domingo, 26 de abril de 2015

A LA SEMANA




La comida hecha en un día era también para el día siguiente. Digamos que si para hoy se sancochaba unos huesos de res, mañana se serviría el resto de esa olla. Me di cuenta de que madre intercalaba cierta gastronomía a la hora del almuerzo, pues dobles eran las comilonas a la mesa por cada menú. Esta matemática ya se me explicaba en el colegio. Todo número par era divisible entre dos, y cosas así.
Hasta que una mañana un sueño extraño (que ya no recuerdo del mismo modo) me hizo despertar muy tarde. Pensé que a mis legañas seguía una reprimenda, pero al reparar el reloj ya había pasado por horas la hora en que debía levantarme. Cuando uno apenas se despierta está como en un sueño todavía, y desesperanzándose así pudiera abrir los ojos que tan profundamente le han dormido.
Ni siquiera se me figuraba, por ejemplo, que no tenía clase, y sólo a tientas, por decirlo así, me enteré, para mayor sorpresa incluso, que era domingo. Bastante raro es que a pesar de un sábado bullicioso y colmado de aventuras yo amaneciera con una resaca lo bastante espumosa como para anegar el orden de los días. Esa mañana, al salir del cuarto, pregunté, aún incrédulo y aturdido, por el día correspondiente. ‘Pues si es domingo, Domingo’, dijo padre con una sonrisa de patriarca benévolo. Al escuchar la palabra que en mi nombre se repetía, recordé que en la Biblia el sabath era el día postrero (supongo que por lo mismo otros se anticiparon con el sábado, como para prever los ensalmos de un sueño diferente). Recordé que eran siete los días de la creación, incluyendo el de reposo. Ciertamente era un número místico como para terminar en él, y según supe más adelante también era un número primo. Desde entonces las matemáticas dejaron de tener una explicación convincente para mí. Desde entonces la dieta diaria era tan inescrutable como el piadoso ayuno.
Noté que en una semana, contada desde el lunes, madre preparaba cuatro almuerzos; a saber, el del lunes, el del miércoles, el del viernes y el del domingo, pero siendo la semana una sucesión impar, la lumbre excedía el apetito según la relación consabida (4 a 3). Es verdad que el menú del domingo nos las íbamos a comer el otro lunes, pero si la creación ocupaba los sietes días, tal como aquellos siete días eran su arquetipo diario, no importaría cuántos almuerzo nos sentáramos a comer, de cualquier modo la relación ya no era perfecta. Quise preguntar después de pensar mucho, pero padre ya no estaba en casa y madre le llevó el resto del día una labor de estambre encomendada. Con febril impaciencia aguardé todo lo más, irónicamente hasta el lunes por venir. Antes de empezar la clase de aritmética le preguntaría a mi maestro. Dada la ocasión me dijo, sin embargo, que era cosa de la clase de religión.
Madre, como ya dije, cocinaba el almuerzo un día por medio, entonces por qué, según esa cuenta, las matemáticas eran incongruente en lo absoluto. La ciencia conocida (o conocida en mis límites) no era aplicable a una semana, y aun la eternidad al cabo comprobaría lo mismo. Supuse, quizá por despecho también, que el misterio obedecía a ser un número primo, al menos poco o nada sabía sobre los números primos. Todo lo cual me convidó otra vez con la misma esperanza. Sin embargo, cuando volví al maestro de aritmética para indagar sobre tales números, dijo que no me apurara tanto, que en el curso venidero por fin lo sabría.
Pues ni la clase de religión, ni el “curso venidero” aclararían mis dudas. Tampoco mis padres se desocuparían lo suficiente para hablar de un asunto postergado. Pero, eso sí, cuando madre servía el segundo plato de un almuerzo, lo comía en cucharadas pares, quedara lo que en el fondo estuviera, y muy a pesar de que me obligaran a dejar el plato tan limpio como en otras necesarias ocasiones era mi afán. Si el misterio era indivisible, entonces, muy dentro de él, yo lo dividiría siempre de un modo comprensible.

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