domingo, 27 de diciembre de 2015

ROJO SOBRE ROJO

Apenas sé que son rojos. Pese a que es difícil saber una cosa distinta, ya nada es tan sencillo para que resulte conveniente y fácil, ni nada puede ser tan parecido entre sus partes mientras el centro no se revele todavía. Rojos, eso desde luego, como quien dice amarillos. Antes eran amarillos, así es como puedo recordarlos, cuando sencillamente podía sentarme y cruzar las piernas y tal vez leer una historia sin remordimiento alguno. Se me ocurre que de cualquier modo esta confesión ajena me va ruborizar, así que es mejor descolgarse desde cierta serenidad que no es la mía, porque cómo decir si soy hombre o si soy mujer al tiempo que las palabras son las únicas que recobran un cuerpo predecible, sorprendente. Que sean las palabras entonces las que además de proclamar pareceres, matices y señales puedan al cabo reivindicar una condición tan propia que yo no la alcance a sostener por completo.

Antes de bajar aquellas escaleras que llevan a tantos sótanos, estaba en una terraza desde la que podía ver el bulevar con sus frondosos árboles de caoba. Se apreciaban, como en una postal, las reuniones insulares de los bancos y los demás peregrinos que se movían como náufragos o vigías entre esos bancos. Amantes, mendigos fraternos, mensajeros, negociantes, maternidades, y aun solitarias figuras que también eran susceptibles a cierto carácter gregario que desde el cielo se repartía. Fue la lluvia entonces la que empezó a repicar sus cascabeles. Las gotas eran grandes como en pocas ocasiones se ha visto y caían según la orla de una tempestad venidera. Se escuchaban los clarines de esos pregoneros y la masa de nubes ya no amenazaba en vano. Las remotas veladuras de pronto estaban encima, y de pronto llegó un diluvio que corría desde esos nubarrones, entre los tupidos árboles, hasta despertar la fragancia oculta de la tierra. El bulevar empezó a correrse como si un ejército muy disciplinado ejecutara una maniobra en bloque. Todos parecían haber elegido el flanco más probable para guarecerse mejor. Se escuchaban unos traspiés, pero de nuevo la retirada era uniforme y por esa misma virtud cabal. Hasta los mendigos temían a los raudales. Las conversaciones de pronto ya no importaban tanto y el silencio compartido piaba interjecciones que pudieran salir de cualquier boca. Se olvidaron los besos, las siestas y las meriendas y todo el caudal empezó a represarse hasta un límite en el que cada uno debía decidir su propia disgregación, mientras durara la lluvia o mientras se conformaran con ella.

La lluvia cesó de repente, apenas si humedeció la grama. Era increíble que en un instante las retorcidas figuras fueran bíblicas y casi lindaran con los clarines. Bajé de la terraza (otros hubieran dicho que del cielo), crucé el bulevar y al fin seguí por las escaleras como la gente que procuraba no descalabrarse desde lo alto. Entré y vi que los que saldrían no se imaginaban en aquel bulevar ya desnudo desde un escote repentino. Otra vez en el andén.

Los trenes atestados como siempre. Había que entrar como si en verdad se quisiera salir de los vagones, de otro modo sería improbable cualquier ingreso. Otra vez dentro del tren, menos mal que ya se puede decir lo que en el acto resulta más difícil. Entre los empujones y los humores hay lugares (o más bien grietas) inaccesibles para todos, por eso se me ocurre que los asientos rojos tenían horizontes e ilusorias puestas de sol. Los trenes de antes tenían sus asientos amarillos y amarillentas páginas se marchitaban entre las manos. En hora pico nunca se ha podido escoger un puesto, es verdad, pero esos asientos rojos están ocupados con pasajeros que parecen extensiones utilitarias de los trenes, empotrados allí desde el principio. Se mueven y respiran como los que van de pie. Dicen que se apean en ciertas estaciones, pero se dice también que sólo lo dicen quienes pueden relevarles alpunto. Una prosapia inmutable desde los albores del tiempo, con caras distintas tal vez, pero con los mismos umbrales sobre sus hombros.

Como son las palabras las que recorren mis facultades de un modo comprensible, qué importa si me quejo de que las piernas ya no soporten más. De cualquier manera, pocas esperanzas tuve desde el principio. Ser alguien entronizado, incluso con cetro, era algo que aparentemente sólo se podía a través de aquellas grietas. Desde luego que no eran inaccesibles después de todo, pero si atemporales para todos. Se paraba alguien y de súbito el sustituto tenía los afeites que correspondían a su propia hechura, y hasta los modales venían desde un ombligo incognoscible.

Ese día había visto una lluvia, o más bien eran letras elementales que el cielo entre sus aguas menudeaba sobre las hojas. Entré hasta el fondo de la tierra, como si la hubieran excavado ustedes, y por fin pude encontrar más detalles de los que era capaz bajo la lupa. No sé si porque ya me leen entre mis temblores es que pude asir una manilla singular. Entonces con ojos de murciélago vi como nunca a dos pasajeras contiguas. Madre e hija conversaban cosas pueriles para las cuales no era necesario precisar nombres. La conversación adolecía de cierta ambigüedad, que muy probablemente retomaba impulsos anteriores con una misma modorra. La hija se le parecía bastante a la madre. Era acaso lícito creer que cualquiera tomaba un asiento e iba envejeciendo en el siguiente, o en grado sucesivos las grietas dividían los volúmenes sin piedad, hasta que la matrícula confirmaba sobre sus hombros ese umbral correspondiente.

La explicación, sin embargo, era muy común. Una colegiala y su madre hablaban sobre cualquier tema, lo hacían antes de ir a recoger el boletín de calificaciones. Si había orgullo, despecho o pesar, eso no era posible advertirlo. Lo cierto es que la muchacha tenía un rictus diferente y una apostura definitiva. Algo había pasado sin que ella misma lo notara. No es que se echara de ver a través de ella, pero ya estaba allí, porque una evidencia incontrovertible iba quedar ante los ojos del mundo.

Un puesto vacío. Dos puestos vacíos, uno al lado del otro. El de la madre desapareció como un relámpago, y sólo quedó el rojo de la hija. Por primera vez era posible sentarse, pero también los medios amasaban cierta viscosidad para cualquier audacia, mientras el tren iba frenando a lo largo del andén. Sentarme no era algo que tuviera que contar aquí, tal vez por eso sólo iba atestiguar lo que me marginaba de un modo previsible, o tal vez tuve el temor de que algo tan reciente tuviera ya su fósil en mí. De cualquier modo, ese instante de duda lo habría de rebasar cualquier otro pasajero, porque los pasajeros entraban y salían como lo hacía yo, como lo pude hacer yo, con lanormalidad de no leer nada, pero tan normales como yo.

Alguien iba demostrar, paso a paso, una rutina vertiginosa y fulgurante. Era algo a punto de ocurrir, como una tempestad que tal vez recaía afuera. Madre e hija ya subían los escalones en medio de otro desahogo. Aunque la perplejidad también era un óbice de cierta altura, cierto hombre se atrevió por fin, acaso el puesto estaba frente a las narices de todos. De pronto ese hombre se refrenaba en pleno lance, resoplando como una locomotora. Se vieron las venas marcadas del brazo, sus dedos contraído en la empuñadura del techo, la otra mano en las tripas, los pies en el retroceso de huellas hondas, los labios apretados, el repliegue de arrugas insospechadas, todo como si contuviera una inercia formidable en contra de la cual temiera zozobrar terriblemente. Con mucho sacrificio evitó un puesto rojo en cuya curva estaba una gotita roja, tan diminuta y tan perfecta. Los vecinos se imaginarían otros efluvios, pero el hallazgo ya era evidente para todos.

Incluso quienes entraban sin noticia cierta, parecían percibir el influjo de aquel titán que ya recobraba su resignación, sí, una resignación que no justificaría jamás. La gotita de sangre detuvo a muchos guerreros; detuvo hasta las amazonas más aventajadas. A la tercera estación ya la gente ni siquiera indagaba esas miradas vacías, ni de aquel vacío supusieron una holgura aprovechable. Daban por sentado que algo terrible vedaba el puesto para siempre. Los puestos azules para mayores eran probables en el tumulto, pero la sospecha de que algo fuera invisible tenía que amedrentar a cualquiera.

Quise tomar el puesto, pero ya había esperado demasiado. Había esperado por principio distintos, y de pronto también estaba al margen de una luna que empezaría a repetirse desde hoy, como se repiten las grietas en un vagón. La gotita fue decolorándose, y ciertamente llegó a carecer de bordes y de centros. Con el tiempo era imposible apreciarla más que en la memoria de aquel titán. El puesto, sin embargo, siguió sospechoso para todos hasta que un niño, díscolo y vivaz, le conquistó como un héroe. En verdad la hazaña sorprendió a muchas estatuas de bronce o de piedra. Otra vez al titán le brillaron los ojos, tal vez se acordó de alguna mácula que hubiera querido llevar desde muy joven. Inclusive se le notaba un esfuerzo en los músculos, como un leve espasmo. Mi vergüenza era otra. El paraíso me asediada con sus frutos prohibidos, y la lluvia parecía regar día y noche este jardín subterráneo, donde las palabras eran todo lo que se podía describir con exuberante acierto.


Vale, 2001.

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