Prólogo
Catálogo
Vengo de un país del que nunca
he salido, y en cuyo atlas se desdoblan los recodos de esta
confesión. Pasajero entre tres vértices (que apenas conozco), recorrí
sin dilaciones las intemperies extendidas: años tras años que se remedaban
inconstantemente, mientras sus días se disputaban los parciales números de un
almanaque que el rigor de mis dudas aún garabatea. Coleccioné algunas páginas
bilingües; leí muchas otras piadosamente traducidas a mi idioma. Inciertas todas, las averigüé en mi defensa.
El desapego a las tareas
escolares, si bien con fervor acometido, había de aguzar mis biseles, no para
aprender a escribir, sino para aprehender trasuntos dispares que tal vez
intuyera de algún modo. Ya se diría que de mosaicos incompletos he discernido
folios peculiares; ésta indócil certeza, a la que debo mi matrícula literaria,
condecoró muchas veces mi impericia, pero también arrebató de mi pecho
condecoraciones aún más indecorosas que aquéllas a las cuales pudiera
atribuirle un fulgor pánico.
En tinta ahogué mis primeras
letras mecanografiadas, y en el profuso y hondo eclipse se hundieron lentamente
tantas virtudes andariegas. Tras mi única máscara, ensayé y escribí nueve
capítulos, durante el mismo plazo que me llevó suponerlos ya caducos o cuando
menos terminados. Concesiones regidas quizá con la misma audacia de la que
ahora creo procurar el favor de otras ocasiones.
He dicho que vengo de un país.
Permítanme no contradecir lo que de tal modo abrevia los desafueros de una
patriótica amplitud, porque enorgullecerme de extensiones accesorias sería, por
decirlo así, santificar una órbita excéntrica que me obstruye desde el centro.
Me juzgo, si he de excederme entonces, un consumado forastero de mi rutina,
cuánto no lo sería para quien así lea mi inscripción.
(Algunas veces me figuré cierto
mito sobre una antiquísima pareja, ilusoria y por demás perdida. La mujer, a
mitad de la boda, le doblaba la edad a su marido; y luego, en una cercana época
infinita, un año después del divorcio inevitable, la diferencia los aproximaba
a cierto umbral, de manera que la infidelidad de los difuntos
era el nuevo sacramento revelado a diario. Muy a pesar de las distensiones,
creo vislumbrar los ardides de un pudoroso cronista, quien temería muy poco a
los demás y mucho al contemporáneo Heródoto. De ahí que se sospeche que el
superfluo valor de unas conjeturas siempre asigna un precio fijo. De ahí que el
temor a la muerte proclame que la muerte gana, en un esfuerzo simultáneo, la
tasa perdida. ¿Qué remordimiento, entonces, nos instiga a confesar pretensiones
literarias? ¿Qué misericordia nos movería al perdón, si desconocemos su
desventaja póstuma? Mi contestación es contingente, pero quizá yo haya de
coincidir en ella, pues tras mi única máscara escribí, ahora usurpo el antifaz
de un furtivo prologuista; a cubierto promuevo la excepción que también me oculta.)
Por un lustro concebí lo que seguiría tartamudeando. Pese al arduo certamen, tuve descansos
ociosos, y con indulgencia reprendí divagaciones por doquier. En tales travesías incursioné según prolijo diálogos, cuya grafía monótona y rasante no
diferencia mucho a los caracteres en disputa. Entre a veces infranqueables
párrafos, puse a contender atletas resueltamente heroicos, y a lontananza
esperé por quien me convenciera; pero tras muchas riñas a ras de palabras
impresas, poco de lo descrito cobraba el aliento de las razones eminentes.
Por otra parte, el mismo
orgullo que se repite en ciertos rincones no sincronizó ninguna de las voces a ningún suicidio, tal vez porque —sin deconocer la virtud de ese neologismo que
suelen derivar escolásticamente del crimen— nadie puede, por más que pueda
según su poderoso poder, anularse ni rebatir las objeciones inmanentes. El
significado convenido (del suicidio) es una metáfora a la que pormenorizar
cuesta sólo un tributo policiaco: la complicidad del asesinado es la
prerrogativa del verdadero asesino. Ergo, la aniquilación es la única utopía a
ser probada por fuerza del acto, y ese acto escoge entre los amagos de un
universo comprensiblemente ajeno.
Sin duda he pretendido una
anticipación ordinaria con estos ademanes. Igual he usurpado la ventaja que
ahora me demora, todo en pos de postergar el real exordio que exhuma restos
preciso en el Capítulo VIII (cualquier fracción del capítulo siguiente
corrobora los arqueológicos esfuerzos). Este párrafo, que declina sin pretender
la talla de un retazo, viste (no disfraza) una declaración postrera: mi
parcialidad por una novela que carece de otras extensiones que sin embargo le
orbitan.
2004
No hay comentarios:
Publicar un comentario