miércoles, 18 de julio de 2012

(...)


Capítulo IV
Veletas

De cierto te bendeciré, y multiplicaré tu descendencia como las estrellas del cielo y como la arena que está a la orilla del mar; y tu descendencia poseerá las puertas de sus enemigos.
Génesis 22. 17.


Pocas certidumbres él hubiera reprobado. Pensaba que vagar por una ciudad  desconocida era algo más que desconocer sus calles. Por lo demás, las sombras no prolongaban minúsculos frutos que antes él no hubiera visto colgar de árboles conocidos. Al cabo de un trecho, sin sombras bajo las cuales solazar los ojos encandilados por los excesos de un mediodía húmedo, se detuvo a examinar el remate de mampostería, de cuyos preliminares arquitectónicos se erizaba una hilera hipodérmica contra el cielo chato. Lo fatigó el contraste, así que no dobló la escuadra que ya redoblaba la edad de su curiosa fatiga. Siguió bajando la pendiente: lo más del trecho sobre la acera. Aceptó resignadamente el recodo sucesivo. Redescubrió una torre residencial que sobresalía entre las otras. Descontando la azotea, tenía veinte seis pisos. Con sus dedos de forastero, domó la espinosa reja, a la que después iba trasquilándole la hiedra hirsuta. Subió los tres escalones que conducían a la entrada, de un solo zarpazo. Ya guarecido en el soportal, acudió al tablero del intercomunicador, y sus manos se adelantaron como el trastulo del proscenio. Pulsó la tecla 22A y acercó una mejilla a las ranuras.
—Ajá, ¿quién habla?
—Señora, usted no me conoces. Pero no vaya a colgar. No soy un predicador con una Biblia recién editada, tampoco un vendedor de artilugios. Sólo soy quien ha pulsado la tecla 22A. Esto, sin duda, concentra nuestro común privilegio, si bien, hasta cierto punto, es una alternativa teológica a lo ordinario.
— ¿Me conoce?
—Tal vez la conozco tanto como usted a mí. Pero si me hubiera equivocado de botón no estuviera hablando con usted ahora; pues aquel ahora, ya sin posibilidades ni vestigios, no sólo no le incumbiría a usted, sino tampoco a mí. Por otro lado, señora, no tengo derecho a equivocarme o, dicho de una manera apenas distinta, ese derecho no existe; por lo cual usted, ciertamente, no es la errabunda extensión que demora derechos usurpados más allá de mis deberes.
—Ahora que lo dice, me gustaría confesar tantas cosas a un desconocido. Siempre pensé que sería la forma de iniciar una nueva fe. Un credo en el que yo consintiera los oficios esenciales.
—Digamos que me gusta más la palabra “confesión” que aquella que jamás confieso aun por fuerza de mis preferencias.
—Dilemática etimología que ha de ser interesante pesquisar… Mire usted, cuando era una mocosa, mi madre, en un berrinche, más enfático que los que se pudieran esperar de mí, me reveló que yo había sido el único error que maculaba su vida errabunda. Ahora me regocijo de que usted descubra una maternidad tan contraria como veraz… En fin, después de huir de la tutela materna, tuve tiempo para odiar a un padre que nunca conocí. Usted, por ejemplo, puede interpretar al pantocrátor de cuya patriarcal indolencia sólo heredé la rabia. Pero pierda cuidado, no por ser un desconocido a quien confesé un terrible secreto tiene usted la obligación de remedar a otro que del mismo modo desconozco.
—Descuide.
—Pasaron algunos meses; y mucho me costó acostumbrarme a mis nuevos vecinos. Me casé con un inmigrante que me doblaba la edad; tuve una hija en el primer año de matrimonio. Desde entonces han pasado casi dos décadas que sólo la rutina les ha redondeado en veinte almanaques con tachas y reveses… Aún estoy casada con él; es decir, con mi marido. Aún vivo con él o con sus síntomas finales; y es que está a punto de morir el pobre hombre… Pasa que a pesar de que Beatriz (mi hija) me despierta con sus sueños, casi sucumbo a la servidumbre de mis propias fantasías.
— Las fantasías, señora, son realidades de ulteriores pensamientos. ¿Acaso en nuestras respuestas, rebosadas de preguntas, debemos a otro peldaño nuestra edad, tal que se envejece justo porque no se puede ser sino real para suprimir de nosotros lo que nuestras fantasías demandan?
—Y qué hay de cuanto abarca esa pregunta.
—Supongo que se refiere al proceso que no es el arriba ni el abajo de esta escalinata, ni los dos estados juntos, sino las conjeturas del ascenso (o descalabro): términos implícitos que sugieren un arriba y un abajo indemostrable; porque el caos es imprescindible en su devenir cabal; porque los consuelos consuelan sin apariencias, directamente, tal que se ignoren o se confirmen hechos, tal que existan quienes en su sitio trascendente enumeren las estancias y los modos sin demostrarse a sí mismos la conveniencias de sus propias poses… Hay muchos ejemplos. Dividiré un párrafo en cinco; a saber:
“A: no hay rellanos. B: el pábulo posterga los ayunos de cada testigo. C: ninguna duda excede a otra. D: lo que nuestra propia ignorancia justifica, nunca nos bastará en lo ajeno. E: lo que el negativo de lo que se olvida revela, descorre los límites de una memoria irreducible. (A, B, C, D, E); (E, B, C, A, D) y (D, E, C, B, A). Pues e aquí, para empezar, tres notaciones de las cuales pueden prescribirse ciertas escalas en la proporción de ciertos testigos combinados. Siempre se podrá conocer lo que pueda examinarse, aunque precisamente ese conocimiento englobe una imposibilidad manifiesta”
Se escuchó un disparo que procedía de la habitación matrimonial. La mujer soltó el auricular. El hombre esperó, sin retroceder, que el silencio se interrumpiera por otro débil susurro. Al cabo de un rato:

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—Mi esposo se disparó en el ombligo —dijo la mujer, luego de tomar el tubo entre convulsionados arrepentimientos.
— ¿Todavía se puede hacer algo por él?
—No.
—Entonces simplemente estaba más allá de cualquier salvación.
—Sí. Como si ya no se redimiera mi abnegado sufrimiento… Se ha suicidado mi esposo. Ah, después de todo lo hizo. ¿Lo comprende, usted? Su cabeza yace en el piso recién entablado y su cuerpo se extiende sobre la alfombra. Aún lo veo, a través de las cuencas de mis palabras, helo allí… ¿lo comprende, usted? La sangre se estanca en la trama del tapete. Es una escena terrible. Yo sabía que algo parecido había de sobrevenir. Hacía días que hablaba como un oráculo al que ninguna profecía le era obediente, hasta su silencio tenía un acento impersonal. Un dolor daba tumbos en el dolor de sus vísceras. Lo sé. ¡Qué terrible! Ha muerto. ¡Qué terrible! Allí, su pesado cadáver, como un molusco apelmazado. ¿Lo ve a través de mis ecos siquiera?
—Cálmese, mujer… Pero, ¿por qué volvió al auricular? ¿Por qué la urgencia de un cadáver no la ha movido con urgencia?
—Porque quiero conservar el credo de mis confesiones. Por más terrible que sea, los médicos se habían esmerado en precisar un desenlace tras un horario de píldoras y enemas. Simplemente una fecha que él, a pesar de su abreviatura…
— No contradijo. ¿No se ofendería si le pregunto con qué arma…?
—De ninguna manera. Pero de armas no sé mucho. ¿Supongo que usted escuchó el disparo? Sabe, él detestaba los revólveres. Siempre usó pistolas; digamos que hoy admitió la única excepción de su regla.
—La justificada contemporaneidad de los instrumentos no garantiza una decisión en sí misma, sino, más bien, cierta proeza inconclusa; concebida febrilmente por lazos de los cuales subyacen los criterios de lucidez intermitente. La espiral de cualquier voluta escarba, a su vez,  en la costumbre de una manufactura contigua. Los hábitos son el breve atisbo de que no se puede corroborar sino aquello que será consumado, aunque sea posible ampararse tras las ingentes combinaciones de un alfabeto parcial, o de un revólver excepcional.
“Lo que los hechos propician se reúne en una fantasma precisamente por la promiscuidad de su exhibición; y se concretan relaciones que, además, son excitables por la vertiginosa ignorancia de todos. Sin embargo, sólo el comienzo del Apocalipsis parece ser lo apocalíptico; pues el resto sólo es una calma que siempre confirma y posterga. Así argumentamos un optimismo cuyo vigor está en la vanidad, a pesar de la cual nuestras crisis son denunciables por sus vigencias vinculadas a profecías escritas sólo por escribirse.”
—Pero mi esposo no escribió nada…
—Su esposo tuvo que dejar una nota al margen. A un hombre como su esposo no le está permitido omitir ese testamento.
—Supongo que tiene razón. Pero no vi nada cuando revisé el escritorio.
—No le importó buscar esa nota, ¿verdad?
—Bueno… lo que sea que diga, ya lo sé. Es decir, estábamos en vísperas de su muerte. Por otro lado, qué tanto sabremos de lo que no existe.
—La inexistencia es un fenómeno aparente, y por aparente demostrable; no porque sea intangible y haya un estado opuesto cuya clarividencia pueda más que advertirla, sino, y esto resulta no tan precario, porque hace falta el interés de su agrupación para reconocer sus mismas pretensiones. Así los peldaños abandonados tienen la ausencia de pasos ya superiores (o descalabrados), pero también las huellas que carecen de peso, salvo que se conjeturen soluciones que a nada conjuran.
—Supongo que simplemente él creyó demorar una metáfora hartamente común en este condominio.
—Somos irrenunciables a creer; y nos hacemos, por cuanto menos incipientes, más ajenos a nuestras preguntas, pero no a la diversidad de las respuestas. Somos, por periódicos, inconclusos. Nuestra gula se da a numerosas apetencias, y la sed inútilmente la aplacamos con nuestros ahogos. Nos hacemos, a través de nuestros actos, cautivos de un punto compartido, pero al tiempo incognoscible, inalcanzable hasta para nuestro orgullo; pues nuestras mismas reacciones nos separan en conflictos de toda índole, que según nuestros vicios sustraen sus complejidades en remedios confesos, tal como estarán dados a las dimensiones inmediatas. Basta una enfermedad para sucumbir en una herencia perniciosa. Basta la salud para dilucidar los síntomas mortales de los ancestros. Así, creerse dios, es una fe cuyo verbo tiene la misma licencia ateísta por la cual alguna vez se creyó haber nacido bajo las alas de un dogma preliminar…
—Y el silencio, ¿es acaso una creencia de nuestro ingenio ateísta?
Llegó una muchacha a la reja del soportal. Erró una llave en el cerrojo. Luego abrió la reja sin echar de menos al hombre, cuyo rostro, entre rizos encanecidos, seguía reclinado en el intercomunicador.
—Debo confesarle algo —dijo de repente, al engendrar un aborto en el silencio que ella no censuraba—. Por cierto —continuó luego que la chica entrara al vestíbulo del edificio—, una confesión al margen de este coloquio: acabo de ver una chica que llevaba puestas diminutas mordazas de color rosa. En vano, ese pálido color acalla sus partes de mujer plena. Deseé poseerla más allá de sus reticencias y aprobaciones.
—Ya abusó de ella, ¿no es cierto?
—No, cómo cree. No la conozco. Además, nunca he atinado con mujeres jóvenes, quizá porque no tengo la terquedad física para someterlas ni la templanza psicológica para seducirlas.
—Abusó de ella, ¿verdad?—insistió, escéptica.
—Vamos, mujer. Apenas si tengo el empuje para masturbarme después de un precario monólogo, lo que ha sido de un tiempo acá el único rigor de mi ascética mansedumbre. Por otro lado,  ¿es usted, entonces, mi confesor ahora?
—Si quiere el primer consejo de la religión que a diestra y siniestra nos une, se lo diré sin más. Abordé esa chica, y si se resiste use los medios que pueda multiplicar la capacidad de sus limitaciones.
—Créame que tendré en cuenta el proverbio, en la medida que me sea posible.
—Veo que usted se conforma siempre.
—Tiene razón, señora; es cuestión de conformarse. En fin, no valdría la pena otra cosa que finalmente pruebe lo mismo. Sólo me queda enorgullecerme de ser el testigo de quienes también me rivalizarían con encono, para lo cual la impotencia propia, si no la audaz esperanza ajena, posterga la educación de otros hijos.
—Entonces qué hace para sobrevivir
—Por lo pronto, vivir: vivo mi tiempo, pues más de lo cual no puedo vivir.
— Luego, en este punto, ¿qué es para usted “su tiempo”?
—Es todo lo que no es futuro. Mi tiempo es simplemente mi edad, o la edad de mi prójimo medida en el curso de la mía. Y el futuro sólo es el tiempo que a mi me sobra o el tiempo que me sobró. Por ejemplo, el mundo es inconcluso y mi suicidio me haría semejante a él; el no suicidarme tampoco contradice la finalidad especifica del mundo. Digamos que mi tiempo es eso y también lo otro a lo que yo puedo llamar “lo otro”. Soy quien soy y no soy quien tenga la edad de anular sus posibilidades.
—Entonces, la única diferencia entre un ambicioso y un conformista es el libre albedrío del primero y el destino fijo del segundo. Eso rotula sin rodeos, ¿no es cierto?
—Eso, sin duda, lo ha dicho usted, y a mí sólo me queda oírlo. Me basta que lo haya oído. Por añadidura, eso que dijo es, según los grados de esta controversia, suficiente.
—Ahora bien, hace unos minutos usted me habló… es decir, me enumeró cierto ABECDario. Con la economía tributaria de unas cuantas palabras, postuló ciertas virtudes, pero muy breve para que yo no lo apreciara frívolamente.  ¿Podría extender el alcance de esa simplificación, digamos, por ejemplo,  a través de un relato?
—Siempre podré cada vez que pueda. Bueno: “La señora A prefijó una entrevista con el señor B; ambos estaban separados por un trecho AB. El señor C, que equidistaba de los dos, quería impedir la entrevista. Una cuarta persona, la señora D, estaba diametralmente opuesta al señor C, separados por un trecho CD. Los cuatro elementos de esta geométrica sociedad, configuraban una figura definitiva: un cuadrado en cuyo centro naturalmente se interceptaban los trechos AB y CD. Cualquier  inicio de viaje desde los vértice, hacia el centro de la esquelética ciudad (o hacia los otros vértices), era simultaneo para quien lo midiera desde la intercepción ABCD; es decir para un fisgón inexistente que le pudiéramos reseñar con E. Tanto la señora A como el señor B, aun desconociendo a E, sabían que la velocidad de su pretendiente era probable como la que cada cual pretendiera desde su punto. Así que si ambos partían con la fe de que el otro también lo había hecho, no les quedaba sino creer abreviar la espera en un punto medio, cualquiera que fuera éste. Desde siempre el señor C había previsto la entrevista y se propuso evitarla. En cambio, la señora D esperaría a que la entrevista fuera evitada, acaso a costa de la señora, de suerte que ella, la señora D, quedara libre de transitar el trecho AB sin la inconveniencia de dos vecindades. Entonces, un día, todos partieron de sus recogimientos, sintonizaron esperanzas disímiles, pero quizá por lo mismo simultáneas. La señora A y el señor B al encuentro mutuo. El señor C partió a la vacía celda de la señora A, sin duda tan de prisa que su túnica iba al ras de la desnudez de un secreto dios que contiende en cuadriláteros. La señora D, ya impaciente, partió a la mitad del trecho AB, naturalmente porque ya se imaginaba consumado el acto, pero para sorpresa de ella coincidió con la señora A y el señor B. Antes bien, el señor C, al concluir que la señora A marchó hacia el señor B por el único trecho posible entre ellos, cavó su propia tumba a la orilla del vértice infinitamente estrecho, y se sepultó con parsimonia. La señora D, turbada por su terrible coincidencia, se abalanzó sobre la pareja y la asesinó. Celebró el asesinato danzando a lo ancho del camino infinitamente estrecho; pero al echar mano de un catalejo que traía al cinto  vio como lentamente el señor C se sepultaba en uno de los extremo de la recta. Entonces descubrió que el único valor del trecho AB había sido pagado por el crimen más inconveniente.” Aquí, en este relato, bastan cuatro letras para nombrar los cuatro personajes y los trechos, porque la relación de una con las otras implican cualquier otra cosa de antemano: A., B., C., D. Este relato demuestra que la combinación de los componentes, por convención de su discurso, dilucidan al menos esta nomenclatura: (A; B; AB; C; D; C; CD; AB; CD; ABCD; A; B; AB; C; D; B; D; AB; A; B; C; A; D; AB; A; B; C; B; D; C; AB). Acaso porque se percibe siempre la inexistencia de E.
—Cierto que es un ABeCeDario que se hace por su propio provecho.
—Y de él — repuso el cuarentón—, Aristóteles tiene cuatro letras no implícita, a saber: e (como se sabe); i; o; r. Dicho de otro modo, el inventario del posible Aristóteles sólo puede explicar un elemento del relato, y ese es simplemente su inicial: “A”.
Despejó los rizos de su frente sudorosa sin despegar la mejilla de las estrechas ranuras.
— ¿Qué hay de la nota de suicidio que dejó su esposo? —agregó sin reservas, ásperamente, porque el relato le había exigido demasiado.
—Aguarde un minuto; buscaré esa nota —dijo sin marcharse, aún tras el auricular.
—En vano he buscado en los anaqueles —dijo al fin, entre las respiraciones ficticias de su primera blasfemia—, pero en el cajón, donde cronológicamente se archivaban los exámenes médicos, encontré esto: la barca navega, lentamente, hacia el fondo del mar.
Recitó aquellas palabras tal como si su memoria las coligiera de una clase de gramática.
—No creo que haya escrito un epígrafe para encabezar su prólogo. Debe haber algo más parecido a un epílogo.
La mujer dejó vagar su permeable mirada por la alacena. Ya se estaba aburriendo de tantos tramites póstumos. Hizo algunos ruidos alrededor del auricular.
—Ya he conseguido la verdadera nota de suicidio —dijo con exaltación, como si fingiera un orgasmo bajo el peso de su finado esposo—. No me va a creer, estaba atrás del intercomunicador. Estoy segura de que es un testamento —dijo, conteniendo su primera sonrisa heredípeta.
— ¿Quiere que lea la nota? —preguntó, al cabo de su trasgresión.
—Sin duda.
—“Pero, ¿y si la escalera fuera un prisma de cristal, a la luz de qué refracciones se pueda imaginar esa misma luz? —declamaba con una amarga contrición.
El forastero despegaba su mejilla con las ranuras marcadas en los mofletes. Reculó impávido.
‘A qué podio huir, como el último refugio de un catedrático arruinado, porque qué “E” estaba detrás de su distorsionada sombra.
Mientras se tocaba la marca en los carrillos, reconoció que quizá algún integrante de su prójimo plural hubiera anticipado otra mejilla. Dio media vuelta y echó a correr. La mujer no dejaba de declamar una y otra vez como para sustraerse a una penitencia por lo demás improcedente. Cuando terminaba su interrogatorio en susurros, entró su hija Beatriz tal como la había descrito el confesor. Soltó el auricular otra vez, como si hubiera escuchado otro disparo (el verdadero disparo). Sin saberlo había expuesto a su hija al primer sacrificio de aquella fe de la que ya lo descreía todo. Se arrepintió. Derramó un par de lágrimas al ver a Beatriz, plena más allá del halo de su confusa cabellera. Se abalanzó, en sollozos, sobre su hija. La abrazó entre insepultos caricias. Besó sus labios aún húmedos por la felación matutina en el ascensor. (1)
Enfrentando a los ojos fijos con sus ojos de dolor vítreo, dejó escapar un susurro tan conmovedor como asimétrico: tu padre ha muerto...


Febrero, 2003



(1) Tales sesiones las hubiera querido compartir (siquiera un par de ellas) con su insolente hija, en un entrañable orgullo que así le fuera mutuo.

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