viernes, 5 de julio de 2019

El Soldado ileso





Antes de esta carta, cuyo destino (sabrán así al leerle) es incierto, he escrito muchas otras líneas a mi prometida. Sólo los silencios de nuestros besos dictaban su ley cuando estalló la guerra; hasta entonces todo podía decirse sin escribir lo que igual cobraba una forma perdurable.

De pronto vino la guerra con sus terribles capullos. De pronto cayeron los fusiles en nuestras manos como las balas en los cuerpos seguirán cayendo, y partimos a ese incendio, cuyas llamas tendríamos que avivar con el ardor de nuestra juventud. Una vez a la mar, se me figuró que muy probablemente ya no vería a mi prometida. Tomé por primera vez el papel y el lápiz y le escribí mientras aún se divisaba la costa asediada por la espuma. Le escribí desde entonces; le escribí tanto en cada ocasión, que se diría no ser imposible escribirle de cualquier modo.

Estos últimos meses fueron una pesadilla enarbolada por el insomnio (lo sigue siendo para los que tuvieron la suerte de dormir y para los que aún se despiertan en ella cada mañana). Vi hombres morir al borde de sus propias lenguas, y vi el luto tan espeso en lo que veía, que era como ir a tientas de un vaticinio palpable en cada estorbo. No contaré aquí los estragos de la metralla ni los augurios de la pólvora asfixiante. Escribiré del miedo. El miedo que nunca sentí cuando escribía aquellas cartas tumbado como un poeta. Escribiré, incluso, de cuán cobarde fui al engañar a mi prometida con una audacia que apenas encontraba medios en mi prosa.

Ya vuelvo a ella, truncado para siempre por mis condecoraciones. Hemos navegado una semana. Al amanecer el capitán atracará en la isla de N***. Se recogerán pertrechos averiados y otros heridos. Después una semana más de olas, y después apearme de nuevo en mi patria, pero en equilibrio de una sola pierna. Si hay vítores, entonces serán para mí tan luctuosos como fue el trance de aquellos combates. Hoy, con las muletas al hombro aún, debo apresurar el paso antes de que den la voz de apagar las luces; eso sí, renqueando hasta el final de esta carta.

(…)

Temí que en cada tiroteo moriría. A mi alrededor los demás muchachos temían lo mismo, y tan parejo era el albur de andar juntos, que cada muerte ajena nos confería atributos propios. Aun por muchos muertos que haya en los campos de batalla, ocurre muchas veces que los más de los hombres sobrevivirán a la guerra para volver quién sabe cómo y quién sabe adónde. Esto, cuando se está en medio de los combates, parece en verdad tan ilusorio, tanto que apenas la embotada espina de un bonito paisaje nos clavetea a los demás horrores. Vivir es tan terrible en esas circunstancias, y de un modo tan terrible lo sabemos, que no se podría morir más vigorosamente, salvo que se sobreviva al peor de los desastres.

Antes de la noche en que perdí mi pierna, yo era el único soldado ileso de la compañía. Nuestro sargento de entonces sobrellevaba una infección que al final le anegó entre delirios. Fue sustituido por un sargento casi tan joven como nosotros, y tan valiente como no he visto a nadie más. La semana antes de aquella noche, íbamos y veníamos según un mapa al parecer tan aleatorio como sus sucesos. No hubo tableteos de ametralladoras ni explosiones, sólo un silencio tan profundo, tal vez el zumbido de un sueño. Caminábamos, acampábamos, apenas dormíamos entre la ración de nuestro acopio. Todo lo más con el dedo agarrotado en el gatillo.

Al mediodía de aquel día, nos vino a visitar un teniente. El pobre hombre cayó del cielo muy a su pesar. Desde el principio el sargento confrontaba las indicaciones de su superior; con tal irreverencia que el teniente, siendo por naturaleza voluble, condescendía por turnos. Era verdad que a través de lo que no se decía por la radio el sargento podía entrever algunos movimientos enemigos, y también era verdad que, sospechándolos de aquellas explicaciones, el teniente temía involucrarse demasiado en ese lugar. Era ya muy tarde. La tensión en los soldados hizo que uno de nosotros (sin que supiéramos cuál) tirara involuntariamente del gatillo. La detonación convidó a las tropas enemigas, que merodeaban igual que el viento, y el tiroteo seguro pasó de la medianoche.

No había patriotismo en aquella refriega, sólo un miedo que nos enfrentaba por dividido encono. Las razones políticas de cada estrategia eran irrelevantes entonces, porque la tiranía de los fusiles proliferaba como una extensión material de aquellos miedos. Todas aquellas consignas de los estados rivales no parecían encauzar las divergencias en disputa, sino que venían a converger en pos de una lucha más íntima y remota. Como dos púgiles seguíamos en pie, a tienta de golpes ajenos agitábamos nuestro propio vacío. Lo mismo que veíamos nosotros desde nuestro lado, aquellos hombres debían verlo desde lado suyo. Los dos ejércitos asediábamos con fiereza a un espejo, y el horror de hacerle triza nos quebraba desde lo más hondo.

El sargento, no obstante, arengaba entre demenciales giros, exponiéndose a todo como un predestinado, que tal lo era en esa desmesura. Impartía órdenes que incluso el teniente, como un soldado temeroso cualquiera, acataba sin reprobar, acaso con la fe irreflexiva de hacerlo según el mismo acierto de aquel valiente. Yo, como los otros muchachos, supuse como más fiel que la cobardía obrara a través del gatillo, porque de poco hubiera servido el fusil si como tullidos nos irguiéramos a sostener lo contrario. El sargento a empellones dividía o congregaba a las tropas, y él mismo, según su temeraria puntería, esbozaba la posiciones entre aquella balacera. Para él no era su primer lance así de furioso, pero no había en su cuerpo un rasguño que documentara aquella temeridad. Nosotros, en cambio, escuchábamos silbar las balas en derredor como si nos hirieran fatalmente. Las cicatrices no estaban sólo en nuestras carnes, sino que nos amortajaban vivos. Juan Sinmuerte le decían, como para tener, además, una fama inmortal en el panteón.

Yo no puedo contarles más. Sólo el fogonazo de una explosión y luego una cama en la que purgué aquellos rigores del fuego. Mis propias pesadillas no pude concebirlas peores que aquélla, la de todos, la que me tendía a demorarme en otras tan ajenas y cercanas. Ahora, lisiado para siempre, escribo en un camarote esta carta que quizá ni vosotros podréis leer. No porque la quisiera ocultar de vosotros, que sois el mundo más allá de mi horizonte, sino porque la carta es única en la serie, y por lo mismo será arrojada al anchuroso mar que ya me divorcia de mi prometida. Si no me leéis cabréis en la misma botella. Sí, y divagaréis en el mismo secreto que hubierais podido leer en lugar de acompañarle a la deriva. Será vuestro naufragio también la travesía que me pierde, pero nunca el rastro de un sólo pie será el mismo de antes. Sí; será vuestro destino en la botella como este dolor que todas las noches insiste en la pierna que ya no tengo. Este dolor que engorda con nada y que agosta todo.

En poco más de siete días, llegaré por fin al lugar desde donde partí. Mi prometida no sólo habrá leído mis otras cartas, aquéllas que con tanta fe se las escribiese, sino que ella creerá ver de pie, en un solo pie, la traza de un soldado valeroso. Soy el cobarde (ya se sabe), que perdió una pierna mientras un valiente quizá murió ileso. Sin embargo, tenía razón al escribir esa resma a mi prometida, no había otro modo de librar un medio así, por eso ahora, ya a salvo de cualquier calamidad, me ahogo irracionalmente en la botella; en esta botella que quizá nadie más vacíe.

Dicen que en un rato se apagan las luces. Mañana pasearé por la cubierta y caerá desde mis lágrimas esta confesión a lo insondable.

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