lunes, 27 de abril de 2015

BIENESTAR PRIVADO


Yo ya la veía venir. Iba ser una de esas refriegas resueltamente heroicas, cuya estampa un filatelista la buscaría hasta el fin del mundo, incluso si le fuera menester el mismo forcejeo para arrebatarle entre rivales de su especie. Es curioso que en un bar, apenas en un bar de los suburbios, se apelotonen los borrachos como si guerrearan por un diferendo marítimo. Es curioso como ciertas disculpas cunden según los impulsos de un antiguo testamento. Es curioso que hasta quienes se interpondrían para evitar contiendas sean capaces de instigar a sus partidarios. Es curioso, en fin, que cualquiera golpee a cualquiera en un bar, y que cualquiera se ofenda de cualquier injuria dicha con la resonancia del alcohol. Pero es verdad que en un espacio así de estrecho las pasiones abaten, tal procuran la medida del capricho, fuerzas que naturalmente se les oponen.

Yo había tomado muy poco, aunque los tragos ya me provocaban esa sensación misteriosa de no haber bebido lo suficiente. Nadie me acompañaba a la mesa, porque con aplomo había despachado a cuantos quisieron coquetear conmigo. Así que justo debajo de las escaleras, en un ángulo de la estancia, podía ver a mi alrededor como si lo hiciese desde un atalaya. Prefería la música esa noche y no el dinero que viniera con esos hombres abominables. Prefería fumar mucho y beber muy poco, y, desde luego, prefería esa música que sólo parecía progresar a través de sus disonancias.

No me fijé en las otras mujeres. Sólo la mujer, cuya voz lenta y grave dilataba versos, llamó mi atención, al punto de que sus ojos invisibles me deslumbraban como astros. La recuerdo en el centro de la escena, con su vestido rojo, entre músicos enanos que sudaban para no diluirse en sus salivas. Lo otro llegaba a mí más por sus silencios que por aquello de lo cual se escucharan tantos ruidos.

Suelen referir que las mujerzuelas (dícese sobre lo que se dice en nuestro nombre) somos agudas y afrentosas cuando una venganza nos azora, puesto que por lo común más que el agravio nos conmueve los medios de nuestro mismo destino, pero se dice así que la tensión de esta cualidad nos rebaja en el último instante, cuando ya todo nos ha perdido entre los méritos que vilmente cultivamos. Se equivocan quienes pagan por figurarse ideas tan estrafalarias, a riesgo de creérsela en el mismo altar; se equivocan, incluso, las mujeres de quienes vienen a pagar una parte de aquel mismo sueldo que tanto las enorgullece a ellas. Las "mujerzuelas" no pertenecemos a los tratos que nos malogran; ni por una condición generalizada convidamos nada más por dinero; tampoco son muy distintos los alfileres aplicados a la brujería, a los recortes de una moda inmemorial o a las pullas de otros dedales. No hay por lo demás el germen pendenciero que se nos atribuye especialmente, atribuyéndonos además una suerte que nos persigue y nos rodea acaso por la urgencia de desbordarlo todo. Por último, las tales mujerzuelas no somos menores, cuanto que fuimos dotadas de las mismas sutilezas que las vírgenes y viudas conciben solas, y porque la mitad de nuestra desgracia reside entre quienes osan escupirnos con orgullo.

No sé cómo empezó la refriega, pudo ser por un brindis turbulento o por una de esas nalgadas que procuran prenderse como garfios, y que por esas cosas de la vida regresó en el redoble de un carrillo barbado y veleidoso. Tal vez, ahora se me figura que una causa posible pudiera ser la propia, algunos de mis desaires simplemente proliferaron más allá de mí, hasta ese acto compartido. Lo cierto es que casi pudiera decirse que la refriega se dio entre un parpadeo y otro. Al despabilarme, ya veía como se cruzaban los puños y como la trayectoria de muchos proyectiles complicaba el aire. La cantante seguía con su despecho, pero los músicos ya no le acompañaban, y de pronto ella misma desapareció como la nota más grave lo hizo en medio de tantos gritos de mujeres y borrachos. Se veía correr sangre y esa sangre evocaba aquel espléndido vestido, que ya no se veía en el cuerpo de una mujer desnuda y triste.

Yo, entre las pliegues de unas luces mortecinas, resguardada por la escalera cuya ascensión era siempre lujuriosa, podía verlo todo desde un punto impenetrable. Aquel ángulo era el único himen que he de conservar invicto. La verdad es que desde el comienzo supe que estaba a salvo, que nada ni nadie me iba herir y que esa condición me permitiría la libertad que más me conviniera. Entonces, me sentía tan alegre, por decirlo de algún modo memorable. La alegría cosquilleaba muy dentro de mí, es verdad, como si se prolongara para siempre. Sentí como nunca que esa espuma podía desbordar una sonrisa de la cual sólo yo podía regocijarme. Era tan bueno ver como los demás se mataban entre sí y como todos los estragos ocurrían al margen; como si a diferencia de aquellas criaturas yo fuera la única inmortal.

Pero era sólo mi bienestar privado, el mismo que embargaría a cualquiera de esos rivales, si en lugar de morir a trompadas se escondieran a ver como otros los redimen. Es el mismo bienestar de un rapazuelo al que por una riña ajena no le van a castigar; el mismo que un general disfrutaría si lejos de la guerra su prestigio creciera entre rumores. Así como cuando el cielo se cierra en un diluvio y sabemos que ya estamos bajo un techo cuyos ruidos nos arrullarán con gozo. Claro, sería más fácil para mucho decir que mi alegría era la de una mujerzuela cobarde, cuando precisamente el cielo me infundía el valor de ser la misma recién nacida de siempre.


Qué alegría que los policías se demoraran una eternidad. Qué alegría de ser una diosa intacta en el milagro ya presente.



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