viernes, 8 de marzo de 2019

Minuto de Silencio




MINUTO DE SILENCIO

— ¿Cómo pudo hacerlo? Esta vez casi se mata.
—Se subió más alto, eso sí, pero en el fondo, muy en el fondo, parece que no quiere caer de verdad.
—Es la única que lo intenta, y se supone que todas venimos por lo mismo.
—Pero al parecer no para lo mismo.
—Yo no soy como ustedes.
—Ah no, es verdad. La señorita sólo es nuestra vecina menos indiscreta.
—Una vecina chismosa, yo diría, que vive bajo el mismo techo. ¿No quieres un cigarrillo, chica? Ya se te habrán acabado los tuyos.
—Déjale. El humo le daría un aire muy raro.
—Mejor que fume sola a ver cuánto le dura lo breve.
Seguí el sutil hilo de tu voz hasta tu boca y descubrí que tu boca es como tu boca: cuando cantas; cuando lloras; cuando callas.
—Huerfanita que lo perdió todo cuando se perdió ella.
—Y que ya no tiene nada porque la encontraron.
—Pobrecita.
Le hervía la sangre, igual que cuando estaba afuera. Quería hacerse una tajadura que le cruzara el rostro, y luego esperar por lo menos un año a que cicatrizara como la rúbrica de un hierro candente. Tal vez después podría cortar carne ajena hasta lo más profundo. Tal vez entonces, sólo con sus uñas, podría imponer su ley.
Cada muchacha tomó de su dieta un cigarrillo. Con un yesquero dividían los turnos y la lumbre. Era increíble que hubiera cigarrillos allí. Cualquiera de afuera se figuraría un contrabando, pero los cigarrillos se suministraban a todas según una dotación fija, como las pastillas y los postres, y ciertamente no alcanzaban para nadie. La conversación se hacía fácil mientras ellas fumaban en medio de esas ramificaciones que iban disgregando el humo.
—Todavía estás aquí. La verdad eres porfiada, chica.
—Entonces hablemos de ella en cuerpo presente, para ver si podemos hablar a sus espaldas.
—Era más ruda ella, y lo saben.
—Su cuello, sin duda, está muy acostumbrado a ciertas durezas. Ya ves que no hay soga que la ahorque.
—Se creen mucho, ¿verdad? Como ahora no tienen que seguirla a todas partes.
—Seguirla dices…
—Somos bastantes para ti, no lo olvides.
—O lo quieres recordar una por una.
Las muchachas siguieron conversando en un corro que la marginaba a ella. Se valían de más improperios que los que regularmente empleaban para tales formas, acaso porque pretendía que la hostilidad no careciera de medios impersonales. De cualquier modo, la conversación discurría igual que si no se dijeran nada, a pesar de que el ocio fuera tan pródigo en su asiento o a pesar de que supieran que ciertas palabras necesitan de resortes especiales.
Por alguna razón, inconclusa para ella, no quería marcharse de allí. Las otras muchachas ya no le determinaban en absoluto. Seguían conversando frente al espejo, mientras la duplicidad de sus afeites recobraba un vigor simultáneo y sin duda efímero en su propagación. Desde lejos supo que los asuntos languidecerían hacia un silencio difícil de convenir. Esperó a propósito, pues lo inminente iba hacerles rogar, también en silencio, por una salida, y, si no, de qué manera iban a salvarse del convenio.
Aún las palabras seguían cruzándose entre las colisiones de siempre. Ella veía que aquella confederación no desdeñaba detalles, aunque por lo demás no parecía exceder las amplitudes de ese cautiverio. Tal vez urdían la fuga a través de cierto nudo que las retenía a temas habituales y por lo mismo nada sospechosos. No obstante, después de repetidos amagos, todas iban a quedar al borde de un vacío y cuando eso pasara, cuando el cielo recobrara de pronto sus raíces, ella sí callaría impunemente, mientras las otras trataran en vano de decir algo natural que jamás vendría a manifestarse sino en la única boca que podía callarlo todo.
Estaba ocurriendo. La conversación se hacía más densa cuanto que las palabras escaseaban por doquier. Entre ecos interiores todas se dijeron que aún tenían mucho qué decir, y apenas el alegato de esta certidumbre empezaba a monopolizar la elocuencia. Cierta perplejidad les medraba en el rostro como si los arañazos de arrugas milenarias al fin pudiesen agitar una orilla. Con el tiempo ya poco importaba los temas elegidos, cuáles podían escogerse por tales, porque lo verdaderamente sustancial sobre cualquier tema era lo que todavía se pudiera decir con esos fundamentos. Al menos cada una podía intercalar sus giros y esa posibilidad compartida les ampliaba un límite del que iban a aprovecharse más allá de lo que permitiera la agonía.
Los ojos empezaban a saltarse como si de pronto una oscuridad careciera de asideros. Las bocas, acentuadas por los pintalabios, ahora lucían atroces, ávidas por un ayuno del todo impalpable. Sólo podían concebir una escena que no fuese la que en ese momento ellas protagonizaban, sin saber que todas lo ansiaban al mismo tiempo y según el mismo rigor. Ella imaginó que sus rivales sólo podían imaginar a dos tapias operísticas cogiéndose de sus solapas. Las muchachas se tomaron las manos en el círculo y entre un monosílabo y otro resbalaban igual que si lo hicieran sobre escollos. Temieron que les sorprendieran calladas como idiotas o como si en realidad sufrieran la misma tensión de aquella viga. Ella, en cambio, las veía más hermosas que nunca. Sudorosas. Trémulas. Inocentes.
El silencio al fin anegó las lenguas en una sordina que no se apagaba. Ella podía hablar, le era lícito vengarse con esa facultad tan promisoria al tiempo que terrible. Por fin lo notaron las otras, como si fueran corderos a merced de un depredador. Lamentaron tantas palabras previas que ya parecían revelarse en contra. Ella, todavía al margen, aguardó con la paciencia de quien en verdad sabe conservar un secreto. Le daba largas a algo cuyas extensiones le confería un poder superior, como el de hincar mordiscos en la carne sudorosa, trémula e inocente.
Hubieran pedido perdón si aún estuvieran dotadas de la palabra, o hubieran dado voces de auxilio y acusación si al menos los gritos fueran posibles entonces. Hasta anhelaban las reprimendas del cautiverio si venían a deshacer esa eternidad en apenas un instante.
—Me voy, quedan en su casa.
Fue lo que apenas dijo y se marchó hacia la única salida invicta. Ninguna supo lo que quiso decir con eso, sólo podían disolver el círculo entre la perplejidad que les concernía a todas, desanudar las manos con vergüenza y callar un poco más, quién sabe hasta cuándo.
  Tardaban las noticias sobre aquel nuevo intento que tambien parecía correr el nudo de cada una, y seguía sin aparecer su artífice. Podía pasar muchas semanas antes de que se le incorporara entre las píldoras de siempre, o más bien era probable que le enviaran a otra almena, más allá de lo que fuera posible ver bajo el mismo cielo. Ya no parecía que hiciese falta la acritud de aquélla, todas se habían acomodado entre los modos de una ausencia que ya poco importaba. Aunque tal vez, incluso porque ninguna lo confesara así, seguían leales al mayorazgo ausente, imaginándose que al final se restituiría el orden en ese cautiverio. Por lo demás, las conversaciones ya versaban con distintos impulsos y entre digresiones comprensibles, solía repetirse cosas íntimas dentro de las que subyacía un plan de fuga, que ni ellas pensarían desarrollar sino en una ocasión imprevisible.
Siempre al margen, supo que para franquear los muros hacía falta la que no se podía sustraer del condigno castigo. Esperar a que saliera al patio; esperar que otra soga no fuera su nuevo cordón umbilical. Pero de qué valía una fuga en un sitio así o fuera de un sitio como ése. Lo más seguro es que se les cogiera a los pocos metros, patinado entre el pantano y con una cara de chiflada que no importaría justificar entonces. Ella sabía el terreno que pisaba, conocía los confines de sus propias huellas con apenas pararse en un ángulo reglamentario. Ella sí que podía seguir sola, como un ángel terrible que las demás repudiarían desde siempre, pero acaso porque en el fondo todas temían la misma soledad que sólo era posible imponer con independencia. De a poco sucedió que colgarse no era tan horrible como dejar de maquillarse, y ella era la única que no se maquillaba. Poder acceder a navajas para raparse era aún más horroroso que segar el pescuezo con un tajo firme, y ella ya iba lampiña e impoluta como una perla.
Pasaron otros días y el cabello fue creciendo, y a medida que crecía las otras iban temiendo púas por doquier, no solamente en el cráneo inescrutable. Evitaban tocarla, aborrecían verla tan hermosa y con el cabello incipiente, callada y proscrita por todas ellas. Si al menos pudieran escupirla sin temer una maldición recargada, no sólo la escupirían sino que la matarían entre arañazos. Pretender otro extremo era subir hasta la azotea y al menos gritar las últimas oraciones desde allí.
Después de ciertos escalones, que no pocas contaban escrupulosamente al subir, estaban los que decidían los papeles. Ninguna iba a envejecer entre esos umbrales, ellos las expulsarían del jardín después de tantas píldoras y enemas. Ocurría, sin embargo, que los papeles aumentaban las cosas que no se podían referir en ellos. Egresar de allí era no saber cómo se había entrado ni porque el mundo apenas cambiaba afuera. No conocieron viejas confinadas a esos muros y acaso todas alcanzarían vivir lo suficiente para ver todo lo que envejecía dentro de esos muros.
Una mañana radiante, cuando el sol repetía un círculo en el cielo, sólo ella quiso salir como todas las mañanas. Las demás quedaron adentro, maquillándose hasta rasgos tan irreconocibles como las volutas de los cigarrillos al espejo. Delante de un macizo de flores, se sentó como todas las mañanas, y sobre un cuaderno empezó a rastrillar un carbón.
—Te veo haciendo notas todas las mañanas, frente a esas flores.
—Es un colibrí que viene todos los días.
— ¿Dibujas?
—Son unas líneas nada más.
—Así que escribes.
—Algo para no dejar de leer.
— ¿Puedo leer entonces?
—Adelante.
El colibrí tiene los colores de sus flores. El colibrí al vérsele entero es invisible en todo lo demás. Se sabe, por ejemplo, que su dieta es el néctar. El colibrí para prevalecer inmóvil no deja de batir sus alas con el mismo empeño de su estado inmóvil.
—Hoy no vino el colibrí.
—Pero estas notas son exactas y acaso así puntuales.
—Eres el único hombre que dejan entrar, seguro debes dejar muchas cosas afuera.
—Sólo lo que no cabe acá.
—Una jaula no cabe acá.
—Es bueno saberlo para el colibrí.
—Entonces que no sepa lo que escribo de él.
— ¿Quieres un cigarrillo?
— ¿Uno más de la cuenta?
—Uno mío, qué más da.
—Que conste que me inspiras poca confianza.
—En cambio tú eres la única muchacha buena de aquí. 
—Podré ser todo lo buena que tú quieras, chico, pero resultaría malo confiar en mí. Oye; son mejores que los cigarrillos de contrabando.
—No son de contrabando.
—Deberían serlo, tal vez así durarían más.
—Por qué no pruebas con la jardinería.
— ¿Lo dices porque me permiten tocar las tijeras?
El cabello ya no le punzaba las palmas, era lacio como antes. Había sido Dalila y Sansón durante un tiempo en que no se podía ser sino quienes los papeles decían arriba. Sus rivales se maquillaban hasta de noche, aunque no porque los papeles lo dijeran, y preferían los peinados a que viniesen a cortarles los cabellos.
Un día, como de la nada, amaneció en su colchón la que se habían llevado. No era la misma que se encaramó para caer, daba la impresión de que aún colgaba del techo. Ninguna quería acercarse demasiado. Por aquel entonces evitar a dos criaturas raras, empezaba a estrechar colchones, pintalabios, cigarrillos, ropas, hasta los ayunos de tantas inapetencias.
Esta vez, apenas maquillada para disimular los estragos de la soga, sobriamente maquillada, quiso compartir la mesa con quien compartía del mismo modo la tiranía.
— ¿Qué papel nos toca arriba?
—No soy tu Lázaro, pendeja.
Fue lo único que dijo. Al amanecer yacía envenenada por todos los corpúsculos que evitó en meses, los que había enfundado en el colchón quizá para envenenar a enemigos que desde el último piso impartieran récipes a ciegas. El sepelio se hizo entre otros muros, era como la fuga esperada por todas las demás, pero sólo se le permitió ir a la que no necesitaba maquillarse para corregir el luto y la desolación propia. 
Nunca había visto a una persona muerta. Todo era tan funerario hasta que al fin vio que el ataúd tenía la medida exacta de un sueño eterno. La vistieron y la peinaron con lo que más le favorecía y aun unos rubores reanimaban su acritud de siempre. El servicio repetía las palabras de rigor entre una sordina a la que sólo se le escuchaban sus ecos.
Ciertamente a ella se le permitió verla, el permiso no tenía restricciones en esa hora difícil. Así que se acercó, poco a poco, durante un minuto de silencio para el cual no había que infundir otros terrores ni velar otras amenazas. Todo lo demás era tan insufrible que sólo la muerta parecía recobrar sus funciones en mitad del rito. Estaba como dormida. Advirtió que su belleza era igual, y aun su belleza se le figuraba mayor. Nunca antes pudo acercarse, ni siquiera pudo bajarla de la soga. Tampoco supo reconfortarla en su momento, porque cuando regresó, en vez de aprovechar su papel entre las otras, apenas convino una pregunta estúpida que sólo era posible responder desde el exilio. Pero entonces sucedía que más bella que jamás lo fuera cualquiera de sus discípulas en vida, vestida impecablemente, con el cabello crespo y perfumado, boca arriba como si esperara por fin del cielo el milagro, no se movía porque ya no era necesario ningún estorbo para ese silencio en cuerpo presente. Estaba invicta, y sólo así era posible besarla por primera vez. Seguir el sutil hilo de su voz hasta su boca y descubrir que su boca es como su boca: cuando cantaba; cuando lloraba; cuando callaba.

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