domingo, 7 de julio de 2013

CIELO CERRADO


Todos los chicos nos arracimamos en lo alto de la escalera. Ya venía la lluvia y era delirante vislumbrar el cielo en sus amagos. El cielo se veía pastoso como el merengue de un pastel, pero inescrutable y hondo lo era aun en ese parecido. Sobre la joroba del patio, después que con sus codos cada quien reclamara su lugar, se divisaban nubes que iban disgregándose rápidamente sin que pudiéramos atribuirles ningún contorno. Sin duda iba llover; nos habíamos encaramado en lo alto como esclarecidos profetas, e iba llover. El frío venía desde muy lejos; era el viento que a empellones le traía desde muy lejos.
Ya no se veía el disco del sol y el eclipse entrañaba una madeja en puntas diamantinas. Todos esperábamos que se desgajara un relámpago siquiera. Se escuchaban los truenos tardíos, pero los relámpagos les difundían veladamente como muy detrás de aquel silencio remoto. A cada retumbo temíamos que el demorado prodigio al fin se apareciera, calcinándonos al punto.
De repente, como un relámpago nos llamaban a todos para que nos guareciéramos en casa. Los chicos, despavoridos por el fulgor inapelable, bajaron los escalones de prisa y se perdieron en el zaguán. Ninguno parecía seguir sino su ejemplo, que era privadamente salvador. De pie, solo sobre el rellano, les vi perderse con la misma disputa de su carrera atribulada; porque si era verdad que cada uno corría según sus pies, lo hacían todos dando tumbos en virtud de sus vecinos, y tan parejos en el montón que el miedo parecía igual de abigarrado que el mismo nudo de esa cifra.
Estaba solo entonces. Ya no era el cobarde cuyo miedo compartido me postergaba a los demás.  La sierra apenas se distinguía del brumoso recorte y sus faldas parecían reverdecer con invisible aplomo. Tan hermoso era el orbe bajo un cielo cerrado en su absoluto giro, que la misma admiración me atrajo levemente hacia adelante, pero di de traspiés y rodé por las escaleras. En cada vuelta repasaba el cielo, y era como si sus nubes se revolviesen en mi visión arremolinada. Gasas entrelazadas que de repente saltaban en chispas o seguían retorciéndose en un estropicio de lluvia. A cada giro la lluvia caía por todas partes; le veía enredarse en mis ojos y le veía su fondo turbio que empeñaba mis ojos. Sobre los escalones que rodaba, el cielo espumoso demarcaba una orilla que otra vez regresaba al cielo.
Al caer sobre el patio, chapaleteaba entre el agua procurando por doquier un desahogo. Parecía que habían pasado horas de un diluvio. Todo se había anegado en un instante, el agua bajaba de las escaleras como de una catarata, y al cielo ya no se le podía ver al través de la lluvia espesa. A cada fogonazo un estruendo hacía temblar la lluvia. Estaba empapado como si hubiera dormido bajo una lluvia eterna, y de pronto despertara así, chorreando por cualquier lúcido sueño una gotera que se filtraba desde muy dentro.
Al nomás ponerme de pie sentí que iba a rastras. Al principio creí que era la lluvia la que me llevaba en su corriente tumultuosa, pero ya en el zaguán vi que todos los chicos abiertamente me acusaban de desobedecer, acaso como si tal fuera mi acusación. Al escucharlos a todos, me enteré de que yo había esperado a que lloviera... y acaso supe que había desafiado a la lluvia complicándome en su sustancia como una insensata hélice. Pero eso no era mi historia, tal vez si los mismo giros que precipitaran al cielo, pero no era mi historia.


Sólo un chichón en la vasta y preclara frente; y el agua goteaba de mis ojos, y estaba tiritando de frío e incertidumbre.



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