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Vale, 2001 |
Alguien toma un libro y se adentra a sus páginas, como en el ensueño de sopesar todas las hojas de antemano. Supone de los personajes descritos un entorno que se ajuste a su propio entorno, incluso figurándose en cada carácter las vicisitudes que suelen asediar con emboscadas ordinarias. Al paso de unos pocos renglones, consigue una equivalencia providencial, o cuando menos la invitación de una idéntica galería. Que si la anciana aquélla, que si el niño que cruzaba el patio. Las casas y calles muy parecidas siempre, y la muchacha de la trama como la coqueta y bonita novia que él aún tenía que esconder de los cuatro suegros. Los suegros dominantes y caricaturizados todos según sus mismas arrugas.
A gusto de la prosa, sigue leyendo. Sin duda aprecia las elecciones del narrador. Las descripciones de la novia son exactas y sucede que su donaire le entusiasma mucho, pues mucho se siente halagado de que le quisieran así como se dice que le quieren. Él, allí en la trama, parece convocar un final conmovedor y al tiempo heroico. Así va como sobre unos rieles, entre dos fideos que deparan andenes promisorios y el tumulto de pasajeros festivos.
Sin embargo, de pronto se topa con eslabones desemejantes, y advierte que en lo trunco del momento detiene también el ritmo de sus días, justo allí donde las palabras siquiera pueden leerse. El asombro lo sobrecoge mucho. Resultaba, pues, que la chica encantadora era una alegrona que le adornaba la frente a su marido con cualquiera. Ya tenía varias mujeres de quienes elegir otra. En verdad sus flirteos con deuteragonistas escamoteaban en la lectura, pero se abstuvo de cualquier ímpetu que lo precipitara irreflexivamente. Lo más probable es que la mujer se corrigiese después de unas pocas palabras, y que con tal abnegación lo hiciera que quizá otros iban a ser los cuernos del marido en comparación con aquella redimida aureola de la mujer, pero en contrario, mientras más avanzaba en las páginas, más defectos crecían en sus virtudes. Como se sumaran otras veinte páginas, sólo un calvario le salvaría, si bien dejándole apenas sitio para caer. Acaso por saber lo poco que ello le conviniera, ordena todo según ciertas ediciones indispensables. Entonces, una mujer deja de ser quien fue y así se transfigura en quién le rivalizaba con encono, y esta otra, querida que furtivamente se conmueve, se maquilla al fin en el mismo espejo.
Ya estaba en otra casa, con otros cuidados y otros lujos, en las costumbres de otras sábanas, e incluso algunas de aquellas maneras, que al principio le parecieron tan chocantes, solían asistirle graciosamente. Un armario se revela sobre un trípode cojitranco en lo cuadrúpedo, y la carta que se remitía páginas atrás despacha después una sentencia ya decrépita, anticuada o por fuerza concluida. Hasta tuvo una aventura con aquella otra esposa que al principio le fuera tan fiel.
Sucedió, eso sí, que en las siguientes palabras tuvo que aplicarse en muchas otras ediciones para sostener sus acomodos, tal que en cada ocasión convenía de sus mismos lances otras suertes necesarias. De tantas piruetas, como de continuo se le exigía, rebuscaba señales entre los párrafos como si hurgar pudiera una salida a sus veraces manos. Nada era tan fácil como antes; ser un tipo en esa narración le había sustraído de sus roles, hasta el punto que declinaba de todas las cosas comunes que irónicamente procuraba producir en su retiro. Había faltado a la novia, que quién sabe en cuántas otras mujeres se transfiguró hasta no convencerlo nunca en su papel. Había dejado de escribir, porque la lectura le dictaba las leyes a las que caprichosamente se sometía sin pestañear mucho. En fin, apartado de todos, sentado en el sillón, era un vegetal que con laboriosa rebeldía ganaba su follaje.
Acaso como un contorsionista anudado a su mismo vigor, sospechaba que sus erratas le favorecían cada vez menos y que sólo el trance de seguir la lectura le retenía a algo genuino. En esto estaba cuando de repente, como de repente le sorprendiera ese volumen, las palabras no proseguían, sino que en apenas una se contuvo lo que por demás implicaba el pasado, dejándole al lector a tientas en ese desahogo, y sin entender la historia que hasta entonces había leído. Estaba a la mitad del volumen, pero la novela que seguía era otra. Ciertamente aquel peso de otras páginas contribuyó también a hundir sus manos, pero era sólo el lastre comprensible de un volumen ya del todo incomprensible. Un vértigo le abismaba a lo profundo de aquel vacío. Temía incorporarse. Temía cerrar el libro. Temía que otra vez el mundo se armara con sus sonoros cascabeles, como tantas otras veces por teléfonos y timbres se repetían esos ecos. Finalmente el miedo (y tal vez la incertidumbre) alcanzaba para reescribirlo hasta el final, y aun añadir más detalles.
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