MINUTO DE SILENCIO
—
¿Cómo pudo hacerlo? Esta vez casi se mata.
—Se
subió más alto, eso sí, pero en el fondo, muy en el fondo, parece que no quiere caer de verdad.
—Es
la única que lo intenta, y se supone que todas venimos por lo mismo.
—Pero
al parecer no para lo mismo.
—Yo
no soy como ustedes.
—Ah
no, es verdad. La señorita sólo es nuestra vecina menos indiscreta.
—Una
vecina chismosa, yo diría, que vive bajo el mismo techo. ¿No quieres un
cigarrillo, chica? Ya se te habrán acabado los tuyos.
—Déjale.
El humo le daría un aire muy raro.
—Mejor
que fume sola a ver cuánto le dura lo breve.
Seguí
el sutil hilo de tu voz hasta tu boca y descubrí que tu boca es como tu boca:
cuando cantas; cuando lloras; cuando callas.
—Huerfanita
que lo perdió todo cuando se perdió ella.
—Y
que ya no tiene nada porque la encontraron.
—Pobrecita.
Le
hervía la sangre, igual que cuando estaba afuera. Quería hacerse una tajadura
que le cruzara el rostro, y luego esperar por lo menos un año a que cicatrizara como la
rúbrica de un hierro candente. Tal vez después podría cortar carne ajena hasta
lo más profundo. Tal vez entonces, sólo con sus uñas, podría imponer su ley.
Cada
muchacha tomó de su dieta un cigarrillo. Con un yesquero dividían los turnos y la
lumbre. Era increíble que hubiera cigarrillos allí. Cualquiera de afuera se
figuraría un contrabando, pero los cigarrillos se suministraban a todas según
una dotación fija, como las pastillas y los postres, y ciertamente no
alcanzaban para nadie. La conversación se hacía fácil mientras ellas fumaban en
medio de esas ramificaciones que iban disgregando el humo.
—Todavía
estás aquí. La verdad eres porfiada, chica.
—Entonces
hablemos de ella en cuerpo presente, para ver si podemos hablar a sus espaldas.
—Era
más ruda ella, y lo saben.
—Su
cuello, sin duda, está muy acostumbrado a ciertas durezas. Ya ves que no hay soga
que la ahorque.
—Se
creen mucho, ¿verdad? Como ahora no tienen que seguirla a todas partes.
—Seguirla
dices…
—Somos
bastantes para ti, no lo olvides.
—O
lo quieres recordar una por una.
Las
muchachas siguieron conversando en un corro que la marginaba a ella. Se valían
de más improperios que los que regularmente empleaban para tales formas, acaso
porque pretendía que la hostilidad no careciera de medios impersonales. De
cualquier modo, la conversación discurría igual que si no se dijeran nada, a pesar de que el ocio fuera tan pródigo en su asiento o a
pesar de que supieran que ciertas palabras necesitan de resortes especiales.
Por
alguna razón, inconclusa para ella, no quería marcharse de allí. Las otras
muchachas ya no le determinaban en absoluto. Seguían conversando frente al
espejo, mientras la duplicidad de sus afeites recobraba un vigor simultáneo y sin
duda efímero en su propagación. Desde lejos supo que los asuntos languidecerían hacia
un silencio difícil de convenir. Esperó a propósito, pues lo inminente iba
hacerles rogar, también en silencio, por una salida, y, si no, de qué
manera iban a salvarse del convenio.
Aún
las palabras seguían cruzándose entre las colisiones de siempre. Ella veía que
aquella confederación no desdeñaba detalles, aunque por lo demás no parecía
exceder las amplitudes de ese cautiverio. Tal vez urdían la fuga a través de
cierto nudo que las retenía a temas habituales y por lo mismo nada
sospechosos. No obstante, después de repetidos amagos, todas iban a quedar al
borde de un vacío y cuando eso pasara, cuando el cielo recobrara de pronto sus
raíces, ella sí callaría impunemente, mientras las otras trataran en vano de
decir algo natural que jamás vendría a manifestarse sino en la única boca que
podía callarlo todo.
Estaba
ocurriendo. La conversación se hacía más densa cuanto que las palabras
escaseaban por doquier. Entre ecos interiores todas se dijeron que aún tenían
mucho qué decir, y apenas el alegato de esta certidumbre empezaba a monopolizar
la elocuencia. Cierta perplejidad les medraba en el rostro como si los arañazos
de arrugas milenarias al fin pudiesen agitar una orilla. Con el tiempo ya poco
importaba los temas elegidos, cuáles podían escogerse por tales, porque lo
verdaderamente sustancial sobre cualquier tema era lo que todavía se pudiera
decir con esos fundamentos. Al menos cada una podía intercalar sus giros y esa
posibilidad compartida les ampliaba un límite del que iban a aprovecharse más
allá de lo que permitiera la agonía.
Los
ojos empezaban a saltarse como si de pronto una oscuridad careciera de
asideros. Las bocas, acentuadas por los pintalabios, ahora lucían atroces,
ávidas por un ayuno del todo impalpable. Sólo podían concebir una escena que no
fuese la que en ese momento ellas protagonizaban, sin saber que todas lo ansiaban al mismo tiempo y según el mismo rigor. Ella imaginó que sus rivales sólo
podían imaginar a dos tapias operísticas cogiéndose de sus solapas. Las muchachas se tomaron las manos en el círculo y entre un monosílabo
y otro resbalaban igual que si lo hicieran sobre escollos. Temieron que les
sorprendieran calladas como idiotas o como si en realidad sufrieran la misma
tensión de aquella viga. Ella, en cambio, las veía más hermosas que nunca.
Sudorosas. Trémulas. Inocentes.
El
silencio al fin anegó las lenguas en una sordina que no se apagaba. Ella podía
hablar, le era lícito vengarse con esa facultad tan promisoria al tiempo que
terrible. Por fin lo notaron las otras, como si fueran corderos a merced de un
depredador. Lamentaron tantas palabras previas que ya parecían revelarse en
contra. Ella, todavía al margen, aguardó con la paciencia de quien en verdad
sabe conservar un secreto. Le daba largas a algo cuyas extensiones le confería
un poder superior, como el de hincar mordiscos en la carne sudorosa, trémula e
inocente.
Hubieran
pedido perdón si aún estuvieran dotadas de la palabra, o hubieran dado voces de
auxilio y acusación si al menos los gritos fueran posibles entonces. Hasta
anhelaban las reprimendas del cautiverio si venían a deshacer esa eternidad en
apenas un instante.
—Me
voy, quedan en su casa.
Fue
lo que apenas dijo y se marchó hacia la única salida invicta. Ninguna supo lo
que quiso decir con eso, sólo podían disolver el círculo entre la perplejidad
que les concernía a todas, desanudar las manos con vergüenza y callar un poco
más, quién sabe hasta cuándo.
Tardaban las noticias sobre aquel nuevo
intento que tambien parecía correr el nudo de cada una, y seguía sin aparecer su artífice.
Podía pasar muchas semanas antes de que se le incorporara entre las píldoras de
siempre, o más bien era probable que le enviaran a otra almena, más allá de lo
que fuera posible ver bajo el mismo cielo. Ya no parecía que hiciese falta la
acritud de aquélla, todas se habían acomodado entre los modos de una ausencia que ya poco importaba. Aunque tal
vez, incluso porque ninguna lo confesara así, seguían leales al mayorazgo ausente,
imaginándose que al final se restituiría el orden en ese cautiverio. Por lo demás, las conversaciones ya versaban con distintos impulsos y entre
digresiones comprensibles, solía repetirse cosas íntimas dentro de las que
subyacía un plan de fuga, que ni ellas pensarían desarrollar sino en una
ocasión imprevisible.
Siempre
al margen, supo que para franquear los muros hacía falta la que no se podía
sustraer del condigno castigo. Esperar a que saliera al patio; esperar que otra
soga no fuera su nuevo cordón umbilical. Pero de qué valía una fuga en un sitio
así o fuera de un sitio como ése. Lo más seguro es que se les cogiera a los
pocos metros, patinado entre el pantano y con una cara de chiflada que no importaría justificar entonces. Ella sabía el terreno que pisaba, conocía los
confines de sus propias huellas con apenas pararse en un ángulo reglamentario.
Ella sí que podía seguir sola, como un ángel terrible que las demás repudiarían
desde siempre, pero acaso porque en el fondo todas temían la misma soledad que
sólo era posible imponer con independencia. De a poco sucedió que colgarse no era tan horrible
como dejar de maquillarse, y ella era la única que no se maquillaba. Poder
acceder a navajas para raparse era aún más horroroso que segar el pescuezo con
un tajo firme, y ella ya iba lampiña e impoluta como una perla.
Pasaron
otros días y el cabello fue creciendo, y a medida que crecía las otras iban
temiendo púas por doquier, no solamente en el cráneo inescrutable. Evitaban
tocarla, aborrecían verla tan hermosa y con el cabello incipiente, callada y
proscrita por todas ellas. Si al menos pudieran escupirla sin temer una
maldición recargada, no sólo la escupirían sino que la matarían entre arañazos.
Pretender otro extremo era subir hasta la azotea y al menos gritar las últimas
oraciones desde allí.
Después
de ciertos escalones, que no pocas contaban escrupulosamente al subir, estaban
los que decidían los papeles. Ninguna iba a envejecer entre esos umbrales,
ellos las expulsarían del jardín después de tantas píldoras y enemas. Ocurría,
sin embargo, que los papeles aumentaban las cosas que no se podían referir en
ellos. Egresar de allí era no saber cómo se había entrado ni porque el mundo
apenas cambiaba afuera. No conocieron viejas confinadas a esos muros y acaso
todas alcanzarían vivir lo suficiente para ver todo lo que envejecía dentro de
esos muros.
Una
mañana radiante, cuando el sol repetía un círculo en el cielo, sólo ella quiso
salir como todas las mañanas. Las demás quedaron adentro, maquillándose hasta
rasgos tan irreconocibles como las volutas de los cigarrillos al espejo.
Delante de un macizo de flores, se sentó como todas las mañanas, y sobre un
cuaderno empezó a rastrillar un carbón.
—Te
veo haciendo notas todas las mañanas, frente a esas flores.
—Es
un colibrí que viene todos los días.
—
¿Dibujas?
—Son
unas líneas nada más.
—Así
que escribes.
—Algo
para no dejar de leer.
—
¿Puedo leer entonces?
—Adelante.
—El colibrí tiene los colores de sus flores.
El colibrí al vérsele entero es invisible en todo lo demás. Se sabe, por
ejemplo, que su dieta es el néctar. El colibrí para prevalecer inmóvil no deja
de batir sus alas con el mismo empeño de su estado inmóvil.
—Hoy
no vino el colibrí.
—Pero
estas notas son exactas y acaso así puntuales.
—Eres
el único hombre que dejan entrar, seguro debes dejar muchas cosas afuera.
—Sólo
lo que no cabe acá.
—Una
jaula no cabe acá.
—Es
bueno saberlo para el colibrí.
—Entonces
que no sepa lo que escribo de él.
—
¿Quieres un cigarrillo?
—
¿Uno más de la cuenta?
—Uno
mío, qué más da.
—Que
conste que me inspiras poca confianza.
—En
cambio tú eres la única muchacha buena de aquí.
—Podré
ser todo lo buena que tú quieras, chico, pero resultaría malo confiar en mí.
Oye; son mejores que los cigarrillos de contrabando.
—No
son de contrabando.
—Deberían
serlo, tal vez así durarían más.
—Por
qué no pruebas con la jardinería.
—
¿Lo dices porque me permiten tocar las tijeras?
El
cabello ya no le punzaba las palmas, era lacio como antes. Había sido Dalila y
Sansón durante un tiempo en que no se podía ser sino quienes los papeles decían
arriba. Sus rivales se maquillaban hasta de noche, aunque no porque los papeles
lo dijeran, y preferían los peinados a que viniesen a cortarles los cabellos.
Un
día, como de la nada, amaneció en su colchón la que se habían llevado. No era
la misma que se encaramó para caer, daba la impresión de que aún colgaba del
techo. Ninguna quería acercarse demasiado. Por aquel entonces evitar a dos
criaturas raras, empezaba a estrechar colchones, pintalabios, cigarrillos,
ropas, hasta los ayunos de tantas inapetencias.
Esta
vez, apenas maquillada para disimular los estragos de la soga, sobriamente
maquillada, quiso compartir la mesa con quien compartía del mismo modo la
tiranía.
—
¿Qué papel nos toca arriba?
—No
soy tu Lázaro, pendeja.
Fue
lo único que dijo. Al amanecer yacía envenenada por todos los corpúsculos que
evitó en meses, los que había enfundado en el colchón quizá para envenenar a
enemigos que desde el último piso impartieran récipes a ciegas. El sepelio se
hizo entre otros muros, era como la fuga esperada por todas las demás, pero
sólo se le permitió ir a la que no necesitaba maquillarse para corregir el luto
y la desolación propia.
Nunca había visto a una persona muerta. Todo era tan funerario hasta que al fin vio que el ataúd tenía la medida exacta de un sueño eterno. La vistieron y la peinaron con lo que más le favorecía y aun unos rubores reanimaban su acritud de siempre. El servicio repetía las palabras de rigor entre una sordina a la que sólo se le escuchaban sus ecos.
Nunca había visto a una persona muerta. Todo era tan funerario hasta que al fin vio que el ataúd tenía la medida exacta de un sueño eterno. La vistieron y la peinaron con lo que más le favorecía y aun unos rubores reanimaban su acritud de siempre. El servicio repetía las palabras de rigor entre una sordina a la que sólo se le escuchaban sus ecos.
Ciertamente
a ella se le permitió verla, el permiso no tenía restricciones en esa hora
difícil. Así que se acercó, poco a poco, durante un minuto de silencio para el
cual no había que infundir otros terrores ni velar otras amenazas. Todo lo
demás era tan insufrible que sólo la muerta parecía recobrar sus funciones en
mitad del rito. Estaba como dormida. Advirtió que su belleza era igual, y aun
su belleza se le figuraba mayor. Nunca antes pudo acercarse, ni siquiera pudo
bajarla de la soga. Tampoco supo reconfortarla en su momento, porque cuando
regresó, en vez de aprovechar su papel entre las otras, apenas convino una
pregunta estúpida que sólo era posible responder desde el exilio. Pero entonces
sucedía que más bella que jamás lo fuera cualquiera de sus discípulas en vida,
vestida impecablemente, con el cabello crespo y perfumado, boca arriba como si
esperara por fin del cielo el milagro, no se movía porque ya no era necesario
ningún estorbo para ese silencio en cuerpo presente. Estaba invicta, y sólo así
era posible besarla por primera vez. Seguir el sutil hilo de su voz hasta su
boca y descubrir que su boca es como su boca: cuando cantaba; cuando lloraba;
cuando callaba.
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