A Suramérica.
El
terremoto se sintió muy dentro del cementerio, debajo de las lápidas. Si bien fue leve, su levedad pareció arraigarse de algunos cadáveres
ha poco enterrados entre un luto tumultuoso e incierto. Como a las tres de la
tarde la tierra empezó a sacudirse, y toda aquella borrosa lentitud combinaba los miedos de quienes temblaban entonces. Con mejor virtud sea dicho, la tierra salta cuando, por
errar su báculo, trastabilla en los pies de quienes así tropiecen.
Ya
en la noche los noticieros cifraban algunos daños o repetían las interjecciones de un silencio que imperiosamente brotaba de todas
las lenguas. Se hablaba de algunas supuestas bajas, pero el gobierno no
propugnó datos oficiales ese día, y no lo había de hacer en años.
Sucedió
que sólo las pocas edificaciones derruidas eran tan evidentes para todos
—aunque al parecer ninguno de sus moradores había perecido en ellas—, como para
hacerse una idea fundamental de lo que no podía verse. En verdad era inverosímil que de entre ruinas, casi milenarias, salieran todos
ilesos (con apenas magulladuras), pero a pesar de ciertas digresiones,
comprensibles todo lo más, se corroboró que aun ciertos ausentes de ciertos
años volvían a manifestarse entre ciertos abrazos compungidos.
La
tarea de contar los muertos (si los hubiere) se le encomendó a una oficina que presidía un perspicaz y a la vez abstruso hombrecillo de gafas
gruesas y sombrero de ala cortísima. Tras haber documentado los accidentes
automovilísticos; tras haber pesquisado las urgencias de hospitales y clínicas;
tras fatigar los memoriales de la policía y los bomberos; tras haber recibido
las cifras de una morgue centenaria, pues consiguió al fin una nulidad más
exacta que lo redondo de un cero. Nadie murió en el ámbito de ese temblor, cuyo arco fue también su intemporal dominio. Todos los que habrían de morir
ese día por circunstancias naturales (ya que no por las agujas de dos minutos
fijos) se demoraron entre las réplicas imperceptibles del temblor original. Los
desaparecidos que no iban aparecer, ni en las máculas de tinta aparecieron.
Nada pareció ocurrir en aquel terremoto. Nada que lo agitara más de lo que fue su ritmo; y ni el crimen ordinario pudo extender en él su carácter.
El
asombro era tal, y tantas las formas de rigor, que se buscaban los muertos
hasta debajo de las piedras, aunque fueran muertos del pánico o de la
"clandestina tozudez de unos subversivos". Sucedió que de tanto
extremarse a razón de tales dudas, hallaron finalmente a un hombre con los botones casi al reventar como el brote de su
ya desnudo ombligo. Al infeliz le habían caído unos tapiales en el jardín
interior de una casa vetusta que se refaccionaba por aquel entonces. Pese a que
llevaba algunas herramientas del jornal, ninguno de los demás obreros,
comisionados para el otro lado del edificio, le reconocía de forma alguna. El
capataz de la obra no recordó haberle contratado ni menos precipitarse a las
reformas de ese jardín, oculto durante décadas bajo un derrumbe para el cual sí
que era menester de unas grúas especiales.
Ningún
documento de identidad acreditaba su anonimato; ningún registro dental que
pudiera morder el anzuelo, y tampoco sus huellas dactilares estaban reseñadas
entre los límites de folio alguno. Era todo un enigma aquel muerto
singular, acaso por pertenecer a un linaje cuyo origen parecía estar
precisamente en su fin y a la vuelta de su mismo vórtice. En un cortejo furtivo
se le conservó como a una momia. Era verdad que el gobierno se dilataba en los
informes y que la opinión pública interpretaba aquel silencio con la pareja
incertidumbre de todos los días. En cada casa se contaba los parientes indispensables
y se apaciguaban todos con una resignación feliz, que, sin embargo, no excedía
la cuenta de cada cual.
Pero,
entonces, ¿de quién era el muerto? ¿De dónde venía? ¿Cómo se llamaba? ¿Qué
hacía y luego por qué lo hacía? ¿Para quién trabajaba? ¿Para quién vivía? ¿Por
qué murió? De modo que no se suscitaran desórdenes entorno a un misterio
inabarcable y mucho menos se excitara la imaginación estrafalaria del
vulgo, el gobierno le impuso al comisionado de gafas gruesas revelar la
identidad de aquel hombre, antes de cifrarlo según su singularidad.
A
las semanas del terremoto se hizo pasar por las televisoras y la prensa el
retrato, casi irreconocible, de aquel muerto, sin duda para que
la hinchazón convocara un vínculo ineludible. Tal vez le
vieran como un orate que había extraviado a sus parientes, acaso como un
borracho pendenciero cuyas ojeras no le dejaban despertar del todo. Los chicos
de la morgue y la oficina, secretamente conjurados a tales designios, ya le
tenían un nombre; ya le reconocían en su corrupción truncada en
seco. Le decían la momia del jardín oculto.
Pasaron
los meses. Pasaron más años que días tienen esos años, y después de tantos votos y sacrificios, el comisionado, casi a tientas, detrás de gruesísimas gafas de carey,
escribía la última ficha de aquella calamidad. Con dedos tartamudos hizo
tabletear a una máquina diligente, apenas la ráfaga de un fusilamiento
incógnito: “Terremoto de 19**, sin víctimas fatales.” El
mismo día, a la misma hora en que al fin se le daba sepultura al muerto
singular, de modo que se perdiera entre los despojos de una fosa que precedió a un inocuo terremoto. Sólo
aquellas letras oficiales fueron el epitafio, e incluso por aquellas letras el
muerto fue quien fue, si bien ya perdido para siempre entre los anónimos
detractores de una tiranía.
1 comentario:
Muy buen cuento,me gustó disfrutarlo como ficción, aunque a la segunda lectura se me impuso como una alegoría y terminé más convencida de ello cuando me percaté del epígrafe.
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