sábado, 14 de julio de 2012

Capítulo II


Luna de Maíz

Buscas en Roma a Roma, !oh, peregrino!,
Y en Roma misma a Roma no la hallas:
Cadáver son las que ostentó murallas,
Y tumba de sí proprio el Aventino.
Francisco Quevedo.


Ella solía mortificar sus arrugas en el curso de un imprescriptible horario de temblores y marchas. Un sueño trémolo cercaba sus horas de reposo. Un sueño que colegía las abreviaturas reprobadas en el desvelo. Un sueño: aquel precedente de aves lunares, en cuyos plumajes tupidos se desmigajaban ciertas exploraciones antiguas, cuando ELLA, en el límite de epitafios sepultos, acudía a lo más verídico de un fósil que se hubiera descubierto ha poco. Entre el apresurado azar de la maleza, crecía la espesura, la arboleda cual medicinal sombra cultivada a la luz.
Estaba ganada a retomar aquella órbita en su amplitud cabal, aunque la superstición de sus vecinos fuera tan asidua; aunque, en ocasiones, la distancia de la tierra a la luna fuera la probable medida de una empresa insustancial. Enumeró las palabras; una a una las ordenó como una guerra infalible. Telefoneó al capitán Stevenson. Dispuso, junto a él, con una ligereza efusiva, las provisiones, la nave y el plan de navegación. En el desparpajo de una merienda vespertina, los dos no pudieron menos que reconocer lo precario de aquel estribo, que además podía resultar desventajoso para cualquier reproche en la que se incurriera deliberadamente.
Stevenson sólo creía recordar el esplendor de aquellos viajes, antes de que los mismos excesos desencajaran a la criatura de su memoria sublunar. No obstante, al término de un mes en alianza, ambos coincidieron en el recortado piso 22. La luna desgranaba sus semillas de maíz. El capitán lucía su uniforme de astrónomo enlutado.  Atusaba con impaciencia las patillas de su calvicie. Delante de él, en el rincón opuesto, los músculos de bronce picoteaban la carne contumaz. Todo crepitaba a la lumbre de deberes climatéricos. Atracaba el silencio en los póstumos espirales de un cigarrillo. El ventilador, colgado como un cojitranco murciélago, fue arremolinando moscas y mosquitos, hasta que se detuvieron las aspas detrás de dextrógiras imposturas. Los dos recordaron al conserje del condominio, cuyo rostro, brutalmente cicatrizado bajo la extravagancia de una sonrisa, era la primera forma de afuera que ambos convinieron. De súbito se encendió el televisor en su brusquedad electrónica; pero sólo el esplendor de una penumbra bronceó los pies descalzos que ella escondía bajo manos inquietas.
Stevenson, de pie, la observó minuciosamente. Con una mano trepó las sospechas asidas al vacío. La mujer, cercada por los escrutadores escorzos, cedió como un puño disuelto en el borde del pretil. Stevenson maculó los trasuntos, de antemano descubiertos, al hincar el índice en el cálculo irreconciliable. Creyó reconocer, en sus apuntes, cada pronóstico cifrado por la incertidumbre. Ella, inconclusa aún, divagando en la taumaturgia de sus votos, miró la luna distante y lívida, al través del vidrio turbio.
Antes de que ella relacionara el cuchillo al mellado filo de las dudas, él la rodeó con terrible aplomo, y el silencio, sin escape en palpitaciones de ninguna especie, se disolvió en el giro. Como un mecanismo en las urgencias de sus medidas, Stevenson endureció sus rasgos, se deshizo como el humo, en cólera. Elevó las manos, cerró los ojos como para censurar el sueño que durante las noches lo había devastado entre fiebres insensatas y, resoplando como si precipitados estertores le congestionaran de repente los bronquios, hundió el cuchillo en el cuello de plástico terso de la efigie. Aferrado a las puñaladas, indujo conjeturas que desbordarían el helado capullo del crimen. Ella cayó rendida, inmóvil, fría, cetrina, ensimismada en improvisadas sensaciones que le iban recorriendo como calambres. Allí, frente a la efigie que era de fijo su viva y mortal imagen. Cayó con un pulso quieto, consumado entrañablemente. El puñal fue trepado por la sangre hasta la empuñadura. La luna laceraba el halo que la hería. El vidrio turbio compendiaba despojos en el cenicero...
Ya el capitán Stevenson era un horario turbio que le azotaba la huida. Se repuso de sí. Tras un portazo, marchó hacia la nave… olvidó su único cuchillo y su única píldora para no dormir.



Fue justo aquellos pensamientos…
De a poco los pétalos iban
En lívidos cuchillos…
Allí, sobre el pecho de aquel hombre de acróstico apellido,
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Heridas, bibliotecarias del secreto, 
Aún corrigen a papiros de frenéticos filósofos…
Justo en la ira de un octubre
Antropomorfo,
La puerta se abrió,
Como un vacío sin bisagras en sus puertas;
Se abrió hacia la noche,
Hacia frutos heridos por estériles semillas…
Justo aquel silencio
—Envejecido silencio—
Dilapidó el sacrificio de un altar,
Al ras de vetas empolvadas…
Aún aquel hombre no era su asesino.
Apenas yacía asesinada la criatura,
Insepulta bajo las plumas del único cuchillo,
Y él sólo
Era la licencia refleja
Que maldecía heresiarcas espejos.

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