Capítulo VII
La muerte de Rembrandt
1
For all we live to know is known
And all we seek to keep hath flown
Edgar A. Poe
And all we seek to keep hath flown
Edgar A. Poe
Pasó con frecuencia que durante aquellas tardes el aire
apenas crecía entre los respiros. Las palabras enderezaban sus recodos en los
espirales de humo, y vigorosas bocanadas de silencios dilataban la garganta de
Rembrandt.
Rembrandt acudió, como de costumbre, a la librería
hispanófila. Allí compró un libro, cuyo autor y título convocaba una identidad
ineluctable. De regreso a casa leyó algunas páginas, al principio con avidez
impúdica. En sus ojos se depositaba aquel luto apolillado y ese fondo que
estrechaba tal orfebrería. Ya, meditabundo, en su turbulento secreter,
pretendió, no con la compostura de sus soluciones, las leyes admonitorias del
teatro mampuesto, también las escasas prerrogativas que retrasaban a su
memoria. A mitad del volumen, halló un párrafo del cual tres líneas bastaban
para enumerar las instancias bajo las cuales creyó estar durante un mes, sin
transigir con ningún término forzoso de meses anteriores.
Eran las 06:00:00 de la tarde. Un disparo fue huyendo
despavorido, hambriento, horrísono. Una bala coagulada silbaba como veta del
aire. Cruzó el plumaje silencioso, saludó implacablemente a los paraguas
agazapados. La sangre bajó en sílabas escarlatas, codo a codo, desde una
empuñadura cedida a la intemperie. La sangre iba en una sombra de escaso porte,
deslizando sus mapas como escamas de reptiles o simulaciones de páginas
descubiertas en un trance. Impávido, Rembrandt contenía el libro como un
líquido obediente, pero su barba rala ofrecía pocas púas de lucidez al tacto.
Eran las 06:45:00. Abandonando la lectura con
certidumbre, extendió los brazos como si buscara manos entre libros sepultos en
cenizas. La luz de aquel día exiguo asaltaba los vanos con indolencia; y, de
repente, en las refracciones del cenicero quizá, aquellas deformes cenizas
vanamente horadaban el cristal como a un grueso pájaro de plomo.
Sonó la alarma de las 07:00:00. Se encendió el televisor
en su brusquedad electrónica:
—Ahora bien, usted dijo una vez que pocos han compadecido
al varón, que vagabundea solitaria y dolorosamente a tientas en ese cruel
laberinto de ídolos y de idolatras, que viene siendo la misoginia. Entonces…
—Permítame confesarle algo. Cuando chico pensé
en una idea que lucía modernísima cual más podía, en efecto, serla. Al menos
así lo creí y hasta asumí la paternidad
exclusiva de su resolución, por decirlo de algún modo y no porque presumiera de
un patriarcal escaño; nada que ver en lo que a mí concierne. En fin, el que una
mujer pariera a un varón, sin que éste haya podido declinar esa cita, me fue
entonces novedoso; pero, cuando me disponía a escribir al respecto,
descubrí que mi ombligo, como el de todos, era la prerrogativa de ese pacto
antiquísimo, desde siempre anterior a la hembra y al macho. Entonces, y sólo
entonces, descubrí que apenas mi ignorancia era cuanto de moderno había en mi
oficio…
Rembrandt, aún inmóvil, sentado y rendido sobre los niveles
de un legajo, leyó el inapelable nombre del autor y sopesó el libro que había
dejado de leer por su evidencia sobrecogedora.
Una hembra tocó
el timbre. Al punto, Rembrandt cobró un movimiento ácido que iba disolviendo la
inercia arrugada de sus músculos. Rápidamente se puso de pie, con un escozor
que le bifurcaba el esqueleto. Se preguntaba si era Victoria, cuyas sonrisas se
desmigajaban como un pan menudo dentro del mordisco, o si era Beatriz, la que
olvidó el jarrón del cual él se vertía agua para sobreponerse a la somnolencia.
Antes de abrir, se apresuró a enderezar dos o tres cabellos frente al espejo
sin enmarcar. Abrió la puerta y un puño azaroso se desmigajaba, que, aún
anónimo para el letargo en el cual se arrellanaban los ojos de Rembrandt, ya desistía
con el mismo ímpetu silencioso del roble.
Él avanzó, y en la marcha izaba su nariz. Espió con ese
orgullo que deriva del temor, y desde cual las miradas se desenredan como nudos
concéntricos. Sus pupilas, ya no tan perezosas, alisaron la órbita de la
sorpresa. Era Paola, con dedos impacientes roía sus ademanes, como si se
aplicara en un arduo mendrugo. Al margen aún, él veía la redondez pulsante de
sus senos y subestimaba la premeditada treta de aquella voz.
—Sucedió ayer —alcanzó a decirle entre respiraciones de
profundidad ficticia. Rembrandt la tomó del brazo y la llevó adentro mientras
cerraba la puerta.
— ¿Qué fue lo que sucedió ayer?— preguntó vívidamente.
Ella, liberándose del brazo que la apresaba, se recogía el cabello en un moño.
—Sabes, él no ha estado bien en estos días, pero escribió
esto —dijo al tiempo que sacaba una hoja manchada de café—. Me llegó esta tarde
–agregó mientras le extendía el manuscrito.
Rembrandt miró a Paola, antes de descifrar la ensortijada
caligrafía, diminuta y sucesiva como la extensión de un resorte arteramente
comprimido.
Mujer, creo que ésta será la única
carta afortunada que escriba hoy, aunque sea la tercera cuyo primer párrafo ha
simplificado la fortuna que corrieron las anteriores…
Si preguntas por mis preguntas, he de responderte a sus espaldas, por eso he de escribir sobre Los Bocetos Silenciosos. Mujer, sentí en mi pincel los trazos enjutos… Y, más allá de los visos que se aferraban a los músculos, delimité el filo de las sombra. Allí, en las carnaciones de vetas monocromas… Una criatura como nervio de tela, suspensa en una atmósfera tibia, censurada por el espectador… Sus vendajes, ceñidos desde la cintura, fajan los llagados pies, y un turbante inmaculado amortaja cada doblez de la criatura moribunda…
Si preguntas por mis preguntas, he de responderte a sus espaldas, por eso he de escribir sobre Los Bocetos Silenciosos. Mujer, sentí en mi pincel los trazos enjutos… Y, más allá de los visos que se aferraban a los músculos, delimité el filo de las sombra. Allí, en las carnaciones de vetas monocromas… Una criatura como nervio de tela, suspensa en una atmósfera tibia, censurada por el espectador… Sus vendajes, ceñidos desde la cintura, fajan los llagados pies, y un turbante inmaculado amortaja cada doblez de la criatura moribunda…
El rostro está enmascarado con sus
propias manos mutiladas; manos como letrero mudo que buscan lazos de carne
oculta. Los brazos se vuelven al censor, desnudos, sin manos, como mástiles…
Son insistentes las manos indoloras, pegadas en el rostro como una máscara
desigual… todo esto, desde los primeros cartones, me satisfizo…
La criatura la pinté patente como un
vestido vertebrado, la pinté sorprendida de un golpe inexpresivo. La hice
arañada con las arrugas de su harapienta edad, la hice callada, la hice con
verbo irrepetible. ¡Realmente vieja! Debo confesarte que rodeo mis dientes con
los mordiscos de mis uñas… Mujer, ven a ver este lienzo… Ah, mujer, la vida es
un crimen que urge ser perpetrado, siempre tu cómplice, Vincent van Gogh.
PD:
Aún quedan los pedazos que mi ira repartió sobre los muebles antiguos, pero viéndole
así le reconstruirías aún.
Apenas bastó que ambos mesaran los últimos rizos de aquella caligrafía, más allá de las empozadas pausas, para que también se detuvieran a sopesar el insustancial peso del papel. Paola entornaba los ojos mientras miraba el entrecejo de Rembrandt. Cada exhalación, anticipada debajo de aquellos ojos entornados, la separaba de Rembrandt tanto como el aire no hubiera prorrogado estertores. Las cortinas de aquella tarde, extendidas por el viento, enlutaban intervalos entre vaporosas oscilaciones.
Apenas bastó que ambos mesaran los últimos rizos de aquella caligrafía, más allá de las empozadas pausas, para que también se detuvieran a sopesar el insustancial peso del papel. Paola entornaba los ojos mientras miraba el entrecejo de Rembrandt. Cada exhalación, anticipada debajo de aquellos ojos entornados, la separaba de Rembrandt tanto como el aire no hubiera prorrogado estertores. Las cortinas de aquella tarde, extendidas por el viento, enlutaban intervalos entre vaporosas oscilaciones.
—Su enfermedad lo devora vertiginosamente —dijo
Rembrandt—, y temo que los síntomas despachen desde una burocracia expedita.
Desde la muerte de Matilde, todo lo que de él nos queda parece ser improvisado
por la urgencia de un suicidio.
Rembrandt dobló la carta y la puso en una mesita
jorobada, al lado de la puerta. Paola reconocía, en los dobleces de aquel
papel, un secreto que sólo por Rembrandt no era indivisible.
—Hace seis semanas que la asesiné —dijo sobre el
desconcierto del anfitrión—. Sus orejas estaban dentro de sus ojos, sus ojos
mordidos se hundían en su boca. Cuando el cuerpo cayó al suelo le disparé una
segunda vez. El sonido, estrangulado por el silenciador, la requisaba antes de
que un patólogo deshonesto profanara agujeros y bolsillos. Pude ver su pecho
parado debajo de la última exhalación. Todo, hasta entonces, había sido consumado
según mis planes. Me abalancé sobre el cuerpo para comprender la muerte; era
acaso una fría metáfora cuyo valor indeterminado me ofendió al principio, en
mis afanosas premuras por escrutarla entera. Su intransigencia me iba
exasperando, parecía no ceder a mis pretensiones ya prefiguradas. Cuando pensé
que todo era inútil, percibí que un gesto de aquel significado dio un salto
como una voluta en fatiga. Insistí tantas veces como el esfuerzo estéril llegó
a avergonzarme.
“Ahí, justo en la mitad de lo grotesco, pensé que todo
apenas era posible en el absurdo. Y quise dejar el cadáver a la suerte de un
descubrimiento policial que me incriminaba. De repente, se desenrolló una
perspectiva, de aquellas que suelen simplificarse cuando se les ve en un punto
apenas; y tres o cuatro rasgos empezaron a adelgazar, consumían incluso algunos
horarios sobrantes de su alrededor. Ebria de felicidad, interpreté la arruga
que parecía más renuente. Amparada en esa obligación impersonal, descubrí, más
allá de la empolvada arruga, toda la cáscara: el significado pleno que había
invocado impacientemente. Aquella pesada, lívida, rugosa máscara… quiero decir,
aquella metáfora descubierta en parte por mi metafórica urgencia, me paralizó
como si yo en sí misma fuera un estrépito de cosa quebradiza. Temí, por un
momento, que algún vecino se percatara de mi interior de cristal, pero, desde
luego por una razón aún más intraducible que aquellas con las cuales llevé a
cabo mi propósito, intuía que sólo yo, la asesina, podía escuchar las huellas
que me asediaban.
“Torpemente me acerqué a la ventana, al través de la cual
el vacío eclipsaba la luna llena. Sin que ello consintiera necesariamente un
sentido de culpabilidad o delación, me cercioré de que las luces de los vecinos
estuvieran apagadas. No sé porqué. Entonces, de nuevo, me ensimismé en aquello que
ciertamente era el verbo que Matilde prorrogaba allí. El verbo…
Rechinó la puerta de roble:
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“Ahí estaba mi amante, sobre la alfombra, debajo de mi
crimen, cobijada con las pistas de un destino policial incierto, pero, quizá,
nunca desprovisto de conjeturas festivas. Así que antes de caer en modorras
propias de estos menesteres, memoricé lo inquirido, de suerte que santificaba
mi conducta al ofrecer mi memoria, cordero de mis pensamientos, a la piedra de
un corolario de certezas… a mi memoria que traía conmigo como el único artificio
anticipado por mis escrúpulos. Bajé las escaleras mientras veía los dulces
senos de Matilde como manzanas mordidas por mi crimen; aventuré exámenes miopes
sobre el cuello esfumado en la sangre oscura. Salí de la casa con el vértigo
que el lomo de mi sombra me provocaba.
“Dos días después te visité. Recuerdo que no podías
resolver un argumento conciliado entre la fiebre de noches estériles. Te
propuse un plan, y que acaso ganó tu interés antes de ser expuesto. Ahora que
me toca revelar este plan, desde el principio muy sospechoso, no dejaré
de ser un poco menos que impertinente. Pero qué más da, a fin de cuentas es una
versión traslúcida:
“El día siguiente a esa noche, yo estaba demorando los
minutos por el tránsito de las imperfectas efigies de seis dígitos (en mi
reloj), pero ya desde algunas horas, y pasada las doce menos cuarto, había
urdido diez subsidiarias metáforas: diez versos perpetrados para la consistencia
preliminar, que además rimaban en cinco dísticos con un sentido pleno y
satisfactoriamente encadenado. Después de asegurar esos versos, que con cierto
orden esbozaba el crimen a grandes rasgos, eché mano de una clavija que en su
vuelta afinaba la resolución más fácil, y cuya evidencia, sin duda, me ofrecía
la ventaja de dar término a mi asunto por el camino más corto y acaso prescrito
por mi diligencia. ¡Un sistema aún más fácil que el azar de un ludópata
aferrado a su avaricia! —elevó el tono de su voz, para reprochar un mohín de
Rembrandt, no menos falaz que el guiño con el cual ella le censuraba.
—Por supuesto que no incluí directamente las causas
—continúo. Su boca no dejaba de ser rítmica—, aun suponiendo que existieran, en
tanto así también debía confirmar que ninguna consecuencia las abreviara de mal
modo; pues las presumí menos nítidas que los efectos de un cuadro prefigurado
por mí… Como ya imaginarás, las bisagras que la historia revela son rígidas
cuando los historiadores ajustan los tornillos ante ojos de cerrajeros…
“En fin, ¿te acuerdas cuando describí aquel crimen,
aunque como te das cuenta no con los ribetes de hace rato? Entonces, fumé un
par de cigarros cuyos ombligos extintos se disputaban los ribetes de tu
cenicero.
Un espasmo de Gioconda se precipitaba en las comisuras de
ella. Rembrandt, en silencio, recordaba el cenicero que ahora veía sin
distracción, y todas las palabras al aire se consumían en residuos de silencios
anteriores. Él recordaba el gasto de aquellos dos atletas continuos en el pulso
regular de unas pocas bocanadas: aquellos mapas pulmonares que se disolvían
como guerras improcedentes. Recordaba para amenizar sus oídos, acaso ya bizcos
en la vacía cuenca de sus orejas. Sin advertir las palabras que faltaban a la comprensión,
siguió escuchando lo que era ininterrumpido.
—…Por supuesto, una sentencia unánimemente concreta, pues
cada uno de esos pares (que figuraban en la sucesión de una suma cabal) habían
singularizado los mismos arquetipos de la tipografía… entre el cero y el nueve,
he allí un idioma que justificaba mis principales proezas a costillas de Caín. Sí, tal cotejo ya
argumentaba el testimonio de las primeras estrofas, sobreentendidas de antemano
aun para mi obtusa comprensión matemática. Cuanto quedaba por suponer, quiero
decir más allá de la destilación primaria de la que aún falta describirte una
porción, había de ser más simplificado, pero, quizá como parte de mi
obligatorio empeño, proporcionalmente más parecido al inconmensurable final definitivo…
y no sólo porque se estuviera por mucho a punto de conciliar la luces de otras
profecías (trazos póstumos de un crimen bien resuelto, por así decir), sino
porque lo que estaba en el papel sustraería a mi desidia a otros amagos
complementarios y por subordinados obligatorios, que, dicho sea de paso,
derivaban (digamos por complicidad criminal) de una hazaña que ya no iba a
tener sólo la exclusividad de mis aspiraciones…
“Antes bien, debía justificar otros dos dígitos. Debía
completar la criatura de la cintura para abajo. Así que de otro par de metáforas
antiguas compuse los tercetos. El 3 y el 9, simplificación de una vida
superior que era 81 veces ella misma, repetían sus cabriolas de barro
vertiginoso, más allá de los otros seis números que fueron desencajados del
primer costillar en movimiento… del primer mecanismo, señor. Como sabes,
cualquier aplicación inmediatamente encajada en la prisa de su propio retraso,
figura incluso en el balance de sus ancas como un mecanismo, siempre que su
único punto gire sobre sí en pos de un ejercicio ulterior cuanto por su
vecindad; ulterior también por lo venidero de otros pivotes en acción. Así que
mi proceder, aunque en tiempos no tan presurosos como este boceto que te trazo,
cobraba funciones progresivamente, en tanto así se le iba imaginando, y en
concierto de tal imaginación.
“Ya cumplidos los afeites de los que hablé, establecí el
orden de los dos sonetos… Ah, sí, dos sonetos: el segundo de los cuales era la
imagen de la construcción del primero: una suerte de azar prescrito, el prólogo
de una farmacopea que otros exegetas habría de fatigar hasta los últimos
folios. Ese segundo soneto, ya cuidado en sus pormenores manuscritos, fue el que
te dicté en la forma que lo escuchaste: con las caderas y cinturas de un plan a
simple vista ordinario… Por lo demás, no me queda sino confesar las inflexiones
enjutas de aquel dictamen, y que, no obstante, sorprenderían al mismísimo
Vincent…
Rembrandt, quieto, sin usurpar las fronteras de sus
huellas fijas, acompañaba a su voz ausente.
—…Una vez que terminé, suscribiste ese procedimiento —siguió ella—… todo lo cual, si recuerdo bien, al punto remplazó el
ingrato trabajo de tantos insomnios, ¿no es cierto? En fin, fuiste ingenioso en
los primeros esquemas, aquéllos que tanteé durante esa tarde, a medida que los
ibas esbozando. Claro, si bien es cierto que yo no era concursante en métodos ulteriores
(o lo era parcialmente) no menos cierto también era que yo había previsto oportunidades
contiguas más allá de
todos mis pivotes…
“Pero, retomando el crimen sin acentos presuntuosos, ¿te
acuerdas, querido, de que al tercer día los vecinos descubrieron el cuerpo de
Matilde, y de que todos nosotros, ante la noticia, éramos sospechosos? ¡Vaya!
Ese día fue el más cálido en meses…
Miró el espejo sin enmarcar y se deshizo el moño.
—Parece que el crimen tiene una sola dirección —empezó a
hilar entre preocupadas inflexiones—, pero no menos de dos ojos donde puedan
encontrarse salidas menos estrechas que los ojales de un sastre ciego.
Súbitamente se encogió de hombros, mientras Rembrandt
diluía unos dedos en su barba rojiza.
—Por otro lado —agregaba con suficiencia—, la policía,
como fue sabido, no dio con su defunción. Fue sepultada sin que aquel misterio
se dilucidara en los interrogatorios. Sólo las dudas, aún después de tres
semanas, siguen saciando la gula de todos. ¡Qué solícito argumento policial!
—Recuerdo ese día —alcanzó Rembrandt en la plenitud del
resquicio, rompiendo los aparejos que se habían cebado a su quietud—. He ahí,
entonces, el poliedro diligentemente vestido con los reumáticos retazos de otro
sastre ciego. Sí, su enfermedad empezó a empeorar, con paciencia omitía los
síntomas que la dilataban. Claro, desde entonces él empeoró irremisiblemente… y
pensar que deletreé las iniciales colegidas, apenas balbuceando la saña de
sílabas inciertas sólo para mi ignorante tiento… tu celo, ay, amparo de mi
propio crimen, que hasta ahora desconocía. Sí, mujer, ahora acierto con las dudas
que antes me vedaban; y pese al carácter ajeno de lo dudoso, sé que el éxito de
mi cuento tiene la proporción de un estrado que me incrimina, y nada sobre esas
tablas puede conjurar un castigo.
—Todo lo que se escriba incrimina —dijo Paola con un
cinismo adusto, al tiempo que cruzaba los brazos—. En el crimen, como en la
política, les tengo más esperanzas a los perdedores, a los que redimen su
soberbia después de un afán ajeno.
Rembrandt no caía en cuenta de aquella rítmica voz.
Impávido iba atusando su barba.
—Todo es tan blando como mis cuatro capítulos —dijo,
absorto.
—No te creía tan rígido. En cuanto a los capítulos de ese
cuento, no son tan blandos como el examen que ha marginado a tu perspicacia. Por
otro lado, no es una cuestión de creer; es, más bien, una cuestión de ablandar.
He sabido que los crédulos, a despecho de su flacidez, pretenden amortajarse
con las arrugas de muertos tiesos.
—No, mujer, lo que nos faja siempre ha de ser fofo,
aunque la consistencia de mis capítulos, temo abreviarlo así, condecore mi
plantón y lo cerque como barrotes rígidos—repuso, impaciente.
—Hoy todos sueñan durante las disecciones en las cuales
hacen sus apuntes —dijo Paola, mientras bifurcaba un paso en sus largas
piernas—, y despiertan en bruscos insomnios de bibliografías febriles. Antes se
podía dormir mientras se soñaba, aun a expensas de los primeros conejillos de
indias. Ahora, y este punto quizá te parezca tal vez menos trillado, hasta los
ardides del sueño estorban las tretas de estar en vela.
— ¿Y si a través de una metáfora primaria me describiste
el asesinato, qué hiciste con la metáfora, con la máscara, cuyo significado
memorizaste o ceñiste a tu memoria?—inquirió Rembrandt en el aliento de su
turbación.
—Muy sencillo… el crimen no tenía virtudes impares —completó
Paola—. Así que te busqué, y ese cuento inducido te convertía, además de mi
confidente literario, en mi legítimo cómplice. Por lo cual el pábulo que te
incumbía, esas otras metáforas desenvueltas en un cuento, eran el vastedad
indispensable para no olvidar cuanto había examinado y comprendido aquella
noche, y cuanto muchos leerán en la digresión de sus asuntos cotidianos.
—Pécora —replicó Rembrandt, maquinalmente—. Desde
entonces el estado de Vincent ha ido empeorando…
—Vincent ha temido morir en el tumulto subversivo de sus
truncos pensamientos —dijo Paola, interrumpiéndole fríamente—, con los ombligos
de su cerebro atorados en la garganta; todo ello ha sido su enfermedad, su
rigor. Pasa días en vela, aterrado, en penumbras, mientras pinta sus penumbras.
Nada de lo que pasó habrá de serpentear hasta nosotros como sus pinceladas.
Se volvió a recoger el cabello en un moño.
—Últimamente ha despejado el estudio. Si vieras cómo
juntó todos los muebles, igual a una mampostería prehispánica —agregó ociosa.
— ¡Bah!
Rembrandt no dejaba de reunir las palabras de aquel
cuento, deletreadas con cierta asimetría. Miró los senos de Paola para
distraerse de tan ásperas revelaciones. La tomó de los hombros e intento
besarla inútilmente. Arisca, escapó entre sus dedos como dos páginas entreveradas
en la fuga.
De súbito, ella, volviéndose, buscó la persecución que se
tatuaba en su escape; extendió y posó sus brazos sobre los hombros de
Rembrandt, como un par de moluscos de alguna edad primitiva, y decorosamente
avanzó con la cínica orla de sus preguntas. Rembrandt no pudo más que estar
inmóvil, debajo de aquella petición aún no expuesta. Paola dijo, habló,
palabras ausentes que adulteraron la venenosa savia del silencio. Rápidas y
lentas sílabas, todas juntas como una sola e interminable palabra de cuya etimología
Rembrandt nada escuchó.
Cuando quiso atenazarla entre sus brazos, ella resbalaba
entre las maneras ya melancólicamente de crustáceos. Él reconoció en su negra y
abundante cabellera, que era no menos que el epílogo de su huida, algo extenso que
la dejaba espantosamente a la intemperie.
Paola se fue, lejos del portazo que tras de sí dejó.
Rembrandt espió el reloj redondo, que pesadamente se cebaba al filo alto del
espejo. Se dio vuelta y miró una mancha azul en el piso. Se distrajo y al
sobreponerse la mancha partía de revés. No supo si era el espejo o era él.
Perturbado escrutó el espejo de nuevo: otra vez eran las siete en punto de la
noche, el mismo énfasis de su reloj pulsera. Sonó la alarma; se encendió el
televisor en su brusquedad electrónica. En vano, Rembrandt trató de recuperar
aquel intervalo, acaso tan reciente para cualquiera amago de Paola, pero cuya
edad sólo era inteligible en un estadio ajeno, recóndito e inaccesible a él.
Bruscamente apeló a la memoria que se arrastra a soliviantar, contra su propio
arbitraje, recuerdos venidos de cualquier oportunidad exterior —por más el
vicio de todo vagabundo hundido en las infatigables licencias de su
infortunio—, pero sin conciliar una consecuencia precisa que probara la
envergadura de un acierto. Miró, otra vez de soslayo, el espejo. En aquella
tersura impersonal, vio los anaqueles que desesperadamente trepaban la pared
con la fatiga inmóvil de tornillos oxidados. Vio, en uno de esos anaqueles, un
ejemplar de “Crimen y Castigo”, al pie de las letras mayúsculas estaba repujado
un retrato que Rembrandt hiciera de sí mismo. Dedujo que el crimen era Rodion
Raskolnikov y que el Castigo, también repujado, era Porfirio Petrovitch. Se
retractó con vehemencia; pues le fue más obligatorio, y no por ello subyacente
de excepciones deductivas, la máxima inversa de su turbación, que Porfirio
Petrovitch era el crimen; y Rodion Raskolnikov: el castigo de Dostoievski.
ANTÍDOTO
Si el lago estaba en calma, yo de su calma sobresalía.
¿Deletreé el iletrado nombre del silencio,
Cuando el lago era un violento nombre que santificaba el mío?
Beberé de sus frías aguas en la mañana.
“Sólo soy yo —dije—
Escupo esta sed que aún rebasa mi ira.
Estoy quieto dentro de esta diminuta garganta,
De la cual mis ruidos beben un sorbito…
Y este sorbito aún roe mis orejas.
Recién apenas mis recodos sin lágrimas devienen…
Aún dimana el llanto al través de los barrotes…
El agua en sosiego está… Vosotros, barrotes,
No la segunda sed de vuestra garganta, sino la primera.”
Oglú oglú oglú Oglú oglú Oglú oglú
“Mañana lloverá —replicaron de nuevo, antes que
El silencio se amordazara discretamente—; tal es nuestra prometida mora…”
Las aguas aún corren escaleras abajo:
¡Abajo el frío se atiesa!
Mi vespertina sed será submarina
Mañana por la mañana,
Cuando pueda ser quien sepa descifrar al fin el nombre del silencio:
¿Quién podría leer sus bendiciones?
¿Quién podría beber sus antiguas aguas?
¿Quién podría deletrear sus olas? Oglú.
Hay un submarino bajo mis pies.
Un subelmarino bajo la pedestre furia de mis pies.
(Estos pies ya no me sientan)
¡Ay, incertidumbre descalza!
¡Ay, el descalzo cielo va renqueando en pos de su cojera!
¡Y el perezoso paraíso ya no será perspicaz una de estas mañanas!
¡Subescalera! ¡Subelmarino!
¿Beberé de nuevo?
(Mañana en la madrugada)
“Veis, barrotes —dije—. Veis
Como las lágrimas, de la cintura caen hoy…”
“Y ahora marchamos escoltado por ti” — en coro me dijeron.
Si el lago estaba en calma, yo de su calma sobresalía.
¿Deletreé el iletrado nombre del silencio,
Cuando el lago era un violento nombre que santificaba el mío?
Beberé de sus frías aguas en la mañana.
“Sólo soy yo —dije—
Escupo esta sed que aún rebasa mi ira.
Estoy quieto dentro de esta diminuta garganta,
De la cual mis ruidos beben un sorbito…
Y este sorbito aún roe mis orejas.
Recién apenas mis recodos sin lágrimas devienen…
Aún dimana el llanto al través de los barrotes…
El agua en sosiego está… Vosotros, barrotes,
No la segunda sed de vuestra garganta, sino la primera.”
Oglú oglú oglú Oglú oglú Oglú oglú
“Mañana lloverá —replicaron de nuevo, antes que
El silencio se amordazara discretamente—; tal es nuestra prometida mora…”
Las aguas aún corren escaleras abajo:
¡Abajo el frío se atiesa!
Mi vespertina sed será submarina
Mañana por la mañana,
Cuando pueda ser quien sepa descifrar al fin el nombre del silencio:
¿Quién podría leer sus bendiciones?
¿Quién podría beber sus antiguas aguas?
¿Quién podría deletrear sus olas? Oglú.
Hay un submarino bajo mis pies.
Un subelmarino bajo la pedestre furia de mis pies.
(Estos pies ya no me sientan)
¡Ay, incertidumbre descalza!
¡Ay, el descalzo cielo va renqueando en pos de su cojera!
¡Y el perezoso paraíso ya no será perspicaz una de estas mañanas!
¡Subescalera! ¡Subelmarino!
¿Beberé de nuevo?
(Mañana en la madrugada)
“Veis, barrotes —dije—. Veis
Como las lágrimas, de la cintura caen hoy…”
“Y ahora marchamos escoltado por ti” — en coro me dijeron.
De no ser por ese relieve que bajo la sombra de un título inapelable enmascaraba cierto autorretrato, no se hubiera reconocido a sí mismo entre un horario que aún le parecía trémulo e inminente. Sin más, enfrentó el espejo. Vio su cara como una máscara atornillada a una pregunta. Sacudió la cabeza y volvió sus ojos a la puerta, la examinó desde el dintel hasta el resquicio liminar. Allí vio un sobre impecablemente cerrado cuyo remitente era Paola. Con acuciosas manos despejó la tapa elíptica de la mesa, apartó papeles retorcidos sin conseguir la carta que los dos leyeran. Revisó la gaveta donde escondía sus teratológicos bocetos. Descubrió que los papeles, otrora ordenados en el cajón, se retorcían sobre la joroba de la mesa. Se agachó y recogió el sobre; lo abrió y sacó una hoja manchada de café y torpemente plegada: VINCENT VAN GOGH.
2
Sollte ich jetzt weniger
Feingefühl haben?
Franz Kafka
Feingefühl haben?
Franz Kafka
Los concurrentes fueron llegando al recinto: un generoso
vacío desde cuyas alturas simétricas se columpiaban silencios que repetían los
estribillos de abajo. Todos los pilares se alzaban con un ritmo escotado, y al
punto los óleos prolongaban esas distancias. Las palomillas eran proscritas por
quienes prescindían de las fulgorosas pinceladas, y la luz de las lámparas,
acuñando medallas honoríficas, divagaba como alfileres adoctrinados bajo el
peso de oscuros sastres y se hincaban innumerablemente por aquellas
plantaciones de patrones y telas. Una múltiple porción de esos fríos alfileres
prendía las altas túnica de las columnas, pero era una lluvia tan inadvertida
como las risas erizadas o los asuntos de la acupuntura.
Se habían colgado los lienzos para un homenaje póstumo a
Van Gogh. Hacía tres meses de un suicidio que con altas paredes confinó a la
mayoría de las conjeturas; especialmente a Rembrandt, quien, desde entonces,
era poco más que una conjetura. ¿Acaso Rembrandt no había sido capaz de
escribir algún párrafo que tuviera el vigor de una consecuencia robusta?
Dos hombres secos, conjeturales, conversaban frente al
recién llegado. Harmenszoon, atribuyéndose quizá una licencia impersonal, los
observaba con cierta afectación. Inmóvil escuchaba el diálogo que durante
minutos aquellas pilas disputaban con indolencia.
—Obscenamente la ignoraban —dijo el hombre más magro—.
Entonces, allí estaba ella, como un secreto que esconde su ropa interior entre
las expuestas nalgas. Le compré indistintos vestidos, también muchas joyas de intrincada
belleza. Como a mi esposa la vestí, o dejé que llevara los disfraces de sus
esposas. Le di brillo a sus senos con aceites exquisitos, como mi complacida
mirada le diera a sus ojos inconstantes. Parecía haberla fraguado en el fulgor
de mi complacencia. Arturo, ¿acaso hay una numismática más resuelta con la cual
pude hacerla notar ante los ojos de esta gente?
—No —respondió el otro con cierto dejo—, pero
es obvio que tu arrogancia no puede comprar a tu orgullo.
—Vamos,“orgullo ”, “fin ”… porque “fin ” tiene
cautivo al ombligo arrogante. Esas palabras bastan una vez aunque nadie las
diga o nadie las escuche. Puedo enorgullecerme de saberlo.
—Y ella de haber aprovechado tu sabiduría.
—Amigo —repuso, como si se tratase del artificio en
boga—, el dinero tiene alas combatientes, las más hábiles de la fauna, y si las
amaestras habrá un tiempo en que parecen ser dóciles, pero la disciplina se
acaba aún cuando las ramas del cielo siguen siendo frondosas; y no porque no se
pueda comprar, sino porque nada de lo que compraste parece ser vendido por el
avaro que envidia tus riquezas. El orgullo será lo primero que extravíe cuando
ya haya perdido lo que me enorgullece.
—Ella puede abreviar eso en términos fijos —replicó aquel
tozudo, que buscaba ganar una flagelada a través de la certeza de sus
cicatrices.
—Prefiero eso a morir torturado por saber que todo cuanto
poseo vale justo lo que, como colmo de la avaricia, no me he atrevido a exponer
en negocios infundados.
—Vaya que eres mas optimista que yo, tal vez porque no ha
mucho que eras el pesimista más convincente que hubiera podido hacer rabiar a
su hermano ingénito —insistió el cetrino, enmascarado con un mohín escaso—.
Sinceramente, no he visto nada en ella que presuma intereses huérfanos del
vicio. Su vanidad tiene ciertas etapas, predecibles todas, que mucho de lo
figurativo busca el haber de un sólo golpe en la venganza, rudimentario credo de
sus juveniles arrugas.
—Créeme que fui más duro con ella —dijo, alzando su copa
con jactancia—. En lugar de llamarle profanadora le profané con mi bienestar,
por cuanto tenía otra mujer que vestir, y sobre cuya rareza parezco ahora taxidermista, y otra, precisamente Gertrudis, de la que sólo quedan harapos y
alhajas roídas por la vergüenza.
Rembrandt advirtió, en aquellas palabras horadadas en
forma de hombres, las grietas de aquellos hombres horadados como palabras. Las
pretensiones de ambos compendiaban una venganza sórdida y superflua, que nunca
creyeron compartir en un secreto. A pesar de aquel vanidoso ramaje de la
escena ante la cual Rembrandt estaba prendido, continuó mirando a su alrededor.
Antes de ver el primer cuadro de Vincent, su mirada se detuvo, entumecida, en
Paola: un angosto torso ceñido con gasas negras. Paola, con su cabellera
satírica, abundante, negra, y su rostro de belleza ojival, pasó alternándose
con las pinceladas póstumas; dando término pleno a su estatura, que había
coronado con pensamientos de alguna íntima consumación.
Beatriz se acercó a Rembrandt. Tomándolo de un codo, lo
desencajó de su mundo inmediato y lo llevó a un círculo de conocidos cuyas dextrógiras imposturas Victoria presidía.
—Antes de venir leí tu último cuento —dijo Alfonso, entre
saludos nones. Era el pica pleitos de cuando menos las tres terceras partes de
los convocados con invitación; alto, de ojos hundidos bajo sus párpados como
miradas cocidas a los ojales de su adusta viudez; con canas coleccionadas por
una sutil hipocondría y por una leve calvicie.
—Ya hace cuatro meses de los mil quinientos ejemplares
—agregó, regocijándose en el calor de sus arrugas.
—Por cierto, siempre hay una sentencia en el colofón de
tus libros al que se suma la herrumbre de la imprenta —dijo Victoria—… bueno,
quizá mis dudas sirvan solo para amenizar los detalles de un colofón… ¿es
verdad que el último cuento tiene cuatro capítulos?
Y se aferró más a su esposo, tal si esperara una
respuesta que desde hace algún tiempo temía. Rembrandt sonrió al ver aquella pareja
ensamblada por una duda a semejanza de su ridículo ancestro; ensamblada en una
cópula sin falo ni vulva.
— ¿Supongo que el argumento cabe en esos cuatros
capítulos? —agregó Beatriz irónicamente.
En el rostro de Victoria, con poco más de treinta y cinco
años de edad, aún no había madurado una arruga. Sobre el cenit de sus ojos
almendrados todos alguna vez pretendían mirarse en una sensual distorsión,
excepto el esposo regordete cuya mofletuda cara se recortaba en la impaciencia
de Victoria.
—La tesis la esbocé en un intersticio de ocio, mientras
miraba un árbol —dijo Rembrandt, ya cercado por el silencio—, y tan rápido como
éste me hizo notar sus hojas postergué las raíces menos profundas que se le
pudiera ocurrir a un bibliotecario analfabeta. El secreto —agregó, mientras
miraba el rostro plácido de Beatriz— está en el intersticio de ocio y, eso
desde luego, en no revelar nunca que hay tras esos ociosos experimentos.
—He aquí el hombre que separa capítulos al darlos por
muertes precoces —dijo Beatriz, distraída, sin quitarle la vista a un desnudo—.
En fin, he aquí el hombre de cuya muerte nadie usurpara un lazo —agregó, al
tiempo que se incorporaba con una enfática sonrisa.
Todos celebraron la indemnización con un lacónico
silencio, interrumpido por Alfonso:
—De cierta forma el suicidio es la realidad de los
artistas, o el dilema del cual pocas veces logran conseguir una fantasía —dijo,
en tanto sus ojos perseguían el zigzag de sus miradas—. Vincent, por ejemplo,
quizá se preguntó alguna vez: ¿Me suicido o hago un autorretrato?
Cualquiera de los caminos le sería tan corto como el atajo. Era un hombre
ingenioso sin pretender pinceladas a plena luz del día, incluso para truncar un pincel optimista… ¿y la realidad? Vaya, la realidad es nuestra. Al menos por
orgullo admitámoslo, algo de ella está colgado en estas paredes.
—Las preguntas ya de por sí son dudosas, qué no tanto lo
serán las respuestas —replicó Rembrandt indolentemente.
Todos sonrieron a su manera, pero como un mecanismo en
concierto. Beatriz no dejaba de blandir su copa trabada en la palidez de su
mano. Todos bebían de sus copas. Casi todos se entregaban a dos orillas de
palabras que eran reversibles por los interinatos de sus inflexiones.
Pasaron palabras que patinaban en las uñas del rumor.
Cuanto se dijo, durante más de un cuarto de hora, había pulido los resbalosos
peldaños del suicidio. Bastó la sentencia de Beatriz para que la plática se
desmigajara como una sonrisa de Victoria:
— ¡Suicidas propicios! Siempre su falla es el rigor de
sus costumbres —dijo, entre risas—. Luego se acercan, a través del fracaso, a
la perfección inapelable, o cuando menos a su verdadero éxito.
Aquellas palabras se esparcieron con nocivos impulsos.
Fueron menos pulidas que precisas, y demostraron la fecunda zanja que,
desde la platea del victimario hasta el plató de una víctima irresoluta, no
prescribía un camino inverso.
Después de insistentes monosílabos, la conversación
pendía de otro apoyo accidentado, pues muchas palabras, ya menos rechonchas, se
cruzaban con la facultad del crimen, y parecían salpicar el semblante de
Rembrandt, quien apenas se mantenía de pie, como un péndulo, sobrio o turbado,
mareado o quieto, tal vez como los recuerdos aludidos.
—Eran las 06:00:00 de la tarde —continuó Alfonso—. Un
disparo fue huyendo despavorido, hambriento, horrísono. Una bala coagulada
silbaba como veta del aire. Cruzó el plumaje silencioso, saludó implacablemente
a los paraguas agazapados. La sangre bajó en sílabas escarlatas, codo a codo,
desde una empuñadura cedida a la intemperie. Luego un segundo disparo que dio
en el otro seno de Matilde. ¿El criminal? Nadie sospecha quién puede serlo.
Claro, quizá ni sea, en la plenitud de su alfabeto, un sustantivo en lo que no
conocemos. Sin embargo, la muerte de Matilde, prólogo de nuestras dudas, quizá
yazca debajo de los paraguas del silencio, del cual su sombra cubre lo que
apenas conocemos.
—La policía estropeó la sangre que bajaba las escalinatas
—dijo Victoria —, la desarmó insensatamente, parecía que se extendían
doscientos cincuenta y seis rincones rojos sobre el piso ajedrezado.
—Alguien dijo que Matilde le tenía pudor a la muerte
—sostuvo Beatriz, divertida.
— ¿Quién lo dijo? — preguntó Victoria, sin cautela.
—Tal vez un criminal, no siempre usan el antifaz de una
invisible arruga —respondió Beatriz.
—La policía hizo del asunto una disección acéfala —dijo
Alfonso, entre aspavientos—. Y hasta de la censura se interpretaba aquella
teoría según la cual los ángulos del misterio, de modos tal vez no menos
ortodoxos que las dudas circunscritas, albergaban una busca estéril. Bueno,
también se ha dicho que Matilde le tenía pudor a la muerte —agregó, cruzando
una mirada de complicidad con Beatriz.
Rembrandt permanecía en silencio, insepulto pese a la muerte de sus deseos.
—En ese caso —dijo Victoria por añadidura— al menos no se
hubiera extraviado su verdugo, si se supone que ella, la amiga de nuestro
querido Vincent, haya muerto y que su muerte se nos revele cuando menos en una
escasa biografía. A la sazón, hay un gran número de cosas que no se dijeron, o
que aún faltan por decirse. No quiero ser quien pierda las esperanzas,
precisamente ahora, cuando todos dudan. Por otro lado, el suicidio de Vincent
es demasiado convincente. ¿No lo creen?
—Vamos, vamos. La suerte de Vincent no es sólo refleja
—espetó Alfonso para sobreponerse—. Ese es simplemente un estilo cronológico.
—Sucede que queremos sustraernos de algo que de antemano
nos excluye —sentenció Victoria, como un furtivo monólogo expuesto
irreflexivamente.
—No me aburre estar al margen —dijo Beatriz, entre
risas—. Después de todo, la suerte parece hacer de mí una feliz cobarde; pues
siempre apuesto a quién tenga la valentía de no perder, y presumo de mi orgullo
tanto como lo permite ese azar.
—También los alegres perdedores tienen su tiempo debajo
de los ladrillos apilados —respondió Alfonso, entre la algarabía de voces y
risas extraviadas—. Debéis consentir vuestras confesiones/ debajo de las
hipotenusa de vuestros brazos —agregó en una lánguida declamación.
—Sí —dijo por fin aquel esposo rollizo, cuyo rol supo
interpretar hasta entonces—, sólo culturalmente se puede vestir al
tiempo para una ocasión como ésta. Después de todo, hacemos relojes para
decorar la certidumbre de nuestros músculos —completó, con el ademán circular
de una manecilla.
—¡Bah! El tiempo es el espasmo invertido que suele
repetirse en todas las épocas —al fin concluyó el silencioso Rembrandt, severo,
con el recato desmañado por la afectación de sus palabras—. Verán, cuando los
horarios no prosperan en volúmenes que nadie lee, cosa que sucede muy a menudo,
las dudas envejecen. He allí, precisamente en las dudas, la filosofía que
solemos hostigar con la más repugnante ignorancia.
Sólo una escalera, antaño desfigurada por numerosos
escalones impares, retrocedió en el rostro de Rembrandt. Se despidió
bruscamente, como tanto pudo el dibujo de un gesto preterir cortesías. Vio su
reloj con las manecillas inmóviles: venenosos pelos que se erizaban de esa
cifra calva, entre los circulares brillos que aún retienen el Antídoto.
Consultó de nuevo el reloj, renuente a creer que aquel síntoma se repetía. Vio
que su reloj, atado violentamente a la muñeca, unía la mano crispada a un
cuerpo adormecido. Recordó, para consuelo de su memoria, que el reloj se
había detenido desde aquella vez. Su fuga se diluía en pasos ajenos y en
envestidas vaporosas.
Se encendió el televisor en su brusquedad electrónica.
Las 07:00:00. Dos horas y media después de a
halftime
a medias de su prosaico inglés. Eran la 7 pm, en vísperas de la media noche; se encendió
el televisor en su brusquedad electrónica.
Estrofa de su reloj
pulsera


Del canto a todo canto cae la puesta,
Voy, de cántaro a cántaro, cantando.
7 pm

No tiene reloj ni para rendirse y
Ni arenilla en los pies incalculables
Ni savia ni miel ni latido muerto.
¿pm? ¿pm igual a un tanto que no conozco? ¿pm igual
a un cero que no conozco? ¿Post? ¿Merídiem? Meridión póstumo
Mientras Beatriz y Victoria lo perseguían con sus
miradas, Rembrandt decrecía bajo el dintel en una silueta que, al ras de la
bruma dilapidada en el aire, se desvanecía proscrita en inclinaciones
fermentadas. Rembrandt dejó, tras de sí, la persecución, el vicio de la luz
(que colgaba de las lámparas y de las palomillas) y, tal vez por ejercicios
encadenados, los cuadros en ciernes de un palimpsesto, que pocos aceptarían
como la única prueba dividida desde todas las bífidas pinceladas.
Paola, sobre ágiles huellas, se acercó a ese círculo
desinflado por la fuga de su antiguo amante. Y Alfonso, que era otro de sus
amantes no menos antiguo que Rembrandt, la tomó del brazo, como si se aferrara
al asa de un frágil jarrón.
—Hace tiempo que no te veo con Julieta —dijo Paola
fríamente, mientras se incorporaba.
—No me costó mucho abandonarla —respondió, como si
imitara la procacidad de su canicie—. Me aburrí, porque ella ya no amamantaba
mucho mi desapego. Es tan flaca que aun el cero de la nada es un cinturón ancho
para ella.
Con una mirada Paola amortajó la ingenua sonrisa de
Alfonso, y él la soltó de prisa, con la misma brusquedad que su otra mano, más
que prendida al vidrio avergonzado tras las refracciones, ostentó para llevar
la copa a un sorbo.
—Después de todo, ser flaca es una bonita virtud —dijo
Paola en el desparpajo de su desdén—, quizá la única que la pérdida de peso ha
dejado —. Y sonrió sobre la estatura del frío, mientras Alfonso disipaba las
burbujas en su boca.
3
Out, out, brief candle.
Life ’s but a walking shadow, a poor player
That struts and frets his hour upon the stage,
And then is heard no more. It is a tale
Told by an idiot,full of sound and fury,
Signifying nothing.
William Shakespeare
Life ’s but a walking shadow, a poor player
That struts and frets his hour upon the stage,
And then is heard no more. It is a tale
Told by an idiot,full of sound and fury,
Signifying nothing.
William Shakespeare
El universo humano nos ofrece sus secretos, nos depara
territorios dentro de su sustancia; nos eleva y nos excluye como dioses hechos
de frágiles cavilaciones. ¿La? ¿Mayoría? ¿De? ¿Nuestras? ¿¿¿¿¿¿¿Dudas???????
¿Respecto? ¿A? ¿Los? ¿Individuos? ¿Palpitan? ¿Dentro? ¿De? ¿Sí? ¿Mismas? ¿Como?
¿Descubrimientos? ¿Impacientes?
Esa noche tenía su prolongación en el pensamiento, y no
hubo antes pensamiento de Rembrandt bajo el cual postergarse con la flacidez de
la imaginación…
Bajo las sombras de los postes, caían las demostraciones
de la mente de Rembrandt, como hubo anticipado aquel libro sobrecogedor, sin
provocar algún roce que no moviera al miedo. Dejar aquella atmósfera fingida
por sacrificios disolutos, fue preciso para que las huellas de Rembrandt
midieran el intercalado territorio bajo sus pies. Después de todo, tendía a un
monólogo cuyo ritmo, dividido por el estribillo de un eco, le profetizaba
confines a su mente. “Me bastó leer un fragmento que Vincent, en uno de sus
cuadros, escribió en bermellón —se decía con pasmoso denuedo—. ¿Acaso no era un
vaticinio más póstumo que su epitafio? ¿No es precisamente el epígrafe que satisface
el argumento? ¿No es, en efecto, el reverso de lo que de él aún prevalece? ¿Sí?
¿Esto? ¿Último? ¿Lo? ¿Es? ¿Sin? ¿¿¿¿¿¿¿Duda??????? ¿Por? ¿Lo? ¿Que? ¿Nada?
¿Hay? ¿De? ¿Raro? ¿En? ¿Tratar? ¿De? ¿Convenir? ¿Lo? ¿Impostergable? ¿Abrir?
¿En? ¿Una? ¿Autopsia? ¿Las? ¿Preguntas? ¿Y? ¿En? ¿Vano? ¿Supersticiosamente?
¿Pretender? ¿Explicar? ¿Las? ¿Respuestas? ¿Combinadas? ¿Adentro? ¿Por? ¿El?
¿Azar? ¿De? ¿Una? ¿Criatura? ¿Interina? ¿Interina como quien, ya postrada en el
lecho de muerte, no muere para consuelo de su fe? ¿Puede? ¿Ser? ¿El? ¿Epígrafe?
¿De? ¿Una? ¿Víctima? ¿Que? ¿Conjetura? ¿Algo? ¿Simple? ¿Al? ¿Menos? ¿Y? ¿A?
¿Pesar? ¿De? ¿Sí? ¿Misma?¿Revelar? ¿Puede? ¿La? ¿Brevedad? ¿De? ¿Sus?
¿Argumentos? ¿A? ¿Través? ¿Del? ¿Suicidio? ¿Pero? ¿No acuso para exculparme?
¿Apenas? ¿Entre? ¿Parpadeos? ¿Pude? ¿Ver? ¿En? ¿Aquellas? ¿Telas? ¿La?
¿Apología? ¿De? ¿Un? ¿Juicio? ¿Cuyo? ¿Incriminado? ¿Es? ¿Anónimo? ¿Para? ¿El?
¿Afán? ¿Del? ¿Fiscal? ¿Ya? ¿Sea? ¿Porque? ¿El? ¿Fiscal? ¿Es? ¿La? ¿Necesaria?
¿Suma? ¿De? ¿Las? ¿Pruebas? ¿Y? ¿No? ¿La? ¿Evidencia? ¿De? ¿Éstas? ¿Para? ¿Mi?
¿Desgracia? ¿Yo? ¿No? ¿Estoy? ¿Exento? ¿De? ¿Un? ¿Escaño? ¿Pero? ¿Acaso este
homicidio que lo condujo a la inmolación, pese a la muerte extraviada cuyas
costillas no están para mí ocultas… acaso este asesinato del que su vigoroso
secreto forzó la solución definitiva de Vincent, no fue conciliado por tantos
homicidas? ¿Demasiados? ¿Me? ¿Atrevo? ¿A? ¿Declamar? ¿Una? ¿Lista? ¿No? ¿No?
¿No? ¿Fueron? ¿Demasiados? ¿Simplemente? ¿Todos? ¿Ilesos? ¿De? ¿Máculas?
¿Visibles? ¿Al? ¿Menos? ¿En? ¿Las? ¿Arrugas? ¿De? ¿Sus? ¿Disfraces? ¿Una lista?
¿¡Bah!? ¿Confeccionamos? ¿Trajes? ¿Pero? ¿Las? ¿Más? ¿De? ¿Las? ¿Veces?
¿Zurcimos? ¿Al? ¿Imitar? ¿A? ¿Nuestros? ¿Recuerdos? ¿Remendamos? ¿El? ¿Óxido?
¿En? ¿Donde? ¿El? ¿Remordimiento? ¿Se? ¿Regocija? ¿De? ¿Su? ¿Impunidad? ¿Como?
¿Las? ¿Arañas? ¿Se? ¿Regocijan? ¿De? ¿Cicatrices? ¿Prendidas? ¿Sobre? ¿Las?
¿Llagas? ¿De? ¿La? ¿Paciencia?

¿Si? ¿Me?
¿Asiste?
¿La? ¿San- Siete versos de tres sílabas métricas que
compuso hace 7 años, antes de conocer a Paola.
gre?¿O?
¿La? ¿Suer-
te?¿Pe-
ro? ¿Mi? ¿Memoria? ¿Deletrea acaso un ritmo que recrimina mis huellas? ¿¡Bah!?
¿!Suerte!? ¿Es? ¿Ella? ¿Un? ¿Simple? ¿Músculo? ¿Cuyo? ¿Nombre?
¿Verdadero? ¿Se? ¿Nos? ¿Olvida? ¿Antes? ¿Que? ¿Tengamos? ¿Que? ¿Sopesar? ¿Su?
¿Flacidez? ¿De? ¿Víscera? ¿Descompuesta? ¿Y? ¿Qué? ¿Ritmo? ¿Simple?
¿Qué? ¿Sanguínea? ¿Muerte? ¿Coagulada? ¿Entre? ¿Repeticiones? ¿¡Qué insensato!?
¿Y la suerte? ¿La? ¿Suerte? ¿Otra? ¿Vez? ¿La? ¿Suerte? ¿Es? ¿El? ¿Azar? ¿De?
¿Los? ¿Necios? ¿Todo? ¿Cuanto? ¿Consintió? ¿Mi? ¿Vanidosa? ¿Ignorancia? ¿No?
¿Me? ¿Hizo? ¿Por? ¿Tanto? ¿Más? ¿Vanidoso? ¿Menos? ¿Culpable? ¿Van Gogh?
¿Debió? ¿Tener? ¿Razón? ¿En? ¿Que? ¿El? ¿Suicidio? ¿Prorrogado? ¿Es? ¿De?
¿Sabios? ¿Pues? ¿Le? ¿Dio? ¿Tiempo? ¿Para? ¿Pensar? ¿En? ¿La? ¿Nota? ¿Que?
¿Nos? ¿Ocultó? ¿Pero? ¿Qué digo? ¿Sí? ¿He? ¿Sido? ¿Quien? ¿En? ¿Su? ¿Culpa?
¿Ha? ¿Administrado? ¿El? ¿Itinerario? ¿De? ¿Las? ¿Arañas? ¿Mis arañas? ¿¡Ah!?
¿El? ¿Pobre? ¿Vincent? ¿Fue? ¿Siempre? ¿Un? ¿Suicida? ¿Pero? ¿Evitar el
suicidio no era por mucho el único atajo que tenía para postergar su muerte?
¿Qué debo anticipar para que el crimen, demostrado por mi culpa, sea menos
expresivo? ¿Por qué debo sacrificar mis respuestas, aquéllas fraguadas en
accesos de dudas, para salvar el orgullo de una pregunta que, en el sacrificio
del silencio, fue respondida por la sal de las olas y no por la espuma de mis
perjuicios? ¿Acaso, durante meses, las iniciales de la muerte ya no abreviaban
los deseos de Vincent, y acaso las abejas de luto no le devoraban la plenitud
de su precaria lucidez? ¿Su sangre, para confirmación de casi todos, no manó
muerta, muerta hacía meses y en medio de la catamenial intriga que le precedió?
¿Su amante no libó acaso el primer brindis de su singular homicida? ¿¡Ah!? ¿La?
¿Verdadera? ¿Culpa? ¿Continuará? ¿Morando? ¿En? ¿Mi? ¿Cuidado? ¿Mientras? ¿Las?
¿Palabras? ¿Estén? ¿En? ¿Las? ¿Bocas? ¿Y? ¿No? ¿En? ¿El? ¿Crimen? ¿Del?
¿Que? ¿No? ¿Puedo? ¿De? ¿Sus? ¿Números? ¿Gramaticales? ¿Interpelar? ¿Un?
¿Horario? ¿Que? ¿Me? ¿Absuelva? ¿!Ay!? ¿Fui? ¿Al? ¿Extremo? ¿De? ¿Urdir? ¿Con?
¿Aquella? ¿Suma? ¿Que? ¿Desconocía? ¿El? ¿Código? ¿Tornadizo? ¿De? ¿La?
¿Infamia? ¿Quién he sido? ¿Y? ¿Si? ¿Hasta? ¿Entonces? ¿Había? ¿Sido? ¿Inocente?
¿Aún lo sigo siendo, pese a éste último crimen que cualquier perjuro me
imputaría sin necesidad de apelar a sus juramentos? ¿Este? ¿Aire? ¿Embota? ¿A?
¿Mis? ¿Respiros? ¿Mucho? ¿Menos? ¿De? ¿Lo? ¿Que? ¿Mis? ¿Respiros? ¿A? ¿Estas? ¿Cuestiones?
¿No es mi cerebro la mordaza de mis pretensiones? ¿Es? ¿Como? ¿Si? ¿A? ¿Nada?
¿Pudiera? ¿Increpar? ¿Porque? ¿Todo? ¿Está? ¿En? ¿Mi? ¿Mente? ¿Y? ¿Como? ¿Si?
¿No? ¿Pudiera? ¿Confesar? ¿Porque? ¿Mi? ¿Lengua? ¿Y? ¿Mi? ¿Mano? ¿Expondrían?
¿A? ¿Mi? ¿Atrofiada? ¿Inocencia? ¿Vano? ¿Reo? ¿Que? ¿Quizá? ¿Tema? ¿Estar? ¿De?
¿Pie? ¿En? ¿El? ¿Patíbulo? ¿Como? ¿El? ¿Cordero? ¿De? ¿Mis? ¿Dudas? ¿Entonces?
¿Acaso puedo declamar un razonamiento infantil y, quizá con la certeza de un
signo extraviado, dar en el blanco? ¿Eso? ¿Me? ¿Haría? ¿Un? ¿Majadero? ¿Que?
¿Saborea? ¿Tal? ¿Ignorancia? [(¿En?) (¿Otro?) (¿Tiempo?) (¿Natural?) (¿Y?)
(¿Tan?) (¿La?) (¿Pulpa?) (¿De?) (¿Mi?) (¿Voz?)] ¿Para? ¿Redimir? ¿Todo? ¿Sabor?
¿Dilapidado? ¿No? ¿Muy? ¿A? ¿Pesar? ¿De? ¿Lo? ¿Que? ¿Alrededor? ¿De? ¿Mí? ¿Me?
¿Alude? ¿O? ¿Me? ¿Separa? ¿Los? ¿Síntomas? ¿Harían? ¿De? ¿Mí? ¿Un? ¿Exclusivo?
¿Testigo? ¿Que? ¿Sólo? ¿Debe? ¿Ampararse? ¿En? ¿Sus? ¿Impulsos? ¿Viejos? ¿Sí?
¿Decrepitud? ¿Que? ¿En? ¿El? ¿Estrado? ¿A? ¿Través? ¿Del? ¿Castigo? ¿Infligido?
¿Por? ¿Los? ¿Achaques? ¿Tal? ¿Vez? ¿Demoren? ¿Las? ¿Ideas? ¿Que? ¿Son? ¿Tan?
¿Nuevas? ¿Como? ¿El? ¿Miedo? ¿De? ¿Revelar? ¿Sus? ¿Propias? ¿Esperanzas? ¿Y?
¿Revelen? ¿Las? ¿Esperanzas? ¿Rezagadas? ¿Por? ¿El? ¿Peso? ¿Del? ¿Mismo? ¿Pensamiento?
“¿11
y 35 pm?
“¿11:42:00? ¿11:42:00?
¿11:49pm?
¿11:49:00? ¿11:49:00?“
4
Però comprender puoi che tutta morta
Fia nostra conoscenza da quel punto
Che del futuro fia chiusa la porta.
Dante Alighieri
Fia nostra conoscenza da quel punto
Che del futuro fia chiusa la porta.
Dante Alighieri
Al separarse de aquel monólogo de improcedentes
garantías, el cansancio se deshizo la corbata en el único y estrecho camerino
de la atareada mente de Rembrandt.
Rembrandt concluyó la última cuadra de las dieciocho que
hubo recorrido. Dobló la esquina; llegó al edificio Van Rijn. Abrió la
reja entre dos empujones que hostigaban la carne cotidiana. Sus rasgos, como
garfios, rasgaban la cremallera de un silencio agazapado en el umbral. Entró en
el vestíbulo y abordó el ascensor de pisos impares que ya estaba abierto. Pulsó
la tecla 21. Se dio vuelta, sumergido en luces mortecinas, para ver su rostro
dilucidado en el espejo, mientras las cuadernas del ascensor, a través de
rieles rotos, se cerraban expiando balidos de corderos sacrificados.
Vio su rostro discontinuo; su frente amplia y quizá menos
lúcida que sus mejillas. Sus arrugas, como los nervios de un naipe ilegible, se
ramificaban en el espejo. Su nariz se alargaba, en trance, hasta la boca
enjuta. Rembrandt vio en sus ojos que las terminaciones de ellos estaban
inflamadas como sanguíneas espinas. Vio en su barba el borde destejido del vértice
inferior de aquel triángulo lleno de matices anémicos. Vio sus cejas como
resecos coágulos del espejo. Descubrió el conjunto inmóvil, o acaso se
descubrió reunido en pinceladas, como un autorretrato de Vincent.
Se detuvo el ascensor. Apenas se movieron dos mechones
dividido por una trinchera de pensamientos proscritos. Rembrandt se dio vuelta
cuando las cuadernas se abrieron como pétalos toscos. Salió hacia las
escaleras. Subió rápidamente los escalones hasta el descansillo. Se detuvo a
escrutar, a través de la turbia celosía, las luces de medianoches extraviadas
en la niebla. “Sollte ich jetzt weniger Feingefühl haben? He ahí,
erguida sobre mis ruinas, una torre con escalones impares. Subir y subir hasta
la azotea, y desde el antepecho, descubrir que la muerte siempre elige una
cifra par”, pensó, ensimismado en la contemplación de aquel aglutinante vacío.
Reanudó sus pasos hacia el piso 22. Llegó al rellano. Antes de cuatro
exhalaciones, abrió la pesada puerta de roble.
Ya adentro, buscó el libro que había comprado en la
librería hispanófila. Ciento dos páginas leídas durante insomnios, y las más de
ellas nubladas con tenaces garabatos (postizas cicatrices). El mismo libro sobrecogedor
de cubierta pálida, con un peso cuyo follaje los ojos de Rembrandt habían
descifrado a excepción de un folio.
Prendió la lámpara y se tiró sobre el sofá, largo a
largo, con el libro entre los dedos. Leyó el inapelable nombre del autor, y al
abrirlo redescubrió la palidez de la página tantas veces descubierta en la
necesidad de un invento: el sueño. Esta vez el cansancio lo atrajo a la
lectura. Con el libro, elevado levemente, examinó, como no lo hizo antes con
otra página (y quizá debido al temblor que sus manos solían empuñar después de
cierta altura), las escamas del papel: tres mil dieciocho diminutos caracteres
apenas contenidos en el extremo borde del folio.
Ante sus ojos, la página tantas veces eludida. La página
sin un garabato, las ramas y las hojas de tal peso. Se propuso leerla en voz
alta, como si a sí mismo se leyera un insomnio para dormir; con una voz ronca
de transeúnte:
PRÓLOGO
Estaba en el sillón,
estaba absorto y disecado como un taxidermista fijo en su clarividencia. En mis
vacíos se disgregaba la borrachera como una bandada de pájaros indefinidamente
despiertos, y mi sueño dejó de contenerse en mi cráneo, sólo el ardor más
doloroso daba tumbos dentro de mi cráneo. Mientras las clavijas dormían con el
descanso ajeno de mis atribuladas respuestas, lloré todas aquellas preguntas
que durante insomnios pude cotejar rudimentariamente a mi vigilia más
licenciosa. El vino prolongaba su ocio en las burbujas que le herían, las
cortinas, adorables pero ermitañas, danzaban en la tensión de músculos
invertebrados. La luz, tímida, no traspasaba el vano, desde fuera avivaba el
rescoldo de sombras tumbadas sobre el parquet. Tomé el pesado revólver que
plácidamente había puesto sobre las sábanas; su centro, aún más pesado que el
mío, tenía los vicios ancestrales del perjurio y un azar descifrado apenas con
seis balas. No sé si al fin hubo un disparo, pero al cabo de un minutero (por
nombrar una diferencia sospechosa) yo yacía sobre las sábanas y escuchaba una
trémula voz que se iba apagando como un estribillo en ráfagas: Out, out,
brief candle. / Life’s but a walking shadow, a poor player/ that struts and
frets his hour upon the stage, / and then is heard no more. It is a
tale/ Told by an idiot, full of sound and fury, / signifying nothing. Mis ojos resbalaron en mis párpados, o la sangre
resbalaba desde los distantes ecos; y entonces la voz, quedamente, se
extinguía: …signifying nothing. Toqué mi frente y se desenrolló un pez
de sangre decapitada sobre la ingratitud de una piedra. Me agité en medio del
mobiliario, confuso, con la profecía de estar desencajado del último naipe que
vi sobre la mesa. Busqué, prolongando estériles maniobras, cualquier quicio que
vislumbrara, al menos como caduca facilidad, un prójimo cuya lucidez pudiera
sospechar mi horario. Urdí las estampas ocultas en el mantel, sumando al
misterio las consecuencias de mi ignorancia insatisfecha. Hice pedazos algunos
objetos cuanto eran capaces de resistirse en beneficio de su terquedad
conjetural. Me ascendió el vómito de súbito, paralelo a mi cuerpo, como si en
el trance aprendiera la ciencia del crecimiento; y ya, agotado, me sabía un
demiurgo cuyo único argumento posible, el caos de importancia regular y
monótona, transcribía mis hazañas. Aún así el cansancio me fue degradando hasta
la simplicidad de un neófito que lo fuera tan crédulo en su ardor. Mis ardides
cesaron bruscamente, luego de caer de bruces sobre la cuadriculada fotografía.
Aquella traza, en la contención absoluta de sus resortes, deshizo los nudos de
mis ciegos ojos que a tientas se oscurecieron hasta el luto. Apenas pude
justificarme en algún párrafo, mientras las arrugas sin rostro se ceñían a mi
rostro envejecido. Aquel intervalo al cual se sustraen las esperanzas, era en
derredor un vértice que postula las arbitrarias veras atestiguadas siempre: el
nombre que invoca la fe del conveniente predicado. Acredité lo que muchos: “no
podía haber proporciones que no fueran decoradas a imagen y semejanza de mis
dudas”. Un diccionario, cuyo tosco pedestal era razonablemente medido en el
transito de un juicio dudoso, tan comprensible entre dos letras extremas —pero
devorado por los pliegues de la memoria— no era ni el compás de su propia
extensión. Y yo, no obstante a las geométricas pinzas que todo lo juntan en un
pellizco, no era el testigo cuya condición había sido ignorada por la vanidad de
mis certezas, pero sí el universo desconocido por todos; en tanto todos se
arracimarían a mi turbación.
Eran las 12:42:00. Rembrandt aún no adolecía del luto de
sus ojeras, pero, de repente, se durmió bajo la sombra de los párrafos.
Los rincones de aquel apartamento comenzaron a oscilar en
su mente. Dos habitaciones se subdividían; se deducían o estiraban según la
ambigüedad de aquel vórtice que disipó lo irreducible. Iban sobreviniendo
prerrogativas de rústicas emergencias, que a pertinentes conclusiones sucedían
motivos engorrosos. Cada palabra, cada párrafo, cada símbolo vigorizaban los cambiantes
paisajes de chatas espesuras. No había mucho que pudiera ser objetado en la
renta de un ejercicio preliminar.
De repente, lo que del telón le daba pliegues a la obra,
se disipó en una fuga polvorienta. Allí, un hálito que, extendido como un
felpudo, sucumbía detrás de mis sospechas. Lucidez. Lucidez. Todo susurraba a lo
lejos, desde la impronta reiterada con el azar terriblemente vacío hasta las
derivaciones llenas de un azar terriblemente satisfecho.
Sin que duda alguna fuera tan petulante de solapar la
alternancia de los interrogadores, todo estaba: colgando, volando, quieto o
revuelto, en fin, como fuere; y se concentraba y dilataba de tal modo, con tal
ritmo en apariencia improcedente, que todo cuanto se conjeturara, dudara,
asintieran, demorara, atestiguara o se rechazara por su índole, no dejaba de
conjurar la incredulidad de mi incertidumbre…
Pronto, en el sopor de un hiato que separaba a dos
diptongos, un lienzo enmarcado vino a concentrar los matices más hoscos que yo
alguna vez hubiera reunido en una superficie rectangular, cuya altura fuera el
doble de su ancho…
un Autorretrato, acaso un
porte
Que que que que que que que que que,
De luces a antenas de las sombras,
Do marcó su pulso un asesino,
A las escaleras asustó
Con sus pasos trepidantes, huellas…
Hela allí, aquella criatura erguida.
En el filo de su bisturís,
Tropezó, cercenado con brillos,
La mitad de un espasmo inexperto
Que se averió entre mis dos párpados,
En medio de saqueos y reyertas,
De vientos y noches y ventanas…
De los escombros retoñó piedra,
De vientre hinchado y frágiles llagas…
Decía: —no te señalo, no…
For all we live to know is known
And all we seek to keep hath flown—…
De súbito una nariz… ¡Ah! Donde
Un cuello resbaló, en el aire.
Ferocidad disipó al hombre
Quien con frac deslucido, bigotes,
Bisturís, tragó arena cuanto
Caminar sediento sobre arena
Fue forzoso para ofrecerse en
Sacrificio. De sacrificio alto…
A un tercio de un intervalo, otrora
Nariz, silenciosa; mas, de súbito,
En tragaluz abierto aleteó,
Y otro cuello pálido crecía…
A la sed de la criatura expósita
Por no nadar mojó la garganta.
Su ¿inédita? Costumbre escupió
14 puñaladas de inhábiles
Dísticos, acritud remendada,
Que aquel pescuezo, flotando anónimo,
Sed no dejó sentir, sólo magros…
Gritos cuyos ecos en el hambre,
Gritos de sedienta contingencia…
Sólo el sonido alcalino fue,
Y el silencio marcha igual de solo,
Que en adelante silentes muertes
Tanto como alguna vez el trueno…
Y el cuello cayó, sólo una imagen
Que que que que que que que que que,
De luces a antenas de las sombras,
Do marcó su pulso un asesino,
A las escaleras asustó
Con sus pasos trepidantes, huellas…
Hela allí, aquella criatura erguida.
En el filo de su bisturís,
Tropezó, cercenado con brillos,
La mitad de un espasmo inexperto
Que se averió entre mis dos párpados,
En medio de saqueos y reyertas,
De vientos y noches y ventanas…
De los escombros retoñó piedra,
De vientre hinchado y frágiles llagas…
Decía: —no te señalo, no…
For all we live to know is known
And all we seek to keep hath flown—…
De súbito una nariz… ¡Ah! Donde
Un cuello resbaló, en el aire.
Ferocidad disipó al hombre
Quien con frac deslucido, bigotes,
Bisturís, tragó arena cuanto
Caminar sediento sobre arena
Fue forzoso para ofrecerse en
Sacrificio. De sacrificio alto…
A un tercio de un intervalo, otrora
Nariz, silenciosa; mas, de súbito,
En tragaluz abierto aleteó,
Y otro cuello pálido crecía…
A la sed de la criatura expósita
Por no nadar mojó la garganta.
Su ¿inédita? Costumbre escupió
14 puñaladas de inhábiles
Dísticos, acritud remendada,
Que aquel pescuezo, flotando anónimo,
Sed no dejó sentir, sólo magros…
Gritos cuyos ecos en el hambre,
Gritos de sedienta contingencia…
Sólo el sonido alcalino fue,
Y el silencio marcha igual de solo,
Que en adelante silentes muertes
Tanto como alguna vez el trueno…
Y el cuello cayó, sólo una imagen
de
la cual entre el vapor de diminutas ruedas y rieles dilatados por la fuga se
abrió una herida cicatrizada en otro sueño Se abrió como un tapete sobre cuyas
arrugas zurcidas yo la criatura inmersa me hallé extraviada como un alfabeto
que aún en sus sepulcrales pañales sólo tenía el decoro de santificar la
“A” y la “Z” Yo estaba al lado de un cadáver impávido como un maniquí al lado
de cualquier cosa Entonces con estupor me di cuenta de que podía nombrar cuanto
ahora estoy nombrando pues ni un espejo ni el agua tranquila ni los turbios
vidrios de las ventanas ni el enchapado bruñido de baúles prehispánicos me
devolvían mi imagen plena nada reflejaba la integridad de mi enlutado porte De
alguna parte vino hasta mis manos una estrofa hirsuta como la costura de su
viaje la tomé y solemnemente así como el Prólogo tuvo un significado en
el silencio arabesco noté al leer con precisión aquellas líneas (versos
cursivos y abreviados por mi inteligible mano) la exactitud que me redimía
Después de vacilaciones computadas en mis parpadeos cae en mis manos una
segunda estrofa hela aquí entre tantas arrugas hela marchita como un guante
herido por engranes tuertos hela mía escrita de un tirón y cuanto por mis
letras tienen de fugitivas se engolfa en el eco que aun por contradecirle la
reglamenta Esta hirsuta estrofa sin transcribir la plenitud de ventajas ajenas
parece tener el tamaño de un pliegue en la ceñida desnudez de fijo tiene el
tamaño de un silencio que alterna con la mudez el de una novela despojada de
sus epígrafes el de un puño de ojos lisiados (pedrería opaca) con los cuales se
decoró el puño del bastón Y después de conjeturar que tantas extensiones
vinculadas a parpadeos pueden ser resueltas en el símil monótono veo peor aún
conjeturo con la certeza de estar adentro qué estrofa infamemente urdida no
puede ser más que deliberada reciente Sí Esta estrofa parece medir
¿mis huellas exteriores que me persiguen para darme una muerte misteriosa muy dentro del misterio?
II
Con dormir bastaba
Para doblar las espigas.
Me adentré en mis vertiginosos escalones…
Fue necesario que el sueño se acostumbrara
Al entrevero de las espinas,
A rodar como un cráneo repleto de flores…
Sin verme, máscaras iban sonriendo,
A tientas de sus disfraces;
¡Ah! La luz, la recuerdo laberíntica,
Caía en mis puños,
Como lento laberinto por el Minotauro encubierto…
No toque frente a mí nada que estuviera lejos de mí…
De mis pasos, huellas:
Deshojadas huella bajo mis zapatillas.
Huellas
Que dulcemente amortajaban mi peso…
Alejé mis manos como huellas
Que sepultan su peso en una inconstante orilla.
Apunté mi mano buena, como báculo crispado,
Hacia el parteluz: el único oráculo de REMBRANDT.
¡Esfuerzos inútiles! ¡Inútiles secuencias!
(Ya se le había redondeado un ombligo
Al piadoso halo de esta segunda estrofa.)
El cansancio dobló mi sangre,
Y ella, mi sangre cansada, dobló su último recodo;
Dobló mis antiguos desvelos
Como a débiles espigas…
Apenas pude, sobre la joroba de mi sangre,
Borrar las jorobas tatuadas atrozmente
En mi lomo.
Pero tuve que liberar las monedas,
Cuyos brillos de mariposas numismáticas
Infundían un costo tan hostil como la efigie y el revés;
Tuve que cerrar los relojes como abanicos a la intemperie,
Porque aquí adentro mi antiguo horario
—Però comprender puoi che tutta morta
Fia nostra conoscenza da quel punto
Che del futuro fia chiusa la porta—,
Al ras de sus retrasos
Y de las separaciones extendidas en el crimen,
Enmarcan las arquivoltas de un sordo tímpano
Alzado aún en estas ruinas…
Y porque mi edad es la cifra final de mis asuetos:
Tan fija como ardua; tan turbada por testigos,
Y habrá de envejecer,
Ser el óbice de cada uno de mis impostores,
O una cifra circular de cada reloj extranjero…
Sólo afuera. Sólo afuera, sólo afuera…
mr484ht54diku78iñp/´
Para doblar las espigas.
Me adentré en mis vertiginosos escalones…
Fue necesario que el sueño se acostumbrara
Al entrevero de las espinas,
A rodar como un cráneo repleto de flores…
Sin verme, máscaras iban sonriendo,
A tientas de sus disfraces;
¡Ah! La luz, la recuerdo laberíntica,
Caía en mis puños,
Como lento laberinto por el Minotauro encubierto…
No toque frente a mí nada que estuviera lejos de mí…
De mis pasos, huellas:
Deshojadas huella bajo mis zapatillas.
Huellas
Que dulcemente amortajaban mi peso…
Alejé mis manos como huellas
Que sepultan su peso en una inconstante orilla.
Apunté mi mano buena, como báculo crispado,
Hacia el parteluz: el único oráculo de REMBRANDT.
¡Esfuerzos inútiles! ¡Inútiles secuencias!
(Ya se le había redondeado un ombligo
Al piadoso halo de esta segunda estrofa.)
El cansancio dobló mi sangre,
Y ella, mi sangre cansada, dobló su último recodo;
Dobló mis antiguos desvelos
Como a débiles espigas…
Apenas pude, sobre la joroba de mi sangre,
Borrar las jorobas tatuadas atrozmente
En mi lomo.
Pero tuve que liberar las monedas,
Cuyos brillos de mariposas numismáticas
Infundían un costo tan hostil como la efigie y el revés;
Tuve que cerrar los relojes como abanicos a la intemperie,
Porque aquí adentro mi antiguo horario
—Però comprender puoi che tutta morta
Fia nostra conoscenza da quel punto
Che del futuro fia chiusa la porta—,
Al ras de sus retrasos
Y de las separaciones extendidas en el crimen,
Enmarcan las arquivoltas de un sordo tímpano
Alzado aún en estas ruinas…
Y porque mi edad es la cifra final de mis asuetos:
Tan fija como ardua; tan turbada por testigos,
Y habrá de envejecer,
Ser el óbice de cada uno de mis impostores,
O una cifra circular de cada reloj extranjero…
Sólo afuera. Sólo afuera, sólo afuera…
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Septiembre-Diciembre,
1999
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