La
sentencia de los tribunales prohibía poner un pie adentro. Sabían
muy bien que a nadie le estaba dado tocar nada y que a nadie le
convendría desacatar el límite de un pleito que ya iba para un mes.
La acritud de los partidos era tal, y tanto la malicia de los
partidarios, que aun las ofensas más soeces se comunicaban a través
de bufetes enemigos, cuyas contrariedades eran afines en cuanto
a tono, grados y sospechas.
Sólo
detrás de los alambres era posible ver la casa, aunque para esa
inspección, igual de repartida en la prole, fuera menester llevar
binoculares. Sucedía, eso desde luego, que cada quien evitaba
coincidir con sus parientes, así que cada quien se había atribuido
un turno que era inaccesible para los demás. Había ojos por
doquier, eso lo sabían a sus expensas, divididos según las demandas
en disputa y prestos todos a la mínima variación del paisaje. Si
bien los vecinos parecían ausentes, ningún visitante se sustraía
de una vigilancia a la que se le recelaba cualquier amago. Unos predios
así amedrentaría a cualquiera, y no ver a
ningún vecino parecía una trampa para incitar la codicia del más
iluso.
Desde
que llegó no había visto a nadie en el camino real. Se bajó de su
carro con los binoculares. Se aproximó a los alambres mientras
oteaba el camino de un extremo a otro. El silencio esta vez parecía
provenir de vacíos que quizá susurraban en otras esferas.
No
tanto por las púas, se contuvo detrás de los alambres. Ciertamente
estaba prohibido pasar, y era increíble que una piedra inocua fuera
igual de inadmisible. De cualquier modo, se podía ver al través de
los prismas. La casa seguía intacta, en medio de los pastizales.
Podía verse relumbrar bajo el sol. He allí el porche entre
balaustres parejos; la mecedora de mimbre que pendía de sus cadenas; el templete de madera encalado. He allí las puertas y ventanas
selladas por los tribunales. He allí el automóvil fabuloso que
alguien condujo hasta las pérgolas para morir dentro de él.
Esta
vez se concentró como nunca, al menos podía permitirse esa audacia.
De cierto empezaba a ver más de lo que hubiera notado hasta
entonces. Ya había pequeñas secuelas de la ausencia, como si de ese
modo las profecías hallaran sus medios más verídicos. El automóvil,
que era descapotable, quedó abierto a la intemperie. Un automóvil
así no se le conseguía en centenares de kilómetros a la redonda.
Sin embargo, era como verle en una estampilla postal, o era como verle
dentro de un museo imposible. Los asientos se arruinarían entre
grietas y el volante eclosionaría sin dar ningún fruto. La
disolución de los elementos iba seguir un cauce ante la perplejidad
de quienes no se consolarían con ningún delta cenagoso.
Era
increíble que en el lugar donde la prole se había criado ya no
pudiese entrar ninguno de ellos, precisamente porque ninguno iba
ceder ante la ambición ajena, cuando la propia bastaba para entender
la injusticia de un hecho así de compartido.
Al
principio se buscó el testamento hasta debajo de las piedras, mas
las horas pasaron sin hallazgo alguno. La busca infructuosa apenas
recomendaría otros legajos. Entonces se pusieron en armas y
requirieron abogados competentes, incluso porque les fuera menester
arruinarse para conquistar lo perdido en la inocencia.
Extendió
la mano por encima de los alambres, cuidándose del límite
incorpóreo. Tendría como unos 8 años cuando corrió a ver la
polvareda de un camión. No había nadie en casa, lo cual no era
extraño a esas horas. Tampoco quiso la complicidad de nadie para
salir de casa. De pronto vio el camión que tras de sí dejaba una estela. Seguramente se imaginó que podía ver al chofer, puesto
que en toda la mañana no había visto a nadie. Corrió, justo hasta
donde le era permitido ir entonces, hasta donde le tocaba ahora ese
recuerdo de la infancia, o tal vez hasta donde le tocaba ahora una
forma nebulosa que más bien se había formado la noche anterior. Ya
no lo tenía tan claro, pero igual persistía en esta parte del
mundo, e igual tendría que devolverse por donde había venido, sin
que ello le hubiera de conducir jamás a la misma casa.
No
hubo transgresión. Nadie se atrevería. Caminar de espalda, y hasta
con los ojos cerrados, no era muy diferente, apenas bastaba lo que no
era invisible. Al alejarse así, supo que podía tropezar una piedra
inocua,
por ejemplo, y entonces caer con todo el cielo encima. Se detuvo. Abrió
los ojos como si no bastara abrirlos. Se rascó la nariz. Se preguntó
si las cosas iban a cambiar más adelante. También se preguntó si
estaban cambiando en ese momento. Se dio vuelta y subió a su carro.
Encendió el motor. Giró entre una polvareda que ahora le nublaba
otros recuerdos parecidos u otras impresiones de un sueño; ya le daba igual. Eran cuatro kilómetro de tierra, hasta la
autopista.
No
veía a nadie, lo cual no era extraño a esas horas. Pero ¿y si en
verdad no había nadie? ¿Y si sucedía que su turno le recortaba con
unas tijeras, como si le podaran a semejanza propia? Al fin salió a
la autopista. De pronto recobró el aliento. Era curioso que no se viera ningún
otro carro; ni porque fuera ni porque viniera de ninguna parte.
Recordó un calendario, cuyos 12 desiertos lo hendían carreteras
desiertas. Pudo sospechar algunas cifras mensuales que se apuntan para la curiosidad. En ese mismo horizonte que recorría, podía acaso tomar una foto semejante para un trece avo mes.
Otra vez una fogata que a la orilla del camino atizaban unos
muchachos, sólo que entonces la disolución del humo era la única
urgencia de cualquier origen.
40
kilómetros hasta el primer pueblo. Tenía que aparecer el pueblo,
conforme el entorno se movía, conforme las ruedas no paraban de
girar. ¿Y si a pesar del prodigio no encontraba a nadie? Ningún
carro lo seguía, ninguno se acercaba de frente ni porque a 100
kilómetros por hora pudiera divisar otros 100 kilómetros por hora.
Tenía que recordar algo de ese recuerdo o de ese sueño; tenía que
esforzarse más allá de aquella dudosa procedencia. ¿Había visto
el chofer del camión? El camión no podía moverse por sí mismo.
Lo más seguro es que esa clase de gente existiera en puntos ciegos.
Sin
disminuir la velocidad, sus manos temblaban sobre el volante. A nadie
veía por los retrovisores. Se le ocurrió embestir a un lado y otro, como si lo hiciera contra puntos ciegos. Tal vez una colisión entre
esos ángulos le incorporaría al orbe, aunque despertara en un
hospital o en un ataúd. ¿Acaso se malograba su razón? Intentó
serenarse otra vez, pero los retrovisores seguían vacíos. Respiró profundo.
¿Cómo se le iba ocurrir que una carretera desierta rebasara sus
márgenes de un modo tan arbitrario? ¿Cómo iba admitirse el
apéndice de un horóscopo no menos irreal que sus designios? Sólo
tenía que calmarse, no era la primera vez que regresaba sin
compañía, procurando no dormirse en el camino. Para colmo la radio
seguía averiada. Cómo lamentaba no haberla reparado antes de venir; y tal vez esto fue el primer síntoma que no pudo ni supo advertir en
su momento. Los únicos instrumentos válidos y vigentes eran los de
su consola a 100 kilómetros
por hora.
Aún daba tiempo de volver a la polvareda, acaso para transgredir la orden incorruptible. Igual que los otros, traía consigo las llaves. Pero ¿era posible devolverse, cuando tenía que disminuir la velocidad y aun frenar para un impulso inverso? ¿Cuánto tiempo le demoraría esperar a los demás, y luego convencerles de entrar juntos, si ya no iba ser lo mismo para nadie? ¿Y si lo hiciera por su cuenta?
Aún daba tiempo de volver a la polvareda, acaso para transgredir la orden incorruptible. Igual que los otros, traía consigo las llaves. Pero ¿era posible devolverse, cuando tenía que disminuir la velocidad y aun frenar para un impulso inverso? ¿Cuánto tiempo le demoraría esperar a los demás, y luego convencerles de entrar juntos, si ya no iba ser lo mismo para nadie? ¿Y si lo hiciera por su cuenta?
El
asfalto corría por debajo como un río sereno. Los alambres pasaban. Pasaban los postes. No pudo más, y sin duda estaba en medio de todo lo
posible. Tenía que ser así. Al fin lo supo. Por cada embestida, el
punto ciego replegaba el mismo escenario inalcanzable, y aun
cualquier otra explicación se escurriría del mismo modo.
Sólo
quedaba salir de esa planicie lo más rápido que se pudiese. Derecho
como se viera en el retrovisor de nadie. Directo como en su propio retrovisor.
Dicho con exactitud, no quedaba más que agotar esa desolación sobre
unas ruedas que al cabo se agotarían, tal como la máquina; como él. Más
y más. Más. Hasta recobrar un mundo tan populoso, el mismo de siempre, o
tal vez más populoso. Era eso o estrellarse contra el fin de algo.
Aceleró a fondo, el motor respondía sin aflojar en sus excesos.
5000 millones de habitantes para el año 1957 (trece avo mes).
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