PUERTO CABELLO ya se veía como un rizo de espuma en el Caribe, un saliente al final de todas las olas. Cuántos desastres y aciertos habían sostenido o desatado pasiones en ese ombligo. La gente que había quedado detrás parecía habitar el barco, pero con un aliento de otro mundo, y tal vez por turnos recobraban sus maneras en cualquier rostro ajeno. Vivian y Alberto respondían, con pequeñas acciones de hogar, las preguntas que el silencio ahondaba entre los dos. Los niños, en cambio, no dejaban de parlotear en una jerga acaso inventada para el viaje. Alberto, al ver que el pequeño Jonás regurgitaba buches de leche sobre el regazo de su madre, supo que aquel viaje tenía un destino debajo del agua o encima del cielo. Supo que los senderos estaban del otro lado y que los niños escribirían cartas cuyos idiomas vinieron en los baúles de sus mayores. No quiso, sin embargo, conciliar ningún pronóstico para ese viaje, tampoco retomar las expectativas mejor fundadas en la costa; más bien recordó las atalayas de piedra que repelieron a los piratas y las estrechas calles de su pueblo. Imaginó, sin querer evitarlo, la desesperación del coronel Bolívar al perder la guarnición en 1812.1
Vivian contaba sus niños cada vez que ellos cambiaban de posición, y de vez en cuando apuntaba deberes en una cartulina que siempre guardaba en la caja de costura. Sabía que el tedio necesitaba de ciertas marcas y que esas marcas sólo tenían sentido en el itinerario de entonces, por lo demás pensó un poco en la primavera, en el frío que aún hacía en Nueva York, y, sobre todo, en que los niños iban a crecer muy de prisa durante el viaje.
El plenilunio era un farol que alumbraba tanto como el temor que infundía desde lejos. Un círculo de plata, a veces nebulosa, que iba a menguar hasta desaparecer sobre los hombros de cualquiera, para después renacer como siempre en un ángulo del cielo. En cierta forma era un calendario para el viaje, y remataría en Ellis Island con una luna nueva, la más favorable que pudiera esperar el matrimonio. Antes de abordar ya había pasajeros provenientes de Curazao; luego la Guaira, y más allá la travesía fuera de las aguas venezolanas. Debían convenir que la tierra natal se desvanecería en medio de otras costumbres, parecidas o distintas. Detrás de Puerto Cabello quedaba un continente inabarcable; quedaba con más precisión un país para el que es menester sufrir de un patriotismo como se sufre de un exilio. La última bandera española fue arreada justo en Puerto Cabello, y desde entonces caudillos de todos las especies han proliferado con sus montoneras y sus divisas. Venezuela otra vez estaba en una disputa encarnizada.2
Los pasajeros venezolanos sabían muy bien que a la vuelta el país iba ser otro, y seguramente por lo mismo las profecías procuraban ser tan delirantes como para al menos atinar en algo. Incluso asombraba el desparpajo de los argumentos, pues había en los interlocutores cierta libertad que sólo era imaginable en una isla desierta.
—Da lo mismo lo que nos dejen los colombianos, los brasileños y los ingleses3—dijo uno de aquellos engominados que a la sazón se había vestido para su liturgia—, puede ser apenas un rodete de tierra, pero este país siempre costará mucha sangre en cada palmo, y no tanto por defenderlo, sino por desangrarlo.
—Andueza Palacio4 caerá, porque los legalistas5 restaurarán el orden.
— ¿Y a qué llama usted restaurar el orden, por cierto?
—En rigor, ¿qué pretende el presidente?
—Extender su periodo dos años más.
—Bueno, los legalistas evitarán que se perpetúe en el poder. Que cómo lo harán, pues será simple, acaso como ya lo están haciendo; a plomo.
—y luego, ¿de cuál orden hablamos?
—Tan sencillo como pasar por escrito las pretensiones del propio Andueza, sólo que el General Crespo6 será el presidente constitucional cada cuatro años.
—Y también veremos manganzones7 en todas las plazas Bolívar que se hagan.
Las risas era lo único que podía entender Alberto de aquellos hombres. Por alguna razón esa discordia a bordo se le figuraba lejana, quizá tan lejana como las críticas que suscitó Solón en Atenas. Intercambió, eso sí, una que otra impresión general antes de volver al camarote, y lo hizo sin ningún arraigo, mientras el humo dilataba cierto solaz del que sí se enorgullecía un poco.
Vivian ya había dormido a los niños, apenas Albert, de dos años, le había dado trabajo. Lizzy, la mayor, se quedó dormida al tratar de contar las figuritas japonesas de un cofre laqueado que ya en sueños celaba su hermano Alfred.
—Las primeras noches siempre son difíciles para los niños —trató de interpretar Alberto de la escena.
—Lo difícil va ser si sueñan de día. Quieren saltar por cualquier lado y comerse todos los cambures8 de una sola sentada.
—Pronto atracaremos en Puerto Rico, eso será bueno para todos. Todavía es el Caribe.
—Pero ya no Puerto Cabello, ¿verdad?
No quiso asentir, así que aguardó un poco para prodigar de sustancia a su pregunta:
— ¿Cómo se porta nuestro Jonás?
—Pensé que iba ser peor para él, pero parece que sólo la teta es suficiente en este mundo —dice, al tiempo que roza sus pulgares en los rubores del bebé.
—Es el más joven para nacer de nuevo, y su mayor ventaja nos dará valor.
—Descansa, Alberto. Se te ve un poco melancólico.
1 En 1812 el futuro Libertador Simón Bolívar pierde en Puerto Cabello la plaza más importante de la primera República, cuando los internos del castillo se sublevan por traición de un tal Vinoni.
2 En 1892 una crisis política termina en el derrocamiento del gobierno ese mismo año.
3 Por aquel entonces estaba fresco el laudo arbitral de la reina regente de España María Cristina de Habsburgo, cuyo reinado fue invocado por ambos países para definir la frontera colombo-venezolana. Aunque ambas partes consideran insatisfactorio el fallo, Venezuela perdió vastos territorios al oeste del río Orinoco y también en la península de la Guajira, en relación a las cartografías de Codazzi y a los primeros tratados de las nacientes repúblicas. También el imperio británico agresivamente sostuvo derechos coloniales sobre territorios al oeste del río Esequivo que formaban parte de la herencia española. Por último, todos los países amazónicos reclaman una voracidad de Brasil, que a lo largo del siglo XIX profundizó en los territorios de cada uno de esos países.
4 Raimundo Ignacio Andueza Palacio (Guanare, 6 de febrero de 1846 - Caracas, 17 de agosto de 1900), miembro del Gran Partido Liberal Amarillo. Presidente de Venezuela entre 1890 a 1892.
5 Revolución Legalista. Movimiento político-militar que se opone a las reformas del presidente Andueza Palacio, quien pretendía extender el periodo presidencial a 4 años. Irónicamente es lo que hacen los legalistas en el poder.
6 Joaquín Sinforiano de Jesús Crespo Torres (San Francisco de Cara, Aragua, 22 de agosto de 1841 - La Mata Carmelera, Cojedes, 16 de abril de 1898) militar y político venezolano, Presidente de la República en dos ocasiones: 1884-1886, y 1892-1898. En 1892, encabezando la insurrección de los Legalistas, derroca al presidente Andueza Palacio.
7 Manganzón, en Venezuela es un término peyorativo para alguien desobligado y mentecato, crecido prematuramente, pero sin arte ni oficio. El pueblo de Caracas le llamaba “el manganzón” a una estatua ecuestre del presidente Guzmán Blanco, efigie del caudillo que éste mismo encargó en su propio honor (se hicieron dos, otra pedestre, ambas fueron demolidas al caer su gobierno). Era tal la vanagloria de Guzmán Blanco que en el centenario del nacimiento del Libertador, hizo acuñar una moneda conmemorativa en cuyo anverso salía él en primer plano y luego el Libertador. El General Crespo fue uno de los pocos políticos que aún le guardaba cierta lealtad y admiración a Guzmán Blanco por aquel entonces. Antonio Guzmán Blanco es un personaje central en la historia venezolana. Se le debe muchas obras públicas de trascendencia, entre las cuales figura el Capitolio y la plaza Bolívar de Caracas.
8 Venezolanismo para bananas.
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