martes, 28 de julio de 2015

LA CONJURA

Vale, 2004.


El hombre y sus ojos fijos sobre el claro de la mesa donde el claro de la luna no alumbraba. Dentro del plato dividía una porción, sin paladear lo que alteraría la acritud del prolongado ayuno. Tamborileaba los dedos impacientes como si cabalgara por ese tablón, cuyas vetas en menguante no variaban bajo el viaje inmóvil de la mano.
La barba le crecía, erizándole una imperceptible lentitud. Su respiración era trabajosa, pero eficaz a fuerza de agenciarse un respiro entre los estertores del tumulto. Se abría la puerta de un tajo y los ojos del comensal, casi vueltos en el trance, miraban aquella silueta que nacía del brusco sereno. Su mano cesaba dentro del mismo puño que se contraía en el tablón. La fiebre apenas filtraba sus rocíos entre los ángulos más secos y remotos del lugar. Él aún no se movía, mas en sus fantásticos horrores se arrodillaba mil veces, acaso para ofrecer su alma según el desconsuelo de las demás almas.
Sin siquiera moverse de su silla se rezago detrás de muchas raíces, mientras el verdugo, ya dimensionado en el dintel de un horóscopo hostil, finalmente decidiera ejecutar la orden sin mediar sogas de ninguna providencia pública. De repente, oía el rumor de una voz, que quizá cesaba a través de otras pavuras tan recónditas como el silencio ajeno. Vaticinar lo peor, y sólo lo peor, era con frecuencia el presente de aquellos desventurados, y el cumplimiento en cada oportunidad lindaba con un alcance que pocos tendrían el tiempo, y acaso las agallas, de llamar futuro.
Iba evocando lunas entre los pormenores de una brevedad fatal, pero no para corregir una apología que le enorgulleciera algo, y cuya métrica ha de ser siempre póstuma, sino para hallar la metáfora que le redimiera en el apuro de la incertidumbre. Le sobrevendría el suspiro ulterior, que había de entrañar con duda, pero no el despecho de afear ociosamente sus últimas oraciones.
‘Cuidad de honrar a la corte, tal pagáis vuestros impuestos. Lo aconseja un amigo que os delatará si no lo hacéis.’ ‘No seáis altanero, muchacho, escuchad a vuestro padre; no os cerréis como el Dios que no lo conmueve la estrella de sus herejes.’ ‘Haced el milagro a este padre en penitencia, que tanto os besó con los mismos amoroso labios de mis ruegos, ay, los mismos que vuestra imprudencia de hoy parecen apurar contrariamente.’ ‘No hay que dar largas fuera de este grupo, cuando se precisen otros adalides se debe corregir los signos venideros.’ ‘Lo mataron en su lecho nupcial, sin indagar por sus cómplices, sin siquiera preguntar a la viuda si ella misma repetía su tocado antes de dormir’ ‘¿No os aclara la mente tan concisas sombras, ni os veda los fulgores de tanto delirio? ‘Pues sabed que yo, en el ardor de mis oropeles, veo que nos enfriarán como a nuestras cenizas.’ ‘No le cerréis, es de mal agüero que los vecinos oigan en estos goznes el crujir de un ataúd.’ ‘Adentro, hija, sólo se ve un borracho desafiando a nadie, que nadie más que él pague tal audacia.’
La figura ya parpadea y su propia contención le hace respirar un poco más. Da un paso; entra con las manos vacías bajo temblorosos vacíos. Aquél, que en el recorte pudo aglutinarse así, ahora recobra sus arrugas mientras muchas canas filiales destellan como siempre. Él, aún encallado entre la mesa y el tapial, por fin puede reconocer a quien tanto se le figurara un verdugo. Vislumbra los jirones de sus pliegues, el ceño sublunar, los ojos todavía indistintos, la calvicie ensortijada a trechos. Presume la alforja bajo las gruesas vestiduras. Finalmente, escucha la voz, que con igual tono escuchó en la víspera.
—Hermano.
Todo lo que le constituía a la silueta, ya menos apremiante que sus órganos, se descubre sin ataduras ni cortinajes descorridos. La reunión de todos esos atributos, desde el mismo origen maternal, evoca ahora reminiscencias de una sola crianza (los juegos en la vega de los abuelos, la última labranza con la misma yunta de bueyes, los sobrinos). La memoria reivindica esos actos indispensables, aunque tal vez según la fatalidad de todo un pueblo. Ya no importa a qué vínculos hubiera apelado, pues lo que la calma revela, en cambio de lo que no alcanza a sospechar, fue previamente abolido por la fratricida alucinación del miedo. Así que cualquier pregón de su hermano ya no ha de presagiar sino lo adverso de toda conjetura extrema.
—Tantas plegarias impías, de cómo el opulento tirano eleva al cielo, eclipsan toda buena estrella, y ese influjo rige hasta la fe que milagrosamente conservamos en su fervor. Ay, que al abrigo de vuestro techo hospitalario yo dé constancia de tal designio, y que con la licencia que admitís profiera aquí la callada resignación de los ancianos… Así no puedo sino extenderme según los acomodos de un intruso. Pero ¿detenerme así no os hubiera agraviado más, de cierto porque reconoceríais en mí las vulgaridades del temor común? ¿Qué más falta por confesaros hoy, y a través de qué forma exacta?
—Habladme, que la lengua no trabe vuestra facultad.
—Ay, hermano, son mis lágrimas con las que tropiezo. Estas lágrimas de cobarde que tumban mi dolor —levanta sus puños entumecidos.
— ¿Denunciasteis la conjura? Hablad, desgraciado —en una sólida exclamación le increpa—. Decidme, ¿quién ha muerto? ¿A qué traidor protegéis? ¿Ahora os asustáis cual si fuerais vuestro propio verdugo? Pues de cierto que os he de sentenciar tan macizamente como me veréis aquí plantado —y se levanta en el rigor de su altivez.
—Vi —ahoga los sollozos en sus temblorosas palmas. El otro le deshace la careta a golpes recios. Le toma el rostro con ambas manos y hunde sus pulgares en los ojos, vaciándoles al punto.
— ¿Qué visteis? Contádmelo que ahora sois ciego —de tan crispados resbalan sus pulgares en las cuencas vacías, y lágrimas de sangre corren hasta los codos.
—Ay, bendito sean los pulgares que extirpan la tumoración de mi culpa, aunque todavía el germen malsano aumenta los esplendores del delirio. En el crimen sólo quedé yo, el único que quiso escapar hacia esta protectora ceguera… A tientas de mi clarividente don bien pudiese hallar el quicio que no vi para los otros, aunque para vos… de vuestra casa… y a los de vuestra casa…
—Mis hijos —clama con sus pulgares vueltos a él, viendo las secuelas en el rostro ciego del otro —. Ay, infame me dais con el bastón que os di —le saltan unas lágrimas.
—Mis últimos días llorarán con vuestros ojos.
—Y no os pude ver compartiendo mi desdicha, hijitos. Ah, lo malo me oscurece, que sea entonces lo bueno lo que os guarde luto.
—Seré vuestro destrón, si ya he pagado mi pecado —le contesta el ciego.
—Con vuestros ojos he de demorar la venganza. Este dolor que me abruma aguza el filo fuera de sus cuencas. Sin embargo, mis lágrimas de cobarde enmohecen todo. El tirano me asedia, y yo en las cuencas de mi hermano entinté mis pulgares para dar constancia de esta dilación. Ay, qué ciego somos…
—Empuñemos la espada ya, a morir tempranamente, porque incluso si no hemos de arruinar nada no serán pocos los obstáculos ni pocos los muertos, pero que el odio contra el rey nos encumbre en la matanza… Sí, por ornato de su sangre real llevaremos una corona.
—No iré a morir hasta que mi tumba, de tan honda como le haya cavado, entrampe al rey. Tomad vos la espada, que os sirva de báculo. Las leyes, cuya iniquidad segó mi linaje, serán las que moderen mi paciencia, porque al cabo he de impugnarles por completo. Os juro, por mi falta en la infinitud de la raza, que la única excepción la testimoniaré al sesgo del rey caduco. Tomad el hierro, pues, ahí está, si queréis tantear un honroso atajo que abrevie vuestra inconstante suerte, pero no os vais a juntar a mis hombres. No importunaréis la conjura —lo toma del brazo y lo guía hasta la puerta, le hace bajar el umbral y lo echa afuera del dintel—. Un enclenque así no será mi destrón; el odio lo será cuando me ciegue en la batalla —cierra la puerta tras el descalabro del ciego—. Daréis tumbo mientras busquéis la muerte, pero no hallaréis mi perdón —desenvaina una espada—. Destronaré vuestros hombros, rey, pero con mi empuñadura.
El ciego afuera trastabilla, la oscuridad le parece tan palpable en su espesor, pero nada comprueba al tacto que no sea el caer de bruces. Recuerda la diversión de los guardias mientras vaciaban las cuencas de sus sobrinos. Recuerda que después de la tortura pública, les mataban, indagándoles como si ya tuvieran por respuestas las lágrimas de un velorio que se tuviera que esconder a oscuras. Estas imágenes, tan vívidas y firmes, se les iba imponiendo como el único arco visible de su mente resignada. Se arrodilla y clama por uno de aquellos verdugos, al menos uno de los muchos que evitó a través de matorrales espinosos.

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