viernes, 6 de julio de 2012

NOVELA, fragmento


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Hasta esa simetría que prevalece en el monstruo aflora de una figura estrafalaria. Sus pies, encaminados entre las trancas y su cojera, van sujetos con remaches a cierto cordón umbilical que le ahorca todos los días. También sus manos, enredadas entre cicatrices, no se desprenden del mareo, sino que lo acarician, como si la ternura le esperanzara a transigir con su propio luto. El sudor perla sus moretones, honrándole en sus fiebres como a un desdichado rey cuya tiranía justifica sólo el revés de sus anversos. ‘En habiendo sido, fueron antes de que fueran lo que están siendo…’
El sol alto aviva las voces de los curiosos. Tantos se dispersan y concurren en la misma desesperación, y a veces, en tiento de una vara, desafían los celos de quien la codicia le aguzó los demás instintos. Con unas cuantas monedas, tasada por la nervuda anciana a la sombra de su toldo, muchos dilapidan su propia mezquindad, acaso para procurar la ocasión de desquitarse con un prójimo inferior. Ya vencido el pobre bruto, duerme sin saber si en ese amparo otros adversarios más tenaces perpetran vengar su desdén. Una fruta en medio de los ojos no lo despierta, ni la risa que festeja el blanco, pero si la tenue larva que se aplica vanamente dentro de un elemento más propicio. Con sus toscos dedos limpia su cara hasta reunir los restos en su boca; tal vez le es lícito corregir su hambre, puesto que las severas correcciones de otros le instruyeron el hábito de la inalcanzable perfección.
La vieja, cuya cabellera ya degenera en plata y aun en escasez, cuenta los últimos círculos que ya no eclipsan su apatía. A término de tales cuentas, llegan dos hombrones, hijos suyos, casi tan feroces como el encadenado, y bien dispuestos a bregar con ese monstruo. Se desperezan con los puños en alto, apelan a sus aparejos de rigor, y se allegan con una parsimonia que habitualmente les divide en el encono. La vieja reprocha la tardanza:
Apurad, que pariros me rezagó de mis parientes.
Los mellizos sacan ventaja del reproche y con obstinación apuran el resignado semblante del monstruo. El tuerto de ellos acarrea las cadenas al carromato, mientras el otro, blandiendo el arpón, cuida de que no haya menester más que de sus pullas:
Si un tuerto pierde un ojo apenas, es como si a lo mucho perdiera los dos al tiempo; tiempo malo para tentar allí a la tranca.
Ya tantos pesares habían amaestrado a la mole; se echa andar sin que restañen ese látigo de siempre, y con pasos regulares llega al estribo. Mientras sube, los huérfanos del mercado lo apedrean, a despecho de la vieja e incluso en rebaja de sus juramentos.
Un hombre detiene la mano de uno. El muchacho se vuelve entre contorsiones de súplicas, buscando del desconocido, que aún no encara, cierta clemencia venida de cualquier parte, o cuando menos se ilusiona con que le conmuten su cautiverio en un castigo mínimo cuanto que ya temía lo peor, pero cuando ve en el puño que lo apresa la pulpa podrida del escarnio, entonces trata de justificarse con el acto contiguo. De tal modo infiere que él no ha de ser juzgado por unos de los otros, pero nada basta para que precisamente aquel vecino se exima de cualidades expiatorias, pues apenas recordar un origen incierto combina muchos modos de escarmentar a la criatura sin que figure doliente alguno. Su desilusión le nubla los ojos hasta el llanto inconsolable, y sus gritos en vano arengan tantas lágrimas de linaje incierto. ¿Quién puede condolerse de antepasados que nadie conozca, habiendo dejado a uno de sus frutos condescender con el mal?
Con cierto orgullo lleva a rastra al granuja, y en su entorno otros curiosos se arremolinan en murmuraciones; los más rayanos a su legitimidad opresora lo palmean, celebrándole su fidelidad a la ley. Los otros huérfanos, que no tentaron la impaciencia de quienes en poco seguirían el ejemplo riguroso hasta la obstinación, desisten de sus piedras antes de señalárseles con esos dedos acusadores que en doquier se erizan, y todos ellos prefieren precipitarse en el descalabro vertiginoso de los espinos que seguir allí.
Mientras el reo va por fuerza de su custodio, vanamente demorando los adoquines en el camino, se escucha la condena voceada en el desaforado desconcierto, y desde las arcadas de los puentes, que el custodio y el reo trasponen, otros verdugos anticipan el rigor del condigno castigo. Tal puntería es, en efecto, proclive, puesto que aún el tribunal sesiona en los arrabales del mercado, donde las piedras empotradas carecen del orden con que se estudió la calzada del centro.
Allí van, donde los parias comercian con los aventureros. Los ojos del muchacho los azora la incertidumbre de una multitud tanto más inverosímil cuanto más apilada a lo infinito. Al traspasar por fin las últimas junturas, no concibe una idea general de cómo los detalles de los mampuestos principiarían su fin, pero de repente la malicia, si bien desprovista de todo sosiego ordinario, le hace pretender los arcos de un mordisco. Entonces le muerde al hombre que le apresa, porque se figura que el suplicio de seguir bajo esa ley no le iba favorecer nunca.
El dolor del hombre llega a lo más insensible de su carne, tanto que hasta el crecimiento de los dientes abre fondo dentro de ese fondo. Una eternidad apenas un poco más profusa y el mordisco topa riña con el hueso, pero los instantes de quienes se distancian tras algo mutuo apremian más bien la separación de un fin irreconciliable. El muchacho se hace a la fuga de un salvaje salto que casi le descalabra allí mismo. Incorporándose, puede abrirse vereda entre la estrechez de los primeros toldos, a ras de los avaros proscritos del extremo norte. El hombre relame la herida, y reconoce el resabio que le había marcado previamente. En virtud de un desagravio, deja que la vista lo guíe en la persecución, pero su corpulencia, al abreviar los juveniles recodos que le rezagan, se demora entre muchos obstáculos que al punto se agrupan en progresiones más densas y animosas. Ya no divisa al muchacho, y el desconcierto lo testifican quienes después, quizás, serán hostigadores de su perseguidora ilusión. No detiene la marcha, y por mera porfía, sin aflojar en la carrera, supone una ruta a través de ciertas señales que habían de avenirse al rastro.
Allí la mujer de los porvenires ceremoniales, rodeada de humos cuyas volutas se disgregan en traslúcidos mapas de olor, pero ninguna de los vaticinios concuerda con quien de reojo ruega por un enigma. El hombre sigue sin saber a dónde, y los pies, que acaso temen a la incertidumbre, también sobre las piedras divagan, e incluso por la disolución de sus huellas coinciden en el ángulo más cerrado del silencio; aunque divididas las sandalias a ras de la tierra inculta, sólo sobre esas mismas huellas parecen encallar sin descubrir ningún horizonte. De un lado no vislumbra mucho, del otro ve un curandero hermafrodita, cuyos lentos caracoles suele cebarles a las úlceras de su clientela, pero ni la sombra, al sesgo de un toldo roto a la intemperie de dos décadas inconstantes, le revelaba un perfil en aquella doble hechura.
Ya la multitud le sobrecoge. Tanta gente emparentada desde un origen incestuoso se le figura parecida, y cuando casi desespera en la uniformidad, entonces una variación apenas resalta entre lo distinto; una mano se aguza en acusar al prófugo, y la traza de aquella mano delatora, recortada de la grumosa realidad, le detiene en seco. Tras la mano, un codo cobijado en pliegues; tras las quiromancias diferidas y el codo, más pliegue y luego una faz de irresoluta juventud, apenas delineadas por las primeras lanas de una barba próspera. La procesión restituye otras discordias que anegan el saliente, dejándole sólo una efigie recortada en la delación del otro.
El acontecimiento no abarcó ni uno de sus resoplidos, pero hasta la ausencia basta para condescender con su terquedad. Reanuda lo que lo detuviera de pronto. Ahora la carrera le es más dadivosa en detalles, pero igual de reacia a declarar sus secretos. A cada paso le es más difícil dar el otro, y los tramos de mercadería rala se le transfiguran delante de su inspección en un glosario de cosas que sólo se deprecian por la sucesión infaltable de otras muchas, iguales o apenas parecidas. Escucha las voces agigantarse desde abajo, oye el tintineo de la moneda en curso y hasta los chasquidos de quienes regatean. Vuelve su vista al cielo, sin renunciar al laberinto (ay el mismo cielo que se ahonda en su esplendor), pero ya los parasoles censuran la oración sinceramente proferida por los arrepentidos.
Huele a pescado curtido en sal; y sigue caminando. Huele a frutos secos, quebrados en una delgada harina; y sigue caminando. Huele a especias mezclada con hierbas silvestres para rendirles en su innumerable finitud; y sigue caminando. Huele el estiércol de las bestias de carga; y sigue caminando. Huele la tierra cocida en cacharros; y sigue caminando. Huele a aves martirizadas en jaulas estrechas; y aún el hombre no ve entre la multitud dónde se aloja el bribón. Huele a flores suntuosas, aunque resignadas a los velorios; pero ningún aroma lo tiraniza más que el del sudor tan ostensible en su fracaso. Todos aquellos oficios, en el entrevero de historias diferentes, sólo destilan una impresión tanto más homogénea cuanto que lo vuelve en náuseas.
Se lleva el dorso de su mano a la frente sudorosa, enjuga sus ojeras. En las rendijas de su temblor, revé el huérfano comiendo de un mendrugo casi tan duro como la roca que le perdiera. Acomete contra la multitud otra vez, pero sin distinguir más que una niebla apretujada de lomos, y en la violencia de su ilusión desbarata el puesto de un agiotista, manda de bruces a un cojitranco, le aplasta la nariz a un púgil ya arrebatado por una enfermedad grave; otros indistintos sufren el rigor de sus codazos, y antes de que al fin tuviera cuando menos la memoria perdurable del crimen remarcada en la impunidad del otro, granizan puños hechos de fuego o hielo. Entre bastones que recaen con aplicado énfasis, también insisten las migajas que el hambre del huérfano no pudo disuadir. Otra vez se arremolinan entorno a él, más apretadamente que antes, pero no para celebrarle nada, sino para censurar las perversiones de los de otrora, que ya ni los vértices de la dispersión conocen. Los porrazos abundan en tantos efectos y vigores que el dolor ya es constante y acaso nulo. Su cuerpo malogrado con ese ritmo, casi a la deriva de un río apacible, busca la muerte; y en eso está cuando una daga incierta le acosa para diferenciarle la metáfora.
La súbita desaparición del finado, entre las manazas y los pisotones, hace temer a cada verdugo que la desgracia ajena termine por invocar a la propia. La mayoría, entonces, prefiere su salvación privada y de cualquier modo, pero la misma vehemencia de tal partido revuelve una orilla más crispada de lo que supone su espuma. Muchos puestos fueron desolados por el creciente desorden. Entre las muchas garras que se endurecen en los golpes, otras de rapiña procuran su ínfimo tesoro sin poder convenir aún el valor tangible del desastre. En vano los mercaderes interceden para salvar al menos un décimo de su hacienda, y ni siquiera aquellos toldos, ya hechos jirones a ras de bandidos, presumen las insignias de una catástrofe.
El sol escarmienta a todos. La lucha se hace lenta y fatigosa. Mientras la batalla mengua por la deserción y por la paz amenazante de los guardias, una doncella ve las telas que hondean aquellos laboriosos figurines. Ve como se trastocan sus colores tal unos prevalecen en desmedro de otros. Desde lejos teje y desteje lo que al cabo ha de tener su forma, tan pródiga de nudos, aunque ciertos amarres se prenden de otras impresiones. De esa batalla, devana un hilo más regular. Se escucha una corneta en el remoto aire, y como de súbita magia el pleito se simplifica a dos borrachos que pugnan sordamente por tenerse en pie. He allí, entonces, cuando la virgen resuelve la simetría de una manta, con apenas colmar un múltiplo hasta los recodos de su imaginación, y sin contenerlo aún en el necesario ribete.
Al caer los borrachos, para consuelo de los heridos y festejo de los ensangrentados, la muchacha decide los colores y la tersura de la hebra. Su silencio lo reprocha el padre, aquél que más se demudaba en avivar la disputa. El viejo llama a su mujer iracundo, y del mismo modo la reprende por descuidar a la perezosa hija, que quizá urde cierta fuga con algún aventurero. La madre entonces se disculpa por aquella trasgresión que no excedía su propio silencio, y maternalmente recoge para sí los reproches, pero el energúmeno no conviene que se le apacigüe con una abnegación tan fácil. Exagera su cólera casi hasta el colapso, y aun el furor de no llegar a ser verosímil le unge un carácter espantoso. Hace ademanes aquí y allá. En medio de sus embates, se conduele de su nombre, acaso si la ligereza de su hija le deshonra. La muchacha ve a su padre braceando con una congestión, y entonces ella sustituye el matiz predominante que debería tener la manta. El viejo ya no descubre pecado en la resignada fe de sus mujeres, y tal vez por despecho, y también para no morir como expresión de su máscara, se da vuelta en un berrinche mucho más moderado, pero entonces se topa con los contendientes de un tablero, y tras el choque las suertes favorables se cambian con las notaciones adversas de quien había de perder en el devenir ordinario de las casillas. No tarda el viejo, a seguro de saberles cobardes, en machacar cierta vecindad tan inoportuna en las extravagancias del ocio. Los rivales, en efecto, no contrarían a su arbitrario vecino. Así que cabizbajos no apartan los ojos del tablero; y tácitamente pactan decidir la culpa entre los dos, aunque, por de pronto, no el ganador de la partida.
Cada uno trata de restaurar las piezas a su favor. Las simultáneas y opuestas usurpaciones colisionan hasta restaurar apenas un desastre parecido, del cual parten otra vez las acometidas; y así sucesivamente coinciden sucesivos remedos. Si sólo el tiempo de la disputa les diera una solución cabal, ningún horario verificaría entonces las ambiciones de ninguno, pero inclusive la esperanza de que se complete ese prodigio los reúne en contra de la razón. Sólo se pueden acoger a los propósitos de unos moretones que trascenderán los insultos, pues las pacíficas manos, que rigiesen sobre el tablero las estrategias de feroces jerarquías, han de toparse siempre con la certidumbre de que cualquier guerra irresoluta al cabo producirá un vencedor. Entonces, no tarda el vecino en azuzarles ni ellos en dar constancia de sus trompadas. En medio de esa riña rompen el tablero sin decidir las apuestas de quienes se arremolinaron en derredor del nuevo número. Los dos se avergüenzan de sus actos y acuden presurosos a compadecerse de las ruinas; sólo el sincero despecho puede convenir tales escombros, pero la caridad de unos cobardes no era del gusto común. Así que cunde la decepción entre los instigadores, y todos recriminan a ese incesto los vicios que ya no merece testimonio alguno. Mientras ambos tratan cuando menos la restauración de las casillas, las demás criaturas se dispersan.

Ya en lo alto, desde el primer recodo, donde se divisa la calzada serpenteante de extremo a extremo, el carromato del monstruo es repechado en la pendiente. Madre e hijos se distraen con el reciente tumulto que allá abajo ya iba disgregándose. Alternativamente los parientes se ríen de lo que ven. Sólo el monstruo sigue sereno. Un par de lágrimas, apenas contenidas en el pastoso borde de sus ojeras, vivifica el cristal de sus ojos, que es acaso lo único que le ha tallado la pasión del dolor y no el horror del dolor. Ve a sus captores, alternativamente, y sabe que está perdido. Sopesa sus cadenas y sabe que nunca será libre. Así que el mismo desespero le mueve a trasgredir su condición hasta el límite de su ruda biografía. De un salto cae sobre la vieja, dejándola muerta al punto. La mano de la vieja se relaja al fin y de las arrugas caen a tierra las monedas de su último día; todas con la efigie del rey en perfil decidido. Al punto los huérfanos lo aplacan con sólo redoblar los garrotes en la costura de una cicatriz horrible, pero ni sobre esa protuberancia se consuelan del luto así de oscurecido. (Oscurece.)
(...)

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