sábado, 4 de abril de 2020

LA PLANICIE




La sentencia de los tribunales prohibía poner un pie adentro. Sabían muy bien que a nadie le estaba dado tocar nada y que a nadie le convendría desacatar el límite de un pleito que ya iba para un mes. La acritud de los partidos era tal, y tanto la malicia de los partidarios, que aun las ofensas más soeces se comunicaban a través de bufetes enemigos, cuyas contrariedades eran afines en cuanto a tono, grados y sospechas.
Sólo detrás de los alambres era posible ver la casa, aunque para esa inspección, igual de repartida en la prole, fuera menester llevar binoculares. Sucedía, eso desde luego, que cada quien evitaba coincidir con sus parientes, así que cada quien se había atribuido un turno que era inaccesible para los demás. Había ojos por doquier, eso lo sabían a sus expensas, divididos según las demandas en disputa y prestos todos a la mínima variación del paisaje. Si bien los vecinos parecían ausentes, ningún visitante se sustraía de una vigilancia a la que se le recelaba cualquier amago. Unos predios así amedrentaría a cualquiera, y no ver a ningún vecino parecía una trampa para incitar la codicia del más iluso.
Desde que llegó no había visto a nadie en el camino real. Se bajó de su carro con los binoculares. Se aproximó a los alambres mientras oteaba el camino de un extremo a otro. El silencio esta vez parecía provenir de vacíos que quizá susurraban en otras esferas.
No tanto por las púas, se contuvo detrás de los alambres. Ciertamente estaba prohibido pasar, y era increíble que una piedra inocua fuera igual de inadmisible. De cualquier modo, se podía ver al través de los prismas. La casa seguía intacta, en medio de los pastizales. Podía verse relumbrar bajo el sol. He allí el porche entre balaustres parejos; la mecedora de mimbre que pendía de sus cadenas; el templete de madera encalado. He allí las puertas y ventanas selladas por los tribunales. He allí el automóvil fabuloso que alguien condujo hasta las pérgolas para morir dentro de él.
Esta vez se concentró como nunca, al menos podía permitirse esa audacia. De cierto empezaba a ver más de lo que hubiera notado hasta entonces. Ya había pequeñas secuelas de la ausencia, como si de ese modo las profecías hallaran sus medios más verídicos. El automóvil, que era descapotable, quedó abierto a la intemperie. Un automóvil así no se le conseguía en centenares de kilómetros a la redonda. Sin embargo, era como verle en una estampilla postal, o era como verle dentro de un museo imposible. Los asientos se arruinarían entre grietas y el volante eclosionaría sin dar ningún fruto. La disolución de los elementos iba seguir un cauce ante la perplejidad de quienes no se consolarían con ningún delta cenagoso.
Era increíble que en el lugar donde la prole se había criado ya no pudiese entrar ninguno de ellos, precisamente porque ninguno iba ceder ante la ambición ajena, cuando la propia bastaba para entender la injusticia de un hecho así de compartido.
Al principio se buscó el testamento hasta debajo de las piedras, mas las horas pasaron sin hallazgo alguno. La busca infructuosa apenas recomendaría otros legajos. Entonces se pusieron en armas y requirieron abogados competentes, incluso porque les fuera menester arruinarse para conquistar lo perdido en la inocencia.
Extendió la mano por encima de los alambres, cuidándose del límite incorpóreo. Tendría como unos 8 años cuando corrió a ver la polvareda de un camión. No había nadie en casa, lo cual no era extraño a esas horas. Tampoco quiso la complicidad de nadie para salir de casa. De pronto vio el camión que tras de sí dejaba una estela. Seguramente se imaginó que podía ver al chofer, puesto que en toda la mañana no había visto a nadie. Corrió, justo hasta donde le era permitido ir entonces, hasta donde le tocaba ahora ese recuerdo de la infancia, o tal vez hasta donde le tocaba ahora una forma nebulosa que más bien se había formado la noche anterior. Ya no lo tenía tan claro, pero igual persistía en esta parte del mundo, e igual tendría que devolverse por donde había venido, sin que ello le hubiera de conducir jamás a la misma casa.
No hubo transgresión. Nadie se atrevería. Caminar de espalda, y hasta con los ojos cerrados, no era muy diferente, apenas bastaba lo que no era invisible. Al alejarse así, supo que podía tropezar una piedra inocua, por ejemplo, y entonces caer con todo el cielo encima. Se detuvo. Abrió los ojos como si no bastara abrirlos. Se rascó la nariz. Se preguntó si las cosas iban a cambiar más adelante. También se preguntó si estaban cambiando en ese momento. Se dio vuelta y subió a su carro. Encendió el motor. Giró entre una polvareda que ahora le nublaba otros recuerdos parecidos u otras impresiones de un sueño; ya le daba igual. Eran cuatro kilómetro de tierra, hasta la autopista.
No veía a nadie, lo cual no era extraño a esas horas. Pero ¿y si en verdad no había nadie? ¿Y si sucedía que su turno le recortaba con unas tijeras, como si le podaran a semejanza propia? Al fin salió a la autopista. De pronto recobró el aliento. Era curioso que no se viera ningún otro carro; ni porque fuera ni porque viniera de ninguna parte. Recordó un calendario, cuyos 12 desiertos lo hendían carreteras desiertas. Pudo sospechar algunas cifras mensuales que se apuntan para la curiosidad. En ese mismo horizonte que recorría, podía acaso tomar una foto semejante para un trece avo mes. Otra vez una fogata que a la orilla del camino atizaban unos muchachos, sólo que entonces la disolución del humo era la única urgencia de cualquier origen.
40 kilómetros hasta el primer pueblo. Tenía que aparecer el pueblo, conforme el entorno se movía, conforme las ruedas no paraban de girar. ¿Y si a pesar del prodigio no encontraba a nadie? Ningún carro lo seguía, ninguno se acercaba de frente ni porque a 100 kilómetros por hora pudiera divisar otros 100 kilómetros por hora. Tenía que recordar algo de ese recuerdo o de ese sueño; tenía que esforzarse más allá de aquella dudosa procedencia. ¿Había visto el chofer del camión? El camión no podía moverse por sí mismo. Lo más seguro es que esa clase de gente existiera en puntos ciegos.
Sin disminuir la velocidad, sus manos temblaban sobre el volante. A nadie veía por los retrovisores. Se le ocurrió embestir a un lado y otro, como si lo hiciera contra puntos ciegos. Tal vez una colisión entre esos ángulos le incorporaría al orbe, aunque despertara en un hospital o en un ataúd. ¿Acaso se malograba su razón? Intentó serenarse otra vez, pero los retrovisores seguían vacíos. Respiró profundo. ¿Cómo se le iba ocurrir que una carretera desierta rebasara sus márgenes de un modo tan arbitrario? ¿Cómo iba admitirse el apéndice de un horóscopo no menos irreal que sus designios? Sólo tenía que calmarse, no era la primera vez que regresaba sin compañía, procurando no dormirse en el camino. Para colmo la radio seguía averiada. Cómo lamentaba no haberla reparado antes de venir; y tal vez esto fue el primer síntoma que no pudo ni supo advertir en su momento. Los únicos instrumentos válidos y vigentes eran los de su consola a 100 kilómetros por hora
Aún daba tiempo de volver a la polvareda, acaso para transgredir la orden incorruptible. Igual que los otros, traía consigo las llaves. Pero ¿era posible devolverse, cuando tenía que disminuir la velocidad y aun frenar para un impulso inverso? ¿Cuánto tiempo le demoraría esperar a los demás, y luego convencerles de entrar juntos, si ya no iba ser lo mismo para nadie? ¿Y si lo hiciera por su cuenta?
El asfalto corría por debajo como un río sereno. Los alambres pasaban. Pasaban los postes. No pudo más, y sin duda estaba en medio de todo lo posible. Tenía que ser así. Al fin lo supo. Por cada embestida, el punto ciego replegaba el mismo escenario inalcanzable, y aun cualquier otra explicación se escurriría del mismo modo.
Sólo quedaba salir de esa planicie lo más rápido que se pudiese. Derecho como se viera en el retrovisor de nadie. Directo como en su propio retrovisor. Dicho con exactitud, no quedaba más que agotar esa desolación sobre unas ruedas que al cabo se agotarían, tal como la máquina; como él. Más y más. Más. Hasta recobrar un mundo tan populoso, el mismo de siempre, o tal vez más populoso. Era eso o estrellarse contra el fin de algo. Aceleró a fondo, el motor respondía sin aflojar en sus excesos. 5000 millones de habitantes para el año 1957 (trece avo mes).



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