Esperé de último, aunque así tuviera que esperar
bastante. El doctor solía extenderse en los síntomas de quienes lo visitaban,
acaso parecía que lo iban a sobrevivir en cualquier consulta. Ya era bastante
anciano, docto como sus mismas arrugas le dictaban los preceptos. Con una
paciencia secular se le hacía tarde toda las tardes, pero por fin salía del
consultorio como el mismo sabio inconmovible que conocía tantas enfermedades y
pacientes. Ningunas de sus postergaciones parecían azorarlo nunca. En la universidad,
por ejemplo, sus clases de la noche eran célebremente atendidas, hasta que el
celador de turno le tocaba advertir la hora. Era un doctor brillante. Sabía
entrever apenas una gota en medio de una borrascosa radiografía, y se lo explicaba a los propios enfermos de tal modo que ni las quejas tuvieran la misma elocuencia para nadie.
Al fin pasé. Me auscultó entre preguntas atinadas, y
mientras me vestía me dijo que estaba más sano que los cánones de anatomía. Me
explicó que no debía preocuparme más, pero que de cualquier manera el mejor
alivio para un estado saludable es prolongarlo siempre. Remontó el etimológico
árbol de una palabra griega y volvió desde allí con el mismo aplomo y el mismo fruto. Apenas el
crepúsculo podía vislumbrarse al través de la ventana. Ya no se escuchaba a nadie
en el corredor. Terminó la consulta. Salí con el doctor y me despedí de él y de
la enfermera.
Los árboles del estacionamiento estaban quietos, e incluso así sus fragancias se esparcían vigorosamente. Me sentía vigorosamente hipocondríaco, porque mi síndrome era inocuo y porque incluso así podía comprender al fin las razones fundamentales de la vida. De lejos vi que el doctor caminaba hasta su carro y que se perdía como siempre.
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