Capítulo IV
Veletas
De cierto te bendeciré, y multiplicaré tu descendencia como las estrellas del cielo y como la arena que está a la orilla del mar; y tu descendencia poseerá las puertas de sus enemigos.
Génesis 22. 17.
Pocas certidumbres
él hubiera reprobado. Pensaba que vagar por una ciudad desconocida era
algo más que desconocer sus calles. Por lo demás, las sombras no prolongaban
minúsculos frutos que antes él no hubiera visto colgar de árboles conocidos. Al
cabo de un trecho, sin sombras bajo las cuales solazar los ojos encandilados
por los excesos de un mediodía húmedo, se detuvo a examinar el remate de
mampostería, de cuyos preliminares arquitectónicos se erizaba una hilera
hipodérmica contra el cielo chato. Lo fatigó el contraste, así que no dobló la
escuadra que ya redoblaba la edad de su curiosa fatiga. Siguió bajando la
pendiente: lo más del trecho sobre la acera. Aceptó resignadamente el recodo
sucesivo. Redescubrió una torre residencial que sobresalía entre las otras.
Descontando la azotea, tenía veinte seis pisos. Con sus dedos de forastero,
domó la espinosa reja, a la que después iba trasquilándole la hiedra hirsuta. Subió
los tres escalones que conducían a la entrada, de un solo zarpazo. Ya guarecido
en el soportal, acudió al tablero del intercomunicador, y sus manos se
adelantaron como el trastulo del proscenio. Pulsó la tecla 22A y acercó una
mejilla a las ranuras.
—Ajá, ¿quién habla?
—Señora, usted no me
conoces. Pero no vaya a colgar. No soy un predicador con una Biblia recién
editada, tampoco un vendedor de artilugios. Sólo soy quien ha pulsado la tecla
22A. Esto, sin duda, concentra nuestro común privilegio, si bien, hasta cierto
punto, es una alternativa teológica a lo ordinario.
— ¿Me conoce?
—Tal vez la conozco
tanto como usted a mí. Pero si me hubiera equivocado de botón no estuviera
hablando con usted ahora; pues aquel ahora, ya sin posibilidades ni
vestigios, no sólo no le incumbiría a usted, sino tampoco a mí. Por otro lado,
señora, no tengo derecho a equivocarme o, dicho de una manera apenas distinta,
ese derecho no existe; por lo cual usted, ciertamente, no es la errabunda
extensión que demora derechos usurpados más allá de mis deberes.
—Ahora que lo dice,
me gustaría confesar tantas cosas a un desconocido. Siempre pensé que sería la
forma de iniciar una nueva fe. Un credo en el que yo consintiera los oficios
esenciales.
—Digamos que me
gusta más la palabra “confesión” que aquella que jamás confieso aun por fuerza
de mis preferencias.
—Dilemática
etimología que ha de ser interesante pesquisar… Mire usted, cuando era una
mocosa, mi madre, en un berrinche, más enfático que los que se pudieran esperar
de mí, me reveló que yo había sido el único error que maculaba su vida
errabunda. Ahora me regocijo de que usted descubra una maternidad tan contraria
como veraz… En fin, después de huir de la tutela materna, tuve tiempo para
odiar a un padre que nunca conocí. Usted, por ejemplo, puede interpretar al
pantocrátor de cuya patriarcal indolencia sólo heredé la rabia. Pero pierda
cuidado, no por ser un desconocido a quien confesé un terrible secreto tiene
usted la obligación de remedar a otro que del mismo modo desconozco.
—Descuide.
—Pasaron algunos
meses; y mucho me costó acostumbrarme a mis nuevos vecinos. Me casé con un
inmigrante que me doblaba la edad; tuve una hija en el primer año de
matrimonio. Desde entonces han pasado casi dos décadas que sólo la rutina les
ha redondeado en veinte almanaques con tachas y reveses… Aún estoy casada con
él; es decir, con mi marido. Aún vivo con él o con sus síntomas finales; y es
que está a punto de morir el pobre hombre… Pasa que a pesar de que Beatriz (mi
hija) me despierta con sus sueños, casi sucumbo a la servidumbre de mis propias
fantasías.
— Las fantasías, señora,
son realidades de ulteriores pensamientos. ¿Acaso en nuestras respuestas, rebosadas
de preguntas, debemos a otro peldaño nuestra edad, tal que se envejece justo
porque no se puede ser sino real para suprimir de nosotros lo que nuestras
fantasías demandan?
—Y qué hay de cuanto
abarca esa pregunta.
—Supongo que se
refiere al proceso que no es el arriba ni el abajo de esta escalinata, ni los
dos estados juntos, sino las conjeturas del ascenso (o descalabro): términos
implícitos que sugieren un arriba y un abajo indemostrable; porque el caos es
imprescindible en su devenir cabal; porque los consuelos consuelan sin
apariencias, directamente, tal que se ignoren o se confirmen hechos, tal que
existan quienes en su sitio trascendente enumeren las estancias y los modos sin
demostrarse a sí mismos la conveniencias de sus propias poses… Hay muchos
ejemplos. Dividiré un párrafo en cinco; a saber:
“A: no hay rellanos.
B: el pábulo posterga los ayunos de cada testigo. C: ninguna duda excede a otra.
D: lo que nuestra propia ignorancia justifica, nunca nos bastará en lo ajeno.
E: lo que el negativo de lo que se olvida revela, descorre los límites de una
memoria irreducible. (A, B, C, D, E); (E, B, C, A, D) y (D, E, C, B, A). Pues e
aquí, para empezar, tres notaciones de las cuales pueden prescribirse ciertas escalas
en la proporción de ciertos testigos combinados. Siempre se podrá conocer lo
que pueda examinarse, aunque precisamente ese conocimiento englobe una imposibilidad
manifiesta”
Se escuchó un
disparo que procedía de la habitación matrimonial. La mujer soltó el auricular.
El hombre esperó, sin retroceder, que el silencio se interrumpiera por otro
débil susurro. Al cabo de un rato:
4j4gh5n454f4g4n51b54
—Mi esposo se
disparó en el ombligo —dijo la mujer, luego de tomar el tubo entre
convulsionados arrepentimientos.
— ¿Todavía se puede
hacer algo por él?
—No.
—Entonces
simplemente estaba más allá de cualquier salvación.
—Sí. Como si ya no se
redimiera mi abnegado sufrimiento… Se ha suicidado mi esposo. Ah, después de
todo lo hizo. ¿Lo comprende, usted? Su cabeza yace en el piso recién entablado
y su cuerpo se extiende sobre la alfombra. Aún lo veo, a través de las cuencas
de mis palabras, helo allí… ¿lo comprende, usted? La sangre se estanca en la
trama del tapete. Es una escena terrible. Yo sabía que algo parecido había de
sobrevenir. Hacía días que hablaba como un oráculo al que ninguna profecía le
era obediente, hasta su silencio tenía un acento impersonal. Un dolor daba
tumbos en el dolor de sus vísceras. Lo sé. ¡Qué terrible! Ha muerto.
¡Qué terrible! Allí, su pesado cadáver, como un molusco apelmazado. ¿Lo ve a
través de mis ecos siquiera?
—Cálmese, mujer…
Pero, ¿por qué volvió al auricular? ¿Por qué la urgencia de un cadáver no la ha
movido con urgencia?
—Porque quiero
conservar el credo de mis confesiones. Por más terrible que sea, los médicos se
habían esmerado en precisar un desenlace tras un horario de píldoras y enemas.
Simplemente una fecha que él, a pesar de su abreviatura…
— No contradijo. ¿No
se ofendería si le pregunto con qué arma…?
—De ninguna manera.
Pero de armas no sé mucho. ¿Supongo que usted escuchó el disparo? Sabe, él
detestaba los revólveres. Siempre usó pistolas; digamos que hoy admitió la única
excepción de su regla.
—La justificada
contemporaneidad de los instrumentos no garantiza una decisión en sí misma,
sino, más bien, cierta proeza inconclusa; concebida febrilmente por lazos de
los cuales subyacen los criterios de lucidez intermitente. La espiral de
cualquier voluta escarba, a su vez, en la
costumbre de una manufactura contigua. Los hábitos son el breve atisbo de que
no se puede corroborar sino aquello que será consumado, aunque sea posible
ampararse tras las ingentes combinaciones de un alfabeto parcial, o de un
revólver excepcional.
“Lo que los hechos
propician se reúne en una fantasma precisamente por la promiscuidad de su
exhibición; y se concretan relaciones que, además, son excitables por la
vertiginosa ignorancia de todos. Sin embargo, sólo el comienzo del Apocalipsis
parece ser lo apocalíptico; pues el resto sólo es una calma que siempre
confirma y posterga. Así argumentamos un optimismo cuyo vigor está en la
vanidad, a pesar de la cual nuestras crisis son denunciables por sus vigencias
vinculadas a profecías escritas sólo por escribirse.”
—Pero mi esposo no
escribió nada…
—Su esposo tuvo que
dejar una nota al margen. A un hombre como su esposo no le está permitido
omitir ese testamento.
—Supongo que tiene
razón. Pero no vi nada cuando revisé el escritorio.
—No le importó
buscar esa nota, ¿verdad?
—Bueno… lo que sea
que diga, ya lo sé. Es decir, estábamos en vísperas de su muerte. Por otro
lado, qué tanto sabremos de lo que no existe.
—La inexistencia es
un fenómeno aparente, y por aparente demostrable; no porque sea intangible y
haya un estado opuesto cuya clarividencia pueda más que advertirla, sino, y esto
resulta no tan precario, porque hace falta el interés de su agrupación para
reconocer sus mismas pretensiones. Así los peldaños abandonados tienen la
ausencia de pasos ya superiores (o descalabrados), pero también las huellas que
carecen de peso, salvo que se conjeturen soluciones que a nada conjuran.
—Supongo que
simplemente él creyó demorar una metáfora hartamente común en este condominio.
—Somos
irrenunciables a creer; y nos hacemos, por cuanto menos incipientes, más ajenos
a nuestras preguntas, pero no a la diversidad de las respuestas. Somos, por
periódicos, inconclusos. Nuestra gula se da a numerosas apetencias, y la sed
inútilmente la aplacamos con nuestros ahogos. Nos hacemos, a través de nuestros
actos, cautivos de un punto compartido, pero al tiempo incognoscible,
inalcanzable hasta para nuestro orgullo; pues nuestras mismas reacciones nos
separan en conflictos de toda índole, que según nuestros vicios sustraen sus
complejidades en remedios confesos, tal como estarán dados a las dimensiones
inmediatas. Basta una enfermedad para sucumbir en una herencia perniciosa. Basta
la salud para dilucidar los síntomas mortales de los ancestros. Así, creerse
dios, es una fe cuyo verbo tiene la misma licencia ateísta por la cual alguna
vez se creyó haber nacido bajo las alas de un dogma preliminar…
—Y el silencio, ¿es
acaso una creencia de nuestro ingenio ateísta?
Llegó una muchacha a
la reja del soportal. Erró una llave en el cerrojo. Luego abrió la reja sin
echar de menos al hombre, cuyo rostro, entre rizos encanecidos, seguía
reclinado en el intercomunicador.
—Debo confesarle
algo —dijo de repente, al engendrar un aborto en el silencio que ella no censuraba—. Por cierto —continuó luego que la
chica entrara al vestíbulo del edificio—, una confesión al margen de este
coloquio: acabo de ver una chica que llevaba puestas diminutas mordazas de
color rosa. En vano, ese pálido color acalla sus partes de mujer plena. Deseé
poseerla más allá de sus reticencias y aprobaciones.
—Ya abusó de ella,
¿no es cierto?
—No, cómo cree. No
la conozco. Además, nunca he atinado con mujeres jóvenes, quizá porque no tengo
la terquedad física para someterlas ni la templanza psicológica para
seducirlas.
—Abusó de ella,
¿verdad?—insistió, escéptica.
—Vamos, mujer.
Apenas si tengo el empuje para masturbarme después de un precario monólogo, lo
que ha sido de un tiempo acá el único rigor de mi ascética mansedumbre. Por
otro lado, ¿es usted, entonces, mi confesor ahora?
—Si quiere el primer
consejo de la religión que a diestra y siniestra nos une, se lo diré sin más.
Abordé esa chica, y si se resiste use los medios que pueda multiplicar la capacidad
de sus limitaciones.
—Créame que tendré
en cuenta el proverbio, en la medida que me sea posible.
—Veo que usted se
conforma siempre.
—Tiene razón,
señora; es cuestión de conformarse. En fin, no valdría la pena otra cosa que
finalmente pruebe lo mismo. Sólo me queda enorgullecerme de ser el testigo de
quienes también me rivalizarían con encono, para lo cual la impotencia propia,
si no la audaz esperanza ajena, posterga la educación de otros hijos.
—Entonces qué hace
para sobrevivir
—Por lo pronto,
vivir: vivo mi tiempo, pues más de lo cual no puedo vivir.
— Luego, en este
punto, ¿qué es para usted “su tiempo”?
—Es todo lo que no
es futuro. Mi tiempo es simplemente mi edad, o la edad de mi prójimo medida en
el curso de la mía. Y el futuro sólo es el tiempo que a mi me sobra o el tiempo
que me sobró. Por ejemplo, el mundo es inconcluso y mi suicidio me haría
semejante a él; el no suicidarme tampoco contradice la finalidad especifica del
mundo. Digamos que mi tiempo es eso y también lo otro a lo que yo puedo llamar
“lo otro”. Soy quien soy y no soy quien tenga la edad de anular sus
posibilidades.
—Entonces, la única
diferencia entre un ambicioso y un conformista es el libre albedrío del primero
y el destino fijo del segundo. Eso rotula sin rodeos, ¿no es cierto?
—Eso, sin duda, lo
ha dicho usted, y a mí sólo me queda oírlo. Me basta que lo haya oído. Por
añadidura, eso que dijo es, según los grados de esta controversia, suficiente.
—Ahora bien, hace
unos minutos usted me habló… es decir, me enumeró cierto ABECDario. Con la
economía tributaria de unas cuantas palabras, postuló ciertas virtudes, pero
muy breve para que yo no lo apreciara frívolamente. ¿Podría extender el
alcance de esa simplificación, digamos, por ejemplo, a través de un
relato?
—Siempre podré cada
vez que pueda. Bueno: “La
señora A prefijó una entrevista con el señor B; ambos estaban separados por un
trecho AB. El señor C, que equidistaba de los dos, quería impedir la
entrevista. Una cuarta persona, la señora D, estaba diametralmente opuesta al
señor C, separados por un trecho CD. Los cuatro elementos de esta geométrica
sociedad, configuraban una figura definitiva: un cuadrado en cuyo centro
naturalmente se interceptaban los trechos AB y CD. Cualquier inicio de
viaje desde los vértice, hacia el centro de la esquelética ciudad (o hacia los
otros vértices), era simultaneo para quien lo midiera desde la intercepción
ABCD; es decir para un fisgón inexistente que le pudiéramos reseñar con E.
Tanto la señora A como el señor B, aun desconociendo a E, sabían que la
velocidad de su pretendiente era probable como la que cada cual pretendiera
desde su punto. Así que si ambos partían con la fe de que el otro también lo
había hecho, no les quedaba sino creer abreviar la espera en un punto medio,
cualquiera que fuera éste. Desde siempre el señor C había previsto la
entrevista y se propuso evitarla. En cambio, la señora D esperaría a que la
entrevista fuera evitada, acaso a costa de la señora, de suerte que ella, la
señora D, quedara libre de transitar el trecho AB sin la inconveniencia de dos vecindades.
Entonces, un día, todos partieron de sus recogimientos, sintonizaron esperanzas
disímiles, pero quizá por lo mismo simultáneas. La señora A y el señor B
al encuentro mutuo. El señor C partió a la vacía celda de la señora A, sin duda
tan de prisa que su túnica iba al ras de la desnudez de un secreto dios que
contiende en cuadriláteros. La señora D, ya impaciente, partió a la mitad del
trecho AB, naturalmente porque ya se imaginaba consumado el acto, pero para
sorpresa de ella coincidió con la señora A y el señor B. Antes bien, el señor
C, al concluir que la señora A marchó hacia el señor B por el único trecho
posible entre ellos, cavó su propia tumba a la orilla del vértice infinitamente
estrecho, y se sepultó con parsimonia. La señora D, turbada por su
terrible coincidencia, se abalanzó sobre la pareja y la asesinó. Celebró el
asesinato danzando a lo ancho del camino infinitamente estrecho; pero al echar
mano de un catalejo que traía al cinto
vio como lentamente el señor C se sepultaba en uno de los extremo de la recta.
Entonces descubrió que el único valor del trecho AB había sido pagado por el
crimen más inconveniente.” Aquí, en este relato, bastan cuatro letras para
nombrar los cuatro personajes y los trechos, porque la relación de una con las
otras implican cualquier otra cosa de antemano: A., B., C., D. Este relato
demuestra que la combinación de los componentes, por convención de su discurso,
dilucidan al menos esta nomenclatura: (A; B; AB; C; D; C; CD; AB; CD; ABCD; A; B; AB; C; D;
B; D; AB; A; B; C; A; D; AB; A; B; C; B; D; C; AB). Acaso porque se percibe
siempre la inexistencia de E.
—Cierto que es un ABeCeDario
que se hace por su propio provecho.
—Y de él — repuso el
cuarentón—, Aristóteles tiene cuatro
letras no implícita, a saber: e (como se sabe); i; o; r. Dicho de otro modo, el
inventario del posible Aristóteles
sólo puede explicar un elemento del relato, y ese es simplemente su
inicial: “A”.
Despejó los rizos de
su frente sudorosa sin despegar la mejilla de las estrechas ranuras.
— ¿Qué hay de la
nota de suicidio que dejó su esposo? —agregó sin reservas, ásperamente, porque
el relato le había exigido demasiado.
—Aguarde un minuto;
buscaré esa nota —dijo sin marcharse, aún tras el auricular.
—En vano he buscado
en los anaqueles —dijo al fin, entre las respiraciones ficticias de su primera
blasfemia—, pero en el cajón, donde cronológicamente se archivaban los exámenes
médicos, encontré esto: la barca navega, lentamente, hacia el fondo del mar.
Recitó aquellas
palabras tal como si su memoria las coligiera de una clase de gramática.
—No creo que haya
escrito un epígrafe para encabezar su prólogo. Debe haber algo más parecido a
un epílogo.
La mujer dejó vagar
su permeable mirada por la alacena. Ya se estaba aburriendo de tantos tramites
póstumos. Hizo algunos ruidos alrededor del auricular.
—Ya he conseguido la
verdadera nota de suicidio —dijo con exaltación, como si fingiera un orgasmo
bajo el peso de su finado esposo—. No me va a creer, estaba atrás del
intercomunicador. Estoy segura de que es un testamento —dijo, conteniendo su
primera sonrisa heredípeta.
— ¿Quiere que lea la
nota? —preguntó, al cabo de su trasgresión.
—Sin duda.
—“Pero, ¿y si la
escalera fuera un prisma de cristal, a la luz de qué refracciones se pueda
imaginar esa misma luz? —declamaba con una amarga contrición.
El forastero
despegaba su mejilla con las ranuras marcadas en los mofletes. Reculó impávido.
‘A qué podio huir, como
el último refugio de un catedrático arruinado, porque qué “E” estaba detrás de
su distorsionada sombra.
Mientras se tocaba
la marca en los carrillos, reconoció que quizá algún integrante de su prójimo
plural hubiera anticipado otra mejilla. Dio media vuelta y echó a correr. La
mujer no dejaba de declamar una y otra vez como para sustraerse a una
penitencia por lo demás improcedente. Cuando terminaba su interrogatorio en
susurros, entró su hija Beatriz tal como la había descrito el confesor. Soltó
el auricular otra vez, como si hubiera escuchado otro disparo (el verdadero
disparo). Sin saberlo había expuesto a su hija al primer sacrificio de aquella
fe de la que ya lo descreía todo. Se arrepintió. Derramó un par de
lágrimas al ver a Beatriz, plena más allá del halo de su confusa
cabellera. Se abalanzó, en sollozos, sobre su hija. La abrazó entre insepultos
caricias. Besó sus labios aún húmedos por la felación matutina en el ascensor. (1)
Enfrentando a los ojos fijos con sus ojos de dolor vítreo, dejó escapar un susurro tan conmovedor como asimétrico: tu padre ha muerto...
Febrero, 2003
(1) Tales sesiones las hubiera querido compartir (siquiera un par de ellas)
con su insolente hija, en un entrañable orgullo que así le fuera mutuo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario