lunes, 2 de julio de 2012

PRÓLOGO


Prólogo
Catálogo

Vengo de un país del que nunca he salido, y en cuyo atlas se desdoblan los recodos de esta confesión. Pasajero entre tres vértices (que apenas conozco), recorrí sin dilaciones las intemperies extendidas: años tras años que se remedaban inconstantemente, mientras sus días se disputaban los parciales números de un almanaque que el rigor de mis dudas aún garabatea. Coleccioné algunas páginas bilingües; leí muchas otras piadosamente traducidas a mi idioma.  Inciertas todas, las averigüé en mi defensa.
El desapego a las tareas escolares, si bien con fervor acometido, había de aguzar mis biseles, no para aprender a escribir, sino para aprehender trasuntos dispares que tal vez intuyera de algún modo. Ya se diría que de mosaicos incompletos he discernido folios peculiares; ésta indócil certeza, a la que debo mi matrícula literaria, condecoró muchas veces mi impericia, pero también arrebató de mi pecho condecoraciones aún más indecorosas que aquéllas a las cuales pudiera atribuirle un fulgor pánico. 
En tinta ahogué mis primeras letras mecanografiadas, y en el profuso y hondo eclipse se hundieron lentamente tantas virtudes andariegas. Tras mi única máscara, ensayé y escribí nueve capítulos, durante el mismo plazo que me llevó suponerlos ya caducos o cuando menos terminados. Concesiones regidas quizá con la misma audacia de la que ahora creo procurar el favor de otras ocasiones.
He dicho que vengo de un país. Permítanme no contradecir lo que de tal modo abrevia los desafueros de una patriótica amplitud, porque enorgullecerme de extensiones accesorias sería, por decirlo así, santificar una órbita excéntrica que me obstruye desde el centro. Me juzgo, si he de excederme entonces, un consumado forastero de mi rutina, cuánto no lo sería para quien así lea mi inscripción.
(Algunas veces me figuré cierto mito sobre una antiquísima pareja, ilusoria y por demás perdida. La mujer, a mitad de la boda, le doblaba la edad a su marido; y luego, en una cercana época infinita, un año después del divorcio inevitable, la diferencia los aproximaba a cierto umbral, de manera que la infidelidad de los difuntos era el nuevo sacramento revelado a diario. Muy a pesar de las distensiones, creo vislumbrar los ardides de un pudoroso cronista, quien temería muy poco a los demás y mucho al contemporáneo Heródoto. De ahí que se sospeche que el superfluo valor de unas conjeturas siempre asigna un precio fijo. De ahí que el temor a la muerte proclame que la muerte gana, en un esfuerzo simultáneo, la tasa perdida. ¿Qué remordimiento, entonces, nos instiga a confesar pretensiones literarias? ¿Qué misericordia nos movería al perdón, si desconocemos su desventaja póstuma? Mi contestación es contingente, pero quizá yo haya de coincidir en ella, pues tras mi única máscara escribí, ahora usurpo el antifaz de un furtivo prologuista; a cubierto promuevo la excepción que  también me oculta.)
Por un lustro concebí lo que seguiría tartamudeando. Pese al arduo certamen, tuve descansos ociosos, y con indulgencia reprendí divagaciones por doquier. En tales travesías incursioné según prolijo diálogos, cuya grafía monótona y rasante no diferencia mucho a los caracteres en disputa. Entre a veces infranqueables párrafos, puse a contender atletas resueltamente heroicos, y a lontananza esperé por quien me convenciera; pero tras muchas riñas a ras de palabras impresas, poco de lo descrito cobraba el aliento de las razones eminentes.
Por otra parte, el mismo orgullo que se repite en ciertos rincones no sincronizó ninguna de las voces a ningún suicidio, tal vez porque —sin deconocer la virtud de ese neologismo que suelen derivar escolásticamente del crimen— nadie puede, por más que pueda según su poderoso poder, anularse ni rebatir las objeciones inmanentes. El significado convenido (del suicidio) es una metáfora a la que pormenorizar cuesta sólo un tributo policiaco: la complicidad del asesinado es la prerrogativa del verdadero asesino. Ergo, la aniquilación es la única utopía a ser probada por fuerza del acto, y ese acto escoge entre los amagos de un universo comprensiblemente ajeno.
Sin duda he pretendido una anticipación ordinaria con estos ademanes. Igual he usurpado la ventaja que ahora me demora, todo en pos de postergar el real exordio que exhuma restos preciso en el Capítulo VIII (cualquier fracción del capítulo siguiente corrobora los arqueológicos esfuerzos). Este párrafo, que declina sin pretender la talla de un retazo, viste (no disfraza) una declaración postrera: mi parcialidad por una novela que carece de otras extensiones que sin embargo le orbitan.

 2004

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