La
comida hecha en un día era también para el día siguiente. Digamos que si para
hoy se sancochaba unos huesos de res, mañana se serviría el resto de esa olla.
Me di cuenta de que madre intercalaba cierta gastronomía a la hora del
almuerzo, pues dobles eran las comilonas a la mesa por cada menú. Esta
matemática ya se me explicaba en el colegio. Todo número par era divisible
entre dos, y cosas así.
Hasta
que una mañana un sueño extraño (que ya no recuerdo del mismo modo) me hizo
despertar muy tarde. Pensé que a mis legañas seguía una reprimenda, pero al
reparar el reloj ya había pasado por horas la hora en que debía levantarme.
Cuando uno apenas se despierta está como en un sueño todavía, y
desesperanzándose así pudiera abrir los ojos que tan profundamente le han
dormido.
Ni siquiera se me figuraba, por ejemplo, que no tenía clase, y sólo a tientas, por
decirlo así, me enteré, para mayor sorpresa incluso, que era domingo. Bastante
raro es que a pesar de un sábado bullicioso y colmado de aventuras yo amaneciera con una resaca lo bastante espumosa como para anegar el orden de los días. Esa mañana,
al salir del cuarto, pregunté, aún incrédulo y aturdido, por el día correspondiente.
‘Pues si es domingo, Domingo’, dijo padre con una sonrisa de patriarca
benévolo. Al escuchar la palabra que en mi nombre se repetía, recordé que en la Biblia el sabath era
el día postrero (supongo que por lo mismo otros se anticiparon con el sábado,
como para prever los ensalmos de un sueño diferente). Recordé
que eran siete los días de la creación, incluyendo el de reposo. Ciertamente
era un número místico como para terminar en él, y según supe más adelante también era un número
primo. Desde entonces las matemáticas dejaron de tener una explicación
convincente para mí. Desde entonces la dieta diaria era tan inescrutable como
el piadoso ayuno.
Noté
que en una semana, contada desde el lunes, madre preparaba cuatro almuerzos; a
saber, el del lunes, el del miércoles, el del viernes y el del domingo, pero
siendo la semana una sucesión impar, la lumbre excedía el apetito
según la relación consabida (4 a 3). Es verdad que el menú del domingo nos las
íbamos a comer el otro lunes, pero si la creación ocupaba los sietes días, tal como
aquellos siete días eran su arquetipo diario, no importaría cuántos almuerzo
nos sentáramos a comer, de cualquier modo la relación ya no era perfecta. Quise
preguntar después de pensar mucho, pero padre ya no estaba en casa y madre le
llevó el resto del día una labor de estambre encomendada. Con febril
impaciencia aguardé todo lo más, irónicamente hasta el lunes por venir.
Antes de empezar la clase de aritmética le preguntaría a mi maestro. Dada la
ocasión me dijo, sin embargo, que era cosa de la clase de religión.
Madre,
como ya dije, cocinaba el almuerzo un día por medio, entonces por qué, según
esa cuenta, las matemáticas eran incongruente en lo absoluto. La ciencia
conocida (o conocida en mis límites) no era aplicable a una semana, y aun la
eternidad al cabo comprobaría lo mismo. Supuse, quizá por despecho también, que
el misterio obedecía a ser un número primo, al menos poco o nada sabía sobre
los números primos. Todo lo cual me convidó otra vez con la misma
esperanza. Sin embargo, cuando volví al maestro de aritmética para indagar sobre tales
números, dijo que no me apurara tanto, que en el curso venidero por fin lo
sabría.
Pues
ni la clase de religión, ni el “curso venidero” aclararían mis dudas. Tampoco
mis padres se desocuparían lo suficiente para hablar de un asunto postergado.
Pero, eso sí, cuando madre servía el segundo plato de un almuerzo, lo comía en
cucharadas pares, quedara lo que en el fondo estuviera, y muy a pesar de que me
obligaran a dejar el plato tan limpio como en otras necesarias ocasiones era mi
afán. Si el misterio era indivisible, entonces, muy dentro de él, yo
lo dividiría siempre de un modo comprensible.
No hay comentarios:
Publicar un comentario