ojos en la lluvia pero esta pobre gente la tal Martha que se cree más que un tal fulano de tal… sí… yo la conocí y recuerdo más el tal fulano de entonces que a esta Martita de hoy… de ella sólo la memoria de su mirada siempre a media luz como si fuera más que la tal lidiosa mujer y ésta sí que se da así de presumida porque con qué secreta avaricia le busca dinero a nuestro lúcido director quién sabe cuál es su móvil… mírale a la lidiosa con su culito parado… sí… es una… tan bonita la pichona… que bonito la cagaría en la escena aunque bastante estreñida lo fuese en los ensayos… Lorenzo y Martha buscan una careta para no ir con el rostro a la intemperie pues tomen también el estipendio que en algo les haya de encubrir las ansias… qué ansias de un sueldito… yo les conseguí lo que por mi profesión es apenas un sondeo… sí… mi padre me aconsejó que hacerse sitio entre rivales da el desquite e incluso con magnanimidad daré de limosna a quienes amargaron tanto a mi padre… demos pues un décimo de lo que aconseja esa demagogia más adelante tu misma le negarás lo que pidan lo que ruegan Señora Directora del Despacho y delegarás el “no” en un subalterno ínfimo… yo no soy como esos pobres diablos que dicen que por amor al arte viven y mira que no viven sino diciendo eso para al menos sobrevivir un poquito nomás… entonces que se aprovechen de lo que puedan hacer a ver si les salen cuernos y que se le toreen a estos pobres diablos Elías se irá a temblar en una mecedora o a escribir pero si no ha escrito nada… calma mujer te escribirá para felicitarte y entonces al fin sabrá escribir y es mejor que vaya a descansar pero el viejo es obstinado y si deja la cátedra buscará que hacer afuera y afuera está lloviendo lloviendo como afuera llueve mira qué lluvia… ese tal Román ese petimetre de dónde lo sacaron… según Lot me cuenta que Lidia y él trabajan… tienen su sueldo o algo así entonces estos dos aquí juntos a los otros dos (a los verdaderos desempleados) para un truco los baraja el viejo… sí… tal como así lo dijera… qué tiene su arte el mañoso viejo... ‘el teatro es el arte antiquísimo de mostrar el sendero’ qué atajo toma el ancianito que ya con decrépita prisa se les adelanta a todos… tal vez prueba una teoría de escena ‘ustedes dos pueden amaestrar sus hipocresías así no se avergonzarán en público’ el viejo es un pedagogo enseña lo que sus eclipses tapan ‘y ustedes dos tienen la vocación de este santo ministerio por lo que peregrino es su tránsito pero ya llegará la era en que les siga el público para ver si el milagrito de pescar hombres también es comestible’ pero sí es que hasta me lo figuro como un profeta al Elías con su salobre mujer haciéndole cositas detrás y amargándole la suerte del divorcio… pero qué importa cómo y porqué los juntó pues sus secretos móviles ha de tener muy detrás de los secretos de ellos para seguir adelante… sí hay una fórmula que observo a mi favor es la de ser muy observadora… ah ese pobre Elías… y tú no hables mal de sus actores que ya tienes cartel ay el primer cartel… imagínate… el Dramatis Personae qué dramática figuración para ellos para mí será una primicia tipográfica… blanca letras elegidas por mí y también les gustó mucho a Elías que así las eligió de un fondo negro tan negro como el de quienes tocan fondo bajo sus hundidos pies… deberían ir a dar serenatas a tocar por allí algo más ganarían que no les haga rebajarse más ¿respiras por la herida mujer? pues así gana un respiro el odio… el odio no es bueno… si es de pésima confección pues se le van los hilos pero si se hace con entrega amorosamente ribeteado hasta el último punto luego cómo va a ser malo ¿es el odio que te empeora en el delirio y no tienes tiempo sino de hacerle ver el mínimo detalle? sí… olvidémonos de esos pobre diablos hago las paces entonces… y aunque no les he ofendido delante de ellos pues vaya que me avergüenza confesar que si lo hago delante de mí misma… entre ellos y yo tomo los más… se quedará el odio ahí en la tipografía: ACTORES Lorenzo Martha Lidia y el tal Román cada uno seguido de sus papeles (actas de nacimiento y defunción) bueno por lo menos la broma le saca una sonrisa a tus carcajadas… no lo dije por odio ¿verdad? y si hubo algo extraordinario en el chiste fue lo gracioso por lo demás se aprecia llana sin odios sin quererles a mal a estos inválido así entonces el Dramatis Personae en una columna sus papeles con su par de roles en escena… aparte (en un aparte misterioso) el director Elías y la artífice heroicamente a las Claras de las letras y el nombre de la obra en MAYUSCULAS ¿y el autor? no se imprimirá su nombre pues el viejo buscó estos secuaces a estos matachines a unos que por encargo… no de esos que dividen el botín sino los que se les paga y despacha antes de conseguir algo perdurable ese es el misterio pedorro… sí… ya di con él… esta partida de aprendices fueron sus cómplices los buscó conforme les había entrenado previamente… el viejo se las sabe de memoria si hasta parece un sabio con esa calvicie plateada cómo se ve en la entrevista del periódico sí que sus ínfulas son suyas… y ya todo esto del cartel para mí no será más que recordar una anécdota de las más triviales... pero ¿y el autor? he aquí en la respuesta la mera forma del enigma el por qué… porque ya lo sé sí por supuesto es que se me alcanza clarito lo sé porque precisamente hasta ahora me lo oculta Elías con esta gente que se buscó esta gente (pobres diablos es que ni siendo como el verdadero y fornido diablo pueden con sus propios cuernos) esta gente que me dijo que había de conseguirse a como le hubiera lugar y de lo que yo misma no dudé que viniesen de cualquier parte… estos mismos aquí mismo en el teatro de la universidad… ellos cortaron abreviaron y maquillaron Elías los invitó con cascabeles y esa morsa de Lorenzo vino como siempre entonces todos redujeron el otro título a un anagrama en MAYÚSCULAS pero aun en el luto yo lo comprendo después de todo… incluso esta carnicería tapó los bajos precios de los cortes… el autor ¿anónimo con el matriarcal apellido de Eva? y el bueno de Elías a sus costillas se hizo dizque un Adán preclaro… ¿sería él el autor?—se pregunta el público… míralo es el bueno de Elías pero no tan bueno para… pobre Elías… qué listo él que alistó esta gente pero tuyo Clara es el propósito elevado… hoy mismo buscaré los carteles cuando mejore el clima… el título… el Dramatis Personae… director… la vigorosa artífice… qué lluvia y llueve como que hay que tomar vitaminas para seguir así… cuando escampe le doy una vuelta al cartel las primeras pruebas del litógrafo ah y la Dirección del Despacho… el primer conjunto en fondo negro: el director la vigorosa artífice los pobres diablos ¿y el autor? y los bienhechores pues la dirección del despacho ay un buen escritorio me espera según el mismo membrete… membrete que hasta en sueño el mismísimo Elías le pide un milagrito y llueve llueve vitaminas entonces pero no en píldoras sino en dosis hipodérmicas pues así son más eficaces… poner la nalga y la dosis sin intermedios al músculo ‘enfermera tiene usted una mano santa’ ‘primera vez que me lo dicen’ ‘una mano santa’ ‘luego ¿no sintió nada?’ ‘pues fíjese que no sentí nadita lo que sí un aguacero en la cagalera’


Amaneció y madrugó temprano la lluvia... pero ya no llueve qué tarde se me hizo toma el paraguas de cualquier modo… cerrado es como bastón bastón si he de cojear por el trecho maltrecho o si sucede que me haya de enceguecer el odio por verme entre enemigos pues otra vez voy a su guía y a campo traviesa y si llueve lo abro al cielo como cielo raso de la lluvia y si asolea como cielo raso de la sombra … lo compré de alambres recios mira sus bíceps cuando se retraen tan heroicos y también como un retraído Atlas… ¿lo ves? Así parece bastón pues sí eso son los paraguas cerrados como párpados ¿lo ves? bastones y no des más tumbos en compararles con nada más… éste es un bastón vestido sin escotes… sigamos pues… retiro las pruebas de la litografía ¿y si ha llovido? tendré que dejar el paraguas afuera escurriendo… pero ha llovido demasiado para que llueva más en esta jornada… y de sol en sol lo solariego de un solsticio de verano… ¿aquí este báculo también me encandila? voy a buscar el cartel ah este paternal Lot no se ha portado mal conmigo suerte he tenido de ganar su Lotería… y te la juegas con esa trillada suerte… calla para que hablemos mejor y si se va apurar apúrese ya mujer… el primer cartel por la artífice Clara si es de púgiles que los resuelvan a puñetazos ellos mismos yo ya cumplí… y si nos lo ve nadie ay qué pocos los verán entonces por lo menos el Dios que se invoca en la obra el que así todo lo ve… aunque desafortunadamente sólo son muy devotos de ellos mismos a ver si hacen el milagro de no ser tan crédulos… el primer cartel: así he empezado yo… el primer cartel: ¿y cuántos lo verán? ¿menos de quienes quieran ver la obra? el primer cartel: ¿cómo acabarán ellos? ¿a trompadas? el primer cartel: son casi cien lunetas de ocuparse todas casi un centenar estarán sentados allí casi los cien que estaban esperando afuera… el primer cartel: Elías atrás así dará las luces y dejará caer los cuadros y yo de anfitriona afuera… el primer cartel: los tiranos de otrora aquí bien retrataditos y justo antes de las elecciones… el primer cartel: si viene una minoría al estreno la mayoría hará votos en las otras funciones así son las elecciones… el primer cartel: dentro de poco tendré mi escritorio y luego iré a visitar a Elías en su mecedora me tomará en su regazo ‘y pobre de Sodoma’ como dice él… Aallí presidiré el trono de sus sueños y cuando despierte será mi esclavo que largaré en los espejismos del desierto (el bueno de Elías) ‘y pobre de Sodoma’… tendré mi escritorio y tal vez hasta la Dirección Principal del Despacho allí leeré la única obra maestra de Elías: “felicitaciones Clara” ¿después del primer cartel no querré verlo más ya habré aprendido a tantear a otros directores cualquieras? después del estreno habré aprendido todas las malicias después del estreno sólo la inocencia del alumbre y ya verán ellos que después del estreno apenas sus desfloradas esperanzas les quedará de dote… luego se casarán con la idea de que son menos brutos y antes de enviudar tendrán una prole aventajada para la cual no tendrían cómo cubrir su manutención… luego las madrastas de estos retoños serán los orfanatos… después del estreno estrenarán su desnudez que no seré yo quien haya de compadecerla por muy harapienta que la muestren en el despacho… los otros carteles tendrán que acudir al público y las máscaras tendrán que confesarse delante de los rostros callejeros y este sincero pacto ya no precisará de sacerdotes ni de templos todo se consumará más bien donde vive la gente en los mismos estribos de sus hogares en las cuevas de la humanidad… mujer empezaste antes de las elecciones por lo que después de entonces elegirás mejor lo que haya de venir… ¿viste? hoy no va llover más… adelante hasta el recodo que sigue a otro y a siniestra ¿cuántos pasos? cuéntalos pues… no… no daré uno falsamente… los programas son como carteles trípticos de cartulinas una reseña en fondo negro y la procesión de arañas encanecidas que tejen las intrigas del plagio (viejo truco de Elías) y mis atribuciones serán incuestionable en cualquier plazo… con esto me recibo de verdad y me recibo con una bienvenida bastante buena para salir de donde vino… mira ni una gota… Un diploma más elevado da la vida ¿no te lo dije? cesó la lluvia al fin…


El olor de la tinta se espesaba en el aire; rojos para unos labios resueltos en la arenga; rojos para los tajos que ordeña la muerte; azules para un cielo abierto, pero distante a las oraciones de los difuntos que ya abrevan en el reflejo lacustre; verdes para una pradera erizada en todas las formas del pasto. El sepia de caballos briosos entre las diminutas campanas del rocío. Amarillos para las florecillas de árboles centenarios y para las medallas de las armaduras. El negro del profeta; negro para los caracteres. Se espesaban los olores al aire. Los mapas disputados al ras de la estrategia, mientras los obreros sacan otras pruebas de impresión para corregir un pedido .

Las máscaras ceñidas a las narices y los vasos de leche entre pausas. Los rodillos que giran. Las cuchillas que cortan y las estampas seriadas en un pedido; gemelos del original y hermanos de muchos gemelos. Rollos de papel pulcros, espesores diferentes de pastas diferentes; lisos y abrillantados o de rases mates o con texturas.

Pruebas defectuosas o insatisfechas enmarcadas en las paredes. Las bombas de los extintores de un rojo bastante preciso en su alerta. Las amarillentas botas de caucho de los obreros que vuelven del almuerzo tras algún chiste que pudo conmover de verdad. El turno de la tarde en que tarde llegue el turno de Clara.

Otra vez las ruidosas máquinas, y el inmóvil espiral de la antigua prensa allí, haciendo la maroma de atornillarse en la imaginación de un obrero que se distrae al margen de su propio embeleso.

Otra vez las piezas que traban su función, sus giros y balances, así entrechocan las espadas en pos de que una guerra haya de proceder sólo por la gravedad conjunta. El tránsito del papel en rodillos opuestos; o similares contorsiones como los torsos en la batalla conducen, a través del emisario y los desertores, la noticia que el rey espera, tal vez incrédulo en la colina sigue postergando su desastre.

Se escuchan las cornetas antes de que los ejércitos se desgajen desde lo alto de las plegarias hasta ese valle que será el fondo para un bando y para el contrario el altar donde se enaltezca otra gloria.

Se combate con arraigo; entre un macizo de árboles. Lágrimas demarcan la frontera antes que por sensualidad de sus recodos inunde los corazones, pero los dos reyes combaten en tierra extraña, y sobre el camposanto se demoran. Cada uno codicia el reino rival hasta donde pueda hundir su báculo. Luchan los ejércitos; las espadas se truncan, se eclipsan, se estorban milagrosamente, y en carne su prédica es breve, o confirman allí mismo su previo juramento.

Se vocea una carga y los caballos relinchan; ruedan sobre sus mutilaciones, y decapitados sus jinetes ya no pueden palpar el descenso a un laberinto en que otros insensibles lo pueblan para siempre. Unos se apean de sus bestias muertas, y en el llano hieren o son heridos con la furia que los dos reyes enemigos desde arriba ven pareja entre el pastizal. Dardos arrecian y recaen con la misma puntería de una ponzoña amaestrada. Se escucha una corneta entre los gritos de los hombres y la garganta que sopla es segada de un tajo.

Insisten todos sin otra variación que las de unas abejas en torno al panal. Dulce fue la venganza de quienes demoraron el oprobio, acaso sin rebajar ningún golpe; pero de esa miel, que el fuego de una antorcha extraviada consume, no probarán lo que alivie las cicatrices del empalago.

Quedan menos que la mitad, pero ni así la nueva frontera se resuelve, y cada vez menos persisten o perecen. Todavía no ven playas los monarcas; ninguna derrota minuciosamente figurada que haya de abandonarse, y abajo, bajo el crepúsculo que prolonga la sombra del perdedor al alcance de su rival, los náufragos sólo a los muertos pueden orillarse.

Despuntan una bandera entre las que iban en ristre (como las florecillas de árboles centenarios). La bandera hondea sobre quienes vuelven conforme van cayendo bajo las espadas. Separado grupos por despecho se hieren o se evitan. Un hombre asediado anticipa a sus enemigos sin rebasarlos sino en la muerte, pero todavía los dos reyes no ven que ninguna de las sangres invisibles, allá abajo mezcladas, se sonroje al fin.

Un caballo sube a unas de las colinas; el jinete no lleva sobre su piel más que la marca de la sangre ajena. Trae su espada trunca al cinto, cuya empuñadura rescató de un adversario. El otro rey, impaciente sobre su yegua, ve subir al embajador sobre la otra colina. Ambos séquitos se plisan al silencio que cada uno de los señores preside en el interés del otro. La espera de los monarcas es intransferible, pero el emisario impone plazos que ya se conocen desde el principio. Antes de que llegue el hombre, los dos siguen viendo en el valle que la victoria es gemela de la derrota, y que comparten ambas una cuna como compartirán una sepultura.

Llega el jinete, se apea, camina con las espuelas ensangrentadas. Tintinea el metal de su armadura, el metal de la espada trunca y también ese metal de las espuelas, que antes fue el cencerro de un pastor. Toma de una bolsa las monedas, que antes fue el escondido tesoro de otro pastor, y al polvo suelta los círculos elementales. Caen a tierra en el último día, todas con la efigie del rey en perfil decidido.

Pase por acá, señorita Clara —el gerente le muestra la silla—. Siéntese, por favor —agrega sonriente, mientras ocupa su sitio al escritorio.

Clara le saluda y corresponde a cada sonrisa.

Supuse que ayer no vino por la lluvia —dice él, justificando su suposición.

Sí, ayer llovió todo el día —dice Clara.

¡Cómo ha llovido en estos días! —exclama, redondeando la parquedad de ella.

Días lluvioso, ¿no? —concluye ella con una sonrisa que ya no necesita improvisar.

Tiene razón —dice el hombre, de buena gana como era su genio—. Mire usted, no trajo paraguas hoy, sino que apeló por su apodo. Parasol, así le dicen ¿verdad? Luego trajo parasol y qué soleado hizo.

Sí, un día bastante claro hoy —dice, ya con serenidad, porque se sentía cómoda.

Espero que aclare la profecía meteorológica de hoy —dice el hombre, despejando las cejas.

Tiene la razón; nadie las entienden o todos las interpretan a su modo.

Son gajes por estar al día, pero qué oscuridad puede preferir esta gente.

¿No me diga que tengo que confirmar un mal pálpito? —pregunta, con una mano en el pecho y una sonrisa confirmada.

Ah, se refiere a las pruebas, pues estos carteles y programas sí estarán al día.

En ese momento la maquinaria mayor del taller se echa andar.

Mire, usted, aquí tengo las pruebas. El mismo Elías me telefoneo ayer —y al tiempo busca en los cajones—. Al fin, aquí están. Las últimas correcciones que me apuntó usted…

Disculpe —le interrumpe en voz alta, antes de que sacara las piezas—. No le había escuchado entre el ruido.

Ah, es por la máquina —se explica también en voz alta—. Verá, señorita, estoy acostumbrado a escucharle mientras discuto con los obreros, que ni me doy cuenta de que otros tienen oídos.

El ruido se detiene, y así el hombre se propone alargar la explicación de su teoría sin exageraciones ni vanidades.

Y casi siempre, digamos que cuando el cliente tiene buenos modales y agrada hablar con él, me descuido y creo que me están escuchando, es como algo natural; así creo que le dice el profesor Elías. Pero si en adelante le soy muy natural no se ahorre reproches—agrega con una sonrisa afable.

No se preocupe, le escucho a usted sinceramente —le responde.

Qué bien. Mire, usted —saca el cartel y lo desenrolla en el escritorio—, éste es el cartel de la obra. Los detalles en el borde son fieles al modelo que usted trajo, señorita.

Me gusta —dice Clara, palpando con amorosa satisfacción ese diploma de tantas tribulaciones.

Mire, usted, cualquier detalle; un carácter que no sea el propio; si se arrepiente del fondo, por ejemplo; alguna economía que rebaje el presupuesto… En fin, ahora tiene la última palabra, tal como la leerá después el resto del mundo —va agregando, mientras relee la sonrisa satisfecha de Clara

Está perfecto; es tal como debía ir —dice, domeñando su felicidad entre su pendular cabeza.

El cartel, originalmente con la organización acostumbrada de Elías, ella le retocó con bordes en marcos y lo simplificó al suprimir esas líneas divisorias y cursis, que sólo evocaban los esquemas con los cuales Elías solía publicar todos los demás documentos de la universidad. El recuadro que ahora ella tenía delante de sí, y que en unas horas se multiplicaría por cientos, era el primer registro cartográfico de sus militares proezas. Tal vez en el porvenir este pliegue sea apenas el parte de una escaramuza a su favor, acaso un pleito de paisanos en la ribera, que molidos de luchar así se sirvieron de sus rencillas para seguir con sus ambiciones. Casi un incidente podría ser, pero acaso el inicio de campañas mayores que decidirían la suerte de una nación y aun de un continente. Campañas en las que sus méritos de crianza se lucirán para enaltecer también a un padre marginado.

Este cartel, era una plaza y una ecuestre redención, y también una efigie acuñada para conmemoración de muchas generaciones anteriores. Así le toca; así le palpa. Al tacto de sus yemas, había de santificar todo hasta los bordes. Y para no derramar una lagrima que la avergonzara, sólo apela a una pregunta conmovida:

¿Me puedo quedar con él? —lo dice al pronto— bueno, se lo pedí primero que Elías —agrega, justificándose con una sonrisa.

Naturalmente es suyo. Por otro lado, he de intuir entonces que el programa tampoco sufrirá modificación alguna, puesto que corresponde a este mismo diseño —y aquí saca el programa que coteja con el cartel.

Es perfecto —dice, ya poniendo la sonrisa detrás de lo que dice.

Mire, usted, entonces ya estamos de acuerdo —dice, y la máquina se echa andar de nuevo.

El tiraje se llevará apenas unas horas, pero entre mañana y el día que le sigue estaremos en otras obligaciones. El lunes de la semana que viene estará listo; y se desean llevárselo el mismo día, vienen al final por la tarde. Al final de la jornada, están listos —agrega, sobreponiendo la voz al monótono chasquido de la maquinaria.

Sí, le oigo muy bien. Ya ve que lo natural también es innato en todas la criaturas. Pero si le he de confesar a usted, así a las claras, que sería floja para trabajar entre este ruido. De veras que sí.

Créanme que al acostumbrarse sólo se sobresalta uno cuando hay una variación, y entonces es menester el mecánico. Mire, señorita, esa máquina es tan ruidosa como una guerra bien aceitada, pero así ha de funcionar por dentro, a fe que sí. ¿Sabe Dios cuántas piezas tiene? La verdad entre sus guerras nunca me he dado guerra, fuera de unos retoques naturalmente. Y aunque esto figure una desconsideración con mis clientes, desde luego conviene pactar al lado de sus ruidos, es una superstición muy conveniente como este delgado tabique. ¿Lo ve? —agrega, haciendo sonar el hueco tabique con su puño.

¿Y qué se está imprimiendo ahora?

Las ilustraciones de una guerra. Mire, usted. Bueno, una batalla después de todo—rectifica con espumoso humor.

Clara se despidió hasta ese lunes impostergable. Pero antes de salir vio, debajo del vidrio del escritorio, una de esas tarjetas que solía repartir Román, tal vez rotulada erróneamente, pero antes de volverse en una pregunta insustancial se consoló con saber que la recomendación de los talleres tipográficos era de Elías. (Oscurece.)


Escena 4: (el reencuentro)

Había llovido la noche anterior; una llovizna temprana que empezó casi de una intrascendencia previa, para luego, a su vez, ir cesando imperceptiblemente. A medianoche, ya las gotas parecían perderse dentro de sus anteriores ondas. Amaneció, y arriba sólo el plomo pastoso como una delgadez de trementina.

Detrás de ese velo se sospechaba el círculo solar, la misma hora que apuntan desde ha mucho las tres manecillas que siguen remachadas en su círculo, justo detrás del tablado. Román había llegado mucho antes que sus rivales, y vio en su reloj pulsera la misma notación que atrás los esperaba a todos. Trató de girar el picaporte. La puerta seguía trabada, fija como si se hubieran corrido los pestillos del dintel y el umbral. ‘Qué monstruo se encerraría aquí.’ Probó dos o tres mañas que le viera a Elías, hasta con el mismo giro amanerado de la muñeca, mas no atinó en abrir. Desistió. No quiso improvisar otra solicitud que lo comprometiera inútilmente. Iba y venía a lo ancho, quizá para ir a lo largo de lo que evitaba profanar y al mismo tiempo quería profanar.

Ya extrañaba que ninguno estuviera aquí, y aún más extraño le era que Elías, siempre previsor de la hora que se acordase, no hubiera anticipado la tardanza de sus subalternos de siempre. Reparó otra vez el reloj pulsera, aguzando su miopía tras los cristales. Habían pasado cinco minutos, la doceava porción de una esgrima contra la cual la desconfianza de Román trababa cierto arte o cierta desgana. Tal vez el reloj iba adelante, huyéndole en vano a una atribulada avería. Lo reparaba y lo reparaba sin acreditar lo que en el mismo reloj se repetía en cada una de sus variaciones; le daba golpecitos incrédulos al ritmo de otras manecillas.

Según esa hora, era temprano aún, pero desde hace unos días todos llegaban casi al mismo tiempo, y de un modo tan natural que Román sentía que su posición allí se retrasaba en el fondo. ‘Es el último ensayo el ensayo general y tenemos todo el día para que tanta ficción parezca real… todo mundo quiere empezar cuando tenga que empezar naturalmente es un juramento seguir hasta la siesta posterior… pecado de novato es el mío pero tiene razón Elías y pese a su ausencia me alecciona dos veces más… él tuvo que enseñar a los otros con este mismo rigor y mira qué bien han aprendido sí es que a la cartilla imitan al maestro iguales a él todos observan sus roles propios… es lo de cada cual hacer de actores y con tal estrechez conviven que se entienden al apenas intentarlo y ya hasta me son ejemplos a seguir… yo tengo mi profesión y les cobraría muy bien por sacarlo de apuros pero aquí el apurado soy precisamente yo así que me toca aprender bajo la severidad de otros… sí… tenía razón el viejo las máscaras enseñan ciertos pudores y sutilezas… la hipocresía por ejemplo con qué franca abnegación nos auxilia siempre pero si es demasiado expuesta en sus modales se malogran los propósitos… en fin… el teatro además (porque ya tengo mis apuntes) es escuela de otras artes que en él son doctrinas nomás… exageras hombre pero en verdad que viendo los apuntes puedo relacionarlos con los parlamentos que se interpreten en principio… los que te conmueva más en las intrigas madres y así la proporción decrece hasta una mínima escena informativa es como llover sobre estos días ir sobre lo fundado yo no estoy tan viejo y luego puedo aprender de quienes envejecieron antes que sus canas… Lorenzo ya tiene la barba entrecana y sus apuntes que dice que tiene (como la cámara que dice haber comprado en el extranjero) son de tanta fuerza como su enciclopedia pero nada de eso cuestiona las citas de los 24 tomos… dijo 24, ¿verdad? en fin aquí Elías tiene mucha razón… actuaré entonces para organizar también mis apuntes y a proceder pero de una manera que no me acalore demasiado…’

Román, como lo hizo la primera vez, divagaba por los corredores; subió y bajó las escaleras, pero no se extremaba a tal sino como un repaso ocioso de su primera impresión, por lo que muy a menudo reparaba las manecillas una y otra vez, como si buscara cronometrar los mismos registros de su reloj pulsera. La espera no se abreviaba así, desde luego que él lo sabía, pero al menos quería seguir ese ritual, mientras los últimos indicios de quienes reprobaron el semestre siguieran cómo fósiles expuestos en tantas carteleras. Las otras publicaciones en la pared, las extraordinarias, ocupaban, como los recortes de Elías, el sitio de ciertas vanidades y según la ocasión de cada prehistoria.

Entró a un aula, vio los pupitres en el orden de unas lápidas desprovistas de sus epitafios. La misma estancia inmóvil, suspendida en el húmedo silencio. La misma pared blanquísima en cuyo pizarrón garabateó antes aquel símbolo intraducible más allá de su caligrafía (afuera está lloviendo). Ya renegaba de lo escrito, quizá porque esos términos iban a perdurar allí hasta que alguien los borrara sin compasión alguna. Entonces con su misma lanilla se precipitó a borrar ese gerundio que se excedía tanto. Sacudió la lanilla a la distancia de una recatada alergia. Estornudó tres veces, ahogando los espasmos entre un hipo que ahogara de la misma manera. ‘Ya va ser hora de ser puntual cuando menos’

Al salir, tanteo la hondura de aquella soledad, hasta el mapa exacto de ninguna otra huella que invocara el límite. Se imaginaba a los alumnos en el desorden de salir de vacaciones, o en el orden de sus horarios para los que era menester los contratiempos de todos los profesores combinados. No traía la cámara (que él sí pudo comprar en el extranjero) y tampoco el anterior registro que revelar. Allí el corredor que se alargaba en el vacío. Sin embargo, ya nada le convidaba a contrapicados audaces.

Siguió hasta las escaleras. Antes de descender al primer escalón, asido tenazmente al pasamano, hizo memoria del picaporte que no pudo girar. Recordó, eso sí, las dos hojas de las rejas, abiertas y ajustadas a sus aristas, cuando lo contrario a este hallazgo era la mitad batiente. Supuso que Elías había invitados a muchos de sus conocidos al ensayo general, o que por ser la víspera del estreno, ya las súplicas hallaban sus medios materiales en cada elemento del teatro y por lo mismo lo imponían. Hasta dos de los carteles de la temporada se habían pegado a ambas lados del marco de un modo que parecía profético. Estas suposiciones le revelaban la franqueza de un público tal vez dispuesto a prolongar sus propias angustias ordinarias, siempre que viese en el escenario alguna desventura ajena.

Al contrario de los otros actores, él no había interpretado más que para sus compañeros de clase en el colegio. Una competencia en que el público se cuidaba de hacer de público (todos como los allegados al doliente), puesto que los espectadores venían a ser, a la inversa de quienes así subían al tablado, los figurines que escondían sus risas en la oscurana respetuosa.

El público casi cien lunetas y si no vienen tantos habrá menos pero no menos de quienes así me den la confianza de errar lo menos’

En picado, como en lenta toma de un subjetivo foco, y siguiendo como un arroyo la cabizbaja toma, bajó las escaleras.


Las dos mujeres habían llegado juntas al teatro. Lidia alcanzó a Martha después de un trote breve. La saludó, abordándola frente a la caseta; y las dos saludaron al celador de guardia, que desde dentro sintonizaba el radio. El hombre, con su mano ociosa, elevó un ademán casi sin advertirlas; luego ellas siguieron. No se dijeron nada más, mientras cruzaban la calzada del estacionamiento. Ni siquiera el automóvil del pálido director ocupaba su lugar en la tabla. Ambas mujeres, entonces, preferían callar cualquier ausencia. Tal vez ambas ensayaban para sí la ocasión de una pregunta que revirtiera ese silencio.

Martha había sostenido siempre que sólo lo falsario era capaz de emitir esa radiante semblanza de su rival, pero andadas esas semanas, y también por los apremios de ansiedades exteriores, otros eran los plazos y muy otras las prevenciones que admitiera. No es que ella hubiera cambiado a un partido opuesto, porque lo opuesto a esta suposición la verificaba también ahora, pero con sutilezas tanto más exquisitas que bien parecían gajes del tahúr.

Cuando todos entraron juntos por primera vez, ¿acaso Lidia no dejó entrever una amargura que la otra pudo advertir para su sorpresa, y por cuya hermandad tuvo Martha entonces que moderarse de tal que no desconociera a la larga un cómplice competente? Todo esto no sólo le hizo convenir una causa común, que además ninguna admitiría delante de la otra, sino que a Martha le hizo aceptar una relación comprensible, razonable más bien, que podía cultivarse con el tiempo.

Desde entonces Martha vio en su rival más de lo que antes vio, pero dado que entre las posibilidades de los otros actores ella no podía conocer algo más, la urgencia colectiva le apremiaba hasta los huesos una especie de alquiler. Era como si para habitar su propio cuerpo tuviera que procurar cómplices, y no sólo para la ardua disputa contra Clara, sino para sobrevivir a los ensayos de una profesión muy sacrificada, desde luego porque la potencia de aquellos roles (que a cada cual le correspondieran representar) duplicarían una realidad evidente sin exceder la ilusión de ninguno de ellos.

Sin embargo Lidia, por asimilar lo que en esa tensión podía inferirse de las dos, comprobó poco a poco las nociones que antes había conocido bastante bien. Habiéndose concentrado Martha en una cohabitación irrenunciable, exhibía ésta para los demás un abandono tan comprensible como sus celos de otrora; ciertamente aun los rigores del clima estimulaban de cualquier manera ciclos interiores. Es decir, Lidia no tuvo que pensar tan diferente, si tras haberla dejado de ver por años volvía ésta con igual veta e igual corte de hoja y ninguna floración que le diferenciara la sequedad de sus modales. Dos épocas distintas, entre cuyos plazos se promediase cuántas disimiles lecciones; y el mismo patrón, que empezaba a envejecer con las mismas arrugas de toda la vida, y acaso bajo los atropellos más recientes.

Lidia, desde su viudez, había cambiado, pero ese cambio, muy dentro de sí, le fue infundiendo cierta terquedad que naturalmente no nació con ella; mientras que ya nacida de ella moriría por ella, dejándole tan inerme y sin argumento. Allí, como lo hizo en su viudez, economizaba el luto como para no ir desnuda entonces, mientras hiciese de plañidera. Al menos desde que enviudó prefirió cierta monotonía, a partir de la que, y como extensión de su juicio, se propuso velar con la conciliatoria sonrisa de toda su vida.

Es verdad que ella no vino con la predisposición de su antagonista (ni con el afán histriónico de los demás), de ahí que sus primeras consideraciones respecto a Martha no fueran modificadas notablemente por otros comercios. Después de todo, Lidia nunca fundó sus imperfecciones sobre la misma beligerancia que tanto presumiera la otra. Los más de los prejuicios de Lidia provenían, más bien, de su viudez temprana. La evolución de Martha era sólo una fracción del mosaico, aunque tal vez un recorte más cercano a ella.

Las dos entraron al tiempo, iban al mismo impulso y, casi al cruzar la entrada, cada una, a un pulso extraordinario, evitaba rebasar a la otra en víspera del estreno, pues quedar adelante, y en falso, era ir más allá de la sensatez. Justo privaba la ansiedad de los pormenores y la última verificación del director.

Siguieron sobre la alfombra, sin detenerse, pues tampoco querían apearse de la terrible sincronía. Adentro, sobre los recuadros pulidos, entre la vastedad solitaria de los rases y los desniveles, las dos premeditaban cierta pregunta propicia a la luz entrecortada. Una duda se precipitaba desde la claridad del patio interior hasta las pardas diferenciaciones del concreto, del metal, de la cerámica, de la madera que ostentaba rótulos inaccesibles. Todavía ninguna de las mujeres apelaba a una cuestión que les envolvía con infinidad de vueltas, mientras a dúo ellas extendían también las medidas de cada cual. Si al tiempo las dos pudiesen fiarse de la misma pregunta, ¿no confirmarían entonces, aunque por asuntos distintos, esa enojosa simetría de la que mejor era esperar la irrupción de los dos cuartos faltante? Ya en la puerta numerada, cualquier actor iba disolver con facilidad el nudo que empezaba a asfixiarlas del mismo modo.


Incluso porque ya se le pagaba mes con mes, Lorenzo acudió de nuevo a esa patriarcal intransigencia de siempre. Después de todo, solía acudir con resignación. No pocas crisis literarias habían forzado el vínculo hasta el extremo. Si bien la sola traza del catedrático le imponía un ejemplo difícil de soportar, él rogaba una indulgencia cada vez más atrevida; y su padre cedía de vez en cuando, ya que no para trascender a través de un hijo intrascendente, y sí para castigarle por el mismo camino que le avergonzara más.

El automóvil que mandó a reparar, el que había comprado como símbolo de su insurrección, el mismo con el que pudiese egresar del peaje y ganar ventaja a ciento cincuenta kilómetros por hora, mientras se mermara en apenas un punto el sepelio de su padre… pues ese símbolo también vetusto, aglutinado desde algún tiempo en la avería y en la disolución de sus elementos, estaba al fin en el taller, y ya pagada su reparación no por los plazos contraídos de otra deuda excesiva, sino con el soborno que el padre supo apuntar en el mismo libro amarillento. Lorenzo era como un Román, si bien ya trabajado por la desventura de sus limitaciones, eso sí, muy al modo de un Don Lorenzo. Así como Elías era como un Lorenzo, claro que también muy al modo de un viejo Elías. Lorenzo tenía, pese a sus esperanzados ojos, el tino de trajearse en el luto de esos grados, según habría de ser tan exclusivo en ellos, y sin que le hiciera falta invocar el socorro de una profesión ni el cobijo de una cátedra en la universidad.

Venía a pie, desde la parada de autobuses, y a la probable distancia de un grito veía que las dos mujeres se reconciliaban frente a la caseta. ¿Tal vez el celador que antes tuvo la arrogancia de interpelar su gloriosa resistencia al padre? Ahora tenía que pasar delante de él, saludarlo y quizá discutir el diagnóstico de otrora. ‘Conozco un mecánico…’ ‘Ese hombre tiene un oído que hay que escucharle…’ ‘Yo juzgo que así, como se ve, nomás es cuestión…’ Bien podía ser otro, aunque otro también usurpara ese turno, en virtud de compartir cierta condición gregaria. Todos los celadores le eran repetidos de un original. El que uno fuera lo bastante irreflexivo de importunar un ritual privado, suponía hartas contradicciones, pero sólo en apariencia.

El día del estreno estos celadores en conjunto iban a probar su valía, al administrar las casillas del estacionamiento como un tablero en estrategia, y al restringir a los concurrentes a ciertas áreas del edificio (acaso por suponer crímenes de quienes vinieran con maña). Hoy era la víspera del estreno, y la víspera de otra resolución paradójica que dentro de sí Lorenzo pregonaba.

En memoria de quien fuera discutido la primera vez, las mujeres de nuevo volvieron a advertir a Lorenzo al final del corredor. Ocasión oportuna para quebrar la sincronía que las sojuzgaba. Las preguntas y las respuestas de repente les dotó a ambas de un criterio independiente y al mismo tiempo compartido.

Al llegar, Lorenzo las saludó a las dos con guiño del ojo contrario a la costumbre, lo cual hacía pensar que era una superstición antes de enfrentar el ensayo general.

¿Y nuestro Romancito? —preguntó, concediéndole, cortésmente, las prerrogativas del chiste.

Ha de estar tomando fotografías por ahí —dijo Lidia.

Ya sabes cómo son de fotogénicas sus excusas —terció Martha.

¿Qué sucede que no han entrado? —preguntó, girando el picaporte vanamente.

Sucede que Elías, antes de desaparecer en eclipse de sus misterios de siempre, pasó la llave. Como quien dice se encerró afuera, aunque no lo vemos por ahí; y adentro quedó cautivo el oropel. Entonces, ¿por qué queremos entrar, si ya estamos aquí antes de desvestirnos adentro? —dijo Martha, irónicamente.

Es un truco —dijo Lorenzo, volviendo al picaporte, sin dar ninguna importancia a Martha.

¿De Elías? —preguntó la otra, mirando a Martha como si descubriera los ardides que ella proponía siempre.

¿De Elías? —insistió Román, mientras bajaba la escalera en ese picado, que desafortunadamente Lorenzo aún no ha podido tomar con su ficticia cámara de importación.

Los dos cineastas tenían en común la realidad cinematográfica de unos fogonazos en el celuloide blanco y negro de sus vidas grises.” Nota del traductor.

Antes que las mujeres interpelaran la segunda pregunta en plagio de la primera, Lorenzo logró destrabar el prismático de la cerradura. El ruido, reconocido por todos, él lo contuvo en su puño mientras se ufanaba de su mezquino arte, y así se volvió a la compañía, como la primera vez.

Era un truco, ¿no les dije? —dijo, consultando las miradas ansiosas de los otros.

Las dos mujeres hicieron coincidir sus dos miradas, otra vez anhelantes en el puño otra vez crispado. Allí, sobre la perilla que habría de girar de nuevo. Martha vio en los dos roles femeninos de Lidia la fecundidad de un vientre tres veces hostil, y al tiempo ponderó el balance de los castrados varones que le tocó encarnar, siendo siempre la desdichada Martha que solía ser. Lorenzo, quien antes cortejaba a Lidia, era en la escena el rey y alternadamente el furtivo amante, y la Lidia iba a ser, sin duda, la reina encinta y la amante en riesgo de otra maternidad azarosa. Martha quiso para sí un disimulo que atenuara su aridez en la escena. Lidia, del mismo modo, procuró que su luto culpable le sirviera de himen, porque incluso si un parto la desfloraba ya hubiera soportado lo bastante una virginidad de nueve meses.

Román terminó de bajar las escaleras, y cuando apenas pisó el rellano Lorenzo hizo girar la perilla. De un tirón abrió la puerta y sin volver la mirada a quienes, como lo hicieron antes, debían seguirlo. Las luces del tablado debió haberla encendido Elías. Las dos mujeres detrás Lorenzo entraron; primero Lidia, en reparo de su preñez, seguidamente Martha, y luego Román en la premura de no quedar tan rezagado de las mujeres. Lorenzo disparó los conmutadores que igualaban la claridad venida del quicio. ‘Es raro que Elías no esté aquí’ ‘Es raro que haya salido’ ‘Por qué no encendió todas las lámparas’ ‘Qué pudo olvidar que no nos recuerda’ ‘Ya debería estar aquí’ ‘Quién dice que no esté aquí’ ‘Por qué a media luz’ ‘El pobre viejo sabe tantear su cueva ya lejos de su Sodoma ay qué te hiciste Clarita’

Cuando Lorenzo bajó el primer nivel, los otros le seguían igual de cabizbajos.

Miren —dijo Román, mientras detrás se ajustaba los anteojos. Entre la transparencia veía de través el tendido cadáver de Elías.

Es Elías, ¿y si no hace de muerto?

Es un…

Está…

Por Dios… (Oscurece.)


Escena 5: (momificación)

Elías —gritó Martha, tomando el brazo de la otra mujer.

Míralo, es él —insistió Román desde atrás.

Lorenzo, tanteando de las paredes algo al menos, no adelantaba otro paso, y tras de sí quienes le secundaban eran primos de esta especie impávida y contenida.

No es una broma; está tendido en verdad —por fin dijo, al tiento de sus toscos dedos, casi reptando por la áspera pared.

Y si no mientes, ¿por qué dices la verdad? —dijo Martha, desgajándose de la procesión—. Está tendido, dices —tomó sitio y bajó lentamente al tablado—, y tendido lo vemos después de que le vieras con el guiño de tu ojo —vio el cadáver sin subir al tablado.

¿Quién será la pícara que cree ver en el inocente la celebración de su propia ruindad? —dijo Lorenzo.

Ah —dijo Martha, volviéndose con los brazos en jarras—, confiesas tu crimen y luego me acusas a mí. ¡Qué justiciera es tu impunidad! Hasta tus cuartadas son: “Yo lo hice, vayamos a ver adentro. Así no, que la puerta tiene su truco. Lo ven que sí” —agregó, señalándolo.

—“Antes de desaparecer en eclipses de sus misterios…” Ahora cuenta tú tu incógnita —dijo Lorenzo, remedándola.

Oigan —intervino Lidia—, vayamos a ver si aún está muerto.

Calla, que bien conoces quien lo mató —dijo Lorenzo, sin especificar más.

Y hasta es altanero, como lo ven, muchachos —dijo Martha, mientras le acusaba explícitamente.

Vamos, esto es absurdo —dijo Román, entre temblores—. Nadie tenía razón para matarlo. Si está muerto, ningún sentido tiene que ahora se disputen la irrealidad de un crimen ¿Qué crimen acaso éste, que yace con el mismo Elías?

Cuando bien pudo morir por su misma mano —agregó Lidia.

Ay, miren… Si es Román y Lidia, los pobres inocentes que vienen a testimoniar el dilema culpable —dijo Martha, concentrándose ahora en la mujer, que por haberla lidiado de otros modos la descuidó demasiado—. El mismísimo Román que estuvo más temprano de la hora convenida y que no nos dijo si el difunto estaba adentro; y la Lidia que callaba quién sabe qué confesión antes de llegar aquí —agregó con la rotunda aspereza de su voz.

Si alguien tuvo móviles para matarlo fue precisamente aquél que al consumar el acto quiso del muerto un muerto tan sólo. Ustedes dos, apenas mirarse, se acosaron con sus ojos, y mutua fue la avaricia de contarse entre los demás. Nunca llegaron a pensar en uno de los celadores, y ahora quieren dilapidar los medios de esta escena.

Cómo dices tal, mujer —replicó Lorenzo, avergonzado.

Claro, cómo lo dices, si todos queríamos matar al viejo, y nuestro común apetito ahora no deja migajas en el mantel.

Qué oigo; sólo pueden estar hablando de ustedes —dijo Román, teniéndose la cabeza.

Sí —dijo Lorenzo, en una carcajada—, es que somos tan egoísta con la prédica de todos.

Yo vine, ciertamente antes que ustedes… porque no sabía que llegarían después. Después de que mi inocencia nada atestiguase, tuvo que pasar lo que pasó —dijo Román, casi entre sollozo.

Lidia lo compadeció, como cuando reverenciaba la pared.

Saca tu lanilla —dijo Martha, pero lo dijo para tener que callar un momento.

Qué buenos actores somos todos —dijo Lidia—, y no ha empezado el último ensayo.

Vayamos por ayuda —aconsejó Román, en la contención de sus lágrimas—. Quizá no ha pasado de lo póstumo y entonces quizá también... ¿y si es una broma? —agregó, como si en el último momento se pudiera revertir la autopsia.

¿Tienes miedo de acusarnos? —dijo Martha.

Salvo Román, los otros bajaron hasta donde Martha podía desafiar al mundo.

Lidia lo hizo como si tuviera que confesarse de repente, pero con tal suavidad que el silencio pudo hallar su fondo muy dentro de ella.

Y tú, ¿tienes miedo de que te acuse? —preguntó Lorenzo a Martha, palpando la pared, con esa convalecencia senil de no resistir la respuesta.

De qué tanto temes tú, si los otros también quedarán sin sus máscaras. Pues el criminal lo condena mi admiración, y tanto más si es él mismo que puso en este muerto la duda—dijo la ventruda foca, mientras señalaba al muerto—. ¿Ese viejo no nos juntó sólo para repetir como papagayos las lecciones aprendidas? —agregó, mirando a Román.

Está muerto —contestó Román a la insistencia—, pues ya se me figura que lo mataron de veras.

Ya mataste el suspenso —dijo Martha, subiendo al mortuorio ras.

Oigan. No puede ser ninguno de nosotros, ni porque las razones nos dividan. La confusión está en que cada cual se guardó para sí la vergüenza de ser el inocente que apenas podía ser —dijo Lidia.

No lo toques todavía —advirtió Lorenzo, cuando vio que Martha se acercaba al finado.

Llamemos a los celadores —dijo Román, tal vez lo dijo para que se revelara al fin la confesión del criminal.

Ninguno de los otros contestó a Román, y éste aún de pie pretendía alguna ventaja tras haberlos enfrentado por primera vez, acaso haciéndolo con igual ímpetu del que luego se servía para callar allí.

Martha, sin atreverse a violar el espacio fatal, rodeó al cadáver. Lorenzo y Lidia, sin subir al tablado aún, miraban las canas menos pálidas que la misma piel. Román arriba, recostado al tope de carteles, esperaba que cualquier allegado del velorio contestara desde sus ángulos. Quizá el pobre bruto quería esperanzarse de una súbita esperanza. Sin embargo le carcomía la espera (la misma que por despecho le hizo rasgar también el recorte del preceptor).

Déjenme, que yo los llamo —dijo Román, quizá porque la servidumbre le podría favorecer después de tanto arrojo, quizá porque era mucho más valiente esto.

Pudo haber sido uno de ellos el que leyó la nota —apuró Lidia—, y desde luego no querrá figurar para ningún otro esfuerzo extraordinario.

Román se puso a pensar en uno de ellos.

¿Llamamos a la policía más bien? —replicó, con sequedad, acaso para no desistir.

Ahora nos culpas abiertamente, ¿verdad? —dijo Martha—. Qué bueno que por la excepción conozcamos al criminal. Felicitaciones, pues… ¿No les parece sospechoso que el juez llegara antes que los sospechosos y después nos dijera a todos “después”?

Cállate, Martha, es de mal agüero insistir delante de un finado —gritó Lorenzo.

Silencio, compañeros, que al hombre se le ocurrirá otra huelga —dijo Martha, en exageración de su sarcasmo.

Que no sea de brazos caídos, porque también me colmas, Martha, y ardida estoy de contrariarte con mis puños —dijo Lidia.

Cállense todo —gritó Lorenzo, y subió al tablado con la determinación de hacerlos callar—. Este hombre, que está muerto aquí, nos enemista con su condición, tanto que por ella consigue oscurecernos más. Este hombre —señala al cadáver—. Este hombre… éste, tendido con la misericordia de tener la boca abierta y vuelta al cielo raso que le guarneció del cielo, pues el mismo que en vida fue el sobreviviente de sus desmanes, y que ahora tendrá la ocasión de no sobrevivir más al ser apenas el vivo retrato de lo que es, a éste, pues llamémosle aún por su nombre de pila para que se sepa con qué impostura saltan sus bastardos…

Lorenzo se cortó de repente y la pausa de todos fue larga, y el unánime voto del suicidio vino a colmar todas las conciencias, y sin que hubiera menester de la nota ausente.

Elías estaba de luto como entre bromas prometió asistir al último ensayo. Tendido en medio, acaso el derruido límite de su extensión rectilínea. Ni sus ojos, abiertos en cada ojo, resbalaban desde donde lograron cebarse los músculos con desesperación. La carne era cetrina bajo aquella luz. Había cierta rigidez en la desencajada mandíbula y en el arco de la nuca. A los lado del vientre parecían que las manos flotaran en el piso; manos convexas como aletas inútiles en la orilla.

Lo veían tan solitario, que atrás, tal vez oculto en el entrepiso, estaba el resto de lo que veían. Elías al fin estaba rendido, sobre la misma arena con la cual cronometró los turnos de sus púgiles. Pero quienes creyeron que iban a aprovecharse de su usura, sólo podían aniquilarse con acusaciones repentinas, o el resentimiento de requerir la confabulación de otros enemigos les mermaba en el mismo hervor.

Ni Martha ni Lidia, tampoco Lorenzo, se ocuparon de la utilidad que para cada uno daba la escena, porque muy dentro de sus impulsos temían de una complicidad que más bien fue servil antes que por voluntad propia tiránica.

Esta situación fue comprimiendo hasta otras leyes que fueran propicias más a sus excepciones que a la necesidad de suplir a las antiguas leyes. Hubiera sido cual fuera el código primero, la apuesta era única y fundamental, porque todos se entregaban a la arbitrariedad de sus partidos, tanto más si ello les hacía comprender el caos con cierta lucidez. Así, el provisorio Román, detenido en lo alto, consiguió mucho de su mansedumbre; pero así también el memorioso Lorenzo recordó que el porvenir de la tormenta era reducirse en el espejo de los charcos, y antes que ver su cara arrepentida en el sutil rizo de uno de ellos, impuso el vacío de haber memorizado todos los parlamentos.

Bien que podía saborear su saliva el altivo Román, si no quería tragarla cobardemente. Las mujeres lo escucharon, aunque no porque él pretendiera una revancha ni porque promoviese la espuria virilidad de su despecho, sino, más bien, porque ellas ya estaban sobre el tablado, esperándole en el sitio. Así que el trípode de la conjura anegaría a un altanero, cuya mezquindad no debía ser inexpugnable, ni siquiera porque reivindicara su inocencia hasta el final ni porque ese final fuera también el suyo.

De haber tenido esa pequeña flauta de madera, al menos hubiera improvisado la melodía de quien jamás aprenderá a tocarla, y en procura de un milagro infantil trataría, tal vez in articulo mortis, de reanimar a quien se tendió por su mismo tósigo, con aquella bífida sonrisa de siempre aflorando de nuevo desde el piso ¿No era entonces éste el símbolo de su anhelada independencia? Pues de otras servidumbres —contraídas aquí— con ir a ejercer su profesión afuera quedaría desligado, a pesar de obrar en favor de sus colegas rivales. Ciertamente no podía decir lo mismo con respecto a su mentor de drama, salvo que con la extinción del yugo al fin pudiera comprender sus derechos adquiridos. La amargura empezaba a dulcificaba su libertad. Los tres de abajo notaron la transfiguración de Román, ahora volvía a la lanilla, pero con todos los adverbios de algo comprensible para todos. Y era que todos, según cada quién siguiera en verdad su parte, habían sido por su propia cuenta el mismísimo Elías, el mismísimo que combatieran con una sincronización que ya se reflejaba en todos.

En el curso de los ensayos muchas habían sido las objeciones, y muy vigorosos los reproches de Elías. Pero el viejo director dejaba más bien que los mismos preliminares engranaran en escena. Era en Lorenzo contra el cual sus objeciones eran más terminantes, obligándolo a figurar en escena tan caprichosamente como ameritara su propia memoria. El elenco, en su conjunto, no consiguió nunca antes este asombroso punto de armonía, que ya en punto del funeral aglomeraba las diferencias en concierto, como así lo deseara tanto y tan entrañablemente el director. A veces, y cada vez más cerca del último de los ensayos, Elías extrañaba la pulcritud Clara, que quizá por ser sola en su tarea no iba rezagándose detrás de muchas combinaciones. Pero he aquí, en el funeral, ya con el orador en convenio de los otros principales, que el muerto era el envidioso tema del predecesor.

Miren la dicha de lo que es franco en él. Lo que se ve proviene de algo que invisiblemente nos combate. ¿Qué alevosía puede persistir en ese cuerpo, se preguntarán, si tanto se aclara el blanco de nuestro encono? Pues incluso sus ambiciones ahora se pueden reunir con su cuerpo y el oprobio de nuestros deberes ya no nos mortifica. Míralo, Román. Ven a verlo más de cerca; ven a verlo junto a nosotros, o ve primero afuera, pero sólo para asegurar el quicio —dijo Lorenzo, entre la confidencia de todos los cómplices.

Román marchó, en efecto, a trabar la puerta con los pestillos del dintel y el umbral, y antes de que las mujeres se impacientaran por su ausencia, Román retornó y bajó de una carrera hasta el tablado, sin demorarse en donde con tanta lucidez se detuviera. Todos, alrededor del difunto, se miraron a la cara, y de tanto mirarse se guardaron de sus vergüenzas, quizá porque habían de ocultarse también debajo de sus propias parras, dado que todo lo demás quedaba insepulto como sus bocas y el cadáver del tirano. Así que el rey, que quizá había de serlo en escena, debía restituir allí su discurso.

Hay que condenar este cadáver, antes de que llegue Clara —dijo Lorenzo sin la misma grandilocuencia, mientras la concisión de aquellas palabras se repartía en la perplejidad de los otros. Nadie quiso compadecerse del bulto.

Si dejamos que con impunidad la antigua opresión nos agobie, habremos de consentir las demás licencias que los bastardos se atribuyan. Este señor nos trajo hasta aquí, y ya entusiasmados por sus promesas… —aquí se detuvo, acaso sólo para sí, y tras la pausa cada cual se detuvo en el repaso de una profecía que no dejaba de repetirse en la obra.

Ahora se hace el muertito —dijo Román, entre las dos mujeres.

Y sí que se hace muy bien —concedió Martha, pero ya sin el sarcasmo de antes.

Con admirable perfección —completó Lidia, siguiendo la ceremonia—. Con la admirable perfección de serlo, se diría, aunque terriblemente en perjuicio de nosotros —continuó—. De que no se le descubra antes del estreno, depende que se empiece con buen pie, el mismo día para el que se imprimieron los carteles. Ya no hemos rebelado contra él, luego nuestra perfección está en sacrificar la suya.

Pero ¿cómo tapar a este insepulto? ¿Qué tierra entre la sospechosa espuma de tantas olas? —preguntó Román, acudiendo a la lanilla—. Los mismo celadores ya saben que él entró aquí—agregó, tal vez por presentir otras preguntas.

Pero no que ya ha salido —repuso Lidia.

Precisamente porque nadie le vea salir es que la ceguera es prodigiosa —insistió Román.

Si no sale, ¿quiere decir esto que yazca insepulto?

Pues no podrían pensarlo de ese modo.

Exactamente. Cuando entró, ¿qué pensaron aquellos celadores, que él venía de algún lado especial sólo porque se adentraba como lo hacía siempre?

Tiene razón Lidia —dijo Martha—. Afuera y adentro viene siendo lo mismo cuando el director tiene de portal su ombligo.

Quién pudiera impugnar esta evidencia —completó Lorenzo.

Así que aumentemos esa condición —se propuso Román.

Además, ha salido quién sabe para dónde —dijo Lidia—, porque he aquí sus llaves, ¿no es cierto, Román? —y con el pie hizo sonar las llaves en el bolsillo del finado, como si las tintinearan entre las suyas.

Muy bien. Lo difícil es convencer a Clara —siguió Martha.

No le costará mucho creerlo, si se le consigna la nómina de hoy, anexa a uno de estos borradores como memorando —dijo Lorenzo, mientras atenazaba un boceto autógrafo que Elías dejó sobre un pupitre.

También a la vista de Román podía verse lo que Martha a tientas pellizcase. Todo fue tan propicio como el cauce de un río inexistente. Las llaves, el memorando sobre el cual Elías no tuvo la holgura de ser patético y además ese silencio que parecía haberle atragantado profundamente.

Tenemos algunas horas, antes de que llegue Clara —dijo Román.

Y también las mismas horas para el último ensayo —agregó Lidia.

Las mismas horas, mejor no pudo haberse dicho —concedió Martha.

Las mismas conforme mañana será en verdad el estreno —dijo Lorenzo—. Los celadores no vendrán a ver nada, porque nunca vinieron; y el cartel no se suspenderá, porque así se ha reproducido, ¿y acaso esto último no ocupó en mucho a la bruja de Clara? Luego, cómo no nos creerá por tener la fe que tiene y debe tener. De cualquier modo, no abriremos hasta la hora final del ensayo.

Y si, digo yo, unos de los celadores le da por…

Cómo crees Román. El viejo se mató solito. No posterguemos un enigma que nos tiente a otra discordia. Quiénes, si no nosotros, sabemos que la realidad es propensa a seguir nuestro ensayo general —sentenció Lorenzo.

Hay que ocultarlo en el entrepiso —dijo Lidia, como una revelación—, envuelto entre los tapices del fondo, que pintados fueron para mortaja, ya que no para despuntar a flor del fondo; me parece que es la última voluntad de este suicida.

He aquí el primer ritual de muchas otras simplificaciones —dijo Lorenzo, como para sí—. Y ahora que éste no estará adentro para cambiar las luces y los cuadros, ha de conservarse sólo lo que según nuestros turnos pueda ser combinado en escena, de modo que los parlamentos de los personajes y los silencios del paisaje se alternen sin estorbarse.

¿Y qué se pintará entre el vacío? —preguntó Román.

Hoy tendremos que resolver las repeticiones de los cuadros pertinentes—dijo Martha—, y los pormenores entre sí.

Diferentes situaciones, en el mismo ámbito y bajo la misma bóveda, corresponden a la ilusión de un espejo —dijo Lorenzo.

Y es el verbo dicho, que en su origen progresará igual, etcétera —dijo Lidia—. Etcétera —agregó.

Así deliberaban en torno al cuerpo, cuidándose de no pisarlo mientras creyeran, por golpe de sus talones sobre el tablado, que pisoteaban la memoria del difunto. Todas las líneas que antes memorizaran, como verídicas para todos fueran, las recordarían mientras se pasearan sentenciosamente; y después a ser redichas en el mismo llano sobre el cual ensayaban las pisadas del velorio. Pero estos recuerdos tenían un límite fijo, porque, después de todo, serían escuchados por casi cien, que quién sabe cuántos serían en el estreno. Así que el memorioso Lorenzo presidía la conjura sin darse cuenta siquiera que cumplía con su aspiración.

Las escenas que compartan el mismo cuadro, simultáneas o no, las reduciremos a sus símbolos, cada cuadro tendría su razón contingente, por así decir —dijo Lorenzo.

Un soneto para todos los cuadros —dijo Lidia, con la sonrisa de organizar las ideas de Lorenzo —. Los veintiocho hemistiquios espaciados entre lo que se memorizó, antes que se reúnan otra vez en la memoria de los espetadores que igual van a desperdigarse por la vasta tierra.

Claro; ahí está el espejo —dijo Román—, y también la razón de ser aceptado y comprendido por el público… pero, qué pasa con Clara —agregó, interpelándoles a todos.

Cuando se dé el estreno, ella esperará a Elías todo lo que nosotros hayamos de fingir en su espera, pero no podrá aplazar nada, así que no le quedará sino ceder ante el público y ocuparse de la puerta como si nada. Digamos que no telefonearse antes del estreno es una superstición que le queda de perlas a este muerto—dijo Lorenzo, irónicamente.

Queda trabajarse al bulto —dijo Lidia.

Sin embargo, por implorar la presencia de un dios en la escena se precisa ungir al finado para su sacrificio —contestó Lorenzo.

¿Supersticiones aquí también? —preguntó Román, habiendo anticipado para sí la respuesta.

Es algo más que eso, hombre —corrigió Martha—, y tú, al modo que te convenga, lo has de saber como nosotros.

Busquemos aceite, entonces —dijo Lidia—. Un óleo.

No hay nada que se le parezca en el inventario, y lo saben —consideró Román.

Aquí es tu iniciación, Román. Irás por un ungüento —dijo el otro.

No tengo con qué comprarlo —dijo Román—. Qué vergüenza, pero no traje gran cosa conmigo —y se volteó los bolsillos. Cayó la lanilla en el tablado, y cayó una sola moneda que rodó hasta declinar al margen de la calva. Todos vieron el círculo de metal en su efigie incuestionable.

Esa es tu parte —dijo Lidia—, y ésta la que me corresponde —agregó, al tiempo que echaba dos monedas en el tablado.

Creo que aún falta —dijo Lorenzo, echando las monedas suyas.

Si no sobra, es lo conveniente —dijo Martha, en su turno, he hizo sonar también los dos últimos círculos en el tablado.

Por primera vez, desde que se juntaran para el subsidio, cada uno veía en el curso de sus propias monedas la particularidad de todos los gastos, y veían en el avaro tesoro ajeno, la proliferación de un comercio exótico al verdadero valor de sus monedas.

Los cuatros conjuntos en torno al muerto, separadamente como sus propugnadores, todavía no se habían mezclado en ninguna cifra, si bien todas las monedas estaban vueltas en la misma efigie. El albur parecía conjugado, pero sólo porque se dictó con el perfil repetido nueve veces en un ras. Una moneda de Román, dos de Lidia, las tres de Lorenzo y las otras tres de Martha. Esa numismática todos la imaginarían según los cuatro cuadros diferentes, que eran las únicas lonas del fondo que podían administrarse en el ínterin de los actores.

El rey imaginado, penitente bajo el único Dios, era el que cada uno pensó que debía ser, pero era uno de los cuatro que le rezaban al mismo dios. Sus tiranías eran cuatro tiranías diferenciadas. Sus esposas eran cuatro reinas en la promesa diferente de una prole exclusiva. Sus súbditos eran cuatro multitudes abreviadas en el trámite de sus respectivos dineros. Los bastardos de cada corte fueron engendrados de cada cual y en juramento de sus partidos traicionarían los cómplices de la conjura cuatro veces revelada en el mismo tablado.

Entre los cuatro iban a pagar el ungüento que ungiera el sacrificio, y así al fin se reunirían las efigies en conmemoración de su indiviso escudo, pues cada fracción de lo que en conjunto se pagara era la codicia de cuatro tipos de mercaderes, aunque combinados todos en virtud de lo que se comprara. Si desde siempre hubo un símbolo en las monedas acuñadas por el rey, pues para perjuicio de su misma corona la voluntad de los corros insurrectos iba ir, de moneda en moneda, hasta las espadas, así que ningún regateo iba distraer la conspiración sino al contrario conducirla a pulso de severas omisiones, por lo cual era obvio desde el principio que se debía suprimir al monstruo antes de que ocurriera algo.

Cada contribución, en torno al sacrificio, tenía cuatro fechas de acuñaciones diferentes; a saber, las mismas cuatro que cualquiera apreciara sin más precaución que la suya. Por más que embadurnaran la momia, la policía iba a interpretar el hallazgo según las cuatro corazonadas que cupieran en el mismo pecho, porque sus pesquisas darían con un culpable que no tuviera ninguna otra afinidad que la de un misterio secundario. Así que para diferenciarse de los otros roles cada cual debía ser tan devoto como el rey, tanto que cada uno se lo figuró bien determinado al espejo. Por cierto que adelgazar una grasa común sobre el difunto, era también una constancia de que la supresión del monstruo fue lo que empezó por unirlos verdaderamente. El verdadero ritual en adelante era convivir con los otros cómplices, pero cada quien en reserva de sus propios credos y en corona de su mismo trono.

Román fue por el ungüento y no hubo cambio; y al venir le avisó al celador que Lidia quedaría con la llave.

En la piel que no estaba cubierta por el luto de lana, se untó el ungüento como si las últimas especies de un charlatán promisorio se concentraran allí. Los dos hombres, cada uno de un extremo, tomaron al finado y lo llevaron atrás. En uno de los tumultuosos cuadros que Martha extendió adentro se echó al cuerpo, vueltas y vueltas que le marearían entre las volutas de esa mortaja. Lidia despejaba el entablado, haciendo el campo para que se le disimularan entre los archivos, como si él mismo Elías después de apurar el tosigo hubiera tentado allí su sepulcro.

Todos operaban con un orden tan entendido y silencioso, que cada cual hacía su parte de un modo que no se estorbaban nunca. Los hombres decidieron subdividir la empresa, y Lorenzo se echó sobre los hombros el fardo y se empinó por las escaleras, mientras Martha y Román procuraban en vano una nota suicida de la cual deshacerse hasta que hubiera de reconstruírsele después del estreno.

Por indicación de Lidia, el hombre dejó caer el fardo en seco. Lorenzo por fin dijo que el viejo le confió la consulta de otra obra, y que debía confesarlo entonces para exponer con sinceridad esa perfidia del director. Sin embargo, los demás confesaron igual, y con la rabia de saberse separados por la misma codicia, decidieron reunir los fragmentos de cada uno. Así pretendieron el rompecabezas policiaco, pero sin otro sustento que el enigma entre las ruinas.


TELÓN: ¿Un carnero, un cabrito o un cordero? ¿El primo de un rebaño próspero o el que quedó para saciar el hambre de los sacrificados y de los reverentes? Restituyen al creador un muerto de su creación pero ningún balido se escucha y el cuero se curte en odres de unas alabanzas y el vino nubla al pastor que tan tarde se despierta cuando los primero sepan que se dormirán después entre el croar de las ranas y los trémolos grillos
































ACTO QUINTO (Job. 7, 8.)


Escena 1: (la policía)

Para poder entrar sin rezagarse de sus cuartadas, cualquiera de ellos tuvo que merodear como una sombra entre las sombras. Al menos uno de los celadores en turno hubiera tenido que reportar un hallazgo a la sazón de cuidarse de él.

Como se sabía todos los dinteles estaban vedados, excepto aquellos tres para las cuales el director trajo su manojo de siempre. Naturalmente la cerradura del teatro y otras dos cerraduras a su cargo; es decir, el despacho administrativo de Elías y un salón de reuniones que compartía con sus otros colegas. Sólo dos de los cinco baños de la planta estaban abiertos, pero en la noche se les corrían sus cerrojos; por lo que una ronda en los pisos superiores podía ser estorbada escaleras abajo, mientras casi en un descalabro el vigía fuera a resolver un alivio al tiempo que un dilema, y tan pronto lo hiciese como atinara a una de esas providenciales cerraduras. Todos los quicios, uno detrás del otro, y en una especie de numeración incomprensible, se sucedían al calco de las mismas huellas que les agotaran, acaso como los recodos de un arduo laberinto. ¿Qué homicida con urgencia podría esperar su hora, y en dónde?

No era la primera vez que Elías, aprovechándose del asueto, acampara a salvo de la intemperie, pero sí era la primera de todas esas veces que juró hacerlo por última vez. Mientras estuviera allí sólo ocupaba aquel teatro, y en raras ocasiones abría cualquiera de las otras puertas. Antes de fin de curso, traía, de esas dos puertas precisamente, todo lo que hubiera menester en el retiro de sus privaciones. Excepto que se olvidara adrede de lo que no le faltaba sucedáneos, sólo volvía a los salones para procurar cualquier cosa de una precisión muy singular. En esta ocasión sí echó de menos lo que menos era por innecesario, y así el orbe propiciatorio de su último ritual tenía una sola clave en el giro de una sola cerradura.

Los baños le eran a él, como le eran a los celadores y a los cuatros sospechosos —y como quizá le serían a los concurrentes—, el refugio de energías exaltadas por los recesos. Todos los miércoles los bedeles acudían a su limpieza, y al otro día el director firmaba los informes y memorandos que luego recogería Clara, por lo que cuatro de las sesiones eran referidas casi en pos de profetizar una quinta sólo satisfecha en el delirio. El que la última de la profecía fuera truncada por la muerte del profeta, y justo en la víspera del estreno, ¿adelanta, entonces, el despecho de un subversivo?

Los cuatros actores por separados condescendían con los bocetos del director, tal vez sólo para que éste fuera más indulgente que de ordinario; y tal vez también el más perspicaz del grupo socavaba en secreto la misma tiranía hasta una profanación que les importaba a todos por igual. Elías, tal como lo advirtió entre bromas, vino de negro entero, pero no pudo, así de ungido, tiranizar también el luto de sus dolientes, sino que toda su potestad fue la de caer para la unción de otros óleos más irrevocables.

Cualquier policía puede concluir, tan fácil se le presenta lo obvio, que para acometer contra el director su asesino tuvo que burlar a los celadores del estacionamiento, pues la entrada principal era inexpugnable incluso para los turnos de los celadores. Ese muro alto voceaba frases altaneras que lindaban con los adoquines concurridos, tenía sólo un soportal de hierro reforzado, mientras un espiral de espino le coronaba a lo largo. Cualquier policía puede concluir al punto que para entrar, sin que se le viera en la única entrada probable, el asesino tenía que procurar hacerlo antes que el director entrara, y justo cuando los celadores hubieran de sospechar más bien las señas de unos intrusos y no la comprobada sumisión de los actores. Luego era menester ser el intruso que cualquiera de los celadores hubiera creído ver a traza del antifaz, pero serlo, aunque sólo en la fe de unos noctámbulos, sería el único provecho de esa justificación.

Cualquier policía puede rematar que desde los jardines hasta decir que se podía estar adentro, mediaba todas las puertas en giro de sus claves. Entrar a los jardines sin ser visto era una antesala harto costosa como el manojo combinado de todas esas llaves, pero decir que ya se estaba adentro, sin siquiera abrir ninguna de esas puertas, era la jactancia del verdadero homicida, contra la cual las previsiones de quienes deliraran en sus rondas serían tan útiles como las de aquellos que no estaban en guardia y sí en la placidez de sus catres donde soñaban cobrar horas extras. Pero incluso un acucioso agente, según interrogara a unos y a otros celadores, le demoraría bastante para que le respondieran cuando menos lo mínimo que la corporación se guarda para sí. Así que muy difícil hubiera sido que de esas huellas se aviniera un rastro propicio a la investigación.


Al entrar Elías eran las menos cuarto de la hora en que le saludara el segundo de los celadores. Su Eliasiano escrúpulo le hizo contenerse, o cuando menos amagar una pirueta en el baño. Adentro abrió uno de los grifos. En la cuenca de sus palmas el gorgoteo del agua iba rebasándose hasta que tuvo conforme no bien se escurriera las cosquillas del brindis. Se echó el agua en el rostro, y al espejo enfrentó las facciones que goteaba unos flequillo de cristal. Vio sus ojos fijos en ver lo que veían. Después vio la frente prolongada en la calvicie. Vio la nariz en el entrevero de sus confusos deltas, como si con esas dos formas las venas artísticas abanicasen a un pozo ensangrentado y también en ascuas. Elías no pensaba en nada fuera de pensar en muy poco, y se vio persuadido de que frente al espejo era mejor seguir el trance, quizá por pensar menos aún de lo que allí se le alcanzaba.

Cerró el grifo entre su puño crispado, atesó las canas con el húmedo relamido de sus dedos. Se volvió al espejo, antes de despedirse en el revés del luto. Descubrió en su suéter una cana, que retiró en pinzas de dejarle caer al vacío. Salió del baño y caminó lentamente hacia la cerradura singularísima, en razón de la cual había traído la llave entre las otras dos llaves.

Desde la parada de autobuses, ya había caminado de prisa un buen trecho hasta poder entrar a esta breve caminata, y así de avaro tasó su tesoro, huella a huella, en la angosta sucesión de los talones. Vio caer, desde los pretiles, las alforjas de la ausencia hasta los patios. Vio las galerías entre diagonales y según la repetición de sus escrutadores ojos. Y tan lentamente las vio, conforme lentamente iba sobre sus pasos, que en las molduras de concreto redescubrió, o creyó descubrir, las mismas imperfecciones de su piel al espejo.

Le sobrevino un mareo. Mas a tientas sintió que seguía al frente, a nivel, inmóvil como si sus movimientos estuvieran equilibrados con artilugios. Ya estaba frente al cuadragésimo aniversario cuya placa conmemorativa le diera ha mucho un saliente al edificio. Siguió con lentitud, aún más lento, pero sin parar un punto. No hizo alto en el orbe que veía. Así que mientras veía la pared recordó más bien, en el mismo sitio que veía, como en su primer semestre se recompuso tanto al espejo. Ya en vísperas de su primera obra, muchas y diversas ocasiones fueron las que le infundieron un ánimo exultante, que con cierta vanagloria le hizo convidar a otros profesores al primer estreno.

Bueno, hombre, tengo un compromiso indeclinable para esa hora, y es la de no embarcarme allí donde me citas… huir huir… no querrás que falte, con lo cumplido que se me ve, ¿verdad? Es broma, pero si te soy franco, Elías (¿así es que te llamas?)… muy bien, sinceramente no quiero ver llorar a Príamo, ahora que… cómo estas, hombre; yo muy bien… Estás de gira, ¿verdad? Disculpa un momento, Elías… cómo va ser, hombre; de gira, llenándote los bolsillos, ¿eh? Disculpa. Tengo que irme, ¿Elías? Bueno, son casi cien lunetas que las ocuparan los más ociosos antes de te canses de convencer a más gente. Adiós… Elías, ¿verdad? Y tú. Felicidades, hombre; ¿cuándo estarás en la ciudad?’ ‘Ay, qué bonito será ver llorar a Príamo, pero se afearía todo si no acudo a la cita de mi cheques.’ ‘Cómo va ser, ¿la primera obra de los chicos? Se te van a saltar las lágrimas como Príamo, Elías.’ ‘No habrá lugar más que para los dolientes de Príamo y yo ahora tengo otro velorio.’ ‘Ponga a hervir dos cubos de hielo en agua fresca, agregue nieve al gusto, remueva a término de que merme a la mitad, deje que se enfríe y sírvalo luego en platos hondos. Por eso no me gusta ver llorar a Príamo, puede que yo corra con la mala suerte de que en esa desventura me sazonen el caldo que tanto nutre mi sencillez… ahora si me voy, Elías, y definitivamente; no vayas a llorar como Príamo en la puesta de los chicos, que me apenaría perderme una escenita igual, y con lo que no me gusta ver llorar a Príamo. Es broma. Tranquilo, que habrán de ir sus dolientes, casi cien, ¿ves? Ya te han dicho una gran verdad, hombre, irán los amigos de los chicos, es cosa de chicos… ¿También vas al banco, mujer? Al rato te alcanzo entonces… Oye, ¿no te han atendido aún? Permíteme agilizar un poco, pero prométeme unos boletos de tu gira. Ah, ¿ése? Bueno, es un tal Elías.’

Se sintió afantasmado. Recordó la primera de sus estudiantes tendida atrás, con la pícara simulación de una maja, pero haciendo, cual era, de la disoluta hija de quien no gustaba ver llorar a Príamo. Se le asomó su última sonrisa amarillenta. La marcha ya era entonces igual de apremiante y siguió arrastrando sus palmas en la pared. Recordó cómo sus alumnos memorizaban los parlamentos pendientes, alternándose entre las interrupciones de quienes entraban y salían sin tomar partido de esas memorias. Recordó los memoriales de sus alumnos más estudiosos, y recordó cuando trajeron ese sofá donde también solía dormitar en solitario. Tantos recuerdos moraban en el mismo sitio, y por vitalidad de épocas distintas, que las evocaciones del tablado habían de preparar su entrada final.

Siguió lentamente, aunque creía haber hecho las pausas de un desierto. La puerta parecía lejana e inaccesible aún. Buscó en sus bolsillos la llave, y a tientas la escogió entre las otras también copiadas por el mismo cerrajero. La obtuvo sola, vio la sierra irregular con la que aserraría un bosque tupido. Supo que la puerta estaba allá, más allá, a la distancia de verle converger sobre el ombligo de una remota perspectiva, allí donde no vería ningún otro paraíso renovarse de la misma cerradura, pero supo que esas escorzos eran falaces, lo supo porque al mismo tiempo su don aguzaba sus sentidos y sin el promedio de cualquier otra(s) gafa(s) ajena(s).

La puerta era de numeración par; y dividida la cifra entre cuatro (que eran las hojas de ese quicio) daba otra paridad manifiesta, que a su vez entre dos (tales han sido los profesores destacados allí) finalmente resultaba la impar edad de Elías cuando éste pidió su primer subsidio. Muchos años en redoble de sus días le agitaban desde adentro, y sintió que nacía ya no de una afantasmada maternidad, sino de un laborioso e indoloro parto, después del cual marchaba a pie, mientras que otros sólo a gatas se topaban con la envidia.

Los teléfonos que detrás de él quedaron, adosado desde el primer recodo, se alternaban entre las averías más comunes. En unos, el socorro de hablar desde sus auriculares vanamente; en otros, colgados, el berrinche de una urgencia. ‘Aló, no aún no. El viejo nos tendrá hasta entrada la tarde.’ ‘Aló, cómo está padre. El agasajo de cumpleaños y luego te vas, supongo… no lo digo por eso.’ ‘Con este viejo no se sabe.’ ‘Es de un rey cuyo bastardo, que en la conjura…’ ‘Yo haré de…’ ‘Él hará de…’ ‘Y yo de…’ ‘Ya se imprimieron los programas.’ ‘Ya sabes cuán terrible son los corredores solitarios; recuerdo el bullicio de la matrícula, ¿te acuerdas? Bueno, ya Elías está impaciente.’ ‘Qué lluvia, ¿verdad?’ ‘Recibiste mi tarjeta. Cuando se te ofrezca, no tienes más que llamarme.’ ‘Quédate, mujer. Tienes que venir a verme. Padre nunca querrá venir, y es que si viene tengo que aplaudirle más bien yo; igual se mofará de mí por rogarte en vano.’ ‘Tuve la corazonada de que mi cardiólogo me entendería, y tienes que venir a verme en…’ ‘Detrás de la tarjeta está la dirección. Es una obrita para ejercitarse en el oficio de litigar…’ ‘Marco un número arbitrario. Ajá, ya cae. ¿Habló con el hijo de…? ¿Sois vos? El único por el que sufro tanto, ay, qué felicidad la mía de que sólo por vos, y no por los demás, haya de sufrir como debo.’ ‘Oíd, no colguéis. Ven a verme… que en escena, os pediré perdón. —Está equivocada señora—. Pero mi hijo. —Cuelgue o llamo a la policía—. Igual no sabéis de que maternal dolor os llamo, denunciadme entonces, que la condena si la merezco, tanto como aquí mismo la confiese a otro extraño’ ‘Sí, hoy mismo iré a recoger los carteles. Sí, ya Elías me dijo, y naturalmente que usted está invitado. Usted mismo conoce la fecha, cuántas veces no la repitió la máquina. Claro, como una guerra, y como una paz, como un armisticio, diría yo… claro, se hará público en muchas paredes. Se escucha al fondo a la máquina… que qué digo… que la máquina se escucha al fondo. —Sí, al fondo imprime—. Por supuesto, ¿qué es?’ ‘Preparaste lo que te pedí, ponlo en una botella, mujer. Claro que es eso. ¿Mañana? La guardia es hasta la noche, mujer; si ya lo sabes… tenme la botella que paso a buscarla antes.’

Colgaron y descolgaron los tubos, hablaron o callaron; oyeron la señal equívoca o el repique, el repique, el repique de una nota cuya delgadez se trunca en la voz de quien en sueños descuelga del otro lado. Elías sintió ese tropel que en la ferocidad de la carrera se le venía tras de sí. El terrible tintineo del metal, tal vez ensangrentado, relampagueante en los nervios de las bestias y hecho más del mismo polvo brusco de su polvareda. Las pezuñas vadearon esa corriente ya crecida desde las montañas, marcando en el fondo la crianza de quienes pesaban el doble e iban montados en pelo.

Escuchó el agua salpicada en la orilla; y escuchó el agua que goteaba del sudor y también el lustroso y seco espasmo desde donde empezaba a nacer las crines. Escuchó el resoplido de las bestias que subían la ribera lentamente, y escuchó los jinetes en el recio apuro de sus cabalgaduras. Empezó a sentir la tibieza de lo que escuchó después, que era no menos que el galope ya tendido en la espesura. Sintió en las otras orejas el vaho acalambrado muy cerca de las orejas de él, y escuchó los dos orificios que resoplaban en una última exhalación. Un caballo rodó detrás de aquellas otras bestias en fuga. Trepidaban los cascos adelante, y ninguno de los otros jinete se volvía al descalabro.

El rey iba al frente, presidiendo también la corona que ceñía en el pavor. El séquito detrás, intentando no perder la gracia del monarca vencido. Este rey lo apremiaba la usurpación de su rival, y aun así intentaba por su cuenta el modo de revertir su suerte por milagro del altísimo. En doquier el pasto reverdecía. En doquier el cielo se velaba en ciernes de una tempestad. En doquier el viento acalambraba, y en doquier una menuda lluvia, sobre la levedad del rocío, y aún no se mojaban las capas que iban en astas de la huida.

El omnipotente, el que todo lo ve, ahora tiene que vendar a dioses débiles, uno por uno, y también a la soberbia del extranjero que en sus ídolos de piedra procura su propia fe. Los caballos y la yegua penetran en el bosque, y en calma se transfiguran entre los árboles, tal en lo verde tal en lo seco, y bajo esos frondosos árboles también el favor del cielo penetra como otros caballos que igual se transfiguran y se confunden entre los demás. En un arroyo todos los hombres abrevan con la misma desesperación de sus animales. Nada se dicen, y el rey es el mayor en el silencio. Pasan la noche en vela, en torno a un fuego que crepita toda la noche. Y vueltas sus palmas en oración, amanecen agradecidos de salvarse y al mismo tiempo esperanzados de volver. Del otro lado los tablones del reino, pulidos todos en menguante. El reino, la servidumbre de los súbditos y una reina encinta. Vuelven a montar sus bestias sin apearse del desvelo. Ya distinguen el albur de los pájaros entre la fragancia del nuevo amanecer.


Abolid la monarquía, o queréis perder la cabeza por no pensar nunca en lo que os conviene siempre.

Abolid la monarquía o coronadle también sus excesos.

Abolid la monarquía, o como bufones coronaos a vosotros mismos.

Abolid la monarquía, o vais a cededle vuestra martirizada diadema también…

Abolid la monarquía, o tratad de rivalizar a los reyes, pero con tu diadema de bufón.

Abolid la monarquía o destronaréis a vuestros hijos

ABOLID LA MONARQUÍA, o caerá de vuestra cabeza algo más que una corona…

ABOLID LA MONARQUÍA, o pereceréis entronizados en vuestros males

ABOLID LA MONARQUÍA o con cuernos reinaréis y sólo por despecho…


Elías no volvió a escuchar a sus perseguidores tras de sí. Quiso volverse, pero antes prefirió dejar atrás a las escaleras. Pasó las escaleras. Cerró los ojos y se volvió entre parpadeos, pero nada, otra vez los teléfonos colgados en la misma serie. Quiso sonreír, pero los labios se invirtieron desde el interior. Puso otra vez los ojos en el camino y no quiso saber quién se había descalabrado en la espesura.

Allí estaba el dintel, frente a las siguientes escaleras. Al fin se desgajó desde esos raíles, y se hizo paso como si ya no fuera ningún pasajero. Caminó, cada vez más de prisa. Distinguió la cifra sobre el dintel azul. Vio las variaciones de las rejas también azules y el pivote de la cerradura de cromo pulido. Vio los dos carteles en oposición simétrica. Encajó la llave y dio un giro revelador. Abrió la reja y, con la misma llave, giró la perilla de la otra hoja. Entró, asegurando por dentro el truco.

Qué tonto hombre… tenía tanto miedo de entrar como de huir de aquí y de qué al fin y al cabo… los pasillos solos las escaleras solitarias los carteles a diestra y a siniestra del dintel… es el dintel de muchos años con la cifra en su corona… de qué te mareaste… a razón de qué si dormiste conforme soñabas el ocio de tu jubilación… casi cien lunetas pero no había modo de que fuesen cien este tabique era preciso y justo aquí... aunque todos los carteles pegados como los pegue borde con borde del cielo raso al piso retienen una cifra que me trasciende… ay casi cien ¿verdad? veamos cuántos han de venir… yo no llamé ni a uno yo no invité a nadie pues otros eran quienes se buscaran unos dolientes pero no más de las casi cien lunetas sólo los casi cien que quizá ya ha anotado Clara en sus foliecitos tal vez están completos y por más que sean todos los que hayan de venir y que todos ellos vean el rey en silencio como también vean al bastardo cuyo odio conmueve como su concubina en silencio… pero aquí están los encuadres de mis obras que advierten de dramaturgos como los faros de escollos advierten olas… eché la otra hilera que sobraba el centenar y aquí el tabique unos carteles importantes que amonestan al visitante… que sean ellos que a Clara recomienden un público uno que en disputa de cada partido ganen sus cupos pertinentes… Clara los irá anotando quizá ya los anotó pero apenas los casi cien ni uno más… aquí puse frontera aquí están mis carteles de aquí para adentro los demás afuera… son otros los que tienen que rogar desesperadamente al prójimo pero siempre hasta este límite que sin embargo nunca se colmará adentro y si salen a la intemperie los colmará la lluvia ay pobrecitos brindo por ellos… adentro desde mi mecedor los veré como se mojan y brindaré por mí y por el mismo derroche de esa copa rebosante… que ellos hagan maromas con sus paraguas y si arrecia la lluvia mientras se avivan los aplausos yo igual brindaré por ellos no soy egoísta y se merecen unas monedas para sus cabriolas si hasta por reclamárselas a Claras me las descontaron de mi jubilación pues lo que es de su efigie dicta su suerte de perfil sólo verán lo que de perfil también lo sea… y Clara que se aclare en su luto que explique a los dolientes sus misterios ¿en el porvenir tendrá hijos? (quién sabe) que la lloren cuando muera yo tendré años de muerto quizá… que ella se acomode donde vaya y por de pronto como anfitriona tal vez consiga que su velorio corra por cuenta del despacho tal vez hasta una cruz tipográfica en algún directorio honorario… mi jubilación será la recamada tumba de morir ya sin tantas preocupaciones luego reposar mucho en un mecedor como dicen, antes que un ataúd me haga la merced… Lorenzo que siga con sus gritos que sacuda su papada mientras la calvicie le anegue el pelo cano lo seguirán como profeta y lo seguirán para que se cumpla al menos algo… ahí está Martha que bien puede por seguirlo suplirle más adelante en el ministerio yo aquí con este casi cien pongo frontera allí están mis carteles inamovibles inexpugnable ni diez años de una Troya milenaria los derruye… que Lidia escape de estos dos que se vaya como Clara a buscar no sé qué cosa y a ver si encuentra la comezón que le fatigue… el bruto de Román debería volver al colegio a ver si entiende que nunca merecerá salir de él ni aun menos soñar un diplomado que lo exalte y hasta Lidia lo lidiaría con impaciencia ay como si pudiera valerese solo en una clase de gerundios… afuera después de los casi cien… es que yo no necesito de esto… aquí están mis carteles y cuántos muchachos se han plantado aquí para que lo vean sus amigos y sus futuros esponsales… estudiantes que de tan bien informados me aventajan… yo que les doy una palmada paternal (una nalgadita para que se comporten...) y por dentro (por dentro) la envidia parricida y tener que contenerme en plagiar las calificaciones de mis alumnos y darles cierta distinción entre mis iguales y la envidia de ser yo su segundo pero un halago un chiste una risita o una maja pícara en el sofá… bueno tengo mis carteles los que todos ven a la entrada y tengo incluso a los que nadie verán sentados en la hilera que mandé suprimir y también mandé hacer el entrepiso con un croquis de mi chispa ¿te acuerdas?… y ese mamotreto que servirá de grillos y del croar de las ranas en el distante pantano y de las aves del albur matinal bastante histriónico el mamotreto con sus tres velocidades… el entrepiso me lo copiaron en las otras salas se sube y se baja y se pone muchos vericuetos que abajo estorbarían y he allí los dos archiveros más pesados que el mismo alfabeto


Nunca se me figuró… pero allá en el corredor imaginé tropeles que me acosabany yo seguía como igual hubiera marchado en un galope pero los peldaños los hacía sonar un oculto gato siamés venido de las teclas de un piano que nadie más toca una y otra nota se oyen hasta el descansillo y luego la fuga uno y otro escalón seguidilla hasta que el gato se oculta desaparece a siniestra como si encontrara la música de sus patas y luego el silencio a coro de los celadores en guardia… fíjate que si un homicida entra aquí con la precaución de hallar a su víctima y busca en las aulas y baja y sube todas las escaleras y se consigue a Román pobre bruto que no pudo girar la perilla y ve a los celadores y acude a ellos y pide fuego para su cigarrillo y tras bocanadas vuelve y vigila los recodos y por curiosidad ve en una pared que las clases aún se les posterga hasta el día del juicio… y se va a los teléfonos de allá escoge entre los averiados y marca un número galopante y desde el otro hilo le dicen que es allí que no sea haragán que se devane el coco y entonces lee todas las publicaciones de las paredes y sigue una secuencia que creyó descubrir entre ciertos dinteles y hace un mapa con las claves y vuelve a pasar por las galerías al borde de pretiles ve arriba y abajo hacia cada vacío y luego sube a la azotea mientras improvisa la misma combinación de las plantas inferiores pero haciéndolo de revés y desde lo más alto quizá ve que entra al estacionamiento el hombre con un estentóreo motor y si tal vez alcanza a ver a las mujeres percibirá la diferencia entre ellas y luego baja y recurre otra vez a los celadores y le pide fuego para otro cigarrillo y pide cambio de un billete y le dan entre monedas más monedas y va y llama de nuevo pero desde otro teléfono y le dicen lo mismo pero con voz imperativa y ya se devana el coco y se vuelve otra vez a marcar y lo cagan a improperios y recuerda que ya se devanó el coco y trata de seguir como Teseo (como Teseo) y se enamora de una arañita en su rincón y sigue en doquier los corredores solitarios y tal vez Román reverenciando un vacío en el vacío Román que habiéndose aburrido baja las escaleras a reunirse con los otros del elenco… pero volvamos a quien solitariamente besa la arañita y ésta le da un piquete mortal entonces baja y echa a un lado a Román y maldice a los otros que también creen que yo no estoy adentro aún… y ensaya frente a mis discípulos (pues creo que ya se juntarían todos en la conjura) ensaya su revés mortuorio… déjame prender el mamotreto así está bien con más ruido está mejor pero no déjalo así… y entonces el asesino sube como las ojeras de un loco pero no encuentra a la arañita… cerremos aquí… bien ¿y qué tal el tablado y las pinturas enrolladas con el verdadero testamento? ¿cómo se ven las lunetas? como un macizo siempre florido en un jardín que me gusta así de numerado hasta el noventa y casi cien… ya vendrán quienes las ocupen pero luego estaré aquí a solas en lo que me queda de soledad y puede que así siga siendo tal o cual Elías… yo veré siempre un naranja primaveral hasta el alto remate de cuya gloria los carteles míos serán siempre el revés de profanadores y este negro firme y el cielo raso en la cuadrícula de sus lámparas y los retratos en las paredes ahí un dramaturgo y allá el otro… cada uno a diestra de sus aureolas y a siniestra de sus cuernos así presiden el tráfico de quienes suban y bajen y elijan puesto acá y salgan después… qué tumulto puede complicar esto en una revuelta que empiecen en los actores y sin s cunda y luego se hagan a las puertas los cobardes y aquellos valientes que ya perdidos tengan que seguir el ejemplo más vivo en el infortunio… es peligroso un pánico aquí dentro que saldría en una esencia muy olorosa que además me cagaría con el mismo destilado… cómo se te ocurre… me destrozarían (cobardes y valientes) mi tabique… entonces están mis célebres dramaturgos que conminan a la paz que intiman a todos un orden inexorable… mira sus retratos en las paredes… es que ni al ardid de un caballo de madera les soborna… vamos a subir a ver quien más ha sido puntual a la precocidad de uno de ellos y por qué no entran si ya se reunieron aunque… mira ya hay arañas en el bote de la basura… ah sí… y el homicida entonces deshace la telaraña a término de sus crispados dedos baja otra vez abofetea a quienes maldijo (si ya llegaron según se les maldijo) ve en doquier que está solo… hay que barrer estos pasillo porque qué alta torre de babel se empina así con este asiento… ajá y se siente extraviado el criminal porque a fe que nunca se me figuró tan austeras estas soledades… ve la perilla y al punto de su giro con los ojos azorados y la pregunta yerta en la tensión de la carne envenenada y la pregunta para quien del otro lado responda… y entonces y entonces y le tengo la respuesta si puede abrir al punto… el siamés baja… y la policía al fin viene detrás… ya me espantaron al pobre gato y tan fiel que le hubiera ungido sus santos óleos con nomás abrirle la puerta al criminal…

Tras tocar, giran la perilla:

Aquí le traje lo que pidió, profesor —dice el hombre de corbata después de abrir.

Tanto mejor para mí que cumpliera su promesa —asiente Elías, recibiéndole el frasco.

¿Se va estar mucho hoy?

Un rato nomás; hay que dejarles andar a solas. No se preocupe por la llave.

Por ahí está sólo el muchacho, el tal

Román. Déjelo que esté; todavía no es hora.

Con permiso, profesor. (Oscurece.)


Escena 2: (soleado)

Había amanecido con el cielo claro. El sol despuntó al fin con el alba; ninguna veladura se retorcía entre escotes. Se suspendía el vapor de quienes atizaban crueldades a cubierto de enfriar refractarios por doquier. La tierra, en la que reverdecieron también los matorrales, se iba secando debajo de ese influjo. Entonces las flores sueltas se inclinaban hasta sus raíces. Las hojas se retorcían al sol como mapa de su propia decrepitud: volutas que más tarde se harían polvo con el estornudo de los impíos. Los metales de las rejas refulgían, y de los suelos salían espejismos casi de cristal.

Los celadores veían como los árboles se agrietaba entre los verdes traslúcidos del follaje, luego cáscaras espinosas y pulpa tibia. El viento era apacible y hasta tenía sus remansos entre las primicias del asfalto caliente. Un ave trinaba desde muy alto, y parecía hacerlo entre el silencio de otra ave que traía el desayuno para su nido. Adentro nadie se había estacionado en cinco días. El hongo que parecía rezumar hasta el interior de la caseta, y que por turnos los celadores raspaban, iba decolorándose de a poco, acaso el presagio de una sequía ya repleta de los mismos esplendores del diluvio.

Lo que se había anegado se secaba. Los muros exteriores iban calentándose. Adentro del edificio los perfiles se calentaban también, a veces en saltos continuos hasta algunos rases, otras veces en el entrecortado desplome de las luces, hasta resbalar hacia ciertos ángulos de sombras muy agudas. Los patios interiores y los materos parecían revivir bajo un cielo azul, de un azul parejo. Azul como si las cornisas contuvieran un rectángulo del mediodía. Sólo en un charco cristalino ese mismo cielo apenas se hundía, y sin siquiera entrar en el agua.

No pudo haber hecho mejor día’ ‘Hoy salimos de este negocio’ ‘Ira más gente de la que haya anotado Clara’ ‘Y con sol radiante se avivarán las puyas entre los actos’ ‘El cálido aplauso y entonces el mamotreto que espirará finalmente y se descubrirá el difunto’ ‘El estreno y que al descubrirse “el suicida” cada quien procure por fuerza de sus coartadas otra máscara’ ‘El pobre viejo el mismo se ungió como un precavido faraón no quiso importunarnos y por ese se tendió en el entrepiso envuelto para siempre en su mortaja’ ‘El oropel estaba abajo él lo organizó todo para su funeral’ ‘Dio de tantos tumbos en la vida ay siendo esta última tranca la que le descalabrara para nunca volver en sí’ ‘No se le ven porrazo porque fue el tósigo lo que lo descalabró de golpe’ ‘Tan viejo que se ve y ya muerto se le ve igualito como cuando se escondió de la huelga el hideputa’ ‘Nadie aún quien confirme la aureola pero hace un maravilloso día y no llevaré paraguas’

No siendo la derrota del rey hija de la esperanza, todos insistieron en la hermandad de la conjura. En el mercado vendieron y compraron y guardaron para sí la efigie del rey hasta los últimos gastos de éste. La fecha del reino se le acuñó para una conmemoración furtiva. ¿Eran los precios de las telas y los moluscos, o más bien el soborno con el cual los conspiradores ganaron a un guardia de la corte? Esos dineros tintineaban como las espadas que juraron acabar al tirano, y tal vez también como los fórceps que aguardaban por el cuello del príncipe.

El hombre, en torno al cual se juntaban todos, dormía, comía y bebía en el mesón. Antes de irse repitió las dos parábolas a la misma mesa, y pagó cada día y cada noche, haciendo sonar sobre el tablón las efigies del rey. Le siguieron quienes tenían que pagar la misma cuenta y del mismo modo. Así como las moneda las miradas recogían el secreto de una anhelada libertad. Cundía en los otros esa voluntad y entonces cada quien de repente se sentía animado por el mismo empeño. El hombre se había reunido con unos en la noche, y con otros al amanecer. Dentro de sí calló sus propósitos a los demás, pero después de salir del mesón el silencio de repente estaba dotado de las facultades contrarias, y era como si un susurro silbara en todas las orejas, menos en las orejas de la corte.

Él era el que se desvelaba en el odio, el que advertía a sus cómplices antes de venir, el que era mirado al través de un ceño incrédulo, mientras al espejo se duplicaba otro ceño. Él era quien aún lo protegía su concubina, bendecido por las mujeres de sus cómplices. Él era quien dibujó la línea desde la moneda robadas por un huérfano hasta los múltiplos que penetraron en la corte. Él era quien, efigie por efigie, llevaba consigo aquella arremolinada servidumbre en los tributos del mercado.


Martha, Lidia, Román y Lorenzo sabían que la insurrección de quienes estaban de acuerdo hostigaba con otra clase de tiranía, igual que el traidor entre la plebe reivindica su encono con cada anverso. Todos ya habían procurado por su cuenta más apócrifos; quizá, del otro bastardo, del otro rey, de la otra reina encinta, del otro heredero y de los otros conspiradores que en relación de sus intrigas apuran el truculento final.

Los primeros papeles, que la avaricia de Elías concediera a Lorenzo, aún eran difíciles de completar, pero cada hallazgo, conseguido ya sin la usura del viejo, era inestimable para todos. A veces un parlamento, algunas acotaciones (como islas rodeadas de la procelosa incertidumbre) o un cuestionario que se le repitiera según sus preguntas, en fin, que con cada exhumación se revelaba al menos una veta oculta.


(…)

G.: Prodigiosa memoria que olvidáis, yo os bendigo por eso, y porque olvidaréis mi bendición. Hoy no vengo a embotar las verjas que se empinan al palacio, sino aguzar la hoz. ¿Sabéis que el metal que mi puño sopesa se arremanga sus brillos, cierra sus puños con llave y espera que yo maldiga a la intemperie? Ah, padre, parricida nació el bastardo. Ah, si legítimo hubiera llevado el mal que acarreo a empellones, me hubiera vengado al nacer. Bastardo vuestro soy, y legítimo de la venganza que desde el principio me adoptó como su primogénito. Bastardo de vos soy, lo digo para vuestros oídos de pecador, y ni que os neguéis a emparentar con vuestras visitas, os salvaréis de este pariente que entre ellas le negasteis. Os agradezco que la lujuria vuestra me haya enseñado mis primeras cifras en contra de vos, de cierto os agradezco. Ah, viejo, haber escondido vuestra lascivia en el vientre de mi madre, para que nadie hallara un heredero de vuestro mal concebido de espaldas al castillo… en mi madre buscasteis amparo… en mi madre, que sin disimulos crió al hijo así velado para un reino, mas lo malo reclama su maldad, haciéndole mal al malvado. Por nacer en contra de quien me engendró es que vivo con rabia, que la venganza insista con su herencia entonces. Maldigo desde ya, y que mi maldición sea el primer heraldo… Aquí por fin llegan mis ministros. Un embajador que defiende mi naciente diplomacia, que aun por bastarda no dejará huérfano a sus intereses legítimos.

(Entra C. encapuchado, con voz irreconocible)

¿Cómo os encontráis, señor? Decidme, pues, si el viaje no perturbó vuestro ánimo. ¿Son buenas las noticias que ya me convienen?

(…)

G.: Sí, señora. Escuchaban de mí unas instrucciones ordinarias. Dejadme apresurar mis prisas, pues apenas si puedo confiar en las ráfagas de este pastizal. Alguien tras el viento puede esconderse como las espigas…

(Acuciosamente)

Bien, ¿no tenéis contratiempos de vuestro lado?

(…)

G.: Estáis en lo cierto, pero un edicto así coronaría sólo mi bastarda sien, mi espada en la carne de mi padre encontrará la corona legítima; y en la herida abierta, mi heráldica. Escuchad, si aprehendemos al rey, las turbas entorno a nosotros celebrarán mi ascensión. Matar al rey, nos coronaría además como héroes…

(…)


Clara alisaba las cuatro hojas vacías. Era el día del estreno y aún nadie había rubricado su asistencia ni prometido, más allá de una cordial añagaza, que lo haría más tarde por hacerlo después (mucho después), quizás nunca. Las veinticinco celdas de cada hoja rayaban el blanco del papel. Una rifa de casi cien lunetas y una última celda que no correspondía ni a la realidad de su imagen, como si el resto del mundo no pudiera asistir después de los noventa y nueve, sino que en el fondo de esa ausencia zozobraran todos para siempre y sin saberlo. No obstante, todas las celdas de las hojas permanecían con el blanco de ese último eslabón. Los actores, el director, el público, ella misma (y aun los celadores) no pudieron garabatear una promesa dentro de esos límites. Allí, en el último recuadro, todos iban a confirmar una tolerancia irrepetible, a partir de la cual los provechos se repetirían hasta el infinito y en cada uno de los noventa y nueve vacíos del estreno.

Para ella era mejor no coincidir otra vez con este Dramatis Personae; era mejor evitarlo, cuando menos, del mismo modo que le padecía. No sólo sus novatadas, sino también el prestigio de una ancianidad, iban a tener que reincidir allí, y acaso para justificarse con todas las excusas posibles. Los galardones de Clara, si bien ya izados sobre promontorios, habían de satisfacerla aun por pago de sus amarguras. La mortificación del iniciado recoge para sí también su decoro, pero ella tuvo que ir adecuando el orgullo de ser la ungida, tal que sus otras emociones no interviniesen demasiado. Después de que los actores sobraran el estreno, y después de salvar sus propias cojeras, ella estaría libre de achacar vicios ajenos delante de la burocracia del despacho.

Pero no alcanzó a marcar ninguna página, ni siquiera un espectador. Nadie de sus conocidos, ni de los conocidos de otros, se pudo convencer para firmar esos papeles. Así que las noventa y nueve celdas eran una cárcel con una sola entrada: la centésima e inexistente luneta. Apenas los filos de las celdas ofrecían cierta sustancia al negro de cada escena y por lo demás sólo el recuento de todas las minutas.

Clara no quiso reconocer la deserción de quienes tampoco se enrolaron. Al principio no iba consolarse de una ausencia que algo le avergonzaba, ni porque ese público viniese de las agendas telefónicas de otros, ni porque algunos transeúntes pudieran leer los carteles afuera. Acaso también ella lo intentó con iguales argucias, así que no se sentía con el derecho de reprochar la claridad de esos blancos, puesto que el contraste legítimo era justificarlos por lo que el luto ensombreciera. ¿El mismo Elías no declinó el ensayo general, quizá porque él se se sintió satisfecho de antemano? Antes del estreno ella se reservaba a un milagro de la escena, lo cual ya era suficiente para que la obra empezara alguna vez.

Tampoco Elías supo de esas páginas. Su indolencia era parte de una lotería, muy apática por cierto, que combinaba todos los recuadros como si hubiera menester sobrescribir cada cifra del palimpsesto. El que ella no le divulgase los detalles tenía sentido y además era una prueba de su madurez, pero la esperanza, jornada tras jornada, de que viniera alguien a comprometerse de verdad, le hacía creer que el milagro tal vez se daría antes del estío, pero este cielo azul se cimbraba por encima de ningún acierto.

¿Eludieron la lluvia hasta el punto de no exponerse ni a través de nombres falsos? ¿Cambiarían de opinión al comprobar que la fecha del cartel era soleada? En efecto, el cielo ya se abría inmejorablemente, para que los prodigios que no se dieran en él se remedaran en la tierra y a seguro de ocurrir bajo su luz. La mayoría había de procurarse una plaza, a riesgo de no poder figurar adentro, y aun la vergüenza de quedar al margen les haría disputar la centésima celda, aunque tuvieran que purgar allí mismo el crimen de conquistarla a sangre y fuego.

De cierto que Clara no apeló a los vecinos del despacho ni pretendió recodos de otras instancias. Se condujo más bien con la misma cautela que le aconsejó su padre. El público de la obra, después de todo, tenía que venir de los actores. Era una especie de consanguinidad entre la ficción de una tragedia y la imaginación de sus dolientes. Al parecer los carteles se habían repartido más para publicitar el resto de la temporada, que para rebatir los escrúpulos tan bien trabajados por cualquier remordimiento. Ciertamente nadie de la calle vino a Clara, ni por asomo de una pregunta, lo que no había de menguar el valor de los carteles, cuando promovían todas las demás funciones y ya bajo la autoridad de Clara. Al iniciar las clases, otros iban a ser los calvarios de los actores, pero las mismos membretes les encapsularían a ellos.

Desde el amanecer, no se sospechaba en el cielo una lluvia, sino el primitivismo de la sequía. Clara entró, apretando en su regazo los papeles. Vio que uno de los celadores, apoyándose en los barrotes, bromeaba sobre el paraguas olvidado que, no obstante, la mujer blandía en su imaginación. Ya del lado del estacionamiento, Clara concedió una sonrisa al hombre que limpiaba las salpicaduras de la verja con la misma espátula del hongo.

Sí, como se ve; no ha llegado nadie, señorita —dijo el celador.

Ningún automóvil ocupaba las formas que se marcaron también en las casilla de las tarjetas, las cuales, al cambio de que se recibiesen, debían ser devueltas cuando mucho a las ocho por todos aquellos que concurrieran al teatro.

Los muchachos ya están adentro —añadió, interpelando el silencio de Clara—, y el profesor parece que tampoco viene hoy —sacudió la espátula y se puso en pie.

¿Cómo lo sabe? ¿Acaba de llamar? —dijo Clara, con ojos apremiantes

No, cómo cree. No ha llamado. Es que no se quedó para el ensayo general al que tantos nos convidó, y ahora por lo menos llegará tarde —dijo el hombre, mientras entraba a la caseta.

Aún falta quince minutos —le corrigió Clara.

Una rendija para lo puntual que ha sido ese hombre —aseveró, sintonizando la radio.

Cortar la plática entre las impresiones del dial, le había sido hostil también a los otros, e incluso Lidia y Martha, que se recibieron allí, se sentían al margen de un hábito elaborado, tanto más cuanto que el compromiso de aquel saludo impersonal las pudiera vincular de otro modo.

Iré adentro, entonces —lo dijo en voz alta, pero con la soberbia de haberlo dicho para sí.

La mujer empezó a caminar. Mientras cruzaba la calzada, veía el número correspondiente al amarillo de Elías, el mismo número que fue pintado allí como los otros. ‘El pobre de Elías viene a pie me pregunto si el pobre ya colgó el motor en la misma señorita de Don…’ Mientras ella se demoraba, le sobrevino el grito del celador, que se colgaba del quicio.

¿Dejo entrar a todos los que vengan? —dijo, y esta pregunta le hubiese ruborizado hasta el llanto de no iluminarle al mismo tiempo con un desquite, acaso la venganza contra el bruto que desairó las invitaciones del viejo. Clara entonces cedió apenas un ademán irresoluto, haciéndole saber al imprudente que sólo a las señas de ellas podría interpretar cualquier otra contestación.


Es inconcebible que aún no haya venido nadie.

Y más inconcebible aún que alguien estuviera alguna vez encinta de ese inconmensurable nadie.

Con lo que hubiera cabido entre tantos vacíos.

Déjense de joda, que no sólo falta Elías, tampoco hay público, y la bruja de Clara que no viene a rendir cuentas.

Mire allí viene con sus papelitos, tal vez así, como para esperarle un rato más.

Según el plan, muchachos, a extrañar al vejete, como si fueran plañideros.

Qué ironía que otros hagan el desaire a nuestro deber.

No vengas a echar la sal. Además, con esta lluvia pocos se hubieran comprometido.

Aún no sabemos cuántos son esos pocos, porque apenas ahora se nos viene a rendir cuentas.

A fe que lo hará, o nos quedará debiendo una explicación para mañana.

Antes se rinde la muy puta.

El luto se nos pone negro y negras la veríamos si se aclara nuestro secreto.

No puede pasar de hoy; el estreno es hoy, y así se puso en el cartel.

Aquí viene, y trae una cara movida de despecho.

Como sea, hemos de encararla...

¿Cómo están? ¿Elías les llamo?

Bueno, estamos esperando al público, haciendo maromas de impaciencias. Lástimas que al menos uno de los que no vienen tenga que perderse esta escenita. En cuanto Elías, nos toca responder por su honor, sólo por su honor (dado lo que está a la vista).

No se quedó al ensayo general. Hoy se confirma que es un director muy antiguo (dado lo que está a la vista)… porque no se le ve al hombre por aquí tampoco.

Quizá lo retrasa el público, ya sabes lo licenciosa que es la plebe.

El público siempre dando de pitas al honor, o aplaudiendo al vicio.

A la viciosa forma de ser un incumplido.

Menos mal que Elías se rezaga de ese público también.

Como que sabía lo malo que eran los demás y su parentela, hizo bien en quedarse así. Ya se hubiese muerto de lo impaciente que es el pobre Elías.

¿Ustedes lo hubieran hecho verdad, muchachos?

Ya basta. Recuerden que consideré las recomendaciones de cada uno de ustedes, y con más condescendencia a las que cada uno creía muy personal, y que se sepa ninguno de sus dolientes vienen a verlos aquí. Yo no quiero reprochar sus ironías con la misma ley, porque la gente de la calle tampoco vino a compadecerse de esta ingratitud.

Elías lo supo siempre, ¿verdad?

Él siempre lo supo. Claro, por eso no vino, y hasta se hizo el loco ayer.

Nadie más que yo lo supo, quizá me esperancé de que justo al estreno se cubrieran los espacios. Pero la lluvia fue tan terca, y tal vez este día soleado nos demuestre lo contrario por la misma fuerza del clima. Por otro lado, de no venir nadie, podemos prorrogar el estreno para la próxima semana.

Eso no; queda aún el resto del día.

Esperemos…

Bien, entonces llamen a sus dolientes.

Señorita, señores, dentro de poco han de comenzar, ¿verdad? Lo digo porque me parece que la hora es la del cartel… Ah, ¿o ya están por comenzar?

Pierda cuidado, conserje con uniforme de policía, que aún queda tiempo para el estreno.

Lo digo también porque la llave del profesor no deben quedar en posesión de nadie… quiero decir… en fin, ustedes comprenderán que deben entregarla a cierta hora. (Oscurece.)


Escena 3: (el reloj)

El reloj de la pared era redondo; un ámbito de borde azul. Sus cuatros marcas cardinales aguzaban un ombligo al mismo tiempo, y las tres agujas en reposo atinaban según la misma esgrima. Antes de que al reloj se le colgara entre el armario y el pizarrón, se le había colgado en las otras paredes, siempre a la misma altura del piso, y así fue dispuesto su sitial sobre los planos. Cuando se lo trajeron al director, éste lo hizo colgar a siniestra de los conmutadores, otro día lo cambió sobre el blando sofá, saltando luego sobre una esquina del dintel para después, finalmente, ponerlo donde estaba inmóvil, por encima del sillón en el que Elías se tendía como un procónsul rendido a las intrigas.

La hora que marcaba tenía un único vestigio. Era la hora que el director veía como un cuadro insustituible en sus pinceladas. Fuera de sus recortes de periódico, y de algunos otros carteles del desorden, nunca alisó una pintura en los muros ni admitió que nadie se atribuyera la réplica de un cuadro famoso. Sólo un facsímil de un fotograma se desenrollaba de vez en cuando (en pie de su bastidor), quizá más a menudo de cuanto se hiciera con los rollos del entrepiso, pero esto era sólo la distinción de su dictadura o de su mezquindad. Las virtudes de aquel reloj, fijo sobre el respaldo del sillón, le infundían cierto carácter más allá de esa dictadura, más allá de esa mezquindad.

Daban las tantas de la mañana, las mismas de la mañanas anteriores, y la edad era casi siempre, por ser lo que siempre era, una cifra que se repetía en cada retraso o en cada acierto, ya que no para el forastero le fuese una bienvenida. El borde azul hacía notar a los intrusos lo que el círculo de Elías verificaba a diario. Al margen estaba la contemplación de Elías y los demás testimonios del desorden: sus legajos académicos, sus amonestaciones, los memorandos y aun los subterfugios que combinaban con toda esa desmesura. Un observador perspicaz, que hubiera visto lo bastante entre los dos niveles, al ver el reloj detenido reconocería el orbe dentro del mismo borde azul. Era un huevo dentro del cual cabía el mismo huevo, y sin siquiera apelar a las abreviaturas de todos los carteles.

Sin embargo, el alto espejo, que ha estado allí desde la regencia anterior, ha duplicado los escrúpulos de todos los actores antes de salir a escena, no sólo por rodearles con sus efectos, sino por reproducir los celos del director. Cualquier rebeldía en menoscabo del eliasiano orden, iba procurar sus secretos del espejo. Así que Elías conocía todos los contrapesos. El reloj daba las nueve cuarenta y cinco; coincidían sus extremos en doce horas exactas que ningún otro reloj allí midiera con esa precisión.


La arena caía de sus puños y a la innumerable arena volvía, descontando el plazo de un muerto desconocido por sus dolientes. El castigo ya había sido purgado. Una rigidez le tensaba al infeliz, calambres le punzaba desde adentro. La arena caía de sus puños ya rendidos; al cabo cesó la cuenta, pero algunos granos quedaron en sus palmas, quizá la arena de un espejo, más bien la arena de un espejismo. El sol declina, y las dunas se enfrían de a poco. Ya no hay sueño ni para dormir en el mismo molino. Alguien pregunta por el hombre, nadie le contesta, y el silencio se allana al frío y se enfrían también los muertos del recodo.


Lorenzo, impaciente, volvió a intervenir en el mamotreto.

¿Por qué no apagan eso? —dijo Clara, mirando su reloj pulsera—. Vengo del patio, con el calor que hace, y de repente este cambio tan brusco. ¿Hay que orearse, entonces, para no torcerse?

No me torceré para favorecer perversiones de ninguna clase, pues hay que tener la sustancia a punto —dijo Lorenzo, también miró su reloj pulsera, y siguió en silencio su paseo sobre el tablado.

Román subía y bajaba las escaleras, llevando hasta el entrepiso lo que ya no emplearían en la obra. Sobre el amortajado difunto iba apilando los enseres, y acaso también para cubrir el hallazgo de tesoros. Martha, sentada en el blando sofá, miraba el reloj de su regordete antebrazo. Lidia, frente al espejo, aprobaba y propiciaba las selecciones del tal Román, que a cada vuelta del pasamano dejaba ver su reloj pulsera. Lidia consultaba esas agujas durante las pausas del ascenso.

De seguro tendrán que simplificar los paisajes —dijo Clara, mientras se frotaba las manos desde una luneta.

No importa, colgaremos lo esencial, más bien lo rreducible —dijo Lorenzo, sin dejar de mirar sus pasos y con las manos atrás.

¿Lo irreducible? ¿Y si hubiera venido Elías? —preguntó Clara.

El que no se quedara para el ensayo general, era una señal para ser nosotros mismos. Es buen patriarca. Lo demostró en los ensayos previos; ensayos a los cuales no veniste, por cierto..

Como que también se me figura que hoy no veré el estreno —respondió al reproche.

¿Por qué no había de estrenarse lo que es reciente? —dijo, y se paró en medio del tablado.

Porque el público ha decidido no venir a un espléndido día de sol —dijo Clara, acompasaba las vocales con un brutal sarcasmo, y por primera vez sentía que obraba según su propia severidad, en vez de hacerlo por un testamento. Juntó sus manos en un túnel y sopló para calentarse.

Iré a tomar ese mismo sol —dijo, y se levantó, pero, deteniéndose en el pasillo, agregó:

Llamar a Elías; vaya que sí. A pesar de lo supersticioso que es con su buena suerte, querrá saber los pormenores.

Al instante de que Lorenzo escuchara el nombre, que el invocado no respondería nunca, salieron al tablado los otros. Lidia y Román, provenientes del mismo quicio. La gruesa Martha, que ya espiaba tras las cortinas, intentaba traducir la perplejidad de Lorenzo.

Luego quieres que la obra no se estrene, de cualquier modo ya tienes tu cartel.

Y por qué así, si basta con que cualquier tonto se apunte a tu lista, y luego entre y ocupe uno de esos números para que se consume el pacto —dijo Lidia.

Román, por no decir mucho, calló mientras miraba su reloj pulsera, pues la amenaza de los celadores se probaría en unos minutos.

Lo llamaré de cualquier manera, porque él tiene el mismo derecho que tuvieron ustedes.

Es curioso que apeles a su derecho, porque ahora él no tiene más que el deber de descansar, y nosotros cumplimos, hasta el último, nuestras responsabilidades aquí —dijo Lorenzo, pero sin la potencia con la cual le intimidó unas semanas atrás.

Ahora eras tan soberbia de echarnos en cara nuestro derecho —intervino Martha—. Como ya cubriste lo tuyo, qué más da —agregó.

Aunque es demasiado tarde para salvar tu diligencia con estos resultados —continuó Lorenzo.

Tendremos aún el margen de quince minutos —dijo Román, según las constancias de su reloj pulsera.

Que sea también tu prórroga —dijo Lidia, refiriéndose a Clara.

El despacho también querrá saber los pormenores —completo Martha.

Y lo sabrá por mayores que ustedes se cuenten en esta desolación. Esperaré esos quince minutos y aun invitaré a los transeúntes; considérenlo el primer ultimátum que doy a su apocalipsis. Ya habrá tiempo para que lo sepa Elías —concluyó Clara.

Clara salió; miro a su alrededor. El sol todavía era vigoroso en los patios, aunque ya oblicuas resolanas se fugaba entre los desniveles. Vio, adosada al zócalo de las escaleras, la fila de lunetas que se quitó para dar sitio al tope de carteles. Los números después del celebérrimo noventa y nueve se aprovecharon de inmediato como una antesala que quedaría para abuso del teatro. Quiso sentarse allí, pero más bien buscó el auspicio del sol. Demoró en calentarse otra vez, antes de salir a reclutar peatones.

Miró las coronas del concreto; y entre esos filos, un cielo igual de claro que el de la mañana. Eran poco más de las cinco menos cuarto, pero el reloj parecía quieto, como si posara para admiración de quienes lo consultaran de prisa. ‘Sí no supiera la hora de cada momento, diría que imita, hora tras hora, la hora del reloj de Elías.’

Se echó andar. Salió al estacionamiento. No se atrevió a llegar a la caseta, porque temía fingir la misma la hora que los celadores le hicieran notar. Desde donde se detuvo, miraba los raros transeúntes que de vez en cuando pasaban a lo lejos. Esa gente seguía su camino, acaso con la confianza de que no se les invitaría nunca.

Volvió adentro. Caminó por el vestíbulo del auditórium. Vio las puertas talladas en el contraste de sus máscaras. Bajó los tres peldaños, cortó el patio central a su derecha, siempre a la sombra, y llegó al otro patio, donde desembocaba la entrada principal. En el centro estaba el busto de bronce alrededor del cual Román tomó la fotografía que nunca se mostró. Fue a la reja del soportal, vedada como una cárcel. Golpeó las uñas en la sucesión de los barrotes.

Volviéndose desde el fondo, vio pasar, al final del corredor, a uno de los celadores, el que más se confundían con los azulejos de aquel muro. Volvió a ver su reloj; era la advertencia en su momento. Así que dobló el recodo a la derecha, luego un jardín rectangular, siguió el corredor entre la caducidad de publicaciones y dinteles, y otra vez al patio desde el que partió. Viró hacia la puerta del estreno y vio al final, hacia el muro de azulejos, la figura casi incandescente del celador que traía el ultimátum. El hombre dobló hacia el teatro, descontó los teléfonos como si persiguiera a alguien, e iba acercándose del mismo modo y con todo lo que traía consigo.

Aquí me lavo las manos yo… que se acabe entonces… Elías se las arreglará con sus alumnos al empezar las clases… obligará a su séquito a que se aguante esta vaina… ahí viene el mismo de la caseta… Bueno, pero certificar el ultimátum, y sin siquiera llamar a Elías, me hace independiente.’

Después de verlo venir a la distancia, fue al encuentro del hombre. Así coincidieron frente a la puerta numerada.

¿Llegó Elías? —preguntó Clara, con el deliberado ardid de que se notara el truco.

Si vino, aún no ha llegado, pero tampoco al público se le ven plumas, ¿eh?

Entonces nada de Elías; entonces nada de público... —dijo Clara, exagerando sus lamentaciones.

Naturalmente se puede esperar más conforme puedan ellos abreviar la obra. ¿Usted entiende? —agregó, entendiéndose con Clara.

Por supuesto que lo entiendo. A determinada hora hay que desalojar el edificio —dijo, en el alborozo de su complicidad—, pero se me figura que recortar tantos sacrificios es indecente.

Luego se acercó triunfalmente a la perilla, la giró mientras agregaba la sentencia:

Créame que ellos tendrán el pudor de esperar por su escarnio público.

Abrió la puerta y se adentró. El hombre se quedó atrás.

Don Elías ya se lavó las manos y se fue en limpio —alcanzó a decir el celador, mientras con sombría actitud ajustaba su corbata.

La mujer reconsideró su propio lavatorio, pero antes que volverse en una réplica prefirió callar, aún le daba dentera el modo como esa gente era capaz de sintonizar un silencio como sintonizaba el radio.


No vendrá nadie. Miren la hora, casi queda el tiempo justo que ha de durar la pieza. Después de cierto punto todo se descontará… Ya se ha acabado todo antes del principio —dijo Román, con el pesimismo de haber ganado sus derechos demasiado tarde. Tal vez tenía la esperanza de ser el único pesimista del grupo—. Reconozcamos una prórroga para este estreno. Qué más puede quedar para este día —agregó con las manos en la cabeza.

Pronto se descubrirá el finado —dijo Martha—, ¿entonces sólo para fingir un luto quedará este oropel que tanto nos ha costado? ¿Entonces para eso nos hizo ensayar este miserable?

No tan fuerte —aconseja Román.

Se dará el gusto de enrolarnos a su séquito de hoy —dijo Lidia—. No; hay que esperar al menos un testigo de nuestra epopeya, porque si no lo encontramos no quedará testimonio alguno… Vayamos a la calle y regresemos con alguien de la calle. Un mendigo, un borracho.

Hay que esperar a Clara —apuntó Román heroicamente—, quizá ya viene con alguien —agregó para sí.

¿Esperar a que vuelva con otra perfidia? —reprochó Martha.

De cualquier modo, también es su culpa, también su despecho, de que el cartel se pierda —contestó Román con cierto aplomo.

Muy dócil puede venir, pero si se demora es por algo, y no porque trate de encontrar a alguien —dijo Lidia—. Y tú, Lorenzo, ¿crees que embalsamarnos para los celadores tendrá sentido? Estás muy callado, hombre.

Es que responde por lo que no responde. Dos contra dos —agregó Martha, tomando las manos de Lidia.

¿Cómo lo decidimos entonces? —preguntó Lidia, con la maternal sutileza de acariciar las yermas manos de su rival, pero Martha, apenas al roce, se desvinculó abruptamente.

Sólo concedo que el tiempo lo decidirá —dijo Román con modestia —. Miren qué hora es —agregó.

Tal vez se puede hacer algo, si el más cobarde es fácil de amedrentar —dijo Martha de un modo tan sombrío.

Antes de tiempo, el tiempo también nos dará la razón —completó Lidia amenazante, mientras Lorenzo se demoraba en silencio.

Un momento. ¿No ven que es irracional volver a la diatriba, cuando los intereses nos son común por fuerza de los mismos intereses? Román dijo que a partir de cierto punto todo se descontará, y les digo que así se puede llegar hasta lo mínimo que permita el reglamento. Bien, la obra se abrevia con apenas sacrificar los escrúpulos del vejete. Siempre tendremos el margen oportuno para promover las ventajas del funeral. La obra está dividida en dos intrigas. Antes de coincidir en los hechos, ellas se subdividen en llaves complementarias. Significa que cual menestral sustraeremos simetrías sin que el conjunto pierda su sentido. Sé hasta qué punto es posible hacer eso, y he aquí los esquemas —al fin intervino Lorenzo, y fue a buscar su rollo de papeles.

Los sacó del tarro de lápices y sobre la mesa alisó los folios. Los demás se allegaron; veían las claves de la primera página que Lorenzo agrupó con corchetes. El silencio era único. Lorenzo insistió con otras alternativas más audaces. Su lapicero era hábil en repasar cada reglón que encapsulara, subrayara o en definitiva tachara de una vez y para siempre.

¿Pero si no viene nadie? —preguntaron los tres, con la vergüenza de hacerlo al tiempo.

¿Ven? —dijo, sin soltar el lapicero—. Ya empezamos a coincidir en las preguntas que nos incumben a todos. Luego las respuestas participan de esas preguntas. Ya no son sólo un número finito de paisajes, pues iremos más allá de aquellas pinceladas.

Enrolló sus legajos y los puso en el armario:

Iremos sustrayendo a la medida del reloj, parte por parte. Y cinco minutos antes de que la obra ya sea irreducible, saldremos a la calle a buscar un rehén—iba explicando el estratega entre los últimos apuntes de su mapa—, así sea un borracho, porque también será borracho aquí adentro... que si no… ay, que si se resiste a esta rareza onírica lo pondremos a dormir para que más nunca vuelva a soñar…

...A dormir para cumplir nuestros sueños más bien —completó Martha, y todos se echaron a reír, como reía Lidia antes de que la tensión le desenmascarará definitivamente.

Lidia vio la llave que fingió suya, entre sus cosas, la misma llave que tendría que entregar cuando por reglamento se les echara a todos.

Oigan —dijo Román, aguzando el oído—. Ya está por llegar la hora, y tal vez Clara sí se aparezca con algún espectador.

Instintivamente todos acudieron al reloj de la pared, puesto que ya estaban ungidos según la misma estrella. Y todos se avergonzaron (como cuando la huelga) de ver el mismo reloj averiado y fijo a la pared. Román buscó sus gafas, se los puso para arreglar un hilo de oro de su falsa vestidura, y Martha se puso los guantes que faltaban en su atavío urgente.


Eran las nueve y cuarenta y cinco cuando al fin se detuvo el moribundo reloj. Elías buscaba, entre sus legajos de la mesa, la obra que plagiara ha poco y de la cual quería servirse de nuevo. Una pieza de un acto de un tal Minkowski, que presidía la conjura.

Al principio, el hombre perdía una disputa de ajedrez, y su rival estallaba en una risa que lo ahogó fatalmente. Ewa, una mujer pelirroja, terciaba entre los partidos del tablero. Ambos en blanco y negro se deshicieron del bulto, sepultándolo en el jardín de fondo. Mientras vuelve a crecer la mala hierba, se van reuniendo los conspiradores. Nadie pregunta por el muerto, ni siquiera porque era el sucesor de Minkowski. Se desvían con rudeza los temas que intimen la pregunta olvidada. Ni Minkowski ni la mujer mencionan esa muerte, tampoco osan proferir una acusación contra la autoridad que todos combaten. Más bien se acusan a traidores sin mayores detalles, y las pestilencias de esas acusaciones, al no encubrirse en tierra, se vuelven a enterrar en los silencios. Minskowski, después de que muchos sospechosos sucumbieran, oficia la última asamblea entre un patriotismo que le ruboriza hasta las canas. Allí ordena cargar contra el tirano. Todos le aplauden. Ewa, con unos 6 meses de embarazo, ve con horror que el tablero sobre la mesa fue ordenado otra vez en aquel mismo jaque mate, y escapa de allí al suponer que ciertos vítores ya encierran otra sentencia. Todos empiezan a congregarse para perdición de Minskowski. Éste en vano les recuerda la tiranía contra la cual se sacrificaron tanto. Los arenga, avivándoles más, pero acaso contra su misma tiranía. Lo hicieron degollar en el jardín, donde después la mujer encinta fue echada para su estéril destierro.

Entre las calificaciones del último semestre, Elías encontró las abreviaturas del plagio. Tras haberla puesto dos veces en escena, la simplificó para hacerla más hospitalaria, en razón del público haragán que acostumbraba Elías. Algunos de los parlamentos que más deseó haberlos escrito él, y más lamentó no reducido mejor, estaban subrayados en rojo:


(…)

MINKOWSKI. — Si se ha hecho votar a más de 5.000 muertos, a pesar de tanta abstención, por qué no pueden matar a un abstencionista.

BRUNO. — Es que además su despropósito es un voto que también se guarda. Como por abstemio tiene la costumbre de embriagarse con otras copas.

MINKOWSKI. — Si es abstemio, puesto que lo dice el más resoluto borracho, entinten los dardos con otra dosis. Roben las púas de Cupido, aprieten el culo y a hurtadillas, dando cabriolas en la punta de los pies, agucen la vara que lo deje en blanco, ya nosotros nos enlutaremos por él.

(…)

BRUNO. — Necesito muertos.

ADAM. — Por eso no hay problemas. Sobra gente que no le faltan ganas de vivir.

BRUNO. — Pero no cualquier tipo de muertos. Tenemos que poner muertos de nuestro lado, de nuestra causa.

ADAM. — Qué importa. Da igual.

BRUNO. — Quiero estar seguro de que sea yo quien administre sus oficios; es decir, que su situación póstuma conserve nuestro partido.

ADAM (divertido). — Tienes razón. Pero hay que procurar que no sean indecisos.

(…)

A: Pensar, sin que el pensamiento salga de su mazmorra, es un acto de inteligencia. Eso solía decirme un historiador.

B: Eso me hace preguntar algo que a la larga da su alcance inevitable, muchachos: ¿Casi todos los convictos son tan inteligentes como se deduce de esa medida?

C: ¡Ah! No sabes cuán inteligente son, hasta pueden...

(…)


Mientras igualaba las hojas, golpeándolas en la mesa, entró alguien al teatro. Al cabo de un rato, le sintió caminar sobre las tablas; quizá era uno de sus estudiantes, quizá un celador con la urgencia acostumbrada.

Profesor, ya comenzó el comité —dijo la voz desde el tablado.

Si aún son las diez menos cuarto —respondió Elías, mirando el reloj de pared.

Puso el acto de Minskowski en una carpeta.

Entonces ese reloj ya es puntual a su avería —corrigió la voz lúgubremente. A Elías se le erizó la piel. Reparó su reloj pulsera.

Tiene usted razón. Oiga, usted, ¿se ha ido?


Ya le llegó la hora al viejo —dijo Martha—. Es la hora de nuestra mitología.

La bruja viene sola —murmuró Román desde el quicio, pero detrás del enlutado pendón. Entró a la celda y repitió su señal de vigía en voz baja.

Nos dirá lo mismo la bruja, pero no podrá evitar nada —dijo Lorenzo—. No salgamos, esperemos que ella entre en escena y a nuestra merced. Aun por blanco de sus ojos, no atinará en nosotros.

Pero tal vez sí en el luto de su preceptor. —dudó Lidia.

La momia del entrepiso… —dijo Román, pero fue callado por el ademán de todos. Clara subió al tablado, y también lo hizo sin volverse hacia un perseguidor inexistente. Justo en medio eligió el quicio de la izquierda. Entró. No quiso ver el reloj en lo alto, más bien quiso ver algún iluso actor acicalándose frente al espejo o a otro bajando las escaleras con los efectos marciales de su ficción.

Nadie quiere venir —dijo Clara al entrar, mientras miraba las fachas, ceñidas como mandiles.


Quién podrá ser’ ‘Otra vez ese teléfono’ ‘Rin rin rin… ya voy’ ‘Profesor, tanto gusto. ¿Una obra? Pues claro’ Nota del Traductor.


Y tienes mucha razón, tampoco necesito llamar a Elías para aplazar el estreno. Los mismos celadores…

No tienes derecho de suspender nada que no sea la autoridad del viejo —dijo Lorenzo.

Tal vez he preferido no mortificar a Elías, pero ya el cartel se imprimió, y sólo queda él lo sepa, porque de cualquier modo el despacho le honrará con una medalla honorífica. El viejo, como se que le dicen siempre, mañana recobrará su llave… —y aquí miró su reloj— esa llave que pronto ustedes tendrán que entregar a los celadores. Sea Lidia, Martha, Román o Lorenzo quien ostente el soborno, ya no tienen el tiempo de procrear lo que sólo a pujos de una botarga den a nadie.

El viejo te malcrió mucho ¿verdad? —dijo Martha.

Con lo travieso que era el viejo —dijo Lidia.

Dejemos ya al vejete, y expongamos nuestros términos —dijo Román con una rudeza cortante.

¿También tú, Román? —preguntó Clara, sorprendida—. Por lo que veo se jugarán todo en el estreno, pero no se estrenará nada hoy, mañana hablo con Elías, ay, qué suertes le esperan por jugarse todo en nada.

Lorenzo estalla en risas:

Pues sí, dentro de poco se jugará todo en nada; pero aún nos quedan muchos minutos interminables. Descontaremos y descontaremos hasta el final, y empezaremos y terminaremos de justificar el primer pago, así tengamos que abreviarle también sus ceros. Y a qué cuento tus amenazas, señorita, pues tardará mucho en saberlo el tal Elías, y lo sabrá con nuestra renuncia irrevocable.

Ya lo había previsto el celador. La teoría del descuento, ir simplificando la obra para ganar su mismo tiempo —dijo entre carcajadas—… y luego osan la amenaza —agregó, regodeándose con ironía —, y seré tan impaciente en reclamar el derecho que vanamente ustedes me niegan. Así que iré a telefonear a Elías, y me lavo las manos con ustedes…

¿Te lavas las manos, Clara? —preguntaron las otras dos mujeres al tiempo.

Luego muy abajo aplaudiste la gracia del viejo —dijo Martha.

Todos los actores se descomponen en el descuido de su impunidad.

Largo de aquí, bruja… —dijo Lorenzo, recobrando la violencia de otrora— o quédate a la sazón de público, que te obligaremos como lo merezcas.

Y así estrenaremos con buen pie la persecución de la jauría —completó Román, que venía a redondear la creciente amenaza.

Clara miró el reloj de la pared imperturbable.

Se te hace tarde para llamar al miserable viejo, ¿verdad? —dijo Lidia, sabiendo que todos miraban la misma hora.

¿Dónde está Elías? —preguntó Clara, interpelándolos a todos.

¿Por qué? ¿No lo ves? —dijo Román.

Pues sépase que nos confió la llave —dijo Lidia—, antes que a ti…

Y en la llave está la clave, luego se expuso demasiado a los impíos…. —dijo, Clara, desandando las cuentas de lo que decía.

Tuvimos piedad al recibirle el soborno al viejo —completó Martha.

Merecía la misericordia.

¿Dónde está? —preguntó, y salió al tablado horrorizada—. ¿Lo habéis matado? —agregó.

¿Qué decís, mujer?

¿Deliráis?

Cómo se os ocurre levantar calumnias con la frente así de abrasada.

Todos, tras ella, salieron al tablado. El miedo de haberse revelado al testigo más inconveniente le punzaba desde adentro. (Oscurece.)


Escena 4: (de la botella al busto)

La turba va detrás de Clara, todos hacia ese dintel. La elección no podía ser otra que aquélla del tablado. Clara, la preclara detective, grita auxilio. Salen en una columna los cuatros sospechosos, y adentro se escucha una botella que se rompe tras deshilacharse el espiral de su maroma. Todos se paralizan de horror al oír lo que en un rizo de la infancia habían escuchado alguna vez; el florero de sus mayores que se hace añicos como antes.

Era una botella de cristal verdoso, 250 centímetros cúbicos de un régimen en ayunas, cuyas veinte dosis se derramaron entre las esquirlas. Ninguno había descubierto lo que el charlatán del celador le trajo a Elías, y que no alcanzó para aplacar la sed que le resecaba la boca en el delirio. La emulsión se expande con lentitud y los vegetales siguen las curvas del aceite. La hojalata guardaba, en las vueltas de su rosca, un anillo transparente, acaso la única dote de una desgracia, que incluso así truncó la labor de la virgen.

Todos los días anudaba las hebras, después de tejer noches de desvelos para el mercado.’ El vidrio roto como la ropa al sesgo de la espada. ¡Estalla la revuelta! El color de nuevas combinaciones, ahora también de verde roto y de reflejos plateados como el tas de los dos herreros y como las túnicas del cruel y avaro padre.

Sólo una península de ese mapa andaba sobre el piso hasta topar la pata del alto espejo, se detiene como se detuvo la sangre del esposo y la del padre en la arena hostil, sin dar a beber la una a la otra, adelgazándose ambas bajo el sol a la vista de la desflorada doncella. ¿Qué pie tumbó el vidrio, de los ocho que iban en persecución? ¿De quién es la cojera, que dio de puntapiés? ¿Quién rozó el brindis, haciéndole ingrato al gusto?


Estas telas la comprarán mañana los sastres. En corte de ellos, igual la puede llevar quien se desnuda como el que se viste; pues ya sabéis, mujer, que se visten lo que nacieron desnudos, y los que se arriesgan a la intemperie tampoco omiten un retazo que les cubra. Todos amordazan la rudeza de un resfriado con los felpudos bordes que tejemos. Hemos vestido tanto al rey como al bastardo que quién sabe con qué fachas se oculta ahora. Los dedos de esta doncellita han devanado y tejido, hebra a hebra, pero ella no se desvelará nunca por los crímenes de quienes murmuren contra el honor de su padre. Pronto de vuestra misma hacienda os vestiréis, muchacha, pero de esposa, y puesto que no seréis la burla desnuda, sólo os desvestiréis en madre si el cielo os bendice.

¿No veis, esposo mío, que afuera se visten de esposos quienes así pregonan la desgracia?

Callad, mujer, seguid el ejemplo de vuestra hija, puesto que la trajisteis al mundo sin ejemplo.

Perdonad que haya de desvestir a quienes así de desvergonzados irán a vestirse de verdugos.

¿Os atrevéis a ser el mío, ay, para esta pobre garganta que ya no consigue la potencia de gritaros? ¿Y ni un rubor os tapa vuestras vergüenzas?

Afuera se tejen intrigas contra el rey, y cualquier comensal…

Callad.

Pero es que temo callar una profecía que…

Por eso es menester dejar de encubrirlos con nuestras manos, mejor que se procuren otra industria.

Perdonad.

Bueno, ha sido el último desvelo. Ya criatura, anudad todo, que acabamos ya. Mañana será otro día…

Ay, pero si ya es mañana, padre…

Sea por el altísimo. Callad, como vuestra madre aprendió de vos, y vos… Mujer, traed el candil.


Clara recula, baja del tablado. El silencio de sus perseguidores se adultera en el eco de la botella; ninguno se mueve del tablado. Clara se hace a la pendiente, sube mientras sigue voceando por ayuda. Los actores no se miran entre ellos, tampoco dicen nada; no osan adelantar un paso desde donde escucharon el vidrio roto. Sólo ven como Clara desaparece con el pregón del fin. Se escucha el portazo; y aunque en el anverso de las monedas los cuatros enmudecen, en el reverso de esas mismas monedas la voz de Clara cumple con aclararse hasta el fondo.

Comienza desde ya el horario de una obra irreducible, porque la síntesis de los testigos ausentes proclama la realidad de una cifra tan redonda como el 100. Las ambiciones se combinan al fin, pero al principio lo hacen más por la utilidad de un inventario (como el de la guantera) que por la intemperie del primer acto. Todos llevan cueros que ciñen a pliegues contemporáneo (cuando no a sus desnudeces contemporáneas). Tiras cortadas a traza de correas remotas; la piel, quizá, de animales degollados conforme crecieron dentro un límite a ser curtido. TELÓN: ‘Un balido. Muchos balidos. Pastaron hasta cumplir con una generación madura en la confección de la talabartería, sin servir de sacrificio al omnipotente que todos los pastores también loan en el milagro’.

En el fondo, desenrollada la pintura inicial, un tranquilo pastizal bajo un cielo azul; apenas un cabrito en su descarrío. De las colinas, en el reverdecer de la lluvia, bajan arroyos invisibles y en silencios. Las luces claras del tinglado cuelgan hasta reverberar en las pinceladas de ese mediodía. El telón para siempre abierto en sus dos cinturas de siempre. Los dinteles disimulados con el luto de las cortinas, cuyos pliegues caen desde el eclipse del telón hasta el negro de ese entablado sobre el que nadie se mueve aún. El oro falso no tintinea. La plata de los falsarios ya no es la plata sublunar que ellos compararían con otra luna redonda de augurios mercantiles.


EL REY (con la vista fija en el vacío)

He tenido hijos sólo para saber cómo sufre un padre desafortunado; parricida he sido por gozar las madres de mis hijos…

(Se escuchan ruidos más vivaces)


Los actores aún ven el empinado horizonte, no más allá del recodo que traspuso ella. Ya no ven la otra salida. Los ojos sólo se concentran en el trance que los pierde.


EL REY (tras un silencio funerario)

Cayó la puerta. Rompen la alfombra. Rápido, rápido, rápido… El fuego trepa las paredes… uno, dos, tres… casi llegan al cuarto de insomnio.

(Una pausa a la lumbre de esas llamas)

El fuego trepa… quiere escapar de ese infierno al que fue a quemarse por ser tan cruel. Los paisajes de mis retratos lo podan ignorantes. Suben escaleras los tiranos. Agotan las galerías con la punta de la espada. Matan ordenanzas que arrodillados piden perdón a sus verdugos. Me buscan de puerta en puerta. De corona en corona, buscan mi corona. Matad al rey jorobado. A ese mismo que veis con asombro… matadlo que se parece a mí… Bastardo que engendré me hacéis comer mis huevos en caldo.

(Una turba, encabezada por P., echa abajo la puerta. El rey toma una daga del suelo que empuña con ambas manos)


Uno se vistió de bastardo y debía hacer de monarca también. Otro se vistió de conspirador y debía hacer de ministro también. Una se vistió de concubina y debía hacer de reina encinta también. Otra se vistió de conspirador y debía hacer de ministro ladino también. Y para vestir, como habían de figurar, después tenían que desnudarse ya cuando la salida a escena no les cediera sino el derecho de ser lo que luego debían ser. Los cuatros lo saben, presumen que los celadores han de acudir a la policía, y la policía, al descubrir el cuerpo, levantaría un registro inexistente para un crimen igual de inexistente. Ninguno quiere salir del orbe milagroso; ninguno quiere bajar del tablado y empinarse en una fuga desgraciada, sino que cada cual en su propio ángulo espera que las manecillas de un tiempo absoluto cierren al fin el ámbito y el entorno.


G.

Ah, yo… Mirad, el rey, un padre… que también me negó su perdición y muerte. ¿Qué reino busco, qué corona averiada entre cascabeles? Ni un día reiné, más me habrá valido no ceñir esta corona que traje en pos de la de mi origen, esta mala corona que ya nadie destronará… Ah, si legítimo hubiera llevado el mal que traigo, me hubiera vengado al nacer. Prodigiosa memoria que olvidáis, yo os bendigo de nuevo; y porque olvidaréis mi antigua maldición, no viviré para cumplirla, sino para olvidarle en mis propias úlceras…


Están allí, donde han querido estar, y aunque las lunetas no albergan a nadie, ni al parecer han de tener otra cifra complementaria, son las mismas noventa y nueve que otrora se ocuparon en tantas ocasiones disímiles. Los cuatros siguen quietos, apenas respiran como los cuatros puntos cardinales del reloj de atrás, pero ninguno considera unas agujas que se detengan a favorecer el promedio de la esgrima. Cada quien cree ser el imaginario monarca al espejo, por fe de verse cada cual a imagen de lo que cree, sin que la traza que acarrean entre la plebe les confunda.

Todos cierran los ojos y se ven en el ensueño de ceñir corona. Todos recuerdan como los dioses fueron abolidos con la severidad de castigar a los herejes. Los cuatros sonríen mientras las lágrimas concurren al acto personal de cada uno.

Los cuatros piden el milagro, y ya sienten la corona sobre la frente abrasada por el delirio. Abren sus brazos, y las lágrimas caen al ras. Respiran profundamente y al tiempo se dejan caer de rodillas, inclinándose hasta allanar sus soberbias en la misma arena sobre la que sólo es posible el Dios misericordioso. Se apagan las luces que cuelga del tinglado. Titila el cielo raso, y cada uno de los actores por su cuenta disuelve los puños como si lo hicieran a solas. ‘Oh dios misericordioso’ ‘el verdadero rey escapa de la turba envuelto en un disfraz’ ‘el falso rey es tipográfico como el cartel y sólo comparte la desgracia de convivir brevemente con su séquito; heme aquí, el verdadero rey’

Los cuatro juntan sus palmas en plegaria, y de a poco sus labios decretan el Dios que cada uno reivindica, y al mismo tiempo se subordinan a esa ley (como el tal Román, el tal Lorenzo, la tal Lidia y la tal Martha con un tal Elías). El Dios en su mitológico retiro ahora es convocado por decreto a acatar su propia facultad, mientras un amén le pospone el paso.

Se van apagando, una a una, las luces del cielo raso. El tablero salta en chispas. Se van las luces de atrás. Las incandescencias entre los trapos y los resquicios se apagan sin rescoldo. Nada se ve adentro: ni el entablado ni la escalera ni los fusibles ya consumidos ni lo de abajo ni lo de arriba ni el finado cuya pócima no lo salvó; tampoco se ven los añicos en torno al espejo. Oscurana, oscurana, oscurana…

Afuera, en el tablado, los actores querían abrir los ojos, y querían desceñir sus atavíos y atizar las llagas que dieran lumbre al mamotreto. Pero al punto de que abrieran sus ojos eran ciegos. Nada se veía: ni el macizo de lunetas naranjas ni las pendientes escalonada: ni siquiera el luto por doquier

Ay, ay, nada se veía, es como si se hubiera cerrado la guantera, luego el automóvil y luego el estacionamiento en noche de eclipse tipográfico. Pero era más trascendental que ese orden. Era como si hubiera sido. Sólo repetir esta profecía a oscuras, y todo cuanto se concedió a la literatura desde que se escribiera la primera palabra: oscurana.

Ay, ay, nada se veía, es como si se hubiera cerrado la guantera, luego el automóvil y luego el estacionamiento en noche de eclipse tipográfico. Pero era más trascendental que ese orden. Era como si hubiera sido. Sólo repetir esta profecía oscurana: oscurana.

Ay, ay, nada se veía, es como si se hubiera cerrado la guantera, luego el automóvil y luego el estacionamiento en noche de eclipse tipográfico. Pero era más trascendental que ese oscurana oscurana: oscurana

Ay, ay, nada se veía, es como si se hubiera cerrado la guantera, luego el automóvil y luego el estacionamiento en oscurana oscurana oscurana: oscurana

Ay, ay, nada se veía, es como si se hubiera cerrado oscurana oscurana oscurana oscurana: oscurana

Ay, oscurana oscurana oscurana oscurana oscurana: oscurana

-o-s-c-u-r-amén-n-amén-


¿Quiénes fuisteis que creéis ser otros? ¿Cómo creísteis que vuestra soberbia fe os hacía mejor que aquél que sólo sobre sus rodillas se levanta? ¿Ahora tanteáis por ahí y no dais con nadie? ¿Dónde estabais antes que vinierais a nacer para un decreto iluso? ¿Quiénes podían engendraros y aun engendrar unos ancestros cuando mi ceguera engendraba mi vista? ¿Dónde estabais cuando verdaderos profetas me sacrificaron sus ombligos? ¿Dónde cuando yo vi que podía verlo todo? ¿Ahora tanteáis por ahí y no dais con nadie? ¿Quiénes fuisteis? ¿No fuisteis quienes eráis? ¿No quisisteis ser otros? Luego sucedéis a vuestros mayores y así heredáis lo que sin embargo a nadie legaréis ¿No era el decreto de entonces la misma razón de los herejes? ¿No era verdad que el que todo lo ve no lo abarca ley alguna? ¿Ahora tanteáis y no dais con nadie? ¿Quién de los que creéis afuera puede abrir el dintel que también creéis que está por allí? ¿Ahora tanteáis y no dais con nada? ¿No sentís ninguna extensión vuestra que se agote lejos de vosotros? ¿Escucháis a quien oísteis? ¿Veis a quienes visteis? ¿Tocáis a quienes tocasteis? ¿Laméis a quienes besasteis o escupisteis? ¿Pensáis en el monstruo que pensasteis? ¿Soñáis en quienes soñasteis? ¿Bendecís a quienes bendijisteis? ¿Maldecís a quienes maldijisteis? ¿Ahora tanteáis y no dais con nadie? ¿Creéis en quien creísteis? Luego vuestra misma fe ha estado decretada desde siempre. ¿Quién sois ahora? ¿Quién si no pudisteis ser el otro? ¿A quién perdonaréis si no os perdono? Ves que dejasteis de ser también lo uno ya que no en lo otro consumaste vuestra ambición. Oh, minúsculos reyes apenas en la trabazón de la impotencia… ¿Salvación misericordiosa? Contestadme estas preguntas entonces y olvidad las anteriores si es que os concierne una memoria que recuerde vuestra existencia: ¿Quiénes seríais si hubierais sido quienes no tuvieron que enguantar sus manos ni girar la llave de un manojo ni ajustar la gruesa montura de carey ni anotar el teléfono con el mismo lapicero de los apuntes ni vestir la facha previa sin poder desvestirse para el porvenir? ¿Quiénes seríais si hubierais sido el que truncó vuestro canto en la repetición de una palabra oscura que no veréis más escrita en ninguna otra parte? ¿Quiénes seríais si hubierais sido el viejo que no alcanzó la gota que ungiera su sed mortal? ¿Quiénes seríais si hubierais sido el verdadero cáncer que os hizo saltar resortes homicidas? No podéis contestar, pues he aquí que la respuesta penetra las arcadas de cuanto no sois. En mis preguntas encierro lo que demora y os doy el consuelo al menos de que recordéis en vuestra oscurana estas preguntas que yo no olvido. Os dejo en el barro del que ya no saldréis más. Adiós. Que ahora voy a la caza…

Veo que la tal Clara va en carrera por los corredores, no halla la contestación a sus gritos. Veo que fatiga los picaportes con un alambre que consiguió afuera de la oscurana. No quiere salir al estacionamiento, y los celadores que procura no acuden. Veo que ella nota que la luz mengua sin corregir aquellos filos que ella creyó ver y que yo vi detrás del credo. Veo que llega a la puerta, y que, amparada en el remate del muro, no ve en el estacionamiento ninguno de los celadores en guardia. Más allá de la calzada ve la caseta donde quizá todos ellos (se dice) deciden el desalojo, pero no se atreve a llegar allá, porque le avergonzaría oír como sintonizan la radio en las noticias. Veo que ella ve el último grado ambarino que el viento aviva desde su crepúsculo de óxidos. Veo que ve los árboles a punto de oscurece; tantas siluetas ocultas desde sus raíces. Veo que al menos uno de los hombres de guardia deambula por los corredores. Quizá en los pretiles (se dice). Veo que ella mira detrás de ella, que recula como la vi recular en el tablado, mientras examina a su alrededor que en los vitrales se desdibuja las figuras que encierran los gusanos de plomo. Veo que estudia donde esconderse de sus homicidas. Veo que con vacilación se desliza por ásperos muros, evitando siempre la franqueza de los corredores. Veo que en sigilo repta en resguardo de sus dedos. Veo que lamenta que la lluvia haya de demorarse hasta otra temporada imposible. Veo ese clima lluvioso en su rostro. Veo que alcanza el zócalo de una escalera, no sabe cuál porque su razón ha menguado según se agosta la luz de Julio. Veo el concreto sobre el cual ella se recarga y veo también esos cristales que ella palpa sin saberlo. Veo la presión femenina sobre una región invisible para el linaje de Adán. Veo los azulejos que ella quisiera distinguir a la distancia de su incomprensión. Veo entre las juntura de los azulejos los presagios que allí no consigue ningún profeta de hoy en día, y también veo los mínimos concursos de quien proclamó el atomismo entre los embates de una catástrofe. Veo la alfombra de la entrada complicada en un simple laberinto, y allí, en la solución del único dintel, la hebra cortada de la corbata de uno de los celadores, tan parecida al hilo disoluto de un suéter. Veo la costura de donde se le sustrajo de un tirón y veo las mismas iniciales que están en un aviso pintado a cuatro manos (amarillos y negros de una litografía). Veo la corbata y los abusos de una salsa en el dorso de la costura y veo los tomates en la separación de ese coágulo visible; tomates que fueron cosechados entre otros frutos podridos. Veo el nudo de la corbata, hecho por una esposa que sonríe en su abandono, muy despacio, mientras tiene recuerdos que la agitan. De la adultera veo su sangre retorcerse en el espiral del sanitario, y también veo la arena contada en la mica del reloj y en otras transparencias diluidas. Veo una nota que escribió a su esposo antes de salir a casa de su viuda madre, y veo la tinta que se inyectó en la cánula del lapicero, y también los obreros de la fábrica que vuelven a sus hogares con la fatiga impregnada como la tinta. Veo los vecinos rogándoles el mal a otros, y veo a todos rogando por su propia salud. Veo a todos los que rezan como Clara reza. Veo que Clara reza entre los tumbos de hallar un amén milagroso de donde asirse, y no aquel amén que trunca toda –amén-m-b-i-c-i-ó-n-i-n-t-r-é-p-i-d-amén-. Veo siempre a Clara, que como un vegetal busca empinarse por las escalones. Veo que sube presurosa hasta ganar el rellano de alguna superioridad. Veo que al borde del pretil ella apenas palpa lo que ha oscurecido. Veo que como un ciego las molduras le aventajan. Veo las figuraciones de cornamenta que le atemorizan por doquier. Veo que apenas puede diferenciar la mica de su reloj y veo que sólo comprende la transparencia de dos horas vagas. Veo que también descifra en las agujas algún don que le permita vislumbrar el punto inmóvil del muro o la resolana que apenas siente. Veo que no se atreve a desandar la escalera, así que rodea el zócalo y se empina al último nivel; no sabe qué busca. Veo que ya no puede gritar por mucho que sus antiguos ecos le susurren al oído. Quiso ver las puertas barnizadas de las aulas, la boquilla del bebedero, los pizarrones al través de los cuadros transparente de las puertas cerradas, los jardines que reverdecen en el descuido de Minkowski, pero no ve más allá de la redonda mica de su reloj. Ya no ve el círculo de su reloj. Veo que su boca está reseca y que la pegajosa saliva le traba la imaginación. Camina, siempre adelante, a tientas, igual que un vegetal abnegado, cuyas circulaciones germinan en un jardín. Veo que los carteles y el paraguas se enredan en su mente. Veo ese confín así: el fondo negro como un mar colmado de peces con sus aletas encanecidas. Veo en esos peces la voracidad de un equilibrio perturbador. Veo, bajo el tumulto de peces, pulpos que se durmieron con una letra en cada una de las ventosas de sus tentáculos, y veo en cada letra las veces que se repiten y veo en los números del inventario la misma cantidad de peces que rodean los mismos pulpos. Veo el único pez desdentado que ha sobrevivido y veo en su peor ojo una mejoría que él no puede ver y que no verá nunca. Veo que un pulpo despierta y que todas las mayúsculas las aprehende en sus ventosas. Veo que es devorado por los peces que veo, al no poder figurar como la piedra submarina que hubiera podido ser alguna vez. Veo las mayúsculas desprenderse entre la tinta de aciagas burbujas. Veo que el fondo negro estalla en una lluvia que recae dos veces más en cada gota. Veo, en cada gotera, las lágrimas de aquellos dolientes a los cuales el lujo de una eternidad sepulta. Luego veo que se despliega una garra con sus membranas relucientes. Veo que, sobre ella y no sobre otra, la ilusión de un ave se disuelve entre las transparencias de un pato. Veo la garra que gotea, y veo que al escurrir la dosis de repente un esqueleto se hunde en una nebulosa radiografía. Veo que los blandos gusanos devoran las juntas y después roen otros apetitos. Veo que los parásitos enflacan en el ayuno, pero luego veo que empiezan a devorar las carencias de ese vacío. Los veo engordar otra vez mientras se ceban todos a la resignada dieta. Veo que enflacan de nuevo y que se devoran entre sí y que desaparecen a la vista de los mercaderes. Allí los veo, apenas unos puntos a favor de los atomistas. Ahora veo el bastón venerable que se simplifica en la imaginación de Clara. Sigue adelante la mujer; sólo a guía de este bastón que tampoco comprende. Escucha el chasquido de unos conmutadores lejanos, y sigue adelante. Veo que está por llegar al pretil, veo que está a punto de toparlo en su camino. Veo que ella ya distingue las luces de emergencia como un borrascoso naranja, apenas arremolinado alrededor de las tres bombillas. Veo que no mira a su alrededor aún. Veo que esa luz tenuemente le encandila. Por no pensar, se da al recuerdo de los celadores y recuerda la caseta rodeada de una verja blanquísima. Cree ver a un celador entre la bruma, recuerda que uno de ellos no le caía en gracia. Corre hasta las escaleras, y asida al extremo del zócalo, no palpa desde allí sino un límite desde el cual los escalones se cortan en una progresión inaccesible. Veo que vuelve a concentrarse en las bombillas, recordándolas como las ha visto. Veo que recuerda ver un celador y luego otro y a los demás bien diferenciados los unos de los otros por el nudo de sus corbatas. Recuerda pedir socorro, girar en cualquier ángulo, pero no recuerda que más ha de memorizarla a ella. Tantea apenas en su entorno y no ve a los celadores; al fin ve en el piso el tenue reflejo de las lámparas y en ese ardor siente que se avivan enlutadas pavesas. Ve, al último grado de esa luz, que muy cerca le rodean los celadores, pero ve, mientras recuerda un antiguo sueño, que precisamente a partir de sus pies los celadores se tumban entreverándose en el nudo de sus corbatas, he allí el plano de esa conjunción, como la radiografía de las historias universales de los otros y de los muchos. Recuerda, tal si lo hubiera recordado antes, que son las terribles y alargadas sombras de siempre, en el cruce de sus proyecciones, sin corbatas; las sombras de Clara, las sombras que recuerda ser, apenas la que puede recordar entonces. Sombras que desesperadamente se allanan, hasta ese nivel conquistado. Veo que se agacha entonces, y también sus cuatro sombras en cuclillas palpan los dedos que vanamente auscultan esa ceguera. El sereno acorrala a la luz, y el recuerdo del asma le ahoga en una tos terrible. Veo que se levanta en punta de sus pies, en procura de un respiro que la salve de su último estertor. Veo que las luces fueron finalmente vedadas y que ella recuerda su báculo. Anda hasta el pretil, procura aire como si así bastara para desafiar al vacío. Recuerda el busto en medio de ese patio que ya no ve y que tampoco puede palpar. Otra copia del famoso escultor; otra copia cuyo original lo recuerda en unos de los jardines del despacho. Recuerda el despacho y el mismo busto en los jardines del despacho. Veo que se humedecen sus ya resecos ojos. No sabrá ya de literaturas, aunque una incendiada Alejandría le agobie con sus llamas. Nada escribirá para leerle nadie; ningún escriba le dictará estas cosas que tampoco conoció de nadie. Veo que Clara, por ejemplo, no reconocerá jamás la grieta que un escritor suramericano abrió en sus manuscritos, aunque esa grieta se repita en todas las ediciones. Recuerda que ya su memoria se ha colmado. No recuerda su propio epitafio, pero se queda allí, firme, y aguarda que alguien la recuerde mientras mira el busto que ya no podrá ver nunca y que es conmemorado en una fecha inaccesible. ‘¿Cuál despacho?’ Era la pregunta que oficialmente le quedaba por recordar más allá de tantas lágrimas.

Veo que es de bronce macizo. Veo la arcilla, de donde le tomaron molde, hasta amasarse en otro volumen heroico. Veo los párpados en la serenidad de su muerte redentora. Veo la cabellera tras el amanecer de un brusco insomnio sobre el catre. Veo los dioses en que creyó EL héroe y veo tales túnicas y desnudeces, y veo los dioses en los que dejó de creer y en los que nunca creyó. Veo que de chico soñaba en un monumento de bronce para sus infantiles alardes, a imagen de su último despertar en el mundo. Ahora veo esos rasgos en composición exacta y veo el cuello y el traje marcial y la espesa sangre de bronce derramada también dentro de sí, en lo alto del pétreo pedestal. Veo su mirada, a la sombra de aquellos párpados quedos. Veo que aún sus ojos se imitan mutuamente como vieran la desgracia de un tullido en el combate. Veo que siguen mirándome y veo que miran lo que ven. Veo los agujeros que el escultor puso en las pupilas, pero, ay, ahora lo veo… CUANTAS LETRAS EN NEGRO NADA MÁS NEGRO TAL COMO SI EN LUTO ME LEYERA (Yo y el mismo) IGUAL DE ENLUTADO PARA LEER y ahora lo veo en el torrente de mis inflamados ojos, y qué letras de repente dicen más, pero que en parte dicen ALGO, TAL VEZ profético, cualquier cosa más o menos creíble: ENTRE LO MUY ESTRECHO DEL TRIANGULO NADA PUEDE VER DE ÉL, COMO SI CADA PENITENTE SEGÚN SU COMPETENCIA PROPIA ALLÍ LE VIERA.

¿Entre lo trino de cada potencia le verá? Si ahora lo veo pues no veo lo que ahora esos ojos en trance ven; NO LO VEO, y de fijo veo que esos ojos se aguzan en su ciencia verdadera. Calma, Dios omnipotente, que tu facultad no la sobre el pánico. Ay, y ya no veo el bastón por cuyo recuerdo trastabilla el fin, esa singular vara con que Clara midiera a tientas su campo de batalla… y ya no me veo ni como lo hiciera el rey a ras de su reloj. A TIENTAS MI MAL DE OJO, Don Dios. ¿Mi clarividencia terminó en dos vértices incomprensibles? Qué pétalos se recobran. ¿Qué ven los ojos que ahora son lo único que veo? Decidme, cuando menos cómo me veo ¿Es un arco iris que eclipsa mis colores? He allí los ojos que ven, justo al frente y tan inescrutables como recónditos. Allí, de donde no puedo apartar la voluntad de mi único don, que ahora se convierte en fe. PRISIONERO. Minúsculos puntos de mi espacio infinito. AH, SI PUDIERA DESANDAR LO QUE VI, si al menos redoblar fuese mi extensión divina; o si pudiera ver apenas dentro de la conjuntivitis que sólo veo en mi perjuicio… ay si al menos pudiera volver sobre mis pasos y así recuperar al menos esa oscurana; regresar, aunque sea a tienta, sobre mis pasos. Un mito. ¿Qué os responden ahora, puesto que os hubieron respondido antes que por signo de vuestra pregunta respondieran todos? Ay, sólo veo en vuestros ojos que no me veis. Qué ciego he sido al dar con estos ojos que me acorralan hasta ellos… GLAUCOMA, COMA, COMA, COMA ,-,-,-,-,-,-,-,-,-,- (Oscurece.)



Escena 5: (de reojo)

Cuando hube terminado el último dios,

Caí a lo largo, largo tan corto era,

En colmo de un vacío,

Más a las orillas de mis huesos

Que al piélago de mi sangre espumosa.

Absorto estuve, y no por brindar,

Con las pupilas coaguladas en el frío,

Mientras fraguaba el dios anónimo

Y su memoria impenetrable

Y su sustancia desigual.

Ya rendido al sopor, entreví las hilachas

De una sombra entrada en carnes o afuera de blandir

Su estilete.

Entonces por acechanzas de la intrusa,

El sobresalto instigó mis dilaciones.

Entonces, aunque cansado como si vistiera

Según quebranto del único súbdito sobre el tablero,

Bajé al sótano;

Por las escaleras tasé cifras impares

Que en persecución se descalabraban.

(¡Oh, qué recinto

Oscuro por la arcilla y la humedad

Amontonadas en bocetos informes!)

LA SOMBRA, en sigilo, falsificaba el rigor

De huellas adoloridas en torno a mi fuga…

Mas vanamente improvisó un asedio.

SE arrastraba desde el taller,

En las escaleras, en el sótano

Y en los ladrillos apilados que le mordían

Sus mejillas otras veces orgullosas

Y ahora en el rubor abrasadas.

Pero una vez que la noche se descolgó de su herida,

No había dolor ni espera que no fuera en sí,

Por dentro y fuera, un revés vuelto al derecho…

Turbado aún,

Al punto me volví sin atisbar a mi perseguidora,

Y entonces un legajo que yacía como un ave

Entre sus fútiles alas ya vencida,

Y ningún luto aleteaba en ese fulgor extinto.

Ya el silencio se había asentado

Como un mastín de profuso pelaje

(Y la noche, robusta como el cielo cuyos grises

Cuelgan de la herida más profunda de estos muros,

Se recostaba suavemente, sin conturbar sus ecos).

Los rincones de pezuñas trepaban

La paciencia de las arañas. Y la SOMBRA

Quizá agonizaba en una pulga muerta

O en un pelo magro o en una burbuja de saliva

Extraviada dentro del ladrido unánime…

Yo no sacrificaba una gorda cabra

En pos de revivir los mismos escrúpulos…

Mis ojos, apenas embutidos en sus cuencas,

Eclipsaban mi ceguera sin ceder márgenes al horóscopo…

Yo, sin apelar a lo así predicho,

Prevalecí abajo, en el desastre que induje arriba;

Pero ya tantos pliegues en mis mordazas

Aquellos que herían las túnicas de los incurables dioses—,

Como anillos en mis manos enfermas,

Aún amortajan al arte de este barro que se repite,

y que se repite tantas veces.2

Eran tiempos en que evité verla: no por miedo a confirmar su rechazo —tan explícito en la misma separación—, sino porque ninguna ocasión previa nos hacía recordar mejores tiempos.

Si por contravenir estos escrúpulos, que nunca me parecieron inútiles, yo la buscaba entre los admiradores de su doctrina, entonces sí había de verificar, no bien la encarara a solas, algunas de sus reticencias. Tantas ascuas se avenía a refrescar mi frente; así que prevenirse no era tan pernicioso como adelantar un paso en vago. Pero ¿cómo concertar el instante de un espejo? Ella aún no premeditaba dejarme plantado delante de los demás, aunque sus dudas al menos atemperaban una descortesía para los dos. Si en verdad yo no contradije nunca sus primeras reservas, y aun menos le acechaba para obtener una respuesta vulgar, no con menor virtud eché de ver que ella esperaba de mí un escándalo. La sola convivencia en el taller, el redescubrir que mis manos eran leales al patrón que se nos imponían a todos, y que ella recortaba sólo por dilatar una frontera mutua… En fin, cada vecindad forzosa le abrumaba, y en cada fondo se hundían los mismos sedimentos que arrastraba la corriente.

Un día, allí en la resolana, a la sombra de los parasoles, estábamos en una suerte de recreo, y ninguno de quienes conversaban alrededor de nosotros podían descifrar nuestros giros. Para nadie ella dejaba traslucir de sus monosílabos un monosílabo siquiera, ni nadie podía interpretar las pausas de sus labios, pues ningún motivo de aquella plática parecía venir de sus intereses. Yo apenas noté su voz, como el zumbido monótono de una abeja que no halla en qué prominencia posar su muerte, ya que no su aguijón. Ella de vez en cuando callaba con hondura o, lo que era igual, urdía el silencio en secreto. Tal vez ella fantaseaba con odiarme públicamente y hasta con el desparpajo de alentar una opinión general en mi contra.

El corro se diluyó a nuestro alrededor. Ella, rígida en su doblez, había sido abandonada por sus cómplices. Y yo, sin alterar mi boca, también le veía procurando una fuga sin vestigios. Quedé solo, tumbado en el banco donde mi sombra milagrosamente pendía de un peso insustancial. Para mí el milagro no estaba en que la sombra se distinguiese según su envergadura, pues, visto de su naturaleza, el linaje no contradecía su tensión. El milagro estaba entonces en que pudiera anudar sus extremos sin caer de puntos tan precarios. Así me distraía, con mi propia sombra, acaso evitaba ver lo que entrañaba una contrariedad.

Ella, rezagada del grupo, apremiaba sus bocetos entre dedos sudorosos. Al pie de mis pies se daba prisa, pero del otro lado de mis pies, aun siéndoles éstos adictos, ella quería fugarse de allí tan precipitadamente como fuera posible pisotear a mi memoria con sus primeros pasos.

Mis raíces al aire ella tal vez las veía como garras que en la menor de las ocasiones despacharían asuntos criminales. Apremiado por su mirada, vi mis pies, y ellos no insinuaban más que un contorno, parecido a una huella que teme en doquier ser arrasada por la rapiña; pero esa inocencia fue suficiente para hostigarla, acaso con los mismos horrores que tanto temiera de sus pesadillas.

Al fin juntó el cuaderno a los papeles, incorporándose desde el miedo aseguró todo en un brazo, y justo cuando giró para partir, extendí la mano a ella, acaso en una súplica, y con la parsimonia de un viejo me congracie de su misericordia. Tomó mi mano y yo levemente apreté la suya, tan leve que la mujer sospechó de mi cojera. De pie le ofrecí mi última sonrisa, mientras la sangre avivaba las anemias en las que tanto temió ella que se aclarara un signo. Cayó una llave mía que ninguno de los dos quiso atender; del mismo metal cuyas bisagras se prefiguraba un crujido tenebroso.

De su mano pasé a su muñeca, y luego de que empalmara su antebrazo, ella quizá se vio indefensa ante un raptor. Su sangre la sentí palpitar con todo su atrevimiento. Al principio apenas giraba su puño hecho un puño, pero luego tiraba de su brazo y luego, casi crispada en la contorsiones de Perséfone, removía a mi pobre puño con la absurda violencia que ella acrecentaba a su favor.

Viéndome a merced de provocar una marca que me maculase para siempre, le solté, y era como si dejara un mástil tormentoso para procurar un respiro en el naufragio. Sin embargo, extendí mi palma hacia ella, la palma abierta al cielo. Mi fugaz despedida, y mi renuncia se truncaron entonces en el vacío. En una carrera ella dio alcance a la legión de la cual se había rezagado. Sin palabras se unió a ellos. De cuando en cuando miraba que yo la seguía de más cerca, pero mi persecución era rebasarla para no tener que mirar atrás. Cuando estuve a unos pasos, me miró con el deleite de una venganza, y luego se prendió de dos varones que se reían de sus chistes.

No la vería nunca más. No asistí a mi propia exposición, por no figurar entre mis pinceladas y el acto de que ella misma las corrigiera en doquier. Todos la vieron entre las tantas veces que la propuse al plano. En medio de esas pinceladas, le felicitaban a ella sin aumentar su vanidad de siempre. Alguien me dijo que divagaba, entre cuadro y cuadro, acaso porque sabía detenerse en los detalles, pero yo sabía que eso era su paz. De la exposición, puedo imaginar los puntos incandescentes de los cigarrillos en el traspatio, la deliberación de otros corros a los que ella ya no tenía que acudir para salvarse.

Antes de mandar por mis cuadros, recibí unas líneas. A la semana, marché lejos, hasta el vértice del que provenía la posdata. Se demoraron los años; pinté en noches enteras la misma sustancia del insomnio, y a veces no atinaba un ombligo en mitad del blanco. Un día, en que no pude vender ni por el arte de mi apremio, procuré las pinturas de ella entre todas las de mi colección. Barnicé las pinceladas, más para convencer a quien regateara menos, que por volver a pintar otros cuadros con esa misma urgencia. El negocio me excitó astucias que nunca hubiera imaginado de mí.

Cuando tuve que guardar otros cuadros, recordé los primeros esplendores de mi destierro. De haber persistido, le hubiera jurado a ella no vender nunca sus retratos. De cualquier manera ella hubiera razonado así: “que se vea usted al fondo del espejo. Ya se verá”. Y su sentencia, sin que ningún litógrafo le multiplicara detrás de una almena, daba otra efigie a otras pinceladas. Me había retratado de talla entera, como a mi padre, como a mi abuelo, como a mi primogénito, conforme me puse en pie para su hallazgo.

Desde entonces, sólo la maleable sustancia entre mis dedos; primero los bocetos de los dioses.


(¡Oh, qué recinto

Oscuro por la arcilla y la humedad

Amontonadas en bocetos informes!)


Después la conmemoración de la historia; blasones indivisos y controversias de gigantes. Y en todos los rostros del panteón las combinadas arrugas de mi rostro, las que siempre promedian entre otras una recia incertidumbre. Ahora mi retrato en su edad conjunta, hecho a mi imagen y reunido todo detrás de una invisible máscara. Allí, en las pupilas, la ahuecada impronta de todos los verbos imposibles, verbigracia de que en habiendo sido por otras muchas devociones, fueron antes de que fueran lo que están siendo ahora, puesto que del mismo modo le abarco en la incomprensión de su confín. Y después de hurgar en dos puntos las potencias que sólo con mis verbos les infundo aliento; hela simplemente mi dimensión al cabo: tal ella misma palpa con sus formas mis tientos que así le edifican en todos sus detalles.

Un busto mío, en la imita-C-ión de un héroe bé-L-ico… uno que A-penas de R-eojo adv-I-erte que yo V-eo todo lo que él ve, porque qu-I-zá me supone en el ámbito D-E u-N augurio que a C-Ieg-A-s sigue retor-C-iendo sus espira-L-es, cu-A-ndo ot-R-os patr-I-óticamente e-V-ocan tales plumas. Ya no más, de c-I-erto no, la genealogía D-E u-N jardín C-uyos frutos I-ndistintos nutrier-A-n tanto a los profetas, sino la sola supersti-C-ión de ver, por aumento de mis L-utos, todos los dioses A-golpados en mi adve-R-so don, o (cómo no me lo repet-I-ría mi oftalmólogo) la presión intraocular que tardía y mortalmente me estrecha a la V-I-sta D-E u-N mundo enfermo Como an-I-llos de mi m-A-nos enfermas. Aquí, en el mismo sótano, a la exigua luz del C-andi-L, leo tres tr-A-gedias y al fin cie-R-ro el l-I-bro…



FIN: Se terminó de imprimir en el mes de Agosto, a riesgo del autor. Si encontráis rimas hostiles, redundancias ociosas, desinencias y concordancias sin cordura que la liguen a su tono, además de un procli-V-e etcétera más profuso que prol-I-jo, es justo que admitas la pereza D-E N-o reparar C-uanto llevó 21 d-I-A-S escribir.




Agosto-Septiembre, 2007.

1 Job 4; 16-17.

2 Vale, 2001.