domingo, 13 de octubre de 2013

HISTORIA DE UN PEDO DISCRETO



—Comadre, a los hombres hay que embestirlos con los cuernos, a esas puntas sí que sabrán temerles según las cuenten muy filosas.
—Cómo dice eso, comadre —exclamó Rosario en medios de sus rubores.
—No digo nada que por sabido no lo sepan ellos. De la aureola de sus mujeres no temen nada, tanto como de un cero igual de redondito; pero de los cuernos que le hacen ceñir a sus mujeres, ay, cuánto no tendrían qué temer, Rosario.
—Por qué me dice usted tales cosas.
—Nada tengo que hablar de su señor, bien es cierto; aunque de los hombres se dice lo que por común se pudiera decir de cualquier esposo. El hombre tiene un sólo misterio y la mujer que no le convenga indagarle, pues no lo sepa nunca que es ella misma.
—Creí que les acusaba de mujeriegos a todos.
—Por eso dije un solo misterio, que lo repiten mientras viven, sin repetir a sus esposas. Además se me figura que así no hay excepción que corresponda a tantas como puedan ser sus mujeres.
—Me asombran sus palabras, comadre.
—Cuánto no las asombrarían las acciones que mis palabras entrañen. Si le contara los muchos años de estos notorios nueve meses —dijo, mientras reunía sus dedos sobre la comba de su barriga.
—Luego, ¿ese pecado es también de su esposo?
—Pues si no, de ninguno. Aunque no creo que sea un pecado. Este egoísmo de dividirse en diferentes lechos es de cierta forma la forma de conservarse en el mismo acto, que no le podéis culpar al hombre por perjuro, pues al cabo cumple así con su naturaleza.
—No sé qué decir. Ah, dígame algo, comadre Chabela, ¿por qué herir a nuestros maridos, entonces? Ya se me figura que conforme a sus hechos no quebrantan ninguna ley.
—Esa pregunta se contesta sola.
—Pero, ¿haría falta preguntársela de nuevo?
—A fe que no, comadre. ¿Acaso dije que hay que embestirle con los cuernos?
—Así lo dijo usted.
—Y, ¿quién te pondría el arma en la cabeza?
Tras una pausa, Rosario, reclinada en la piedra de lavar, al fin dijo:
—A fe que el mismo que ponga el argumento.
—Ves, Rosarito, la naturaleza no contraria a la ofendida.
—Yo no tengo quejas de mi señor. Puede que haya hombres que sean muy distintos.
—Pues sí; cuando mueren se diferencia tanto que no les distinguís entre ninguno.
—Dijo usted, comadre Chabela, que con cuernos, pero si no se asoman nunca…
—No hay que esperar, mujer, a que la ceguera nuestra nos asombre. Luego una puntilla de vez en cuando le remordería un poco. Piénsalo, Rosario. No te fíes.
Cuánto no habéis oído que todos los hombres son cortados con las mismas tijeras, quién sabe si con las mismas de la que quisieran algunas echar mano para castrar a sus maridos; lo cierto es que para que se siga el contorno según el patrón de siempre, debe haber, sin duda, un convenio universal, sin embargo el reproche es por lo demás muy femenino, cuanto que bastante autoritario en su vigor, por eso muchos hombres (si no todos) se abstienen de vocear la misma queja que pudiera dotarles de una equivalente facultad. Rosario se había quedado meditando en aquellas palabras, supuso, al principio, que los rumores ya eran de corriente entendimiento, y que Chabela, a través de oblicuas generalidades, le había advertido de un “pecado” singular. Deshizo aquellas dudas, porque apenas llevaba un año de casada y un primogénito de pecho, y no podía en el ajuar conseguirse un luto que la mancharía más que la viudez. La duda, no obstante, iba y venía en la transfiguración de muchas cuentas. Nunca se le ocurrió que la envidia pudiera ser el móvil expreso de su comadre.
Chabela estaba casada ha mucho ya, y en tantos años como habían pasado en almanaques yermos, nunca pudo fundar sus figuraciones. Todas las mujeres eran cornudas, salvo ella. Esta excepción rebatía su encono precisamente por el mismo lado que debía excitarle más. Recién casada era posible que una ceguera le fuera su destrón, pero al cabo había de ser todo lo clarividente que un espíritu inquieto le animara. Había llegado a vieja sin hijos, jurando entonces que ese destino proviniese también de la abreviada hombría de aquel compañero.
Bien es verdad que a ella jamás le faltaban “puntas” con que arremeterle, pero no podía en todos esos plazo infligirle el condigno castigo que aconsejaba a todas. Fueron años difíciles para los dos, la ausencia de hijos lo prohijaba a ellos delante de las habladurías ajenas. Al fin estaba encinta de su esposo. Siempre temió averiguar por su cuenta que el otro no fuera estéril, así que le fue fiel como no lo hubiera hecho nunca por lealtad. Era una mujer especialmente agria y testaruda. Su marido, en contrario, era afable y no se amargaba ni con las pullas que contra ellos la gente argüía.
A la semana de aquella conversación, Rosario, en cuenta de muchos indicios vagamente imaginados, empezó a considerar las palabras de Chabela. Ya no veía a Nepomuceno igual. Veía que todos lo trataban igual, pero aun en estas costumbres se descubrían compases que ya no la confinarían a un rincón obtuso, pues no iba ser más la señora aquélla que ignoraba lo que habría de saber por fin. La verdad era muy poco lo que sabía, porque era lo mismo aquello que ahora veía muy diferente, y nada más. Quiso indagarle, pero aquel hombre no dejaba su negocio ni para salir de él. Se dormía haciendo cuentas, y sólo en el solaz del tálamo nupcial conversaba algo distinto, aunque por lo demás breve.
Nepomuceno era un hombre parco que podía soltar un pedo ruidoso, como en verdad hacía cada vez que le venía en gana, sin apartar su atención de ningún cálculo de supremo interés. Ninguno de quienes transigían con Nepomuceno descontaba tales modales, sino que los preveían en el apuro de ciertos cometidos. Él y su mujer tenían un almacén abigarrado de variada mercadería. Todo el pueblo acudía a ellos. Aunque Rosario lo atendía en todo lo menudo, él, mentalmente, desandaba aquellas cuentas hasta redondear los cálculos cabales.
Esa misma semana, en que por cierto pariría Chabela, Apolonio estaba en el almacén, esperando impacientemente a que se desocupara su compadre. Lo había atendido Rosario, pero el negocio de unas carnes en conserva era menester dilucidarlo con Nepomuceno. A Apolonio se le veía muy nervioso, caminaba trechos circulares con las manos anudadas a la espalda o se paraba a ver cualquier cosa harto conocida. Rosario, viéndole así, le convidó una taza de café, en tanto su esposo se desocupara de los otros clientes. Apolonio declinó la cortesía con una sonrisa desfigurada por la ignota urgencia. Entonces, Rosario se le figuró que su comadre estaba a punto de alumbrar y que al esposo lo azoraba esa certidumbre.
—Compadre, Apolonio. Si quiere le digo a Nepomuceno que le atienda preferentemente —dijo Rosario.
—Cómo cree, comadre. Yo espero —contestó el hombre, sin dejar de divagar en el mismo recorrido.
—La comadre Chabela… —se atrevió al fin Rosario, pero se detuvo de repente.
—Ella está bien. Su gravidez aún no ha llegado a punto. Se me figura, según como la veo, que ya será para la otra semana.
—Si quiere le dejo el recado. Se da una vuelta y vuelve, ya verá que en un santiamén le puede atender mejor —propuso Rosario al no discernir una urgencia que ya se le hacía tan sospechosa como los vagos indicios de su propio marido.
Apolonio le daba vergüenza salir del negocio para tirarse un pedo, y luego volver en un disimulo que pese a su ventaja lo delataría de la misma manera. No tenía el desparpajo inconsciente de su compadre ni el aplomo de cierta hipocresía. Además, de fijo sospechaba que ese pedo, aunque silencioso, era tan pestilente como sus predecesores, y que abandonar el almacén por su urgencia le haría oler peor. No era mucho lo que tenía que discutir con Nepomuceno; dos o tres palabras nomás. De súbito sintió que las tripas, en el acomodo de estridentes retorcijones, mandaban hasta muy abajo una bolsa de aire incontenible. Fue hasta donde Rosario, que despachaba a un recadero, para despedirse también, según ya le había tomado la sugerencia a ella, cuando un prodigio ocurrió intempestivamente. Pues Nepomuceno, sin remilgo alguno, se tiró un pedo fenomenal que ruborizó a todos, excepto a Nepomuceno mismo y a Apolonio. Apolonio aprovechó el lance para insuflar su pestilencia en un disimulo para el que no era menester ningún artificioso afeite.
Por lo regular, los pedos de Nepomuceno eran inodoros, o pocas quejas había tenido en lo que a él le concernía. Después de todo, ninguno de ellos le había espabilado al margen de sus cómputos, pero en aquella ocasión la pestilencia pudo conmoverle tanto como a los demás. Retrocedió enmascarado en sus rudas manos mientras oscilaba su cabeza en la desaprobación absoluta. Los clientes se excusaron apenas en la ciega brevedad de unos monosílabos y salieron de allí casi a rastras. Rosario se ruborizó cual si el pedo fuera suyo, y como pudo tapó sus rubores con el mismo ruedo del vestido hasta quedar tan exhibida su vergüenza. Apolonio, un poco más aliviado, fue a airarse en el dintel, mientras una risita le carcomía las entrañas.
—Mujer, qué sería lo que me enfermó así. Coño, estoy podrido —decía sin bajar la voz y sin rubor alguno—. Una purga. ¿Conoces una buena purga? —agregó, preocupándose sensiblemente de su salud.
Rosario, que le había amordazado la vergüenza antes que el silencio, convino al fin que ella era una cornuda. Ninguno de sus escrupulosos guisos podían enfermarlo así, y además sólo a él. Ese hombre se había mandado un hartazgo quién sabe en qué conspicuo lecho. Después de disiparse un poco aquella niebla, Rosario pudo contestar a su marido:
—Por supuesto que conozco una, y una muy efectiva además —agregó, premeditando otros ingredientes (bastante especiales) para la receta.
Apolonio, cuyas cosquillas ya eran otras, apenas se podía tener en el quicio, pues otro recorrido le avasallaba las tripas. Podía irse inadvertidamente, pero también quería escuchar la receta.
—Vamos, Rosarito, dime qué hay que buscar. Debe ser una pega esto que traigo y hay que sacarle de raíz.
—De raíz saldrá, pero primero hay que buscar ciertas raíces —dijo la mujer y al punto fue dictando lo que Nepomuceno anotaba en el revés de un cartón.
Apolonio precisaba de su memoria para inscribir lo que había de recordar toda su vida. Una vez lo hizo, se escurrió sin que los esposos, todavía arrebatado por aquel marasmo, lo advirtieran.
—Voy por Pedrito. Ya vengo, mujer. —dijo, mientras en el doblez del cartón juntaba sus pulgares.
—No le vas a decir que es para una purga —le previno Rosario.
—Cómo crees, mujer.
—Ah, antes de que te vayas. Por ahí está el compadre Apolonio, pero… —dijo, explorando vanamente con sus ojos el almacén— tuvo que irse me imagino —agregó sin aumentar los detalles.
—Es para una pendejada que puede esperar. Eso lo hablo después con él. Primero lo primero —dijo y salió a la calle, donde se tiró otro pedo estrepitoso. Rosario fue a guarecerse adentro, temiendo que una corriente trajera aquellas emanaciones.
Ya para la madruga del otro día, Nepomuceno, en ayunas, tomaban una porción de aquella pócima. De tanto cagar ya tenía los ojos tan insondablemente perdido como a flor de sus ojeras. La mansedumbre de aquel corpulento hombre iba y venía en la prisa de un solo trayecto. Ya sus carnes deshidratadas parecían las mismas de aquel negocio postergado, tan ceñidas y estriadas como en una salazón. Rosario le atendía devotamente, temiendo que la cornada le hubiera tocado hondo. Aunque ¿no eran acaso con esos mismos cuernos que se topó el infiel? Según Chabela era menester castigarle más, pero si se moría, qué castigo era la viudez para sobrevivirle en su perjuicio. Esa comadre Chabela muy vengativa se mostraba para tratar con los varones, y aun a punto de alumbrar se encapotaba con tal luto, y de pies a cabeza, que sólo otro luto le encubriría tal encono.
Ya en la tarde todo se detuvo. Hubo menester de más hierba combinadas por Rosario en un caldero hirviendo, pero al fin todo ese vaciado se detuvo. El hombre parecía devastado por una peste tan ajena como propia. Caminaba entre temblorosas pausas, pero ya repuesto. Llegaron dos noticias a casa de los esposos. Rosario en el dintel escuchaba que Chabela había parido una criatura completa y sana y que su compadre Apolonio era ya un espectro. Según como estuvo Nepomuceno, había de ser el espectro de éste, en tanto el pedo Apolonodio lo fue de aquel otro indiscreto pedo del almacén.

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