Capítulo VIII
23
Dadme la lira Homero, pero sin sus cuerdas teñidas de
sangre.
Anacreonte.

Hacia la derecha siempre pude
conseguir algo más de comida y agua. Hacia la izquierda el recorrido era más
rico en detalles al tacto. Aunque el borde exterior de las galerías estaba
restringido a un polígono regular, concéntrico a las barandas circulares,
no había forma de coincidir, siguiendo las molduras de las paredes, con el
punto de origen; lo cual confirmaba, al menos para mis temblores subcutáneos,
que no estaba ciego. Mi dieta y mis preferencias arabescas estaban a discreción
de las imprecisiones oscuras.
Sin embargo, los confinados redondeles entre pisos también parecían confirmar
que no estaba ciego, sino que los vacíos carecían de cualquier modo de iluminación,
o que esos modos, anteriores a mi culpa sin duda, habían sido
objetados deliberadamente.
Aborrecí la carne. Sólo comía
semillas; también legumbres cuyo sabor verde parecía confirmar que no estaba
ciego. Después de días de inanición, probé un hígado con aros de cebolla:
ningún gozo profanó mi régimen. El frío aceite, cuyo pretérito hervor hubo cicatrizado
innumerables trozos de carne putrefacta, lo sorbí con lamentable fruición.
Atando la cuerda más larga a
la última baranda (una retahíla de caracteres inamovible, otro acróstico apellido),
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abandoné las galerías y me
arrastré por el parqué de abajo. En mis serpenteantes aventuras, descubrí
algunos objetos minuciosos: cepillos de dientes, cortaúñas, peinetas, peines y
un proclive etcétera apenas inventariado por sus propios dueños. Pero el mayor de mis
descubrimientos fue una caja de cerillos.
Empecé por encender un
cerillo, aún todo seguía oscuro. Encendí tres a un tiempo y al punto
agucé mis ojos en vano. Encendí cerillos, uno tras otro, y sólo escuché el
débil crepitar de la madera. Tomé algunos pequeños objetos del piso y comprobé
que la mayoría de ellos se derretían entre la apretada burocracia del calor. En
adelante, evité esos experimentos por el peligro de que el recinto ardiera en
lentas y rápidas llamas. Así que guardé la caja de cerillos, en el mismo
talego; allí, donde la última ración estaba resguardada de ese esquelético frío
que me roía los dientes.
Pasaron otros meses en los
que apenas pude sobrevivir a la dieta de rincones inaccesibles: ratas,
cucarachas, arañas y un hongo que rezumaba desde muy dentro. Me fue difícil
regresar a las galerías donde la comida era, si no regular, cuando menos
tolerable a las hazañas de mis costumbres. Sabía que la cuerda
aún colgaba de la última baranda, pero durante desconcertadas exploraciones me
fue imposible hallar su extremo deshilachado.
Otra vez apelé a la caja de
cerillos. El amuleto que había reservado para mi último día de suerte. Tomé uno
de los cerillos; lo encendí más con el crepitar de mis yemas que por su roce superfluo. Tendí la palma de mi
mano sobre el agudo cielo de la llama. El dolor fue insoportable y suponía,
como las más de las contingencias, que no estaba ciego. Descubrí, con estupor y
resignación, que sólo quedaba un cerillo, el único que en su singularidad fuera
el faro de los otros. No importaría qué pose de mi impaciencia se derritiera en
las orlas del calor, era mi última oportunidad de ver según en este punto era
yo el vidente. Ceremoniosamente lo encendí. La luz, que a duras penas se abrió
paso en la oscuridad secular, era maravillosamente cálida. Luz: al fin pude
asentir tantas extensiones incorpóreas. La luz… luz… con cuyo abecedario
traduje un manuscrito mío; una carta que no recordé haber escrito jamás:
Si la matrícula de unos capítulos procura
arrogarse una independencia que de cualquier modo la reduce, habrá un suelo o
un arraigo conocido, no porque una alianza aglutine a los personajes, sino porque
contrariamente un significado cabal les disgrega en sus posibles frutos. Una
novela de nueve capítulos tiene la irreducible ventaja de haber
frecuentado sus nueves recodos. Cada segmento es una fracción a cuya esplendidez
la memoria concede un espacio fijo o un tiempo mancomunado, aunque todo lo cual
no conserve la simultaneidad de hechos colindantes. Cada capítulo es un ciclo.
Cada facultad de la elocuencia se da con el propósito material de los cuerpos
en disputa. Cada corporeidad es una extensión de finitas ventajas, un recorte tan
sólo de una silueta cuyos confines son corporativos. Es allí, en medio del piso
22, donde las circunstancias parecen intimar con el conocimiento abreviado;
donde cada unidad elocutiva transige con sus posibles enemigos: ese prójimo del
cual no pueden menos que sospechar una maldad absoluta, porque ¿qué otro tanto
pueden refutar, sin que incursionen en la deliberada omisión de que la única
culpa de cada hombre o mujer es el haber tenido, siempre frente a sus narices,
un contrincante humano? El que algunos deuteragonistas hayan muerto heroicamente,
no corrobora una épica individual ni la paralela certeza de los retratos
colegidos, pues el heroísmo no es épica, sino misericordia; y la misericordia
es, muy a menudo, el castigo pertinente aplicado al héroe, para que éste
corresponda a sus melancólicas hazañas. Los personajes son precisamente
aquéllos para quienes los testigos nunca sobran; viven o mueren sobre una
piedra que es para todos un escollo. Sin embargo, la novela tiene la marca
infame de haber sido escrita según la hondura de sus abismos, sin mejorar los cielos
reflejados, pero también con la prisa de incesantes correcciones que le fueran inmanentes.
¿Acaso el contubernio es regentado alternativamente por cada uno de sus
inquilinos? No es algo que sea útil averiguar con certeza, pero al menos es una
posible conclusión de una parábola. Luego la única excepción de la regla sería en
este punto su origen. Aunque se acepte con resignación los nueves capítulos
como un argumento diverso, y por ello diversificado, nunca otros, más allá de lo
que por nervios corroboren, podrán corregir posibles filos de una dimensión
siempre imprescriptible bajo ojos ajenos; pues cada capítulo resultaría una
exclusiva biografía de la misma novela; nada más lejos del centro de estos
folios, no sólo el afán de que yo los haya copiado de mi impericia, sino porque
la resignación de esos defectos apenas concede las abreviaturas de unos cuantos
títulos. Vi en todo esto mucho más de lo que hubiera podido anticipar en uno de
mis primeros bocetos, lo cual me satisfizo de antemano. Finalmente, dos
confesiones son ciertas. La una: el haber incluido, en un vigoroso capítulo, a
tres personas de notables cráneos, ello ofrece una aventura más pródiga de las que
cualquier egoísmo pudiera reunir. Sin duda, pudiera en cada oportunidad
ulterior evocarse las esperanzas impersonales del SER. La otra confesión no me
convierte menos a la fe de un vulgar confesor: sin más he develado la
suma de ciertos verbos implícitamente encarnados aquí. Separación invariable,
intervalo fijo de este bibliográfico universo:
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Diciembre, 2004.
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