sábado, 27 de junio de 2015

HACIA LA ESQUINA, AL DOBLAR LA ESQUINA…





Caminaba de prisa por la acera. Dijo que no se demoraría nada, pero cuánto no se le ha figurado que ese acomodo pudiera dilatarle siempre. Se dijo, ‘sólo son los nervios; con unos nervios así cualquiera tiembla hasta el colmo de sus uñas.’ Cruzó la calzada, siguió recto por la acera, dobló a una bocacalle sobre la misma acera. De repente, a unos pasos tan sólo, cierta incógnita mujer caminaba hacia la misma dirección. ‘Tal vez la encauce una prisa similar’, se dijo. La acera se prolongaba a lo largo de un vasto paredón. La mujer, al sentir los pasos de Omar, se azoró sobre sus tacones; mas sin darse vuelta moderó su propia marcha como si engranajes internos comprimiesen los demás círculos; acaso no quería delatar una angustia cuyo límite pudiera salvarla más adelante. Omar notó el disimulo, quiso cruzar la calle o devolverse, pero ya era demasiado tarde para un contratiempo de urbanidad. La vereda parecía solitaria y muy estrecha en todas sus probables extensiones. A la margen contraria, un terreno baldío se erizaba como cualquier criatura que viera a ese mismo terreno volverse en su contra.
Se propuso apurar la caminata, pero de seguro la dama le apremiaría mucho más, hacia una fuga sólo concebida por ella, como si cierto desamparo de una horas ya fuera suficiente para los dos. Extremarse a rebasar el dilema por vigor de sus necesidades era lo apropiado, aunque esta convicción también sería obstaculizada por un trance muy absurdo. ‘Es una transeúnte en mi camino’, se decía. ¿Y si la mujer, de pronto, echaba a correr aventajándole en la ilusoria persecución? Era increíble que a pesar de su apremio, tuviera que comprometerse a un impulso marginal que no contribuiría más que a irritarlo con supersticiones, y justo para esta ocasión feliz. Si a la dama se le hacía interminable el paredón, él sólo podía seguir el ejemplo a tientas de esa misma certidumbre. Ni ir más rápido en una desafortunada clarividencia, ni retrasarse por capricho de una ajena prisa, remediarían nada. ‘Tiembla. Ya casi podría tocarla. Cuántos impulsos le reducen de ese modo, ni el pánico la detendría, llegado el momento. ¿Le ves, Omar? Teme que la ultraje, me cree un bellaco que le acosa sobre sus misma huellas rezagadas. Justo hoy alguien me maldice en silencio como si fuera un desalmado.’
La mujer contenía el grito al tiempo que el vómito le jaloneaba incluso el silencio. Omar quiso calmarle, pero sabía que cualquier amago los embarcaría en una confusión, cuyos faros eran ya los estorbos de tantas olas iracundas. ‘Es apenas una anécdota que contar, sólo que aún no tengo a quien contársela, tampoco se me figura que las risas me interrumpan alguna vez el chiste.’ Los hechos se postergaban sin mitigar el revuelo de las hélices. Ya no importaba bajo qué ambiciones pretendiera consolarse, sabía que algo enojoso estaba en su camino.
Era increíble que algo le agriara su felicidad. Si tan sólo se pudiera conquistar la esquina de una vez y para siempre. La esquina, sin embargo, parecía estar a tres cuadras de esa misma esquina. Ya estaba enojado, porque no sólo el trajín de tantos papeles documentaba una burocracia inflexible, sino que al alcance de sus andadas se interponían otros términos, y además tan insólitos. Sus labios casi se movían entre los temblores que apenas podía contener en su cerebro. Se reprochaba que sus supersticiones hicieran juego con incidentes cotidianos, y que a esa coincidencia hubiera de comparecer siempre, lo cual venía a ser todavía peor. ‘No conoce ella la palma de su mano; no le dibujaría nunca un surco de modo que cada hebra corresponda con exactitud. Jamás ha examinado al microscopio uno de los ventrículos de su corazón, tampoco sabe si Eva le heredó su gracia inconmensurable, ah, y ni a sus ojos, que ve todas la mañanas frente al espejo, les pudiera redondear detalles evidentes. No sabe cuántos vellos se le erizan justo ahora, ni contándolo lo sabría. ¿Por qué teme, pues, si jamás pudiera profanarse su ignorancia? Es el dolor, Omar, el que nos junta a un ser que incomprensiblemente al cabo le comprendemos. Ni la muerte puede juntarnos así. Ella gritaría y correría por lo que no conoce, pero sabe que siempre gritaría y correría por ello, aunque no distinga que cualquier facultad se da en potencia de lo que cabalmente no conoce, y es que en la reunión de tal asamblea incluso el veto la completaría.’
Al término de este soliloquio la mujer se desvaneció como un espectro. Otros transeúntes parecían poblarla por doquier, pero Omar no la vería más. De seguro, al cruzar la esquina, se escurrió hasta un taxi salvador o trenzó sus pasos entre otros transeúntes no tan invisibles como ella. ‘Fue como un conjuro, apenas me distraje y el camino libre y franco frente a mis pies. Otra vez tengo alas.’
Al llegar a las escaleras del registro, Omar se detuvo, resopló y subió los escalones como si no se hubiera detenido jamás. Era un edificio vetusto y destartalado, las paredes de dentro estaban renegridas hasta el límite de un hongo que se calcaba por doquier. Caminó por el corredor oscuro, sobre aquel mapa que en los azulejos oblicuos ha dejado el tránsito de muchas generaciones. A cada paso sentía que el sudor le claveteaba con alfileres muy menudos. En el vestíbulo, cercado éste por empolvadas celosías de maderas, aguardaba su novia, cuya ansiedad le retenía a un ángulo del sillón. Otras dos parejas, sobre el mismo largo sillón, conferenciaban al margen de la novia solitaria. En vano, durante distintas y animadas ocasiones, trataron de convidarle a esa conversación. Su novia era extranjera, apenas podía entender algunas palabras, por lo cual no transigía sino con un silencio tanto más universal cuanto que sólo a señas se le podía entender mejor.
Después de ver a Omar irrumpir en esa densidad que se arremolinaba en el ventilador del cielo raso, Hjdgef, que así se llamaba ella, sonrió como si se enamorara por primera vez de su ataviado novio, que incluso era puntual a las deshoras de tantas vicisitudes ajenas. ‘Son las mujeres las que nos regalan las flores’, pensó Omar, al ver esa sonrisa radiante en el rostro de su novia. ‘Otros labios más íntimos declaman sus primaveras y nacemos en flor de una profecía que será siempre nuestro ornato.’
Ya no falta nada más, mujer —le hablaba Omar en su idioma, aunque con un terrible acento que le entorpecía sus modos.
¿De veras? —completó ella, al tiempo que, con cierta incredulidad de los papeles oficiales, iba pesquisando cada número.
Los otros al notar que la mujer era extranjera convinieron entre ellos cierta comprensión que justificaba el desaire. Omar, reclinado y en cuclillas, seguía el índice escrupuloso de su novia.
Todo en orden —espetó, al fin.
Falta que aún falte algo. No me imaginaba que para casarse acá, tenía uno que arrepentirse primero —agregó ella con una sonrisa que compartió su novio.
Omar se sentó en una butaca aparte, frente a Hjdgef. Estaba muy contento; ya ni siquiera recordaba cómo había llegado hasta allí. Sólo recordaba, como si lo recordara desde siempre, que estaba allí, al frente de su futura esposa, siguiendo con sus ojos vivos el mismo transito que lo veía a él. Ambos sonrieron.
Adentro, detrás de un escritorio apolillado, un funcionario iba hojeando con incredulidad previsible las formas de una pareja, tales que a su vista le fuesen numeradas y corregidas muchas otras veces hasta el vértigo. Tanto el hombre como la mujer, separados entonces por aquella expectación, escrutaban del silencio algún veredicto que ya no le fuera hostil, pero la dilación parecía propiciar, además, una enigmática sonrisa en el funcionario. Dejó el legajo en desorden. Sin hablar aún, se levantó ante la singularizada vista de los contrayentes, y fue a la ventana al través de la cual se veía un jardín con ropas tendidas al sol. La pareja no se atrevía a mirarse entre sí, cada uno atisbaba aquel aspecto displicente y hosco como si le temiera privadamente. De pronto el funcionario se volvió con los brazos atrás y escupió el tabaco en una cacerola chorreada por los escupitajos de un mes.
Ya la secretaria había regresado a su lugar. Omar quiso preguntarle a ella si los atenderían antes del almuerzo. Pero prefería aguardar frente a su novia. Después de todo, al salir los que seguían en el despacho les correspondía entrar a ellos.
Cuando uno de los conyugues es extranjero la cosa se hace difícil. No digo que ordinariamente no lo sea, pero es ya un caso especial venir con papeles distintos —dijo unas de las damas del sillón.
Es verdad —completó su prometido—. Imagínese que a los papeles de aquí se les revisa como si fuesen de afuera, cuánto no harían con los de afuera.
Por no ir tan lejos, la pareja que se demora allí nos contó la mar de tribulaciones. Desde que llegaron al registro, ambos han sido indivisibles, pero sólo porque con esa virtud se puede prevalecer acá —dijo la otra mujer.
Con decirle que si la solicitud se les alarga, se casan en la luna de miel elegida—completó el prometido de esta última mujer.
Aquí, por cierto, para pasar la luna de miel no está mal, pero para casarse un extranjero tiene que venir con cierto aplomo, y, desde luego, con un patriotismo a toda prueba.
Con nosotros es diferente; sólo faltaba algo que ahora si completa todo lo demás —contestó Omar en seco, y después le tradujo vagamente sus impresiones a Hjdgef. Las otras parejas, contrariadas entre la oblicuidad de sus miradas, desviaron la conversación entonces, y se congregaron a temas baladíes que les distrajeran en la espera.
No quiso Omar enfadarse por los comentarios de aquellos vecinos, pero sabía que su novia era extranjera para sus demás compatriotas, y también sabía que las palabras de contiendas similares eran para su novia más que incomprensibles, porque sólo él lo comprendería todo el tiempo. La traducción era un escape legítimo y esperanzador, cuando menos hasta que su mujer dominara la lengua, que a la larga iba ser también la lengua de su estirpe en común. Hjdgef, al comprender tal contrariedad, tomó las manos de su novio con una indulgencia casi maternal y le sonrió. Justo entonces, se abrió la puerta y salió la pareja de turno. Un espasmo eléctrico tensaba a Omar, desanudó sus manos de las de su novia, y todos, excepto la secretaria que permanecía inmóvil en su letargo, se volvieron a la pareja proscrita. La mujer no parecía ocultar su enojo, el hombre le consolaba con murmuradas excusas que ella no admitía en su semblante.
Cómo se te ocurre ser tan lento, si ya bastante trabajo se pasa con venir a esperar acá —al fin le dijo casi a gritos.
El hombre enrojeció hasta el tono de esas palabras que parecían provenir de un fogón. De pronto la secretaria, ya vuelta del trance, dijo:
Los siguientes.
Pero nadie se atrevía a mover una pestaña siquiera. Hjdgef, sin tener que indagar al respecto, supo que el enojo involucraba los mismos amagos de aquellas charlas intraducibles. Omar vio a la mujer que dejaba rezagado a su prometido para siempre. ¿Y si era la misma mujer de la vereda? Pero ¿Cómo podía sacarle una ventaja así? Porque ni desvaneciéndose hubiera reunido una aparición tan adelantada y visible. Llevaba los mismos tacones altos, una indumentaria en todo punto muy parecida a la de aquella incógnita mujer. Tenía que ser la moda que la hacía tan parecida. También desnuda le hubiera confundido del mismo modo, pensó maliciosamente. Aunque, por cierto, nunca había visto a una mujer desnuda. ‘Ya ves, sí que tenía razón aquella 'otra' para huir de mí. No importa que yo nunca conozca mi mano como la palma de mi mano, debe haber algo escrito en ella’
Siguientes —replicó la secretaria con áspero tono.
Ya todos concentraban la vista en Omar. La felicidad le empalagaba antes de la luna de miel. Se despabiló, e incorporándose vio a su novia que ya lo solicitaba con un rictus severamente contenido.

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