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Vale, 2001. |
La niebla empezaba a disiparse. Así que cogió el bulto de nuevo
y echó andar. Era la segunda vez que visitaba el pueblo, pero de algún modo,
quizá por la misma niebla, se le figuró que las calles se trazaban a partir de
otra plaza, entre los flancos de otros páramos. Desconciertos así solían conmoverle mientras descansaba a solas, aunque por lo demás los lugares de cada visita se erigían
de pronto, sin tener que apelar a las repeticiones de sus
andariegos pies.
Aparentemente iba disiparse el cielo, la tenue luz empezaba a
prodigar su influjo. Al caminar recobraría cierto vigor acalorado, como
una locomotora cuyos impulsos ya fueran indispensables sobre el metal bruñido.
No era poco lo que lo esperaba, una pendiente empinadísima de la que apenas
pudo ver, mientras bajaba hasta la plaza, los adoquines de un pez inmenso.
Ningún postigo se abrió en su camino, ninguna puerta se atrevió a tocar como no
hubiera modo de palparla entre los algodones, e incluso allí no se oían los
cascos de las bestias. Hasta el pequeño autobús, que lo trajo como único
pasajero, había desaparecido, quizá porque aquel flemático chofer ya
se conformaba con lo que no hubiera en adelante.
Quizás siempre fue premonitoria su primera visita. En aquella ocasión no consiguió más de lo que ahora ya podía atribuirse en ausencia de
cualquier trato. Eran dos momentos diferentes, pero los pobladores se cerraban
con una tozudez que parecía la del clima.
Sin embargo el muchacho, que lo había visto venir la vez anterior, pudo
reconocerlo; no tanto por el bulto que traía, sino por una barriga tan opulenta
que de no ser la propia se le pudieran suponer varios dueños. Sabía a lo que
venía. Así que lo esperó en la acera.
—Buenos días tenga su merced.
—Buongiorno, muchacho.
— ¿Viene a vender? Son telas, ¿verdad?
—Telas son y las traigo a buen precio, pero éste es un pueblo fantasma.
—Hasta los fantasmas se visten aquí, y muy a la moda se diría. Incluso
hay un sastre, muy bueno, que es buscado por peregrinos de otros montes.
—Io no le conozco
—Es un sastre muy bueno, por lo demás perdería el tiempo con
otras gentes, buscando en vano lo que no se la ha perdido. Es increíble que no haya
oído hablar de él, aunque el hombre es una tapia que parece por lo mismo guardar
sus propios méritos.
— ¿Así que diche que
hay un sastre?
—Uno que le compraría todo el bulto. Pero, eso sí, ya le dije,
el hombre es una tapia. Sólo a gritos se pudiera hacer oír usted.
— ¿Y dónde vive?
—Va llegar a la plaza, a mano derecha hay una calle sin salida. La
tercera casa. Es un maestro italiano, como usted.
— ¿De veras?
—De no ser tan sordo, tendrían una tranquila charla en su idioma,
que evocaría el Vesubio.
— ¿Estará en casa?
— ¿Lo dice porque no ve a nadie del pueblo? De seguro a él sí lo
consigue en su casa, como conseguiría a todos los demás en distintas tallas y
recortes. Este pueblo cuando se encierra sólo sale de un traje. Además, tres
lutos ilustres han eclipsado muchos agüeros.
—Andrò parlare con lui.
Molto grazie, bambino.
—Pero con gritos, musiú*, porque no hay otra civilizada forma.
El hombre volvió a bajar con sus telas. Era bastante promisorio
el comercio. Podía venderle telas a ese sastre durante todo el año. El negocio pintaba
muy bien y de seguro pudiera cosecharse una amistad patriótica.
El muchacho tomó un atajo, rebuscado pero incógnito. Llegó mucho
antes a la casa del sastre, por el zaguán. Aporreó la puerta imperiosamente y
al punto de que el sastre abriera le informó del advenedizo, diciéndole además que traía preciosidad de telas, que venía de Italia y que en su vida
había visto un fajo tan rico y variado como ése.
—Y viene para acá.
—Sí, señore. Si viera
que ya se iba, desilusionado de no escuchar a nadie. Pero cómo iba a
escuchar algo si es sordo como una tapia. Sólo a gritos se puede entender con
él.
— ¿De veras? ¿Y diches
que trae muchas telas?
—Sí. Estará por llegar. No cierre. Espérelo aquí y
haga como si no lo conoce, querrá venderle de todo. Eso sí, a gritos si le quiere murmurar algo.
Dicho esto el muchacho se escurrió hasta los matorrales de un recodo, sin duda para
no perderse la función operística que estaba por venir, y que en la Scala de
Milán no hubiera de conseguirse mejor ni más apasionada. El sastre esperó al
vendedor de telas en el umbral. Al encontrarse, ambos hombres se inspeccionaban
mutuamente, como si cada cual tuviese que escoger el punto exacto de una sordera
ajena. Era el sastre, por supuesto. El silencio, el letrero en la pared, lo
pregonaban. Era el vendedor de telas, por supuesto. También el silencio y el
ominoso bulto lo describían de talla entera. Empezaron los dos por la misma
palabra y como cada uno escuchó del otro lo mismo en un tono exasperado, compartieron entonces aquella sensación que se les hubo infundido paralelamente. Las palabras eran a veces en italiano, otras en
castellano y aun en una desesperación que no parecía carecer de otras palabras
mucho más incomprensibles que todas las se pudieran decir para calmar a esos
dos hombres. Aquella torre de Babel crecía como el humo de una hoguera. Las
venas de los dos cuellos casi se saltaban como palabras de un Vesubio.
Se abrieron las puertas de los vecinos. Aparecieron los
dolientes del último velorio, todos parecían venir entre las mismas ojeras de
quienes no se entendían ni a gritos. Cundió el rumor de que unos musiús se
injuriaban hasta la muerte. Algunos cizañeros estimularon la disputa sin entenderla
demasiado, acaso porque no podían entenderla. Vino más gente de todas partes.
El sol seguía avivándose y los hombres, tomados de sus solapas, no querían
rendirse por ninguna causa. Ya poco importaba lo que dijeran y con qué gritos
lo dijeran, el compromiso los tenía que reconciliar de algún modo, porque el
interés parecía juntarlos hasta el destierro.
Finalmente, tuvo que venir el Jefe Civil, arrancado de su
modorra, para encerrar a dos tapias entre las tapias más sordas del pueblo.
Costó mucho separarlos, la verdad es ésa, pero hasta el muchacho ayudó un poco.
*En Venezuela, extranjero de origen europeo.
*En Venezuela, extranjero de origen europeo.
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