(…)
(…)
Hasta
esa simetría que prevalece en el monstruo aflora de una figura
estrafalaria. Sus pies, encaminados entre las trancas y su cojera,
van sujetos con remaches a cierto cordón umbilical que
le ahorca todos los días.
También sus manos, enredadas entre cicatrices, no se desprenden del
mareo, sino que lo acarician, como si la ternura le esperanzara a
transigir con su propio luto. El sudor perla sus moretones,
honrándole en sus fiebres como a un desdichado rey cuya tiranía
justifica sólo el revés de sus
anversos.
‘En
habiendo sido, fueron antes de que fueran lo que están siendo…’
El
sol alto aviva las voces de los curiosos. Tantos se dispersan y
concurren en la misma desesperación, y a veces, en tiento de una
vara, desafían los celos de quien la codicia le aguzó los demás
instintos. Con unas cuantas monedas, tasada por la nervuda anciana a
la sombra de su toldo, muchos dilapidan su propia mezquindad, acaso
para procurar la ocasión de desquitarse con un prójimo inferior. Ya
vencido el pobre bruto, duerme sin saber si en ese
amparo otros adversarios más tenaces perpetran vengar su
desdén. Una fruta en medio de los ojos no lo despierta, ni la risa
que festeja el blanco, pero si la tenue larva que se aplica vanamente
dentro de un elemento más propicio. Con sus toscos dedos limpia su
cara hasta reunir los restos en su boca; tal vez le es lícito
corregir su hambre, puesto que las severas correcciones de otros le
instruyeron el hábito de la inalcanzable perfección.
La
vieja, cuya cabellera ya degenera en plata y aun en escasez, cuenta
los últimos círculos que ya no eclipsan su
apatía.
A término de tales cuentas, llegan dos hombrones, hijos suyos, casi
tan feroces como el encadenado, y bien dispuestos a bregar con ese
monstruo. Se desperezan con los puños en alto, apelan a sus aparejos
de rigor, y se allegan con una parsimonia que habitualmente les
divide en el encono. La vieja reprocha la tardanza:
—Apurad,
que pariros me rezagó de mis parientes.
Los
mellizos sacan ventaja del reproche y con obstinación apuran el
resignado semblante del monstruo. El tuerto de ellos acarrea las
cadenas al carromato, mientras el otro, blandiendo el arpón, cuida
de que no haya menester más que de sus pullas:
—Si
un tuerto pierde un ojo apenas, es como si a lo mucho perdiera los
dos al tiempo; tiempo malo para tentar allí a la tranca.
Ya
tantos pesares habían amaestrado a la mole; se echa andar sin que
restañen ese látigo de siempre, y con pasos regulares llega al
estribo. Mientras sube, los huérfanos del mercado lo apedrean, a
despecho de la vieja e incluso en rebaja de sus juramentos.
Un
hombre detiene la mano de uno. El muchacho se vuelve entre
contorsiones de súplicas, buscando del desconocido, que aún no
encara, cierta clemencia venida de cualquier parte, o cuando menos se
ilusiona con que le conmuten su cautiverio en un castigo mínimo
cuanto que ya temía lo peor, pero cuando ve en el puño que lo
apresa la pulpa podrida del escarnio, entonces
trata de justificarse con el acto contiguo. De
tal modo
infiere que él no ha de ser juzgado por unos de los otros,
pero nada
basta para que precisamente aquel vecino se exima de cualidades
expiatorias, pues apenas
recordar un origen incierto combina muchos modos de escarmentar a la
criatura sin que
figure
doliente alguno. Su desilusión le nubla los ojos hasta el llanto
inconsolable, y sus gritos en vano arengan tantas lágrimas de linaje
incierto. ¿Quién puede condolerse de antepasados que nadie conozca,
habiendo dejado a uno de sus frutos condescender con el mal?
Con
cierto orgullo lleva a rastra al granuja, y en su entorno otros
curiosos se arremolinan en murmuraciones; los más rayanos a su
legitimidad opresora lo palmean, celebrándole su fidelidad a la ley.
Los otros huérfanos, que no tentaron la impaciencia de quienes en
poco seguirían el ejemplo riguroso hasta la obstinación, desisten
de sus piedras antes de señalárseles con esos dedos acusadores que
en doquier se erizan, y todos ellos prefieren precipitarse en el
descalabro vertiginoso de los espinos que seguir allí.
Mientras
el reo va por
fuerza de
su custodio, vanamente demorando los adoquines en el camino, se
escucha la condena voceada en el desaforado desconcierto, y desde las
arcadas de los puentes, que el custodio y el reo trasponen, otros
verdugos anticipan
el rigor del condigno castigo. Tal puntería es, en efecto, proclive,
puesto que aún el tribunal sesiona en los arrabales del mercado,
donde las piedras empotradas carecen del orden con que se estudió la
calzada del centro.
Allí
van, donde los parias comercian con los aventureros. Los ojos del
muchacho los azora la incertidumbre de una multitud tanto más
inverosímil cuanto más apilada a lo infinito. Al traspasar por fin
las últimas junturas, no concibe una idea general de cómo los
detalles de los mampuestos principiarían su fin, pero de repente la
malicia, si bien desprovista de todo sosiego ordinario, le hace
pretender
los
arcos de un mordisco. Entonces le muerde al hombre que le apresa,
porque
se figura que el suplicio
de seguir
bajo esa ley no le iba favorecer nunca.
El
dolor del hombre llega
a
lo más insensible de su carne, tanto que hasta el crecimiento de los
dientes abre
fondo
dentro de ese fondo.
Una eternidad apenas un poco más profusa y el mordisco topa riña
con el hueso, pero los instantes de quienes se distancian tras algo
mutuo apremian más bien la separación de un fin irreconciliable. El
muchacho se hace a la fuga de un salvaje salto que casi le descalabra
allí mismo. Incorporándose, puede abrirse vereda entre la estrechez
de los primeros toldos, a ras de los avaros proscritos del extremo
norte. El hombre relame la herida, y
reconoce
el resabio
que
le
había marcado
previamente.
En
virtud de un
desagravio, deja que la vista lo guíe en la persecución, pero su
corpulencia, al abreviar los juveniles recodos que le rezagan, se
demora entre muchos obstáculos que al punto se agrupan en
progresiones más densas y animosas. Ya no divisa al muchacho, y el
desconcierto lo testifican quienes después, quizás, serán
hostigadores de su perseguidora ilusión. No detiene la marcha, y por
mera porfía, sin aflojar en la carrera, supone una ruta a través de
ciertas señales que habían de avenirse al rastro.
Allí
la mujer de los porvenires ceremoniales, rodeada de humos cuyas
volutas se disgregan en traslúcidos mapas de olor, pero ninguna de
los vaticinios concuerda
con
quien de reojo ruega por un enigma. El hombre sigue sin saber a
dónde, y los pies, que acaso temen a la incertidumbre, también
sobre las piedras divagan, e incluso por la disolución de sus
huellas coinciden en el ángulo más cerrado del silencio; aunque
divididas las sandalias a ras de la tierra inculta, sólo sobre esas
mismas huellas parecen encallar sin descubrir ningún horizonte. De
un lado no vislumbra mucho, del otro ve un curandero hermafrodita,
cuyos lentos caracoles suele cebarles a las úlceras de su clientela,
pero ni la sombra, al sesgo de un toldo roto a la intemperie de dos
décadas inconstantes, le revelaba un perfil en aquella doble
hechura.
Ya
la multitud le sobrecoge. Tanta gente emparentada desde un origen
incestuoso se le figura parecida, y cuando casi desespera en la
uniformidad, entonces una variación apenas resalta entre lo
distinto; una mano se aguza en acusar al prófugo, y la traza de
aquella mano delatora, recortada de la grumosa realidad, le detiene
en seco. Tras la mano, un codo cobijado en pliegues; tras las
quiromancias diferidas y el codo, más pliegue y luego una faz de
irresoluta juventud, apenas delineadas por las primeras lanas de una
barba próspera. La procesión restituye otras discordias que anegan
el saliente, dejándole sólo una efigie recortada en la delación
del otro.
El
acontecimiento no abarcó ni uno de sus resoplidos, pero hasta la
ausencia
basta para condescender con su terquedad. Reanuda lo que lo detuviera
de pronto. Ahora la carrera le es más dadivosa en detalles, pero
igual de reacia a declarar sus secretos. A cada paso le es más
difícil dar el otro, y los tramos de mercadería rala se le
transfiguran delante de su inspección en un glosario de cosas que
sólo se deprecian por la sucesión infaltable de otras muchas,
iguales o apenas parecidas. Escucha las voces agigantarse desde
abajo, oye el tintineo de la moneda en curso y hasta los chasquidos
de quienes regatean. Vuelve su vista al cielo, sin renunciar al
laberinto (ay el mismo cielo que se ahonda en su esplendor), pero ya
los parasoles censuran la oración sinceramente proferida por los
arrepentidos.
Huele
a pescado curtido en sal; y sigue caminando. Huele a frutos secos,
quebrados en una delgada harina; y sigue caminando. Huele a especias
mezclada con hierbas silvestres para rendirles en su innumerable
finitud; y sigue caminando. Huele el estiércol de las bestias de
carga; y sigue caminando. Huele la tierra cocida en cacharros; y
sigue caminando. Huele a aves martirizadas en jaulas estrechas; y aún
el hombre no ve entre la multitud dónde se aloja el bribón. Huele a
flores suntuosas, aunque resignadas a los velorios; pero ningún
aroma lo tiraniza más que el del sudor tan ostensible en su fracaso.
Todos aquellos oficios, en el entrevero de historias diferentes, sólo
destilan una impresión tanto más homogénea cuanto que lo vuelve en
náuseas.
Se
lleva el dorso de su mano a la frente sudorosa, enjuga sus ojeras. En
las rendijas de su temblor, revé el huérfano comiendo de un
mendrugo casi tan duro como la roca que le perdiera. Acomete contra
la multitud otra vez, pero sin distinguir más que una niebla
apretujada de lomos, y en la violencia de su ilusión desbarata el
puesto de un agiotista, manda de bruces a un cojitranco, le aplasta
la nariz a un púgil ya arrebatado por una enfermedad grave; otros
indistintos sufren el rigor de sus codazos, y antes de que al fin
tuviera cuando menos la memoria perdurable del crimen remarcada en la
impunidad del otro,
granizan puños hechos de fuego o hielo. Entre bastones que recaen
con aplicado énfasis, también insisten las migajas que el hambre
del huérfano no pudo disuadir. Otra vez se arremolinan entorno a él,
más apretadamente que antes, pero no para celebrarle nada, sino para
censurar las perversiones de los de otrora, que ya ni los vértices
de la dispersión conocen. Los porrazos abundan en tantos efectos y
vigores que el dolor ya es constante y acaso nulo. Su cuerpo
malogrado con ese ritmo, casi a la deriva de un río apacible, busca
la muerte; y en eso está cuando una daga incierta le acosa para
diferenciarle la metáfora.
La
súbita desaparición del finado, entre las manazas y los pisotones,
hace temer a cada verdugo que la desgracia ajena termine por invocar
a la propia. La mayoría, entonces, prefiere
su salvación privada y
de cualquier modo, pero la misma vehemencia de tal partido revuelve
una orilla más crispada de lo que supone su espuma. Muchos puestos
fueron desolados por el creciente desorden. Entre las muchas garras
que se endurecen en los golpes, otras de rapiña procuran su ínfimo
tesoro sin poder convenir aún el valor tangible del desastre. En
vano los mercaderes interceden para
salvar al menos un décimo de su hacienda, y ni siquiera aquellos
toldos, ya hechos jirones a ras de bandidos, presumen las insignias
de una catástrofe.
El
sol escarmienta a todos. La lucha se hace lenta y fatigosa. Mientras
la batalla mengua por la deserción y por la paz amenazante de los
guardias, una doncella ve
las telas que hondean aquellos laboriosos figurines. Ve como se
trastocan sus colores tal unos prevalecen en desmedro de otros. Desde
lejos teje y desteje lo que al cabo ha de tener su forma, tan pródiga
de nudos, aunque ciertos amarres se prenden de otras impresiones. De
esa batalla, devana un hilo más regular. Se escucha una corneta en
el remoto aire, y como de súbita magia el pleito se simplifica a dos
borrachos que pugnan sordamente por tenerse en pie. He allí,
entonces, cuando la virgen resuelve la simetría de una manta, con
apenas colmar un múltiplo hasta los recodos de su imaginación, y
sin contenerlo aún en el necesario ribete.
Al
caer los borrachos, para consuelo de los heridos y festejo de los
ensangrentados, la muchacha decide los colores y la tersura de la
hebra. Su silencio lo reprocha el padre, aquél que más se demudaba
en avivar la disputa. El viejo llama a su mujer iracundo, y del mismo
modo la reprende por descuidar a la perezosa hija, que quizá urde
cierta fuga con algún aventurero. La madre entonces se disculpa por
aquella trasgresión que no excedía su propio silencio, y
maternalmente recoge para sí los reproches, pero el energúmeno no
conviene que se le apacigüe con una abnegación tan fácil. Exagera
su cólera casi hasta el colapso, y aun el furor de no llegar a ser
verosímil le unge un carácter espantoso. Hace ademanes aquí y
allá. En medio de sus embates, se conduele de su nombre, acaso si la
ligereza de su hija le deshonra. La muchacha ve a su padre braceando
con una congestión, y entonces ella sustituye el matiz predominante
que debería tener la manta. El viejo ya no descubre pecado en la
resignada fe de sus mujeres, y tal vez por despecho, y también para
no morir como expresión de su máscara, se da vuelta en un berrinche
mucho más moderado, pero entonces se topa con los contendientes de
un tablero, y tras el choque las suertes favorables se cambian con
las notaciones adversas de quien había de perder en el devenir
ordinario de las casillas. No tarda el viejo, a seguro de saberles
cobardes, en machacar cierta vecindad tan inoportuna en las
extravagancias del ocio. Los rivales, en efecto, no contrarían a su
arbitrario vecino. Así que cabizbajos no apartan los ojos del
tablero; y tácitamente pactan decidir la culpa entre los dos,
aunque, por de pronto, no el ganador de la partida.
Cada
uno trata de restaurar las piezas a su favor. Las simultáneas y
opuestas usurpaciones colisionan hasta restaurar apenas un desastre
parecido, del cual parten otra vez las acometidas; y así
sucesivamente coinciden sucesivos remedos. Si sólo el tiempo de la
disputa les diera una solución cabal, ningún horario verificaría
entonces las ambiciones de ninguno, pero inclusive la esperanza de
que se complete ese prodigio los reúne en contra de la razón. Sólo
se pueden acoger a los propósitos de unos moretones que trascenderán
los insultos, pues las pacíficas manos, que rigiesen sobre el
tablero las estrategias de feroces jerarquías, han de toparse
siempre con la certidumbre de que cualquier guerra irresoluta al cabo
producirá
un vencedor. Entonces, no tarda el vecino en azuzarles ni ellos en
dar constancia de sus trompadas. En medio de esa riña rompen el
tablero sin decidir las apuestas de quienes se arremolinaron en
derredor del nuevo número. Los dos se avergüenzan de sus actos y
acuden presurosos a compadecerse de las ruinas; sólo el sincero
despecho puede convenir tales escombros, pero la caridad de unos
cobardes no era del gusto común. Así que cunde la decepción entre
los instigadores, y todos recriminan a ese incesto
los vicios que ya no merece testimonio alguno. Mientras ambos tratan
cuando menos la restauración de las casillas, las demás criaturas
se dispersan.
Ya
en lo alto, desde el primer recodo, donde se divisa la calzada
serpenteante de extremo a extremo, el carromato del monstruo es
repechado en la pendiente. Madre e hijos se distraen con el reciente
tumulto que allá abajo ya iba disgregándose. Alternativamente los
parientes se ríen de lo que ven. Sólo el monstruo sigue sereno. Un
par de lágrimas, apenas contenidas en el pastoso borde de sus
ojeras, vivifica el cristal de sus ojos, que es acaso lo único que
le ha tallado la pasión del dolor y no el horror del dolor. Ve a
sus captores, alternativamente,
y
sabe que está perdido. Sopesa sus cadenas y sabe que nunca será
libre. Así que el mismo desespero le mueve a trasgredir su condición
hasta el límite de su ruda biografía. De un salto cae sobre la
vieja, dejándola muerta al punto. La mano de la vieja se relaja al
fin y de las arrugas caen a tierra las monedas de su último día;
todas con la efigie del rey en perfil decidido. Al punto los
huérfanos
lo aplacan con sólo redoblar los garrotes en la costura de una
cicatriz horrible, pero ni sobre esa protuberancia se consuelan del
luto así de oscurecido. (Oscurece.)
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