Caminaba
de prisa por la acera. Dijo que no se demoraría nada, pero cuánto
no se le ha figurado que ese acomodo pudiera dilatarle siempre. Se
dijo, ‘sólo son los nervios; con unos nervios así cualquiera
tiembla hasta el colmo de sus uñas.’ Cruzó la calzada, siguió
recto por la acera, dobló a una bocacalle sobre la misma acera. De
repente, a unos pasos tan sólo, cierta incógnita mujer caminaba
hacia la misma dirección. ‘Tal vez la encauce una prisa similar’,
se dijo. La acera se prolongaba a lo largo de un vasto paredón. La
mujer, al sentir los pasos de Omar, se azoró sobre sus tacones; mas
sin darse vuelta moderó su propia marcha como si engranajes internos
comprimiesen los demás círculos; acaso no quería delatar una
angustia cuyo límite pudiera salvarla más adelante. Omar notó el
disimulo, quiso cruzar la calle o devolverse, pero ya era demasiado
tarde para un contratiempo de urbanidad. La vereda parecía solitaria
y muy estrecha en todas sus probables extensiones. A la margen
contraria, un terreno baldío se erizaba como cualquier criatura que
viera a ese mismo terreno volverse en su contra.
Se
propuso apurar la caminata, pero de seguro la dama le apremiaría
mucho más, hacia una fuga sólo concebida por ella, como si cierto
desamparo de una horas ya fuera suficiente para los dos. Extremarse a
rebasar el dilema por vigor de sus necesidades era lo apropiado,
aunque esta convicción también sería obstaculizada por un trance
muy absurdo. ‘Es una transeúnte en mi camino’, se decía. ¿Y si
la mujer, de pronto, echaba a correr aventajándole en la ilusoria
persecución? Era increíble que a pesar de su apremio, tuviera que
comprometerse a un impulso marginal que no contribuiría más que a
irritarlo con supersticiones, y justo para esta ocasión feliz. Si a
la dama se le hacía interminable el paredón, él sólo podía
seguir el ejemplo a tientas de esa misma certidumbre. Ni ir más
rápido en una desafortunada clarividencia, ni retrasarse por
capricho de una ajena prisa, remediarían nada. ‘Tiembla. Ya casi
podría tocarla. Cuántos impulsos le reducen de ese modo, ni el
pánico la detendría, llegado el momento. ¿Le ves, Omar? Teme que
la ultraje, me cree un bellaco que le acosa sobre sus misma huellas
rezagadas. Justo hoy alguien me maldice en silencio como si fuera un
desalmado.’
La
mujer contenía el grito al tiempo que el vómito le jaloneaba
incluso el silencio. Omar quiso calmarle, pero sabía que cualquier
amago los embarcaría en una confusión, cuyos faros eran ya los
estorbos de tantas olas iracundas. ‘Es apenas una anécdota que
contar, sólo que aún no tengo a quien contársela, tampoco se me
figura que las risas me interrumpan alguna vez el chiste.’ Los
hechos se postergaban sin mitigar el revuelo de las hélices. Ya no
importaba bajo qué ambiciones pretendiera consolarse, sabía que
algo enojoso estaba en su camino.
Era
increíble que algo le agriara su felicidad. Si tan sólo se pudiera
conquistar la esquina de una vez y para siempre. La esquina, sin
embargo, parecía estar a tres cuadras de esa misma esquina. Ya
estaba enojado, porque no sólo el trajín de tantos papeles
documentaba una burocracia inflexible, sino que al alcance de sus
andadas se interponían otros términos, y además tan insólitos.
Sus labios casi se movían entre los temblores que apenas podía
contener en su cerebro. Se reprochaba que sus supersticiones hicieran
juego con incidentes cotidianos, y que a esa coincidencia hubiera de
comparecer siempre, lo cual venía a ser todavía peor. ‘No conoce
ella la palma de su mano; no le dibujaría nunca un surco de modo que
cada hebra corresponda con exactitud. Jamás ha examinado al
microscopio uno de los ventrículos de su corazón, tampoco sabe si
Eva le heredó su gracia inconmensurable, ah, y ni a sus ojos, que ve
todas la mañanas frente al espejo, les pudiera redondear detalles
evidentes. No sabe cuántos vellos se le erizan justo ahora, ni
contándolo lo sabría. ¿Por qué teme, pues, si jamás pudiera
profanarse su ignorancia? Es el dolor, Omar, el que nos junta a un
ser que incomprensiblemente al cabo le comprendemos. Ni la muerte
puede juntarnos así. Ella gritaría y correría por lo que no
conoce, pero sabe que siempre gritaría y correría por ello, aunque
no distinga que cualquier facultad se da en potencia de lo que
cabalmente no conoce, y es que en la reunión de tal asamblea incluso
el veto la completaría.’
Al
término de este soliloquio la mujer se desvaneció como un espectro.
Otros transeúntes parecían poblarla por doquier, pero Omar no la
vería más. De seguro, al cruzar la esquina, se escurrió hasta un
taxi salvador o trenzó sus pasos entre otros transeúntes no tan
invisibles como ella. ‘Fue como un conjuro, apenas me distraje y el
camino libre y franco frente a mis pies. Otra vez tengo alas.’
Al
llegar a las escaleras del registro, Omar se detuvo, resopló y subió
los escalones como si no se hubiera detenido jamás. Era un edificio
vetusto y destartalado, las paredes de dentro estaban renegridas
hasta el límite de un hongo que se calcaba por doquier. Caminó por
el corredor oscuro, sobre aquel mapa que en los azulejos oblicuos ha
dejado el tránsito de muchas generaciones. A cada paso sentía que
el sudor le claveteaba con alfileres muy menudos. En el vestíbulo,
cercado éste por empolvadas celosías de maderas, aguardaba su
novia, cuya ansiedad le retenía a un ángulo del sillón. Otras dos
parejas, sobre el mismo largo sillón, conferenciaban al margen de la
novia solitaria. En vano, durante distintas y animadas ocasiones,
trataron de convidarle a esa conversación. Su novia era extranjera,
apenas podía entender algunas palabras, por lo cual no transigía
sino con un silencio tanto más universal cuanto que sólo a señas
se le podía entender mejor.
Después
de ver a Omar irrumpir en esa densidad que se arremolinaba en el
ventilador del cielo raso, Hjdgef, que así se llamaba ella, sonrió
como si se enamorara por primera vez de su ataviado novio, que
incluso era puntual a las deshoras de tantas vicisitudes ajenas. ‘Son
las mujeres las que nos regalan las flores’, pensó Omar, al ver
esa sonrisa radiante en el rostro de su novia. ‘Otros labios más
íntimos declaman sus primaveras y nacemos en flor de una profecía
que será siempre nuestro ornato.’
—Ya
no falta nada más, mujer —le hablaba Omar en su idioma, aunque con
un terrible acento que le entorpecía sus modos.
— ¿De
veras? —completó ella, al tiempo que, con cierta incredulidad de
los papeles oficiales, iba pesquisando cada número.
Los
otros al notar que la mujer era extranjera convinieron entre ellos
cierta comprensión que justificaba el desaire. Omar, reclinado y en
cuclillas, seguía el índice escrupuloso de su novia.
—Todo
en orden —espetó, al fin.
—Falta
que aún falte algo. No me imaginaba que para casarse acá, tenía
uno que arrepentirse primero —agregó ella con una sonrisa que
compartió su novio.
Omar
se sentó en una butaca aparte, frente a Hjdgef. Estaba muy contento;
ya ni siquiera recordaba cómo había llegado hasta allí. Sólo
recordaba, como si lo recordara desde siempre, que estaba allí, al
frente de su futura esposa, siguiendo con sus ojos vivos el mismo
transito que lo veía a él. Ambos sonrieron.
Adentro,
detrás de un escritorio apolillado, un funcionario iba hojeando con
incredulidad previsible las formas de una pareja, tales que a su
vista le fuesen numeradas y corregidas muchas otras veces hasta el
vértigo. Tanto el hombre como la mujer, separados entonces por
aquella expectación, escrutaban del silencio algún veredicto que ya
no le fuera hostil, pero la dilación parecía propiciar, además,
una enigmática sonrisa en el funcionario. Dejó el legajo en
desorden. Sin hablar aún, se levantó ante la singularizada vista de
los contrayentes, y fue a la ventana al través de la cual se veía
un jardín con ropas tendidas al sol. La pareja no se atrevía a
mirarse entre sí, cada uno atisbaba aquel aspecto displicente y
hosco como si le temiera privadamente. De pronto el funcionario se
volvió con los brazos atrás y escupió el tabaco en una cacerola
chorreada por los escupitajos de un mes.
Ya
la secretaria había regresado a su lugar. Omar quiso preguntarle a
ella si los atenderían antes del almuerzo. Pero prefería aguardar
frente a su novia. Después de todo, al salir los que seguían en el
despacho les correspondía entrar a ellos.
—Cuando
uno de los conyugues es extranjero la cosa se hace difícil. No digo
que ordinariamente no lo sea, pero es ya un caso especial venir con
papeles distintos —dijo unas de las damas del sillón.
—Es
verdad —completó su prometido—. Imagínese que a los papeles de
aquí se les revisa como si fuesen de afuera, cuánto no harían con
los de afuera.
—Por
no ir tan lejos, la pareja que se demora allí nos contó la mar de
tribulaciones. Desde que llegaron al registro, ambos han sido
indivisibles, pero sólo porque con esa virtud se puede prevalecer
acá —dijo la otra mujer.
—Con
decirle que si la solicitud se les alarga, se casan en la luna de
miel elegida—completó el prometido de esta última mujer.
—Aquí,
por cierto, para pasar la luna de miel no está mal, pero para
casarse un extranjero tiene que venir con cierto aplomo, y, desde
luego, con un patriotismo a toda prueba.
—Con
nosotros es diferente; sólo faltaba algo que ahora si completa todo
lo demás —contestó Omar en seco, y después le tradujo vagamente
sus impresiones a Hjdgef. Las otras parejas, contrariadas entre la
oblicuidad de sus miradas, desviaron la conversación entonces, y se
congregaron a temas baladíes que les distrajeran en la espera.
No
quiso Omar enfadarse por los comentarios de aquellos vecinos, pero
sabía que su novia era extranjera para sus demás compatriotas, y
también sabía que las palabras de contiendas similares eran para su
novia más que incomprensibles, porque sólo él lo comprendería
todo el tiempo. La traducción era un escape legítimo y
esperanzador, cuando menos hasta que su mujer dominara la lengua, que
a la larga iba ser también la lengua de su estirpe en común.
Hjdgef, al comprender tal contrariedad, tomó las manos de su novio
con una indulgencia casi maternal y le sonrió. Justo entonces, se
abrió la puerta y salió la pareja de turno. Un espasmo eléctrico
tensaba a Omar, desanudó sus manos de las de su novia, y todos,
excepto la secretaria que permanecía inmóvil en su letargo, se
volvieron a la pareja proscrita. La mujer no parecía ocultar su
enojo, el hombre le consolaba con murmuradas excusas que ella no
admitía en su semblante.
—Cómo
se te ocurre ser tan lento, si ya bastante trabajo se pasa con venir
a esperar acá —al fin le dijo casi a gritos.
El
hombre enrojeció hasta el tono de esas palabras que parecían
provenir de un fogón. De pronto la secretaria, ya vuelta del trance,
dijo:
—Los
siguientes.
Pero
nadie se atrevía a mover una pestaña siquiera. Hjdgef, sin tener
que indagar al respecto, supo que el enojo involucraba los mismos
amagos de aquellas charlas intraducibles. Omar vio a la mujer que
dejaba rezagado a su prometido para siempre. ¿Y si era la misma
mujer de la vereda? Pero ¿Cómo podía sacarle una ventaja así?
Porque ni desvaneciéndose hubiera reunido una aparición tan
adelantada y visible. Llevaba los mismos tacones altos, una
indumentaria en todo punto muy parecida a la de aquella incógnita
mujer. Tenía que ser la moda que la hacía tan parecida. También
desnuda le hubiera confundido del mismo modo, pensó maliciosamente.
Aunque, por cierto, nunca había visto a una mujer desnuda. ‘Ya
ves, sí que tenía razón aquella 'otra' para huir de mí. No
importa que yo nunca conozca mi mano como la palma de mi mano, debe
haber algo escrito en ella’
—Siguientes
—replicó la secretaria con áspero tono.
Ya
todos concentraban la vista en Omar. La felicidad le empalagaba antes
de la luna de miel. Se despabiló, e incorporándose vio a su novia
que ya lo solicitaba con un rictus severamente contenido.
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