Antes de hoy, sólo había visitado un par de veces el campus. Primero, detrás de las fórmulas del derecho canónico, sin que les hallara enteras en ninguno de sus volúmenes (las citas más bien podían cotejarse entre vacíos que ya nadie copiaría con la misma impunidad). Segundo, como ponente de un congreso que rentó el
auditórium para la luna llena de su calendario.
Precisamente mientras
la oratoria le secaba la garganta, el antiguo discípulo pudo reconocer a su
antiguo preceptor del colegio. Unos años atrás, en aquel entonces cuando los
dos hacían de tales, Elías juntaba en un nudo su larga cabellera, cuyas canas,
que ya eran las más, aclararían para siempre la única prominencia de
su calvicie. Por primera vez, desde que su atribulado padre le agenciara un
empleó que no rebasó la primera quincena, Elías trabajaba sin los apuros del saltimbanqui que ríe por mejor no llorar. Sus hijos ya eran mayores,
y él estaba demasiado viejo para llevar el peinado de un soñador que si lo
madrugaban despertaría de bruces y muy atragantado con los flequillos. Ir
cazando (o pescando) subsidios, para luego llorar como Príamo en escena, pero apenas ciñendo el oropel de su llanto veraz, ya le ponía caviloso, y
hasta le excitaba una inteligencia tan prodigiosa como para entender, finalmente,
que no era ningún genio.
Durante el primer
año de clases, periodo que cursara Román en el antepenúltimo de sus grados en
el colegio, Elías conservó el largo de su cabellera, pero al fin estaba en la
nómina pública, por lo cual ya tenía que concentrarse en su ineludible madurez. Entonces se trasquiló siguiendo el contorno de su calvicie. Aspiró a una posición de
relieve, luego otra en ascenso, una a ras de la otra; hasta que al fin llegó a
la universidad. No tan barbado de espinas como cuando estudiante, pero aquellos carteles de sus aventuras, en menoscabo de tal perseverancia, le
certificaban un hacendoso espíritu en pos de la reputación del campus.
Román, al distinguir
a su profesor de drama entre los pocos concurrentes del congreso, lo fijó como
si los alfileres de su memoria bastaran allí, pues al apearse de sus líneas iría derecho a saludarlo. Desde aquellas primeras experiencias en el
colegio, donde los plagios de los principiantes le eran encantadoras al
director, Román redactaba pequeños esbozos en cuadernos de a líneas, sobre
cuyas tapas empapeladas solía rotular jeroglíficos y, sobre todo, frases
célebres que colmaban sus excepciones. Cuando salió del colegio, diagramó, verbigracia
de su estilo, una sucinta y poligonal promesa de su obra juvenil, donde los apuntes justificarían a un bobo tan serio como para no arriesgarse más allá de su grafía.
Ahora acudía al
aviso, seguro de que la urgencia necesaria para llegar le transfiguraría sosegadamente.
La escena había de ser una guía para sobrellevar los rigores vulgares de su
profesión. Al menos esto le prometió Elías, como principio de su propia prédica
y constancia del porvenir. Enmascararse para cometer un crimen en los
redondeles de la ficción había de ser, como sin duda lo era más allá del
arquetipo, una materia que el buen entendimiento de un pedagogo no omitiría en
su plan. Sin embargo, las aspiraciones de Román parecían sobrar la mera iniciación,
¿acaso no pretendía que esos ejercicios, aparentemente corregidos en su empeño,
le llevarían de súbito a emprender carrera de guionista cinematográfico? Tal
vez de héroes en blanco y negro, trepidantes en los fulgores del celuloide,
sospechó esta revelación, a la que, por cierto, no coloreaba sino en el reposo
de sus asuntos.
La estructura sugería
vértices más adustos que los codos a través de los cuales se hizo camino hasta coger,
apenas con las uñas, el saco de Elías. ‘¿Se acuerda de mí, profesor?’ En las
dos veces anteriores, apenas recorrió los atajos que su prisa dibujara afuera.
La misma matrícula en desorden de aquellas veces, yendo y viniendo en los pasillos
y escaleras, azoraba sus combinaciones. ‘Lamentablemente ahora no puedo,
profesor; un compromiso me reclama sin falta, pero si me da su número
telefónico… Con mucho gusto.’
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