—Dame tres
libra de cal, mano Quilino.
—Cal viva,
mano Polo, y de la buena —se apresuró obsequiosamente el pulpero, con ese
silbido recortado que parecía fruncirle la boca—. Faltaba más; yerbe en el agua
al nomás echarle.
—Que sean
seis libras entonces —repuso el otro, sin distraerse de su cometido.
—Seis
libras y una ñapa*. Y si quiere más, me dice —dijo el pulpero con su zalamería de
siempre—. No hay maicito que no lo haga aflojar la concha en un santiamén
—agregó, mientras en punta de una cojera iba hacia el saco de cal, moviendo
lentamente unas nalgas gordinflonas como si fueran muslos.
—Qué bueno
que sea de la buena, porque si viera, mano Quilino, que estaba buscando de la
mejor.
—De la
mejor que se puede conseguir para cualquier vaina. Vivita para lo que venga,
mano Polo —insistía como solía hacerlo para elogiar sus cosas.
—Está bien.
Póngale otras dos libras en lugar de la ñapa.
Después de
sopesar la cal y vaciarla cuidadosamente en una bolsa de papel, volvió hasta el
mostrador con aquella misma diligencia que ya ahondaba un cauce en sus
costumbres.
—Le hace
estornudar a uno con nomás verla —dijo y puso la bolsa sobre el mostrador como
una pluma, acaso para no suscitar una niebla de la que igual se ufanaría.
—Se ve que
es así —advirtió el otro, y de un brusco agarrón cogía la bolsa, al tiempo que
echaba las monedas de una suerte igual de brusca.
Antes de
que otras palabras fueran dichas para confesión o indagación de un propósito ignorado,
se escuchó otra vez el flequillo del dintel que se destrenzaba como cascabeles.
Entonces entró Humberto, que venía siguiendo a Apolonio desde lo alto del
recodo. Le había visto dar de patadas a la hierba del camino, proferir
maldiciones y elevar juramentos de venganza antes de mandarse hasta la
pulpería. Sabía a lo que iba, porque también había visto al pulpero, unos
minutos antes que el otro, bajar atareado desde el mismo recodo, como uno de
esos muñecos de cuerda que habiéndosele retorcido mucho la clavija anda hasta
apaciguarse en sus alivios. Conseguir al fin un punto a punto de llegar a su
pulpería, y justo donde después Apolonio se detuviera en seco, tuvo que abrirle
un lugar que no alcanzaría entre otras costumbres y otras
gentes. Para Humberto el comercio que en ese instante presenciaba ya se lo
había figurado después de ver que los dos hombres, sin saberlo, se buscaban el
uno al otro.
— ¿Va pelar
maíz, mano Polo? ¿Tiene comilona allá en la vega? Creí que ya había cosechado.
—indagó Humberto.
El mismo
pulpero esperaba una revelación que ha mucho le impacientaba, pero para cuya
sustancia se había reservado todo lo más.
—Qué maíz,
Don Humberto. Vine a buscar cal, cal de la buena como dice mano Quilino, para
borrarle el culo a un hijueputa.
Humberto,
aunque nunca reía, siempre se le subía la risa a los ojos, que cobraban de
pronto un brillo especial cuando la broma ya le era del todo imaginable.
—Yo no creo
en esas vainas, pero eso dicen. Como la cal que vende mano Quilino es muy viva,
puede que si sea cierto. Vamos a rajarle la cagalera a ese perro. De seguro es
el sabueso de Maximiliano.
—Malaya
fuera un perro. Aunque sí. Un perro tuvo que haber sido el que se cagara en el
camino.
—La verdad
yo no vi nada en el camino real que no fuera boñiga, mano Polo.
—En el
camino de las cuchillas, Don Humberto.
—Ese es un
atajo que ya casi nadie usa, pero igual vamos rajarle la cagalera a ese cagón.
El pulpero
se quedó como su pierna mala. Sudaba como si tuviera que contener otra vez lo
que le había puesto en ese lugar.
—Nomás son
perros, como dice Don Humberto, para que perder la cal ansina —alcanzó a decir.
—Cómo que
perros. ¿Acaso no fui yo el que se embarró?
—Ya nos
estamos demorando mucho. He oído decir que mientras más pronto se le eche la
cal mayor es la ulcera, y con eso sabríamos qué tan viva es esta cal y
sabríamos, sobre todo, quién fue el que vino a cagarla así, tan de repente.
Venga con la cal.
—Permítame,
Don Humberto —dijo Apolonio, arrastrando la bolsa del mostrador.
Salieron
los hombres hacia el recodo. El pobre pulpero, que todavía tenía los pantalones
subidos al ombligo, les siguió entre saltos que más bien parecían cabriolas de
tanto como era menester el esfuerzo para alcanzarles.
—Para que
ponerse a perder el tiempo, como su merced dice, Don Humberto —gritaba ya muy
detrás, y es que no podía ir al paso de los otros, pese a que la misma cojera
lo propulsaba vivamente.
—Don
Humberto, esa no son cosas para llegar a tanto —seguía dirigiéndose a él,
porque se ilusionaba que la razón prevalecería si el razonamiento era
convincente.
Humberto,
para no destemplar la guasa, detuvo a Apolonio antes que se le fuera la mano
con la cal. Casi sofocado el pulpero al fin pudo alcanzarlos.
—Yo… yo… yo
siendo vos no le echaba, mano Polo —dijo mientras resoplaba como un buey
reducido en el tranquero.
—Cómo que
no le va echar. Échele, para que se le raje la cagalera a ese hijueputa.
—No lo
haga, mano Polo —y le detuvo la mano como si pretendiera disuadirlo con
cualquier acto indispensable. Ya no le importaba a quién convencer, si al menos
uno pudiera duplicar el verdadero alivio.
—Échele. No
sea aguado.
—No lo
mande, Don Humberto. Quién sabe cómo iba ese pobre cristiano.
—Y por qué
no fue al monte.
—Verdad, por
qué no lo hizo en la orilla; tenía que cagarse en el camino.
—Échele.
—Esperen.
Si es por los tres riales, yo se los devuelvo, mano Polo.
Apolonio
viendo que un desesperado pudo sucumbir antes de llegar al caserío, ya se lo
pensaba para echar la cal.
—No sea
aguado, mano Polo. Échele. Acuérdese de la embarrada. ¿Acaso el olor no le
refresca la memoria?
—Yo siendo
usted no lo manda, Don Humberto —dijo con cierta dignidad que provenía de la
urgencia.
Humberto
por primera vez asomó una sonrisa al ver que el pulpero se desencajaba como si
ya no pudiera aguantar más.
—Y porque
no lo iba mandar, si él fue el que compró la cal. Cal de la buena, que decís
vos.
—Pudo haber
sido un amigo suyo, mano Polo. O uno suyo, Don Humberto, que depuso allí.
—Con más
razón entonces. Échele, que después se untará sábila, eso es bueno también para
las hemorroides.
Apolonio
que prefería el silencio entre esas alternativas, finalmente pudo decidirse,
pero justo cuando iba echar la cal, el pulpero Aquilino de un solo pujo se
mandó:
—Ultimadamente
fui yo.
— ¿Vos?
—preguntó Apolonio, deteniendo la cal a tiempo.
—Yo, mano
Polo.
—Y por qué
no llegó a la pulpería.
—Es que
hasta ahí me llegó el brío, Don Humberto.
Humberto, para no reírse, recordó otro episodio que también era para cagarse de la risa. La vez aquélla en la que un compadre suyo, ya en el camino real, le sorprendieron en cuclillas, nada menos que la novia con la que se iba a casar y los padres de ésta. La respuesta de su compadre no aventuró más acomodo para un vínculo que en vez de postergar plazos iba truncarse para siempre, aun por mucho que hubiera sido el amor que se
prometieran los dos. ‘Aquí, echando una cagaíta, si gustan.’
*Añadidura que se ofrece sin costo.
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