domingo, 30 de agosto de 2015

AL AMANECER





Se diría que sólo al despertar

Seguir pudieras a pies juntillas ese sueño.



Mi habitación no tiene ventanas; tengo otras que admiten esos espesores aun al punto de revelar toda encerrona probable, pero prefiero ésta para amanecer bajo un cielo que desde sus raíces se eleva hasta su bóveda, la prefiero con todo y que sus ciegas paredes me rodean hasta rebasar el cielo raso; la prefiero, sin duda, puesto que finalmente su ventana, por virtud así también en su extensión le comprendiera, no es sino el mismo marco desde el umbral, con ese batiente de hierro que se ajusta ruidosamente al quicio.

Ayer llegué después de la medianoche, rodeé la casa, abrí la verja del jardín y subí las escalerillas sin siquiera demorarme en el ritmo de mis pasos. Ya sobre el azulejo de la terraza, vi la puerta entreabierta, al límite de cierta oscuridad que parecía repetirse hasta el fondo. Quise espiar al través de esa notoria arista, ver acaso lo que nunca antes me imaginé determinar desde adentro, mas en ese instante me contuve detrás de las manos. El misterio, que era el no saber nada más allá de su misma invitación, me conmovió hasta colmar mis ojos.

Me atreví después de lo que pudiera faltar, y entonces al hundir la puerta, detrás de la mano en que confiaba, por primera vez escuché rechinar la hoja del mismo modo que desde el interior se oían a menudo imaginarios engranajes, pero sólo así. Aún a la intemperie me volví sobre la noche que se suspendía de otros hilos, y también en las invisibles nubes parecía postergarse lo que en sí se concentraba, mientras apenas las ampollas de los postes persistían en contrariar el silencio de esa certidumbre.

No me contuve más de lo que de suyo era el mismo móvil, ningún otro amarre me retenía en la perplejidad. Pesadamente el cansancio parecía atraerme a su centro. Entonces pasé. Adentro me anduve a tientas, como si sólo por vigor del mismo cansancio pudiera prevalecer allí. Hallé la cama sin tropiezos y me eché sobre sus pliegues. Tendida, en el entrevero de dormir y despertar, sentí la apacible brisa que cruzaba el vano. No sé si el dilema se decidía en extremar sus modos, pero así soñé justo lo que también me despertaba. En ese trance, como en un punto apenas, comencé por la explanada de un alivio distinto e inasible. La vida se me figuraba que gozosamente partía de ese ombligo y que sus progresos eran atemporales del todo. Sentí, porque insensible bajo mis costras no lo soy, que vivía conforme mis atributos prolongaran los sentidos, excluyendo así cualquier pálpito alegre que me cohibiera entre sus tumbos, dado que más bien un pulso más íntimo me animaba en el reposo. No puedo hablar de tiempo, ni de una gota siquiera suspendida en la canilla. Sólo sé que el alba entró como la brisa y que lentamente iba encandilando mis ojos.

Tras despabilarme, descubrí que me había acostado al revés, con los pies en la cabecera de mi cama. Muchas otras veces había vuelto entre los afanes de llegar al fin, pero sólo entonces tuve esa visión cuyo privilegio ampliaba el arco. Dado que mi semblante es melancólico, sucede que a cada amanecer se me figura que bajo cada amanecer se amparan todos los enigmas. Ayer todo comenzaba a discurrir según cierta sucesión, pero de un modo que inaugural ciertamente así lo fuera. Desde donde estaba acostada se veía el horizonte abierto en sus primeras luces y, de repente, un jabillo que cortaron dejándole al tronco (aunque por porfía de su savia los nuevos brotes revelan desde muy dentro el esplendor de un verde vivo). Me preguntaba al verle allí, tan sereno como en otras madrugadas, por qué no vislumbramos el retoño de sus avances, sino que sólo coloreamos cierta frondosidad cuando se mutilan recortes verdaderos.

Fue ayer, ya lo dije. Subí al alcázar, ya lo dije. Me tendí de bruces sobre el colchón. También me dije que mañana sería otro día, lo dije ese día; lo dije ayer, como si lo dijera antes, acaso como si lo dijera antier. Mi perro dormía en su cubil. Mis ruidos habituales en la verja no le despertaban nunca, porque tal vez soñaba en ellos y a la manera de mis manías. Galateo... Galanfredo,... Agalán, Galanto... Galaterí, Galantepiyuelo... el rumor de callar su nombre real podía al cabo combinarse en todos estos modos, y acaso porque distintamente también eran soñados por mi pastor. Subí las escalerillas de la terraza, ya lo dije, y arriba me dije también que se me antojaba dormir todo el día: pero, cuál día. Ayer lo dije, ya lo dije.

El sol iba redondeándose a lo lejos. Sin querer dormir más, pensé demorarme en la cama igual que en otros días. Sin embargo, mi perro subió a la terraza, traspuso la puerta que ningún aliento había cerrado: como lo hiciera la apacible brisa, como también el despuntar del sol, como el reverdecer de esos brotes y como él mismo sobre sus pasos hasta mí. Entre fauces amorosas tomó mi mano y tiró de ella, convidándome a ese nuevo día que para él parecía ser el día de todos los demás días. Me dejó entre cabriolas para convidarme un poco más allá, al borde de los azulejos. Por un instante lo vi allanarse al horizonte como si en esa ronda él reconociera alguna inmensidad, y aun de ese modo se conformara con la espera. Le vi allí, en esa perpetua impresión que convienen los animales, tal vez porque a pesar de moverse como nosotros ellos se repiten entre la singularidad de sus corpúsculos y sin que haya menester ahondar en la superficie de ningún espejo. Al levantarme fui descubriendo un don que era propio de sus pausas y sus agites. Un don que por primera vez yo no sólo apreciaba delante de mí, sino que era para mí especialmente profético.

Le vi desvestirse del frío; exponerse con alegría al sol. Su pelambre hirsuta entre mis palmas; sus orejas enhiestas según el interés de cada una y sus ojos despabilados como si los abriera durante noches de prodigios.

Hoy, en este mismo lugar que por una puerta se abre al mundo, hago tabletear a la máquina furiosamente. Desde luego que unos caracteres se marcan en el papel como la misma serie que tanto repaso hasta agotar los márgenes y el ritmo. Sin embargo, a la mitad descubro que aún faltan palabras (otras palabras), y que un vacío raya cierto borde frente al cual las manos se entumecen, tan ateridas como si dentro otro vacío no consiguieran más medios.

Trato de adivinar lo que mi perro piensa; es decir, lo que dentro de su cuestión implica. Le indago en los ojos vidriosos, en la punta de sus bigotes divididos: no para pretender los memoriales que bien pueden referirse en unas páginas numeradas hasta el final (o más bien hasta la mitad), tampoco le asedio para prevenir huellas que se detienen en sus patas, porque así pudiera hacer ver, sólo por virtud inaplicable, lo que detrás de lo que ignoro se esconde bajo esos mismos afeites. Mis parientes le reseñarían apenas con decir que es un cánido que ladra a quienes no les reconozca mis formas y costumbres.

TAC TAC TAC, prosigo después de trasgredir la cesura, pero era como si la rueda se arremolinase hasta quedar muy trabada entre mis manos. Al detenerme en la frase de ayer: “Dado que mi semblante es melancólico, sucede que a cada amanecer se me figura que bajo cada amanecer se amparan todos los enigmas...” pues hoy que prosigo, bien pudiera pretextar que fuera ayer, pero la luz menguante borronea la página con la misma enjundia de grabar tales letras allí. Veo que ya no se ve mucho, que se ve menos de lo que podría escribirse incluso en esa página. Tal vez al tacto de las teclas se puede procurar un indicio entre lo que, de ayer a hoy, se me extravía, pero ni eso me confiere cierta clarividencia. Saco la página del rodillo, le pongo en el legajo e incorporo otra inmaculada que ajusto como se debe. Antes que el curso ordinario de lo escrito, esbozo el énfasis cumbre del relato. Empiezo por combinar palabras previas y luego me precipito sobre mis dedos, atropellándolos en virtud de su propia resistencia: TAC TAC TAC...

Él, como una esfinge inescrutable, yace a mi lado, escuchándole a la maquina quizá lo que en su alfabético curso ya él conoce, y mascullando para sí esa silenciosa omisión que me propulsa hasta el final. Lo veo absoluto y presente, tal como ya lo veo desde que lo viera de profeta, pero sólo así.

TAC TAC TAC TAC TAC TAC TAC TAC TAC TAC TAC TAC TAC TAC TAC TAC TAC TAC TAC TAC TAC TAC TAC TAC TAC... etc.:

...Así que prefiere ir a ver el cielo. Al través de esa misma puerta quiere fisgar el crepúsculo, incluso más allá de las nubes. Va a la puerta, la abre toda en un brusco tajo. Ella sigue prendida al recuerdo de sus dudas, cree ver que amanece en esa tarde de hoy, como en otros días también amaneciera. Cree sentir que en el revés aterciopelado de sus carnes repunta el mismo cielo. El mismo cielo que se viera en una remota luna de arena; el mismo detrás de la puerta que se cerrara bruscamente, el mismo cuyo oscuro tesoro se repetía como si el espejo dentro de otro espejo muy profundo remarcara el quicio.

Cuando el batiente retumba (ya no en el ruido de lo que tantas veces se cerrara, sino en las cadenas de ese tesoro oculto), entonces el perro la mira como si fuera ella la esfinge que evita la pregunta insoslayable. ¿Cuál pregunta? —se pregunta entonces. TAC.




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