—Comadre, a los
hombres hay que embestirlos con los cuernos, a esas puntas sí que sabrán
temerles según las cuenten muy filosas.
—Cómo dice eso,
comadre —exclamó Rosario en medios de sus rubores.
—No digo nada
que por sabido no lo sepan ellos. De la aureola de sus mujeres no temen nada,
tanto como de un cero igual de redondito; pero de los cuernos que le hacen
ceñir a sus mujeres, ay, cuánto no tendrían qué temer, Rosario.
—Por qué me dice
usted tales cosas.
—Nada tengo que
hablar de su señor, bien es cierto; aunque de los hombres se dice lo que por
común se pudiera decir de cualquier esposo. El hombre tiene un sólo misterio y
la mujer que no le convenga indagarle, pues no lo sepa nunca que es ella misma.
—Creí que les
acusaba de mujeriegos a todos.
—Por eso dije un
solo misterio, que lo repiten mientras viven, sin repetir a sus esposas. Además
se me figura que así no hay excepción que corresponda a tantas como puedan ser
sus mujeres.
—Me asombran sus
palabras, comadre.
—Cuánto no las
asombrarían las acciones que mis palabras entrañen. Si le contara los muchos
años de estos notorios nueve meses —dijo, mientras reunía sus dedos sobre la
comba de su barriga.
—Luego, ¿ese
pecado es también de su esposo?
—Pues si no, de
ninguno. Aunque no creo que sea un pecado. Este egoísmo de dividirse en
diferentes lechos es de cierta forma la forma de conservarse en el mismo acto,
que no le podéis culpar al hombre por perjuro, pues al cabo cumple así con su
naturaleza.
—No sé qué
decir. Ah, dígame algo, comadre Chabela, ¿por qué herir a nuestros maridos,
entonces? Ya se me figura que conforme a sus hechos no quebrantan ninguna ley.
—Esa pregunta se
contesta sola.
—Pero, ¿haría
falta preguntársela de nuevo?
—A fe que no,
comadre. ¿Acaso dije que hay que embestirle con los cuernos?
—Así lo dijo
usted.
—Y, ¿quién te
pondría el arma en la cabeza?
Tras una pausa,
Rosario, reclinada en la piedra de lavar, al fin dijo:
—A fe que el
mismo que ponga el argumento.
—Ves, Rosarito,
la naturaleza no contraria a la ofendida.
—Yo no tengo
quejas de mi señor. Puede que haya hombres que sean muy distintos.
—Pues sí; cuando
mueren se diferencia tanto que no les distinguís entre ninguno.
—Dijo usted,
comadre Chabela, que con cuernos, pero si no se asoman nunca…
—No hay que
esperar, mujer, a que la ceguera nuestra nos asombre. Luego una puntilla de vez
en cuando le remordería un poco. Piénsalo, Rosario. No te fíes.
Cuánto no habéis
oído que todos los hombres son cortados con las mismas tijeras, quién sabe si
con las mismas de la que quisieran algunas echar mano para castrar a sus maridos; lo cierto es que
para que se siga el contorno según el patrón de siempre, debe haber, sin duda,
un convenio universal, sin embargo el reproche es por lo demás muy femenino,
cuanto que bastante autoritario en su vigor, por eso muchos hombres (si no
todos) se abstienen de vocear la misma queja que pudiera dotarles de una
equivalente facultad. Rosario se había quedado meditando en aquellas palabras,
supuso, al principio, que los rumores ya eran de corriente entendimiento, y que
Chabela, a través de oblicuas generalidades, le había advertido de un “pecado”
singular. Deshizo aquellas dudas, porque apenas llevaba un año de casada y un
primogénito de pecho, y no podía en el ajuar conseguirse un luto que la
mancharía más que la viudez. La duda, no obstante, iba y venía en la
transfiguración de muchas cuentas. Nunca se le ocurrió que la envidia pudiera
ser el móvil expreso de su comadre.
Chabela estaba
casada ha mucho ya, y en tantos años como habían pasado en almanaques yermos,
nunca pudo fundar sus figuraciones. Todas las mujeres eran cornudas, salvo
ella. Esta excepción rebatía su encono precisamente por el mismo lado que debía
excitarle más. Recién casada era posible que una ceguera le fuera su destrón,
pero al cabo había de ser todo lo clarividente que un espíritu inquieto le
animara. Había llegado a vieja sin hijos, jurando entonces que ese destino
proviniese también de la abreviada hombría de aquel compañero.
Bien es verdad
que a ella jamás le faltaban “puntas” con que arremeterle, pero no podía en
todos esos plazo infligirle el condigno castigo que aconsejaba a todas. Fueron
años difíciles para los dos, la ausencia de hijos lo prohijaba a ellos delante
de las habladurías ajenas. Al fin estaba encinta de su esposo. Siempre temió
averiguar por su cuenta que el otro no fuera estéril, así que le fue fiel como
no lo hubiera hecho nunca por lealtad. Era una mujer especialmente agria y
testaruda. Su marido, en contrario, era afable y no se amargaba ni con las
pullas que contra ellos la gente argüía.
A la semana de
aquella conversación, Rosario, en cuenta de muchos indicios vagamente
imaginados, empezó a considerar las palabras de Chabela. Ya no veía a
Nepomuceno igual. Veía que todos lo trataban igual, pero aun en estas
costumbres se descubrían compases que ya no la confinarían a un rincón obtuso,
pues no iba ser más la señora aquélla que ignoraba lo que habría de saber por
fin. La verdad era muy poco lo que sabía, porque era lo mismo aquello que ahora
veía muy diferente, y nada más. Quiso indagarle, pero aquel hombre no dejaba su
negocio ni para salir de él. Se dormía haciendo cuentas, y sólo en el solaz del
tálamo nupcial conversaba algo distinto, aunque por lo demás breve.
Nepomuceno era
un hombre parco que podía soltar un pedo ruidoso, como en verdad hacía cada vez
que le venía en gana, sin apartar su atención de ningún cálculo de supremo
interés. Ninguno de quienes transigían con Nepomuceno descontaba tales modales,
sino que los preveían en el apuro de ciertos cometidos. Él y su mujer tenían un
almacén abigarrado de variada mercadería. Todo el pueblo acudía a ellos. Aunque
Rosario lo atendía en todo lo menudo, él, mentalmente, desandaba aquellas
cuentas hasta redondear los cálculos cabales.
Esa misma semana,
en que por cierto pariría Chabela, Apolonio estaba en el almacén, esperando
impacientemente a que se desocupara su compadre. Lo había atendido Rosario,
pero el negocio de unas carnes en conserva era menester dilucidarlo con
Nepomuceno. A Apolonio se le veía muy nervioso, caminaba trechos circulares con
las manos anudadas a la espalda o se paraba a ver cualquier cosa harto
conocida. Rosario, viéndole así, le convidó una taza de café, en tanto su
esposo se desocupara de los otros clientes. Apolonio declinó la cortesía con
una sonrisa desfigurada por la ignota urgencia. Entonces, Rosario se le figuró
que su comadre estaba a punto de alumbrar y que al esposo lo azoraba esa
certidumbre.
—Compadre,
Apolonio. Si quiere le digo a Nepomuceno que le atienda preferentemente —dijo
Rosario.
—Cómo cree,
comadre. Yo espero —contestó el hombre, sin dejar de divagar en el mismo
recorrido.
—La comadre
Chabela… —se atrevió al fin Rosario, pero se detuvo de repente.
—Ella está bien.
Su gravidez aún no ha llegado a punto. Se me figura, según como la veo, que ya
será para la otra semana.
—Si quiere le
dejo el recado. Se da una vuelta y vuelve, ya verá que en un santiamén le puede
atender mejor —propuso Rosario al no discernir una urgencia que ya se le hacía
tan sospechosa como los vagos indicios de su propio marido.
Apolonio le daba
vergüenza salir del negocio para tirarse un pedo, y luego volver en un disimulo
que pese a su ventaja lo delataría de la misma manera. No tenía el desparpajo
inconsciente de su compadre ni el aplomo de cierta hipocresía. Además, de fijo
sospechaba que ese pedo, aunque silencioso, era tan pestilente como sus
predecesores, y que abandonar el almacén por su urgencia le haría oler peor. No
era mucho lo que tenía que discutir con Nepomuceno; dos o tres palabras nomás.
De súbito sintió que las tripas, en el acomodo de estridentes retorcijones,
mandaban hasta muy abajo una bolsa de aire incontenible. Fue hasta donde
Rosario, que despachaba a un recadero, para despedirse también, según ya le
había tomado la sugerencia a ella, cuando un prodigio ocurrió
intempestivamente. Pues Nepomuceno, sin remilgo alguno, se tiró un pedo
fenomenal que ruborizó a todos, excepto a Nepomuceno mismo y a Apolonio. Apolonio
aprovechó el lance para insuflar su pestilencia en un disimulo para el que no
era menester ningún artificioso afeite.
Por lo regular,
los pedos de Nepomuceno eran inodoros, o pocas quejas había tenido en lo que a
él le concernía. Después de todo, ninguno de ellos le había espabilado al
margen de sus cómputos, pero en aquella ocasión la pestilencia pudo conmoverle
tanto como a los demás. Retrocedió enmascarado en sus rudas manos mientras
oscilaba su cabeza en la desaprobación absoluta. Los clientes se excusaron
apenas en la ciega brevedad de unos monosílabos y salieron de allí casi a
rastras. Rosario se ruborizó cual si el pedo fuera suyo, y como pudo tapó sus
rubores con el mismo ruedo del vestido hasta quedar tan exhibida su vergüenza.
Apolonio, un poco más aliviado, fue a airarse en el dintel, mientras una risita
le carcomía las entrañas.
—Mujer, qué
sería lo que me enfermó así. Coño, estoy podrido —decía sin bajar la voz y sin
rubor alguno—. Una purga. ¿Conoces una buena purga? —agregó, preocupándose sensiblemente
de su salud.
Rosario, que le
había amordazado la vergüenza antes que el silencio, convino al fin que ella
era una cornuda. Ninguno de sus escrupulosos guisos podían enfermarlo así, y
además sólo a él. Ese hombre se había mandado un hartazgo quién sabe en qué
conspicuo lecho. Después de disiparse un poco aquella niebla, Rosario pudo
contestar a su marido:
—Por supuesto
que conozco una, y una muy efectiva además —agregó, premeditando otros
ingredientes (bastante especiales) para la receta.
Apolonio, cuyas
cosquillas ya eran otras, apenas se podía tener en el quicio, pues otro
recorrido le avasallaba las tripas. Podía irse inadvertidamente, pero también
quería escuchar la receta.
—Vamos,
Rosarito, dime qué hay que buscar. Debe ser una pega esto que traigo y hay que
sacarle de raíz.
—De raíz saldrá,
pero primero hay que buscar ciertas raíces —dijo la mujer y al punto fue
dictando lo que Nepomuceno anotaba en el revés de un cartón.
Apolonio
precisaba de su memoria para inscribir lo que había de recordar toda su vida.
Una vez lo hizo, se escurrió sin que los esposos, todavía arrebatado por aquel
marasmo, lo advirtieran.
—Voy por
Pedrito. Ya vengo, mujer. —dijo, mientras en el doblez del cartón juntaba sus
pulgares.
—No le vas a
decir que es para una purga —le previno Rosario.
—Cómo crees,
mujer.
—Ah, antes de
que te vayas. Por ahí está el compadre Apolonio, pero… —dijo, explorando
vanamente con sus ojos el almacén— tuvo que irse me imagino —agregó sin
aumentar los detalles.
—Es para una
pendejada que puede esperar. Eso lo hablo después con él. Primero lo primero
—dijo y salió a la calle, donde se tiró otro pedo estrepitoso. Rosario fue a
guarecerse adentro, temiendo que una corriente trajera aquellas emanaciones.
Ya para la
madruga del otro día, Nepomuceno, en ayunas, tomaban una porción de aquella
pócima. De tanto cagar ya tenía los ojos tan insondablemente perdido como a
flor de sus ojeras. La mansedumbre de aquel corpulento hombre iba y venía en la
prisa de un solo trayecto. Ya sus carnes deshidratadas parecían las mismas de
aquel negocio postergado, tan ceñidas y estriadas como en una salazón. Rosario
le atendía devotamente, temiendo que la cornada le hubiera tocado hondo. Aunque
¿no eran acaso con esos mismos cuernos que se topó el infiel? Según Chabela era
menester castigarle más, pero si se moría, qué castigo era la viudez para
sobrevivirle en su perjuicio. Esa comadre Chabela muy vengativa se mostraba
para tratar con los varones, y aun a punto de alumbrar se encapotaba con tal
luto, y de pies a cabeza, que sólo otro luto le encubriría tal encono.
Ya en la tarde
todo se detuvo. Hubo menester de más hierba combinadas por Rosario en un
caldero hirviendo, pero al fin todo ese vaciado se detuvo. El hombre parecía
devastado por una peste tan ajena como propia. Caminaba entre
temblorosas pausas, pero ya repuesto. Llegaron dos noticias a casa de los
esposos. Rosario en el dintel escuchaba que Chabela había parido una criatura
completa y sana y que su compadre Apolonio era ya un espectro. Según como
estuvo Nepomuceno, había de ser el espectro de éste, en tanto el pedo
Apolonodio lo fue de aquel otro indiscreto pedo del almacén.
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