A
El pene es un clítoris deformado.
Va seguir este viejo baboso. Da risa como
sonríe, parece que quiere alegrarse algo. Pero esa sonrisa no le alcanza ni
para entristecerse un poquito. Si supiera lo idiota que se ve. Ay, qué
viscosidad de mofletes y unas patas de gallos ya desdentadas de espuelas. Cómo
le brillan los ojos rebosados de cataratas, hasta salpica la espuma. Viejo
pedorro. Cómo se atreve el desgraciado. Se allega como si quisiera pegarse con
el favor de sus mismas babas. Qué asco de viejo. Debería hincarle un codazo
allí, y dar de voces para que le saquen a patadas de esta vaina. Patadas más
viriles de las que pudiera dar el perro por estirar su pata. Cómo lo disimula
todo. Con qué inercia soterrada lo hace. Cómo se figura un papel de abuelo
comedido entre cada frenazo del autobús. A galanes así no les perdonan otros
hombres si nosotras le azuzamos contra ellos. Igual que una jauría, se le
comerían vivo. La manada cuando actúa por mandatos de honras perdidas nos
devuelve la esperanza que se robaron del mismo modo; dura poco, es verdad, porque en cada casa todos se dan
una importancia que sí que nos importa mucho. ¿No ves? Como que el mal de ojo
le hizo recular. Qué se creía, que iba intimidarme con su ternura de violador
frustrado.
—Señorita, tiene algo en la boca. Allí… una
miga, creo.
¿Insiste? Hay que ver que los hombres ni
por seniles conservan sus formas, siempre se deshacen en sus impulsos o más
bien nunca pueden concentrarse en un fondo que los conmuevan, porque se diluyen
en cada esperma proyectado. Sí va creer este viejo que me voy a limpiar la
boca, porque dizque tengo una miga. Ya quisiera verme limpiando la boca,
corriendito, con vergüenza, el muy cabrón, como si ya me hubiera colmado una
saliva adulterada. Vamos a consultar el espejo. Que sea mi propia imagen la que dicte el régimen. Nunca me faltan pintalabios, aun para lances así. Ah,
¿verdad que no te lo esperabas, viejo de mierda? Creías que sólo por decirlo,
como si nada, me ibas a poner en una situación irreflexiva. Ni que careciera de espejos, cabrón. Era de esperarse. No había miga alguna. Quedó cortado, como la
mala leche que lo añeja en vano. Se ve que huye, casi despavorido. No de
vergüenza, por cierto, más bien sabe que conmigo lo que puede buscar es un
codazo. Así son los varones. Si les ofende una mujer apelarían al desagravio
que sólo les concede la imaginación de violarlas. Pueden
llegar a ser muy temerarios, es verdad, cuando se dan de trompadas en un
delirio alcohólico o cuando sacan bichos debajo de las piedras, pero apenas
algo tan sutil como un espejo en el momento preciso los confunde mucho. Una
palabra infligida como un alfiler furtivo les puede abrir una tajadura que no las temen sino en la guerra. Y la voz, cuando ya no es dulzona, le
empalaga hasta el hastío. El hombre es barbáricamente valiente, por decirlo
así. En una carga de caballería; en una reyerta a cuchillo o para matar
alimañas en los montes. La mujer, en cambio, es civilizadamente valiente y
acaso por lo mismo menos cobarde que el hombre (para resistir dolores, para la
paciencia de las edades ajenas y las facultades de la medicina cultivada, para
sobrellevar los rigores de la vejez y los infortunios de toda la vida, para sobrevivir con entereza la parte más mortal de la especie). La violencia nos
trastoca a todos, pero la peor parte la llevaríamos nosotras si ellos
trascienden a sus armas, por lo demás las pausas y las preferencias nos
conciernen a nosotras. Recuerdo a mi hermano mayor. Éste es un recuerdo que me
refresca mucho la memoria. Esos recuerdo de la infancia que parecen venidos de
otro mundo, como si pertenecieran a un orden prenatal, yo diría. En fin, es
sorprendente como un hecho cotidiano, y tal vez hasta cubierto por fugaces
musgos, puede al cabo revelar cómo funcionan las cosas en el mundo. Yo tenía
como 7. Creo que siete. Si era 7, él tendría entonces unos 9. Me lleva dos años
fijos. Pongamos que tenía unos 7, y, desde luego, él unos 9. Recuerdo que me
hizo rabiar por algo que no tenía ninguna importancia. La verdad ya no recuerdo
ni cómo empezó la disputa ni si en ese punto era necesario tal alboroto.
Recuerdo la pelea, eso sí. Una desigual pelea, por muchas razones.
Principalmente, porque él era más fuerte que yo, así que según eso no debía
pegarme, acaso como yo en vano intentaba hacerlo con todas mis fuerzas. Cada vez
que le daba de patadas o de puñetazos, que parecía como un trompo de pura
rabia, él corría o me detenía en las palancas de mis propias flaquezas. A veces
se encaramaba en un murito, de cualquier modo se las arreglaba para esquivar mi
furia. Esto me arrebataba más, y él, sabiendo que le estaba prohibido tocarme
un pelo, consiguió en su misma ventaja la vía para no quebrantar la ley, lo que
incluso le daba la oportunidad de mofarse por cada intento mío. Ah, cómo quería
propinarle una paliza con mis propias manos. Seguro podía provocarlo hasta que
la violencia de tal empeño ya no fuera nada más la mía. Darle y darle. Tal vez
por tratar de sacarles los ojos lo enceguecería hasta un punto muy
clarividente. No. Nada de eso. Se me iba apagar la calentera y sólo quedaba
resignarse. Pero ocurrió algo tan simple. Un estorbo que traía consigo, en cada
paso. Al interponer sus palmas por cada golpe, pude verlo a él como si fuera
una guacamaya. Con el culo parado al tiempo que retrocedía en el acomodo de sus
pies torcidos. Él mete los pies como los bizcos meten los ojos. Sabes, así.
Seguro nadie lo notó. Tranquila, nadie te vio. Mientras no veías más allá de tu
nariz, nadie te vio. Aunque aquél pendejo cree que fue un espasmo. Aquélla fea,
que por envidia no me aparta los ojos, se consuela al fin, pues de seguro cree
que tengo uno de sus muchos defectos, siendo yo tan bonita como para no tener
ninguno. Mira cómo te mira, sin hacerlo más allá de su nariz, por cierto.
Bueno, mete los pies, y punto. No voy a repetir la metáfora para complacer a un
público averiguador. Entonces yo le dije que parecía una guacamaya, y empecé a
remedarlo metiendo más los pies, y para colmo repitiendo sus palabras como una
guacamaya, remedándole. Todavía recuerdo que ya no era tan fuerte. Oh, estaba muy
dolido. Con mis puños nunca le hubiera pegado un golpe como aquél. Desde
entonces, se escondía hasta de mis amagos. Yo alzaba los puños y ya ambos
sabíamos que apenas bastaba. Quizás yo era más fuerte de lo que
alguna vez se imaginó que podía ser él. Eso era antes, por supuesto. Cuando nos
peleábamos por cualquier vaina. No tenía por qué durar toda la vida. Ahora
somos como gemelos, como siameses, esas criaturas dobles que comparten desde la
gestación vínculos fundamentales. Es un tipazo. Si no fuera por esa lagartona
que tiene, yo no tendría más motivos para reñir con él. Sí, muy santica ella. Y
el tonto de Alfredo que ya está verde de tanto comer verdolagas. Lo que me
recuerda, ahora que me pongo memoriosa, que todavía queda un trozo de pastel de
carne en la nevera. Se lo voy a llevar, porque si sigue así, tan estricto y
recto, el pobre no tendrá más carnes que las que no se puede comer en su casa.
Y una carne así, tan correosa como prohibida, es peor que comer verdolagas. Uh, está muy
débil para ser gemelo mío. No vaya creer la lagartona que su debilidad le hace
a ella invencible. Tengo unas ganas de arrastrarle de los pelos que no me las
quita la pelona. Muy culito apretado, que mírame y no me toques. Es por eso que
este hermano mío le tiene por santa, y como tanto ayuno lo hace tan casto ella
entonces aprovecha de darse unas ínfulas de virgencita. Ay, Alfredo, como me dé
pie, la dejo coja, o más bizca que tú. Ya sé que la perra me tiene por puta,
pero no se imagina que las putas, además de verdaderas, nunca son imaginarias.
—Puntual como un clavel. ¿Cómo estás, Julieta?
—Nerviosa, Sol. La verdad ya estoy arrepentida.
No creo que sea una buena idea.
—Pero qué dices, mujer, si necesitas la plata.
—Así no.
—Entonces, cómo. Porque a los hombres sólo con
su semen se les puede sacar lo que atesoran dentro de sí; ya sean buenos
sentimientos o plata. Además, no vamos a coger, esa condición es innegociable,
así la pusiste. Ricardito me dijo que el tipo nada más quiere vernos desnudas,
nos huele el culo y se hace una pajilla; ese es el trato.
—No sé… cada vez me suena más sucio.
—Vamos, Julieta, lo estoy haciendo por ti. No te
vas a quedar mal a ti misma.
— ¿Y si pido prestado?
—Es mucha plata para deberla con esos intereses,
al final quién sabe qué más tengas que hacer. Por cierto, a quién se le
pedirías, al rufián que ha conseguido todas sus mujeres por ese medio. No seas
tonta, Julieta, la plata pasa de mano en mano, pero ni siquiera así existe. Hay
que ser tonto como para dejarse acorralar por ella. Se busca lo que se necesita
y punto.
—Estoy acorralada.
—No, si tomas el sartén por el mango. Sabemos lo
que vamos hacer y hasta donde lo permitimos; más allá todo es ganancia, incluso
la experiencia.
—Tienes razón, lo que importa es salir con la
plata.
—No tienes por qué preocuparte, Julieta, vas
conmigo y el taxi esperará a que salgamos. Ricardito dice que el tipo es un
cliente cuyas modales no exceden su hábito.
—No lo sé. Tú eres muy bonita, Sol. Cuando te
vea desnuda se pondrá cachondo y querrá coger con ambas.
—El trato es el que te dije. Cuando se transige
de esta manera rara vez se violenta lo dicho, porque se sabe que del otro lado
los puños no son como las nalgas. Si se pone más cachondo que espere a su
mujer.
—Qué cosas, ¿no?
— ¿Quieres más plata?
—No me digas que tienes otro negocio por el
estilo. Con éste es suficiente. Es justo lo que necesito para el hospital. De
todos modos, te agradezco mucho, Sol.
—Cálmate. No dije eso. Ofrecerá dinero si quiere
algo más, puede que ocurra, para que te voy a decir mentiras. Sin embargo, sólo
con dinero convenido ellos saben que se pueden dilatar los plazos y las
condiciones.
—No. Ya estoy decidida, vamos a lo que vamos y
nos venimos sin mirar atrás.
—Cómo quieras, pero vamos.
—Ah, una cosa, y si la gente del barrio se
entera.
—Vamos a dónde viven los ricos, quién coño lo
sabrá. Nos bajamos adentro de la casa y allí mismo nos volvemos a subir al
taxi. Aquí tomamos el autobús del otro lado, y listo. Tú no tienes marido, de
qué coño te preocupas.
— ¿Y tú, Sol?
—Es verdad, hace mucho que no hago esto, pero la
malicia nunca se pierde cuando se aprendió tan joven.
—Qué dices; si eres una muchacha todavía.
—Bueno, dejémonos de piropos.
—Entonces, sigamos adelante. Y que sea rápido.
—Es una casa grandísima, Sol. Tiene hasta su
propia glorieta. ¿Ves?
—El tipo debe de estar forrado.
—Con razón paga lo que paga, por lo que paga.
—Esta gente lo que paga es discreción, por lo
demás roba. Pero qué caso tiene diferenciar el nudo, más bien vayamos adentro,
que hoy tenemos anfitrión.
—Puerta franca.
—No te dije. No tengas miedo. No pasará de cinco
minutos.
Increíble. ¿No es el mismo vegete del autobús?
Qué pequeño es el mundo cuando tantos pervertidos lo aprietan con ligaduras.
Este viejo… Sí, el mismo viejo. Tal vez sus manías les hace tomar autobuses a esas horas.
El reconocimiento es mutuo. Ahora si se fía de su sonrisa, claro como está en
su casa. Lo que no sabe es que la sonrisa le sienta peor cuando se alegra con
ventaja.
—A lo que venimos, señor. Las migajas son suyas y
que en su boca queden, la plata nuestra. Así que adonde prefiera.
—Aquí mismo. Qué desconsiderado, no esperarlas
desnudo.
—A desnudarse, Julieta. Acuérdate que para tener
a tu hijo te desnudaste.
—Ojalá que también para bañarme cuando llegue a
casa.
—La plata primero. Toma, mujer.
—La plata.
—Así está mejor, que comience rápido.
— ¿Puedo oler?
— Siempre y cuando no toque.
Lo mejor para un silencio como éste es callar.
No hacerse muchas preguntas. Debí decírselo a la pobre de Julieta que le debe
estar retumbando la cholla. El viejo tiene cara de que no aguanta mucho. No
llega a dos minutos, ni que cambie de tempo.
—Oye, si ya vas a acabar, allá por favor.
—Ah. Ah. Ah.
—Qué te dije.
—Qué manera de perder la plata.
—No lo murmures; díselo de frente, ¿verdad,
señor?
—Díganme lo que quieran.
—Viejo puto.
—Lo que quieran.
—Mejor vistámonos, Sol, quiero irme ya. Se me
figura que pierdo también la plata.
— ¿Tan rápido?
—La prisa es suya, caballero, lo nuestro es volver
de cada paso.
—Quisiera otro polvo contigo, flaca. Un polvo de
verdad.
—Entonces éste era de mentira.
—Quiero decir adentro.
—Adentro nada. Ya se cerró el trato, y nos
vamos.
—Pagaré lo que digas.
—Ya lo creo. Pero igual nos vamos, señor.
—Sí, mujer. Vámonos.
—Al menos apriétame aquí un poquito, que se te
ven esas uñas tan bonitas.
— ¿Dónde? ¿En los huevos?
—Sí.
—Es usted un huevón. Eso de apretarle los huevos
a un huevón es una tarifa extra, ¿lo sabe?
—Supongo. Pero aquí está la plata.
—Espere a que nos vistamos. Bien.
—Que venga a mis tetas esos billetes. Y usted,
viejo cabrón, con las manos atrás.
— ¿Así? Una apretadita con tus uñas.
—Una apretadita nada más, que conste.
—Una, no importa.
—Se ha demorado el autobús, ¿no? Qué raro. Vamos
a sentarnos allá más bien. Con eso conversamos un poco y me fumo un cigarrillo.
Si viene el autobús, no importa; ya vendrá otro y luego otro. Y a ti qué te
pasa. Estás como un papel.
—Es que todavía no se me quitan las ganas de
vomitar. Es la plata más asquerosa que he contado en mi vida.
—No seas exagerada. Creí que estabas pálida por
el susto.
—Eso me cagó de veras. Pero ahora considerándolo
todo en su conjunto siento vergüenza más que cualquier cosa.
— ¿Viste la cara que puso el viejo? Ah, sí. Por
fin te sale una sonrisa.
—Debo reconocer que eso puede distraer de vez en
cuando mi vergüenza.
—Quería una apretadita, ¿no? Con una uñas muy
bonitas y cuidadas, ¿no? Pero de seguro nunca pudo imaginarse que le tomara al
pie lo que de pie tanto suplicaba.
—Qué patada le metiste, mujer. Oye, y si el
viejo es vengativo.
—Tú crees que va quejarse de esos gritos. Se
inventará cualquier enfermedad y lidiara con ella sin levantar polvo. Créeme
que poco le convendría ventilar esa agresión. ‘Vinieron unas putas y me
reventaron las bolas, oficial, de veras querida; eran así de altas.’ Imagínate.
—Pero puede pagarle a alguien para pegarnos un
susto.
—Ricardito le conoce todo, así que cualquier
contrapunto sería para él un escándalo. ¿No notaste la cantidad de retratos que
tiene de su mujer en la sala? Un hombre así de cursi tiene que hacerse el cursi
hasta para dormir. Ultimadamente, tal vez hasta le cogió gusto; ya ves que sus ganas tenía.
—Así que era verdad lo que todo el mundo dice.
—De que soy una puta. Pues es mentira. Una puta
es aquélla que nunca se compromete por el dinero ni por los favores que recibe,
al contrario de lo que la gente cree. Se acuestan con cualquiera que paga ese
deleite, pero no son generosas ni siquiera con ellas mismas. No dan besos. No
disfrutan. Igual que tú, Julieta. Tú vendrías siendo el modelo clásico de una
puta.
—No te rías, porque eres así de mala.
—Sabes que no soy mala. Te quiero muchísimo.
Sólo te doy a entender que las apariencias no revelan mucho y hasta lo obvio no
debería ofendernos demasiado. Te voy a contar algo que no le he dicho a nadie.
Una vez, en el patio de casa, sorprendí a mi padrino oliendo mis pantaletas. Al
principio me daba risa, imagínate tenía como unos trece, pero después vi que
aquel hombre casi se desmayaba en cada suspiro, parecía un enamorado.
—Qué depravado.
—Si vieras lo tierno y hasta galante que se
veía.
—Eres muy especial, Sol. ¡Cómo lo pintas, mujer!
¿Y no lo descubriste delante de todos?
—No tenía que hacerlo, nunca abuso de mí. Jamás
le noté una palabra fuera de lugar, y siempre se portó según la promesa del
bautismo. Así que en nombre de qué lo tendría que poner en evidencia. Pero se
me ocurrió un negocio.
—Le cobraste por…
—No; cómo crees. Si él no me faltó el respeto
nunca, de qué otro modo iba yo a corresponderle. Ya sabes que mi ropa es
impecable en cualquier circunstancia, desde muy pequeña cuido esmeradamente de
mis cosas. Así que tendidas al sol, aquellas pantaletas eran inmaculadas como
mi propia virginidad. Yo me dije, si este tipo se da un gusto con un trapo
blanco, cuánto no pagaría por unas manchas verdaderas. Así que le sorprendí en
el patio y antes de que el tartamudeo le diera una salida, le propuse el
negocio. Le vendería mis pantaletas sucias y él me las pagaría en silencio, sin
otro favor añadido. No deberías sorprenderte, Julieta, los hombres siempre son
así. Están clavados a su propio sexo. Mortificados en un sólo punto de su
espacio. No pueden pensar en más nada que no sea en coger, o apenas en escoger durante cada
trance ese camino. Otros agobios tienen que ser demasiado fuertes para
prescindir de ese vigor inquebrantable. Nosotras no es que no sintamos una
urgencia equivalente, a mí me encanta arder con ese fuego, sólo que tenemos la
serenidad que nunca nos demora.
—Eres más de lo que la gente dice.
— ¿Quieres un cigarrillo?
—No, gracia. Ahora no se me antoja.
—Parecerías muy puta, ¿verdad?
—No jodas, Sol.
—Putica, por cierto, me han llamado desde el
colegio. Más las mujeres que los hombres. Cuando un hombre no puede frecuentar
la mujer que apetece, entonces la llama puta con una sinceridad que conmovería
a esa misma mujer, por lo demás los hombres llaman putas sólo para fanfarronear
de sus proezas. En cambio, nosotras… Ya sabes que las mujeres nos llamamos puta
sólo por envidia.
—Con cuánta verdad hablas. Pero no todos los
hombres serán así.
—Todos son así, querida. Al menos que por una
deficiencia no puedan concebir el deseo o que verdaderamente prefieran otro
ardor con el mismo ardor, o lo que es más raro, que un ascetismo los eleve de
sus huevos. Te voy a contar otra cosa que no saben lo que me llaman puta.
Tendría como 16 cuando me escapé de casa. Ya había perdido la virginidad en el
colegio, con un profesor al que le terminé enseñando lo que yo debía aprender
sobre la primera vez, y desde entonces en cada ocasión posible me daba el mismo
gusto que quería dar a otros. Fui a parar a un burdel. Allí conocí a
Ricardito. Entonces era curiosa y sabía, eso desde luego, que en una casa
así podía tener cubierto todo, ya sabes, mientras consiguiera otras cosas
qué hacer o mientras me acostumbrara. No duró mucho, porque las mujeres
recogidas de oprobios ajenos son muy pendencieras, y créeme que los clientes
apenas son un motivo marginal. Nunca me amedrentó nadie, pero así y todo me
colmaron tantas contenciones como los efluvios del
burdel. Eso sí, en una semana vi de todo: jóvenes apuestos, tullidos desgraciados
y hasta viejos que se gastaban la pensión nada más para meter los dedos. La
mayoría venían para hacer lo que nunca propondrían a sus mujeres, otros para
humillarse delante de quienes vituperaban en público o también para humillar
privadamente a quienes obedecían como esclavos. Todos se tragan sus bolas al
nomás entrar al cuartucho; se cagan, Julieta, aunque nos tiren la mierda a
nosotras. En fin, rendidos o no, todo es un desahogo efímero y recurrente para
ellos, del que no se pueden librar nunca. Este es un fuego que no se les apaga
nunca. Es más, ¿quieres saber qué es lo que piensa un hombre que camina de la
mano de su mujer?
—Qué dices.
—Déjame probarte.
—Qué haces.
—Ven, levántate. Dame la mano.
— ¿En serio?
—Yo soy tu esposo. Vamos. Caminaré con mi
cigarrillo en la boca. Y guardaré silencio mientras te haga sudar la mano.
—Estás loca.
—Te voy a demostrar que piensan los hombres, y
puede que se te pase el asco. Ya vas a ver qué te cagarás de la risa. Con eso caminamos
un ratico. Son unas pocas cuadras.
—Tienes una cosa, Sol.
—Vamos. Dame la mano, Julieta.
—Está bien.
—Caminemos. Caminemos. Dizque voy en silencio,
porque estoy muy cansado. Dizque tú entiendes que es mejor no atormentarme con
cosas que poca importancia le voy a dar en este momento. Ah, esa gorda si está
buena, debe dar unas sentadas gordinflonas.
—Cállate. Mira como nos mira la gente, Sol.
—Ya no pensarán que somos putas. No te
preocupes.
—Esa gorda si se devuelve nos parte la cara.
—Ni que fuéramos mochas, mujer. Además, soy tu
silencioso esposo, así que déjame guardar silencio.
—Está bien. Esto me divierte mucho, y me quita
el mal sabor de boca.
—Esa viejita todavía aguanta un polvo. Qué
tetas, hombre. A esta flaquita la pongo a chupar hasta acabarle en la garganta.
Qué emperifollada la señora, debe tenerla rapadita. A esta perra me la cogería
como un perro. Mira qué culona. Fea. Fea, caballero. Qué importa. Torcida y
todo le entra derechito. Si esta chiquitica me paga con el mes, todavía me
quedan los intereses anuales. No te rías, que tú no sabes lo que pienso, porque
si lo supieras me hubieras quemado por infiel.
—Mira estos zapatos, Sol. Son lindos, ¿verdad?
—No soy Sol, soy tu esposo. Y no me interesa si
los zapatos son bonitos. Te escucharé sólo para que no creas que no te escucho.
Ah, qué putaza. Se ve que viene de un lance que le dejo bastante insatisfecha.
Se le ve que es una demonia. Por Dios, si es mi mujer que se refleja allí. Ah,
cuando llegue a casa me la cojo y con eso me desquito de las demás.
—Coño, Sol. Ya no me hace gracia.
—Bueno, es para que veas lo que ellos sufren.
Ser cautivo de ese afán los hace todo unos caballeros, como ves.
—Los hombres siempre tienen muchas ventajas.
Guardarse lo que sólo les basta en los actos, es un derroche que no tenemos
nosotras.
—Excepto por mear parados y por la fuerza bruta,
todas sus otras ventajas son adquiridas precisamente por la fuerza bruta.
Sucede que después del principio, la fuerza fue convirténdose en el medio expreso para la mayoría de los
fines. El hombre simplemente se aprovechó de esa circunstancia, manteniendo el
régimen hasta donde la misma fuerza es incluso capaz de persistir. Sin embargo, no hay fuerza (por muy original que sea su linaje) que
venza definitivamente a la astucia, porque acaso para pensar se necesita de las
dos mitades del cerebro, porque acaso para nacer se tuvieron tantos abuelos
como abuelas.
—Tienes razón.
—Es encaramándose en nosotras que se creen
superiores. Tanto más se elevan una mujer cuanto mayor sea la ambición que la
sojuzgue.
—No veo como una mujerzuela tenga mejor ocasión
que las demás mujeres.
—En esto te engañas. Te lo digo yo que estuve en
un burdel.
—Perdon sol.
—Tranquila. Mira que una mujerzuela, como tan mentada la tienen, pueden entrar a
cualquier lugar, como un hombre. Puede mear delante de quien sea, puede
embriagarse con similares énfasis, frecuentar distintos compañeros tanto porque
quienes pagan espera que les cobren, y además brindar en medio de cualquier
plática y en virtud de cualquier otro exceso. La mujer más vituperada y
prisionera, tiene la misma holgura que la que el hombre se atribuye. Puede
detenerse en el curso de un bordado laborioso, por ejemplo, o también puede
vociferar aunque le cierren la boca muchas veces de un trancazo. Todo lo cual
son licencias masculinas, que le permiten al hombre una percepción más física
para el arte.
— ¿Para el arte? ¿De qué coño hablas, Sol?
—A los artistas hombres se les abren más las
puertas de un laberinto que es, como la inteligencia, una dimensión femenina.
Dicen que el cromosoma “Y” sólo les da la bolas para atribuirse la genialidad
de Eva.
—Y a qué viene esto.
—Finalmente, te voy a contar otra cosa que
tampoco saben los que me llaman puta. Empecé a escribí en el burdel. Unas
pendejadas, niñerías de una mujerona quizás. Pero podía escribir en presencia
de una diversidad palpable. Y no es que en los aposentos del patriarca no se
pueda largar la pluma.
—Ahora te desconozco. Yo creía que la literatura
era uno de los oficios más afeminado de los hombres, pero, en fin, que eran
cosas de hombres.
— Tanto se ha dicho que hay una literatura
eminentemente masculina al tiempo que otra eminentemente femenina. Sucede que la misma literatura descubre que no existe tal cosa. Es verdad que
hombres y mujeres se distinguen por las sutilezas de la escritura y no tanto
por la hondura de los temas, en lo primero se nota la periferia de donde se
puede venir, en lo segundo se descubre que todos los caminos conducen al centro
de las dos mitades. Algunas escritoras dicen que no pocas veces les han alabado
una supuesta prosa masculina. Tal vez
si les prodigaban uno de los mejores elogios que ellas hayan recibido, porque
escribir impresiones opuestas a la condición intransferible de quien escribe, es, en cualquier caso, una hazaña no menor, especialmente en la narrativa. En
el teatro cabe esperar que el elenco le dé forma a las palabras, dada la diversidad de la compañía en
escena. Respecto a la prosa, la gente es capaz de notar que le sorprenden, sin
duda porque todo el tiempo se escribe sin alejarse de la propia voz.
—Me dejas boca abierta.
—Muy vibrante la charla, ¿eh?
—Y también reveladora.
—Sí, pero vámonos, que ya es muy tarde, y tengo
que pasar por casa de mamá para recoger a los morochos. No sabes lo rozagantes
que están, Julieta, son una dulzura que provocan comérselos a besos.
—Qué bendición.
—Sus nombres comparten sus letras. Un Anagrama.
—Eso es cuando ciertas palabras se forman por el
orden de las mismas letras, ¿verdad?
—Exactamente.
—Claro. Sí, ahora lo veo.
—Se me ocurrió cuando supe que eran morochos.
—No sabía que escribieras, Sol. Esto sí que es
un secreto.
—La verdad creo que nunca escribí lo suficiente.
Fueron apenas dos semanas. Imagínate. De cualquier modo, ahora sólo escribo las
notas que le dejo a Fulgencio, las cuales no creo que éste estime muy poéticas.
Ya se estará preguntando por qué no he llegado todavía.
—Cómo haces para que tu marido no se dé cuenta
de nada.
—Y de qué tiene que darse cuenta. A ver, tú.
—De que sales sin que tengas que salir.
—Si salgo, es porque estoy adentro; eso basta
para cualquiera, máxime si se vuelve siempre.
—Tienes razón. Pero la gente habla, y de seguro
le deben llenar la cabeza con chismes.
—Mis gritos son diques para sus orejas. Además
él sabe que como se distraiga de mis notas, no le faltarán anónimos que le
apesadumbre, y quién sabe si hasta una notica final.
—Eso se llama maltrato, manipulación.
—A los maridos hay que tratarlos a las patadas,
Julieta; no darle ocasión de que usen las patas más que para huir.
—Y si se caen.
—Le caes con su propio peso.
—Es como amaestrar una fiera. Algún día pueden
volverse en contra.
—No te creas. Si vieras lo dócil que últimamente
está su mansedumbre. Ahora que él sabe que volvió Ricardito, no alcanza a ver
que una amenaza del pasado es apenas mi presente coartada. Puedo andar con el
que quiera, si así fuera el caso, e incluso la castidad la elijo al amparo de
lo que tanto teme.
Ver televisión hasta tarde; sólo por esperarla.
Hasta cuándo con Sol. Cómo es posible que los niños estén despiertos a estas
horas, quién sabe en qué cocina, hablando quién sabe de quién. De mí, seguro,
de lo pendejo que soy. Seguro debe estar donde la suegra. Debería ir. Pero si
voy, ¿te puedes imaginar el escándalo? Seguro ya viene por allí y si me
adelanto no me quedará el modo de dar un paso. Es increíble. Se la pasa
arreglándose las uñas casi todo el día o luciéndolas como una gata melindrosa.
Si no fuera por los niños.
— ¿Y los morochos?
—No pude traerlos, ya estaban dormidos. Mamá me
contó que se portaron de maravilla. Comieron bien. Están bien. Mañana los
recojo.
—Vamos a buscarlos.
—Ellos están bien; ya te lo dije. No voy a que
cojan sereno por darte gusto.
—Entonces, por qué no le trajiste más temprano.
Ves la hora que es. Además, qué se supone que fuiste hacer afuera, porque no
veo que traigas nada.
—Hoy fue un día, ay, de esos días vacíos que te
doblan el lomo. Así que no vengas a llenarte la boca con quejas.
—Pero, qué dices, Sol, mira como está la casa.
No hace falta decir nada. Hasta las plantas se han secado. El reguero de los
niños no tiene ni pies ni cabeza.
—Si te parece que la casa hay que acomodarla, no
veo porque no la puedas hacerlo tú.
—Si lo podría hacer, claro. De hecho, lo hago
más que tú. Pero sabes que mi trabajo es duro, que cuando llego apenas puedo
encaramarme a la cama. Y qué consigo, a ver, Sol.
—Consigues una mujer que no es de hierro.
—No quito que los morochos te den guerra, pero
por lo demás nada parece apartarte de tus uñas.
—Tampoco veo que te despegues mucho cuando te
hinco las uñas.
—Eso lo inventas tú.
—Entonces, ¿prefieres otros arañazos? Porque por
despecho los míos pudieran resultar mucho más apasionados.
—Es muy tarde para cazar una pelea.
—Así lo pensé. Voy a ducharme mejor. No estaría
de más qué hagas lo mismo esta noche.
Ahora que me bañe le llevo la porción a
Alfredo. Subo en una carrerita, antes que la lagartona lo meta a la cama como
un mentecato. Sé que la va recibir como un milagro de su mismo ayuno. Eso le
pasa Alfredo por creerse lo que ella cree. Lo ponen a rezar y ya no hay modo de
pedir clemencia.
— ¿Qué coño pasó aquí? Deja ese televisor de
mierda y párame bolas, que te estoy hablando.
— ¿Qué te pasa, mujer?
— ¿Por qué no te lames también la salsa? Toma
con todo y bandeja, tragaldabas. Grosero.
—Estás loca, como me vienes a tirar eso encima.
— ¿No te comiste todo? Pues era hora del postre.
—Era lo único que había en la nevera, qué
querías que hiciera.
—Qué trajeras algo. No dices que tu madre cocina
de maravilla.
—No metas a mi madre en esto.
—No, si ellas es la que se mete en todo.
—Y qué dices tú, porque esa pieza era de tu
hermano.
—Tú lo dijiste; era de mi hermano, y aun así te
tragaste lo que no era tuyo. ¿No y que la receta de la suegra metiche no tenía
comparación?
—Qué te ha hecho la viejita.
—No me hables de la viejita que hasta pierdes el
garrote cuando le sigues a todas partes. Qué coño le voy a decir al pobre
Alfredo. Seguro lo mandarán a dormir con manzanillas.
— Entonces, ¿ibas a subir a estas horas?
—A la hora que me dé la gana, pendejo.
—El cuñado se puede valer por el mismo, no y que
es gemelo tuyo.
—Ah, sí. Mira que habla el hijo único.
—Estás loca. Cálmate. Cálmate. Me vas a
descalabrar. Coño.
— ¿Te pegó?
—Quedé perpleja. Cuando lo tenía vencido como
siempre. Se levanta de pronto y me cruza la cara el muy cabrón.
—No te puedo creer. ¿Y le respondiste?
—Me fui para dentro, qué querías. Ya no me
atrevía ni a usar los sartenes. Además, si me encerraba a llorar iba doblegarlo
por el medio en que tenía que indemnizarme más. Pero por más que acrecenté las
lágrimas, no escuchaba ningún remordimiento del otro lado. Cuando salí, ya se
había ido. Pasó la noche afuera. Pensé que se llevaría los morochos y como una
loca amanecí en casa de mamá.
—Entonces, ¿no fue por los morochos?
—No. Tampoco ha llamado.
—No te dije, Sol. Se te fue la mano. Querrá la
Manuela aprovecharse. Acuérdate que fue su novia de toda la vida.
—Uh. Esa mujer se ve más enferma que un hombre
con gripe.
—Sí; está muy ojerosa, quién sabe qué coño
tiene.
—De cualquier modo, ya saben todas que ese
hombre es mío, y la que se atreva la escojo yo antes.
—Cuidado. Tú misma dices que a los hombres no
hay despecho ni rabia que le melle la paloma.
— Por supuesto que los hombres son galantes con
las mayoría de las mujeres, porque con casi todas se imaginan una aventura. Las
mujeres, por el contrario, somos encantadoras, a qué no Julieta, pero
precisamente para que la mayoría de los favores no impliquen el acto consabido.
Esta regla sólo la trasgrede un enamoramiento insólito o los anzuelos de la
prostitución. Así que ellos se joden, aunque mucho quieran joder. No te extrañe
que por una indiferencia o por un insulto de nosotras los hombres prefieran un
desagravio terminante, que no pocas veces se figuran. Los huevos fue lo único
que consiguió su término en ellos. Son tan inacabados en todo, que a nuestras
costillas creen lo contrario.
— ¿Incompletos dices?
—Mal que les pese. Y aun así, sé cómo
redondearle un cero a mi marido. Tampoco creo que se atreva ninguna a
sonsacarle otra cifra.
—Siempre hablas como si no tuvieras niños
varones, que, por cierto, son tu adoración.
—Es verdad; ahora que lo mencionas. Los niños
fantásticamente se imaginan que serán adultos. Pero una vez que se es adulto
resulta difícil imaginarse siquiera que se fue niño. Entonces la infancia se le
considera una encantadora variante de la especie. No lo había pensado así, pero
tienes razón.
—Yo no dije eso. A veces me sorprendes, porque
pierdes el tiempo con tantas malicias, cuando eres tan brillante, mujer.
—No vamos a volver con la charada. Ahora tengo
que ir por mi marido. Ya se me ocurrirán otras notas para
otras ocasiones en que escribirle ya sea mucho.
B
El clítoris es un pene atrofiado.
—Yo por mal esposo prefiero llevar los cuernos
que otros por cornudos llevan.
—Así que es mejor ir a tientas para no perder
los ojos.
—Qué dices, hombre, si duermes con una mujer no
te distraigas. El encanto está en no distraerse en nada, ir derecho a lo que
nos convida la naturaleza. Sin embargo, la mujer le agrada que se le seduzca
todo el tiempo. Si no te distraes en el propósito, como ya dije, ocurrirá que
las cosas van a darse por convenio mutuo. Entonces aparecerán las mentiras
indispensables; no tanto porque las circunstancias las imponga, cuanto sí
porque mentir es un don preciado del que hay que sacar el mayor provecho. Yo he
conocido muchas mujeres, como ya sabes, y en ninguna he visto que se repita una
complejidad en su conjunto. Esa virtud es original en todas y por lo mismo
compartida del modo que nos excluye. ¿Cómo crees, entonces, que se puede
prescindir de las mentiras?
—Ellas deben saberlo así y no con menos mentiras
pueden urdir su plan.
—Mentir no es poco, pero no hay que ceder en
cada avance, porque bastante malo sería permitir la iniciativa femenina, que no
es la de mentir, por cierto. Es algo peor; algo de lo que no hay modo de fiarse
nunca.
— ¿La verdad?
—Qué simplezas, compadre. Estoy hablando de no
saber nunca si ellas mienten ni hasta qué punto nos asoman alguna veracidad.
—Entonces, nuestras mentiras son como los gritos
que lo acallan todo.
—Algo así. Habría que ser más que un mentiroso
para invadir sus silencios.
—Qué criaturas más extrañas.
—Lo único para lo cual las mujeres no son raras
es para lo imposible.
—Te imaginas una banda de mujeres que tomen un tipo
afortunado para violarlo entre todas, una vagina detrás de otra como un túnel
promisorio. Así no sería ni malo ver la luz al final. El pobre no se
quejaría más que de una libertad prematura. No tendría ese rehén más que
acostumbrarse a algo tan verídico como su misma suerte. Ninguna postal de
Estocolmo ensancharía el horizonte.
—Ah, no. Sería de ilusos creer que las mujeres
violan como quisiéramos; te sugiero que no te figures ideas muy románticas al
respecto.
—Sí. Parece tan sombrío lo que esconde sus
eclipses.
—Déjate de pendejadas. Sólo te digo que
imaginarse lo que dice el vulgo no es muy original. Las mujeres, compadre, son
tan civilizadas que la brevedad de cada polvo nos importa más por lo que ellas
piensan que por nuestro egoísmo satisfecho. Será con la fuerza entonces que aun
el gallo pataruco pueda ser permanente en lo fugaz. Cosa abominable ésta de que
la fuerza trascienda sus impulsos.
—No lo había pensado así.
—Escucha. Cuando estudiaba en la ciudad y era
dueño de una casa. Aquella casa, cuyas escrituras nunca se pudieron resolver.
Sí, una casona de vacíos fantasmales. ¿Te acuerdas? Bueno, me tocó cuidarla un
tiempo, hasta que tantos vecinos vinieron con los chismes y entonces
aparecieron parientes de todas partes. Algunos porque querían participar de
esas aventuras y otros para seguir disputándose un derecho imposible. Lo cierto
es que mientras pude vivir allí hice y deshice a mis anchas. Amanecíamos con
borracheras mitológicas. No había juerguista de la facultad que no se hiciera
un lugar en aquel lugar. Cómo recibía una pensión y ya trabajaba por mi cuenta,
podía dilapidar hasta lo que no tenía. Viví con mujeres que me querían e
incluso con quienes me llegaron a detestar sin que por ello me dejaran. Amé
unas cuantas de un modo más que amoroso. No faltaron, por supuesto, aquéllas
que apenas pasaron una noche o apenas un ratico, las que huyeron despavoridas o
las esponsales más empecinadas. Hubo de todo. Si supieras que los cepillos y
las escobas juntaban cabellos de todas las clases posibles, teñidos en todos
los matices imaginables, como si se recogiesen los despojos de una peluquería.
Era yo el que tenía que asear la casa entera, porque de lo contrario me iba
demorar un régimen monógamo. Sacaba hebras de los rincones, de las cobijas, de los sumideros. En todas partes hebras, hasta en los ombligos
de las recién llegadas. No sabes los escrúpulos que tiene que atemperar un soltero. En
fin, mujeres bonitas, feas, gordas y flaquísimas, descuidadas o emperifolladas;
unas muy putas, otras pacatas o melindrosas. Algunas me enseñaban mucho,
mientras me mostraban todo lo que querían mostrar en cada acto, y a no pocas
inicié o les infundí un carácter. Ser el dueño de un derroche atrae incluso a
los más envidiosos. Mientras más mujeres traía a casa más querían venir.
Vinieron amigas que estrecharon más sus lazos, también amigas que se
enemistaron para siempre, y no me vas a creer que algunas rivales que se
repelían con encono pudieron al fin pactar acuerdos en mis eyaculaciones. De
cualquier manera, es imposible mantener la paz entre mujeres. Ellas no son como
nosotros, que con caernos a trompadas puede que libremos los resortes. En lugar
de extender cualquier espada, siguen contrayéndolo todo, porque es allí, sólo
en la tensión, donde el zarpazo es formidable y cotidiano.
—Aunque nunca faltan mujercitas afrentosas, que
con uñas y dientes amedrentan más que con injurias.
—También eso he visto, pero no así como lo
dices. Una pelea entre mujeres, no es que sea raro, sucede que ellas aun en ese
trance todo lo arrastran hacia dentro. ¿No ves cómo se tiran de las mechas? Van
derecho al cogote, como si supieran que pese a todo tienen que pegarse la una
contra la otra. Sabes, a veces se me figura que las mujeres sólo pudieran
cosechar la amistad en sus hombres, pero, por paradojas de la vida, nosotros
somos incapaces de tener amigas, especialmente cuando cualquier acercamiento
nos revela las tentaciones de siempre.
—Qué vainas se te ocurren. Quién diría que un
mujeriego como tú pudiera adentrarse en el misterio femenino.
—El misterio femenino no lo visita nadie, no
importa que tan adentro se llegue.
—Qué dices, si siempre tuviste una suerte con
las damiselas. Todavía me acuerdo que ya a los 13 fajabas como un condenado.
—Pues cómo crees que iba ser tan requerido si
quedarme en la superficie fuera la ocasión de un espejo. No te voy a mentir que
siempre tuve una desenvoltura que nació conmigo, o más bien desde el comienzo
supe que las mujeres prefieren a quienes no tienen miedo de ellas; pues esos tipos sí que
son valientes, capaces de traer las fieras más recónditas del orbe. Como lobas, las mujeres perciben a los cagados y lo hacen cagarse más sin siquiera
tirar su tarascada. Hay muchas más vainas, claro que sí. La admiración, por
ejemplo, es indeclinable. Si una mujer pierde la admiración por su marido, éste
puede olvidarse de su honra. Le hará cornudo o le faltará de cualquier otro
modo delante de quien sea. Las mujeres no respetan a los hombres por lo que
dicen, sino por lo que hacen, y en este punto no queda más que ser heroico
siempre, así tengas que golpearlas porque se dan de narices con cualquier cosa.
Una mujer se avergonzará si su hombre no puede resolver, por fuerza o por
grado, una tarea varonil, y cosas así encontrarás a montones.
— ¿Así que recomiendas ser galante e
industrioso?
—Ser galante, sí, ser pendejo ni de vainas.
Industrioso, eso sin dudas. Mira, compadre, si las tratas como un devoto,
perdiste, porque no verás otros pujos que los de sus aureolas, y con ellas te
madrugarían más que con sus ortos. Por otro lado, casi siempre es mejor no
halagar a una mujer con ella misma, poniéndole en su mismo altar, pues, salvo
que se consiga el punto, hay dos cosas que detestará de eso: la condescendencia
fácil y el horror de verse duplicada como sus arrugas al espejo. Si no quieres
dejar a una mujer singular no le dejes, es lo mejor, dile cualquier cosa y
búscate tantas otras como todas ellas cierren ese vínculo.
—Son consejos de quien no tiene ninguna razón
para desconfiar de su mujer, porque…
—Porque su mujer es tan bonita, y tan… cómo lo
diría. Dilo, no tienes por que ruborizarte, hombre.
—Quise decir muy virtuosa. Es una mujer muy
buena, Zeus.
—Sí, ella es muy buena; no porque sea buena, por
cierto, sino porque yo soy tan malo como me pintan los maledicentes, que, si
no, ya llevara otros cuernos, y anduviera en las mismas lenguas, pero por
cornudo. Con las mujeres no hay que dormirse, ellas están despiertas siempre.
—Pero así, como se les trata, resultarían que
son menos.
—Ah, no. Cómo se te ocurren que van a ser menos,
si nosotros para poder ser más nos enorgullecemos de ser mujeriegos. Las
mujeres, compadrito, son poderosas, siempre lo han sido, y ay de aquél día
cuando las cosas cambien. Son las únicas divinidades sobre la tierra. Lo divino
sobre la vasta tierra, fragantes entre todos sus humores, milagrosas por sus
milagros. Cuando algún sabihondo predique que hay que evitar la mácula de una
mujer con su regla, por favor, no vayas a creerle ni porque se desangre en su
prédica lunática.
—Para ser una divinidad no dejas de arrearle la
mano a tu mujer.
—Bueno es la única divinidad a la que tengo
acceso todos los días, aunque, tienes razón, tal vez me desquito como un impío.
De cualquier modo, no hay que dejarles coger patio. Si le largas la cuerda, no
tienes oportunidad en el alcance. La mujer sólo es capaz de vulnerarla el miedo
y el despecho. En lo primero señorea el que sabe infundir el miedo, en lo
segundo, el que sabe aprovecharse de migajas y excesos ajenos.
—En esto último no falta el aprovechado que
consuela con lujuria.
—Ves. Eso me pareció siempre bajo. Ninguna mujer
he conquistado de ese modo.
—Mujeres, qué difícil y comprometidas criaturas.
—Las mujeres son la mitad más al medio de la
especie. Mitad de la que se puede conseguir más jugo; por eso todos los días me
alegro de ser hombre.
—Por eso la golpeas, supongo, ya que no le
escribes sonetos.
—Ellas son más listas y nosotros tenemos la
ventaja de no entenderles. Las mujeres son una vaina seria. Nunca las
comprenderás del todo, y si pierdes el tiempo en ese trámite no vas a coger más
que calenturas y despechos. Con las mujeres mejor ser hombre que quebrarse la
cabeza. A qué no.
—No lo sé. De cualquier manera, todavía no me
arriesgo al matrimonio. Y no es que de soltero tenga más aventuras que tú.
—Compadre, viva con una mujer, y descubrirá de
repente que sólo por buscar otras se puede estar con una.
—Y hablando como los locos, qué pasó con la de
anoche.
—Anoche pasó.
— ¿De veras?
—Y no me vas a creer una vaina.
— ¿Cuál?
—Llegué a casa después del ruedo. Estaba de
visita la suegra, y no sé qué coño le pasó a Clara, pero de repente se excusó y
metiéndome en el baño, se me vino como una fiera. Quería conmigo como una loca,
al notar un olor imperceptible, supongo. Si no fuera por su madre, quién sabe
qué sería de mí. Al principio creí que me había descubierto en la movida, y que
no me quedaba más que defenderme como el ofendido, pero las cosas fueron
dándose hasta que ella por fin recobró la cordura. Se incorporó de repente, me
miró sin avidez, como para mitigar la vergüenza, y me dijo no sé qué cosa de la
suegra, que de seguro ya perdía la paciencia allá en la sala.
—Extraño, ¿verdad? Lo común hubiera sido el
reproche.
—Y no veo por qué tengan que reprochar nada. Las
cosas que uno sabe, y que tanto les pueden gustar, sólo se aprenden afuera. No
hay mujer que tan adentro no lo sepa, ni mujer que deje de saberlo.
—No se te escapa ninguna mujer, ¿eh?
—Ni una, compadre. Las diferentes bellezas
pueden parecer (y de hecho son) tan parecida cuando se habla de lo bello,
precisamente porque la diversidad de esta virtud se congrega en lo uno. Cuántos
pendejos, que con facilidad a los pendejos se les coge de sus mismos anzuelos,
son capaces de descabezarse por un El Dorado de mujeres hermosas, como si los
espejismos no provinieran del barro original. La verdad es que en cualquier
lugar se pueden conseguir tantas criaturas agraciadas como sean posibles sus
atributos, porque la biología obra, cómo no saberlo, según proporciones
universales, y porque todas las ramas prosperan desde el mismo tronco. Yo te
digo una vaina, compadre. Yo voy a diestra y a siniestra. El que sólo bonitas
escoge, apenas poquitas coge.
—Entonces, qué pasó con la actriz. No era ni
fea.
—Las actrices son las que mejor hacen el papel
de putas. A fe que sí.
— ¿Entonces, era por eso?
—Cómo crees. Es que no soporto que se coman las
uñas.
—No jodas, Zeus. Te echas de un bocado aquéllas
que te comen vivo y ahora resulta que no soportas a ésta, porque dizque se come
las uñas.
—Ya ves; también tengo los defectos que me
adornan.
—Así que el gran Zeus lo puede amedrentar una
mujer.
—Una mujer que se coma las uñas día y noche, pues sí. No
sabes la grima que me da ver a alguien devorar sus propios pellizcos.
—No sea huevón, compadre.
— ¡Cómo!
—Lo decía amistosamente.
—Así que los amigos ya se llaman con palabrotas
que antes eran injurias. Tal vez se escuche algún día que cualquier 'hijo de
puta' es un hermano del alma, aunque quién sabe si del mismo padre...
—Coño, Zeus, tienes razón.
— ¿El teléfono?
—Sí.
—Adelante, amigo soltero. No se disculpe y siga.
Si mi compadre entendiera las mujeres, con lo
inteligente que es, preferiría hacer de bruto, porque mientras más se pretenda
obrar con inteligencia más nos sumergiríamos en su medio, irreparablemente.
Pero ni jota cuando se trata de ellas. Prefiere ir de putas cuando se siente
galante. Me imagino con qué decoro ha de tratar a las mujerzuelas. Viéndole
bien, no hay mujer que no sea puta, ni hombre que no sea putero. Ellas por
putas piden lo que ellos por putero están dispuestos a conseguir, así cada quien en el trance se queda con lo que da. No sé por qué en vez de poner damas y
caballeros no ponen putas y puteros, francamente. De ese modo todo el mundo cagaría a su modo y a su
gusto y sin tantos remilgos ni vergüenzas.
Nunca una mujer fácil se me había hecho tan
difícil. Ayer estuve cerca. Una bandeja de mariscos entre vapores clandestinos,
el taxi y justo en el hotel, adentro ya, con anteojos y pañoleta, la muy puta
se arrepiente. Coño. Entiendo que tenga ciertos escrúpulos, es la mujer que se
consiguió mi compadre, vive al lado de la barraca nuestra. Hizo migas con mi
mujer. Es muy arisca y nerviosa, sí, hay que reconocer que esta cualidad
también le adorna a la condenada. No es muy simpática que se diga, pero con esa
timidez incita el gusto. No te creas, es una de esas mujeres que a ojo se ve
que hay que verlas desnudas; una de esa mujeres que se tapa sólo para eso, para
desnudarse. Ya se me empinó otra vez. Pero cómo hago para cogérmela, si ella ya
se hace la comadre y no sé si le teme más al remordimiento que al gozo. Mejor
voy con mi mujer. Ya mañana se me ocurrirá algo. Qué dices, si pasa de esta
semana no habrá piropo que la conmueva, ni porque le llames putica de mi alma.
Déjame ver. Hombre, olvídate del capricho. También está mi compadre de por
medio, recién casado y tan entusiasmado de tener una descendencia. Dejémoslo
así. Hasta ahí está bien, por lo menos una chupadita conseguiste. ¿Te acuerdas,
en plena boda? Que si el liguero, que si un hilo del vestido. Hay que ver que
las mujeres son astutas. Ah. No. No. No. Cada vez que me acuerdo, nada se me
olvida. Ya que llegaste tan lejos, lo mejor es ir un poco más allá. Pero, cómo
hago, porque en verdad no estoy dispuesto a ceder en este punto, ya me ha
calentado bastante como para preferir una ducha helada. Ella teme que la vean,
que se destape un escándalo. Ahora que está encinta cualquier sensibilidad le
previene de todo y así teme que se confunda su embarazo con una mínima
sospecha. Dice que en toda ceguera no faltan grietas. Tiene razón. Pero tener
razón en estos menesteres es como para no cometer locuras nunca. El compadre no
viene hasta la otra semana, y está tan enamorado que una esposa adultera le
atará más. Ojalá le vaya bien, bastante se merece el cargo, por cierto. A ver.
Ya sé que no aceptaría ir a otro hotel. El mirador le resultará premonitorio.
Una estancia ajena, con retratos ajenos, no le será acogedora ni porque la coja
con esos testigos mudos. En ninguna de las barracas, eso desde luego, aquí no
faltan averiguadores por doquier. Qué difícil me la pone. Increíble que una
cama me desvele. Aquí estoy, dándole vuelta a la mujer en vez de manosearla. Y
ella al lado tal vez durmiendo, tal vez soñando, tal vez haciéndose una
pajilla. Qué se yo. Aquí mismo; del otro lado de la pared. Piensa como ella,
hombre, quizá así des con la solución. Así vas a dar con la solución. Por
supuesto. Entonces lo mejor debe ser no alterar las costumbres ni las formas.
Dividir en apariencia un punto conocido, para lo cual hay que estar en dos
lugares al mismo tiempo. Ella diría: tiene que ser aquí en las barracas,
donde todos los trabajadores viven con sus mujeres; a los ojos de todos es que
podemos ser invisibles. No faltan cornudos resignados ni alcahuetes
beligerantes que convivan entre nosotros. Es verdad. Las barracas comparten un
traspatio, pero hay otras barracas en las terrazas superiores. Las barracas
comparten una pared. Por supuesto, una pared. Ella diría que una pared es
suficiente, no importa que sea lo que nos divida ahora. En una pared, por
ejemplo, se puede abrir una puerta, o más bien un pasaje. Ella diría que hay
que construir un mueble en su pieza que coincida con el de nuestra pieza.
Cuando Clara se vaya a cuidar a la suegra, yo pasaré al otro lado en cada
ocasión precisa. Ella diría que hay que poner manos a las obras. Mañana le digo
que tuve su idea y que ella se le debe ocurrir otra vez lo mismo. Este fin de
semana construiré el mueble. Me llevo el esmeril y mientras todos estén afuera
corto el vano y ensamblo lo demás. Eso es lo que hay que hacer. Una idea mejor
no se me hubiera ocurrido si me conformaba con dar de cabezazos contra la misma
pared. Las mujeres son clarividentes, hombre. Las mujeres son una bendición que
nos promete todo. De puro pensarlo… De imaginar ese olor que viniendo de una
mujer que guste es tan agradable y voluptuoso… Ay, ya estoy empinadísimo.
— ¿Qué te parece, compadre, el mueble?
—Qué decir si no hay nada que no puedas hacer.
—Y mira qué amplio es este compartimiento,
querido, sólo para ti.
Cómo es posible que le muestre la puerta
secreta. Yo que hasta me esmeré como un ebanista y está puta que no movió un
dedo con qué sangre fría menciona los detalles. Hay que ver que las mujeres son
brutas para todo, menos para ser inteligente. Pobre de mi compadre. Un hombre
así de veras no merece esta suerte.
—Clara se queja, porque apenas por el nuestro se
puede pasar desnudo. Dizque no cabe nada, ni el uniforme; pueden imaginar lo
exagerada que es.
—No es eso. Ya ven, el exagerado es otro. Me
gusta mucho como les quedó. Pese a lo amplio, no sobresale mucho.
—Verdad, Clara, parece una puerta.
Sinceramente es idea suya. Cómo más la pude
concebir así.
—Este mes el niño duerme en la cuna y la misma
cuna tiene debajo sus gavetas.
— ¿De veras, Clara? Tengo que ir a ver. Julián y
yo todavía no nos decidimos por la cuna.
—Y hay que darse prisa, porque ya el campeón
viene en camino.
—O la campeona, nunca se sabe.
—Cómo vienes a echar la sal, Clara.
—Cómo que sal. La sal de la vida, querrás decir.
—Lo que pasa, comadre, es que siempre he pensado
que para encabezar la prole mejor es un primogénito.
—Ah, compadre, ya no estamos en tiempos de
Matusalén.
—Lo importante es que la criatura venga sana.
—Dios te oiga, Clara.
—Y al mueble, compadre, qué más le falta.
—Venir a echarle una pinturita de vez en cuando,
querido.
—Sí. Supongo que algo de barniz.
—Mucha gracias, hombre.
Cómo puede reírse mi compadre, cuando su
inocencia me aflige tanto. Qué sangre fría tiene esta puta para calentarse.
—Aquí, entre nos. Ahora que estamos solos.
Compadrito, cuide a su mujer. No se le vaya más la mano. Se acuerda que usted
me dijo que cuando consiguiera esposa iba comprender como funcionan las vainas.
No sólo las comprendo, que eso ya sería bastante, sino que las practico al
contrario de lo que antes me enorgullecía. Roberta me ha cambiado mucho.
— ¿Eso se supone que te ha enseñado tu mujer?
Porque a mí me enseña una cosa muy diferente, algo que por lo demás me excita.
—Reflexiona, Zeus, porque al cabo todo llegamos
a envejecer. Hombres y mujeres. Y arrugarnos después de henchidos pechos no nos
daría ningún respiro para morir en paz.
Ya los cuernos te encorvan, caballero; eso es lo
que pasa.
—Qué coño haces ahí sentada. No escuchas que el
niño te está llamando.
—Sólo balbucea.
—A ver qué coño lees.[1]
¿Es lo que leo? De cuando acá mi mujer se pone a
leer estas vainas. Qué cree que puede tomarme por idiota. Pero mira todo lo que
dice. Aquí no sólo está cogiendo patio la señora; aquí está cogiendo calle,
señor, y como no te avispes se la cojera otro.
—Así que con panfleticos.
—Es para un resumen.
—Y de cuando acá tienes que resumir estas cosas.
Párale bolas más bien a los oficios de la casa, en vez de perder el tiempo.
—Es sólo un trabajo, para una tesis. Estoy asesorando
una tesis.
— ¿No es suficiente lo que hago yo? ¿No te
parece suficiente? A ver, dime.
—No es sólo por el dinero. Lo que pasa…
— ¿Qué es lo que pasa entonces?
—Necesito hacer algo.
—Y claro, como ya me desafías con los hechos, te
quedaba resumir este papelito. Cumple tu papel más bien, que bastante grande ya
te queda.
—Pero tú me conociste trabajando.
—También desvirgada, y no por eso te voy a
compartir con el prójimo.
—Es que…
—Te traigo el mundo a la casa y siempre te
quejas de que no sales de casa. Mejor cállate que mis mordazas no son de
algodón.
—Ah, ¿ése es el mundo que me traes?
—Y créeme que no querrás salir, no te conviene.
—Ven, nené. Ven con mamá.
— ¿Ya ves como pones al niño? Mejor me voy y
cuando vuelvo te quiero ver durmiendo. ¿Verdad, nené?
Sólo eso me queda. Recuerdo esa radiografía en
la pared. Enmarcada como un diploma, el único del que se me permite
enorgullecerme. La radiografía de una mano, de su mano, con la que no poca
veces me ha golpeado. Qué premonitorio ardid, ¿verdad? ‘Para conocer a la
radióloga me inventé una cosa en la mano. Me mandaron por una radiografía, y
qué creen, he aquí a mi mujer.’ Las palabras más sonoras en mi boda.
Desde que estamos en la barraca no me pega, pero con cada promesa ya viene el
golpe, y a veces prefiero el golpe a que se aguante con esos puños. Ahora veo
todo en esa radiografía de una mano sana. Un destino que los rayos X no
pudieron discernir en su momento.
—Señora Florista, en fin, quiero un ramo que sea
muy hermoso. Es para alguien muy especial. Esta encomienda tiene que ser la que
más le enorgullezca a usted, porque el arte está en la gracia como la miel en
su dulzor. Sé que cada flor ocupará su lugar preciso. Así que sería maravilloso
que estas flores puedan prometer a la primavera el esplendor que ellas
sostienen en lo efímero.
— Cuánta galantería. ¿Para enamorar o para
reconciliación?
—Quisiera enamorar, es mi anhelo, pero si la
intención no conmueve, acaso por ser tan temeraria como sincera, entonces que
la fragancia de tantas flores implique la reconciliación.
—Qué lindo. Disculpe; es que pocas veces hay
hombres tan sensibles. La mayoría pagan las flores sin exceder el trato o
excediéndose en las cursilerías de siempre.
—La mayoría se enamoran, así de simple, pero
porque no les queda más remedio.
— Eso sí. Lo veo a diario. ¿Y qué debo anotar en
la tarjeta?
— Me gustan tus flores, son tan tuyas que sólo
así podría regalártelas.
— Qué frases. ¿Prefiere hacerlo de su puño?
—Preferiría que lo escriba usted; así lo leería
mejor. Cuando la letra es clara las intenciones son como las flores.
—Es muy afortunada, hay que decirlo. A qué
dirección se enviarían.
—No se preocupe, ya me he entendido con el
recadero. El sabrá acortar el camino.
—Muy bien. En un par de horas estaría listo el
ramo.
—Tómese el tiempo que necesite.
—De cualquier manera, quedará deslumbrada. Se lo
aseguro.
—Ojalá su sonrisa sea premonitoria. Bueno, ahora
tengo que irme.
—Cuando quiera vuelva por más flores.
—Por todas la flores que sean necesarias.
Hay que esperar un poco. A que las flores
vuelvan a florecer ya cortadas.
—Qué haces por aquí, Zeus.
—Encargando unas flores, compadre.
—Me imagino que para Clara. Ya era hora, hombre.
— ¿Vas a seguir con la joda?
—Entonces, para quién.
—Para la florista.
—Cómo.
—Es una viuda muy bonita. Aunque le sienta de
maravilla el luto, ya verás que por otros medio daré en el blanco.
—Definitivamente, tú no cambias. Deberías
halagar a tu mujer en vez mancillarle en cualquier ocasión y con las hermanas
de su misma desgracia.
—Mira, ya sé que tú mujer de un tiempo para acá
me tiene ojeriza. Lo he notado de muchos modos, no vayas a creer que yo soy de
piedra. Así que no me extraña que te ponga en mi contra. Mejor dejémoslo aquí,
porque me apenaría mucho perder a un amigo por un lío de faldas.
—Dejémoslo aquí, porque ya no tienes un amigo.
Tiene razón Roberta; eres un egoísta que poco me conviene tener por amigo.
—Cómo te ha cambiado esa víbora, parece que
incluso te hace bien hacerte pasar por malo. Ultimadamente, si es así, que se
le va hacer, espero no ser tu enemigo, porque con esa consejera que tienes, ay
compadre, te iría peor.
—Sabes que no soy peleonero, y que siempre, pese
a todo, honraré la amistad que alguna vez tuvimos.
—No honres un coño, que lo que queda atrás no
queda en ningún otro lado.
Qué se cree este huevón, que porque la mujer le
corona lleva cetro. Eso es lo que pasa al no empezar desde el principio. Las
mujeres obran mejor en solteros rancios.
—Qué pensativo se te ve.
— ¿Pensativo? Debe ser porque no estoy pensando
en nada. Así uno parece un filósofo.
—Deberías agarrar un libro de vez en cuando,
Zeus. Los libros no muerden.
Cómo ha crecido esta niña, y cuánto desparpajo y
gracia.
—Los libros no muerden, es verdad, muchacha,
quizá porque son ellos los que echan sus anzuelos. Aunque un libro sobre cepos
promete.
—Pues sí.
—Y de qué trata lo que lees.
—De un cornudo.
— ¿De veras?
—Oh, sí. Uno que no lo desengañaba nadie.
— ¿Deberías leer esas cosas?
—Están escritas, ¿no?
—Pues sí.
—Tía está adentro. Te estaba buscando.
— ¿Hace mucho que saliste de la escuela?
—Como una hora, pero el libro está bueno.
—Mejorará si lo cierras; no son cosas para una
niña.
—Eres tan anticuado, Zeus. Y no soy una niña.
—Si vieras que yo a tu edad era muy moderno.
— ¿Entonces?
—También lo moderno pasa de moda.
—Qué gracioso eres.
— ¿Dijiste que Clara me estaba buscando?
—Uh. Hace mucho.
Ya se le marca el monte de venus. Qué pícara.
Que acogedores matorrales.
—Por qué tanta urgencia. ¿Pasó algo con el niño?
—No, cómo crees. Lo que pasa es que ya no puede
con los cuernos.
— ¿Qué coño dices?
—Tu compadre le fue con no sé qué chisme.
—A ese huevón le voy a partir la cara.
—Qué dices, si ya se fue. La mujer lo sacó,
porque dizque no podía parir con tantas angustias y con vecinos que le echaran
mal de ojo. Va tener una niña, ¿lo sabías?
— ¿Y Clara? ¿Y el niño?
—Te estaba buscando, ya te dije. Lo que pasa es
que no te encontraba. El niño está con abuelita.
— ¿Llora?
—Ya sabes que por cualquier cosa tía se echa a llorar
inconsolablemente. Pero no te preocupes, Zeus, quién puede creerse ese cuento.
Yo no me lo creo.
Esta putica busca algo, pero preciso ahora.
Mejor veo qué coño pasó adentro y qué la sobrinita siga con su libro. A ese
huevón se las voy a cobrar todas, hasta los cuernos.
—Oye. Clara. ¿Adónde vas? ¿Y esa maleta?
—Déjame ayudarte, tía.
— ¿Qué coño hacen las dos?
Que ni se atreva a seguirme. Le voy a dar un
portazo antes que me levante la mano. Ahí viene. No importa. Lo único que dejé
fue esa radiografía, que procure allí sus propias enfermedades. Ya no escucharé
más consejos de parientas: ya no más condescendencias, ya no más voracidades
para entretener su apetito. Ahí viene. Ahí va la puerta entonces.
Adónde buscar esta tiíta, si voy dando tumbo con
mi garrote, y de lazarilla su sobrina. Déjate de vainas. Mejor apurar el paso.
A rastra me la traigo, así la tenga que destetar otra vez.
C
Venir a escaparse de casa. Le encontraré. Le
cazaré como cuando nos casamos, y ya verá que las cosas van a ser mucho más
parecidas a lo que no cambiará nunca. Que no se crea que esto se quedará así:
como si nada. No. Pero, ¿adónde pudo ir? Ya han pasado unas horas. Mucho le ha
durado el berrinche. Ahora se supone que nadie sabe nada, como si le dieran
cobijo con esa excusa. Ya verán todos que cuando le agarre, no importará mucho
que las excusas vengan a rogar, aunque fuera un poquito de piedad. Entonces no
habrá parientes que se interpongan, a menos que a través de ellos pueda
aumentar el castigo. Ya verá que no juego. Qué se cree, que puede desatender la
casa, porque la intemperie le descubre un cielo azulito. Que se ponga a creer
en pendejadas y verá como se moja. Cuando le consiga… Ay, cuando le consiga, le
encontraré hasta sus secretos, y que sean sacrificios nada más y no pecados,
porque estos últimos se los cobraré con mis intereses de siempre y sin deducir
una fracción del capital. A la vuelta sabrá lo que es un hogar. Pedirá perdón,
que si lo hará. Es que le voy a…
—Qué belleza de homosapiens.
No lo puedo creer. Esto es increíble. Primera vez que me dirigen el mismo piropo y además a dúo, en una armonía muy graciosa. De dónde habrá salido esta criatura. Hay que reconocer que es una belleza de homosapiens, quién sabe a quién busca, pero no deja de mirarme. Deberíamos guiñarnos un ojo, para ver que más miramos con los dos ojos que queden abiertos, o qué soñamos con los otros dos ojos que…
Huir. ¿Huir de quién? ¿Huir de quien me hace huir? Enfréntale. Cuántas veces escapaste, para ahora que le dejas no hallar ninguna salida que te traiga con bien. Ya no es lo mismo, ya lo sabe. Todos tenemos de todos y si alguien cree carecer de una porción es porque también se cree menos. Si he de irme, será para no detenerme. Cultivaré la amistad en donde los enemigos no me hostiguen. ¿Volver a tener otros hijos? ¿Con quién? Y si vuelves. Y si exiges respeto según las condiciones de estas circunstancias. Ya no te puede avasallar, pues le has demostrado que todo es diferente. Que a partir de hoy el ayer se queda en el pasado, y que si al amanecer se aclara es porque en el cielo no habrá indicios de ninguna pesadilla. No sé. Todavía dudo. En un mercado, entre la variedad de las especies, se duda en cada acierto. Pero mira qué manzanas. Como en un jardín. Se ven tan enteras. Tan jugosas. Tan apetecibles. Como si no les hubieran cosechado nunca. Pendientes del mismo árbol. Que la vida fuera así, y se pudiera alcanzar así. Y esta mano. La mano de una criatura impávida, como yo. ¿Acaso nuestras manos comparten la manzana que escogimos? No la suelta. No la suelto. ¿Y si pudiera durar el momento? ¿Y si fuera inalcanzable el momento? ¿Y si nos enamoráramos sin dejar el momento? ¿Qué semilla prevalece en el interior como la raíz en la tierra? ¿Qué se preguntará? ¿Qué le respondería yo? No la suelta. No la suelto. Nos encontramos, eso es verdad.
No lo puedo creer. Esto es increíble. Primera vez que me dirigen el mismo piropo y además a dúo, en una armonía muy graciosa. De dónde habrá salido esta criatura. Hay que reconocer que es una belleza de homosapiens, quién sabe a quién busca, pero no deja de mirarme. Deberíamos guiñarnos un ojo, para ver que más miramos con los dos ojos que queden abiertos, o qué soñamos con los otros dos ojos que…
Huir. ¿Huir de quién? ¿Huir de quien me hace huir? Enfréntale. Cuántas veces escapaste, para ahora que le dejas no hallar ninguna salida que te traiga con bien. Ya no es lo mismo, ya lo sabe. Todos tenemos de todos y si alguien cree carecer de una porción es porque también se cree menos. Si he de irme, será para no detenerme. Cultivaré la amistad en donde los enemigos no me hostiguen. ¿Volver a tener otros hijos? ¿Con quién? Y si vuelves. Y si exiges respeto según las condiciones de estas circunstancias. Ya no te puede avasallar, pues le has demostrado que todo es diferente. Que a partir de hoy el ayer se queda en el pasado, y que si al amanecer se aclara es porque en el cielo no habrá indicios de ninguna pesadilla. No sé. Todavía dudo. En un mercado, entre la variedad de las especies, se duda en cada acierto. Pero mira qué manzanas. Como en un jardín. Se ven tan enteras. Tan jugosas. Tan apetecibles. Como si no les hubieran cosechado nunca. Pendientes del mismo árbol. Que la vida fuera así, y se pudiera alcanzar así. Y esta mano. La mano de una criatura impávida, como yo. ¿Acaso nuestras manos comparten la manzana que escogimos? No la suelta. No la suelto. ¿Y si pudiera durar el momento? ¿Y si fuera inalcanzable el momento? ¿Y si nos enamoráramos sin dejar el momento? ¿Qué semilla prevalece en el interior como la raíz en la tierra? ¿Qué se preguntará? ¿Qué le respondería yo? No la suelta. No la suelto. Nos encontramos, eso es verdad.
[1] Superar el sexismo y la desigualdad de
género es uno de los mayores desafíos que afronta la humanidad. No
sólo con declaraciones de intenciones, sino con el ejemplo vivo se consigue el
cauce natural de la corriente. En la medida que la presencia de la mujer sea,
de hecho, una fuerza proporcionalmente activa en las instituciones del estado
así como en el desarrollo general de la sociedad, les infantes van a crecer con el
entendimiento de que algo así de normal no tiene por qué sorprender a nadie,
pues la misma naturaleza siempre junta en mitades complementaria el derecho de
existir. Como hay que reformar costumbres arraigadas, es
necesario, además de leyes promisorias, adelantar el paso a través de la
educación, sólo así se consigue la igualdad manifiesta y practicada. Lo que es
más, les infantes se estarían criando, por fin, bajo el entendido de que la
dimensión exacta de lo humano se concibe según el ombligo compartido de la especie. Ver que también los varones se encarguen, a
partes iguales, de llevar la casa, criar a los hijos y cuidar a los ancianos y
enfermos. He aquí, en la normalidad de deberes tan adquiridos como los
derechos, la razón que sostiene la justicia. Todavía las
restricciones se dan a lo ancho de todo el mundo. Bien es cierto que hoy en día se han conseguido avances (no en todos
los países no según las mismas medidas) en los derechos civiles de las mujeres,
hay ciertas cosas que poco cambiarían de preservarse el mismo modelo que ha
campeado por milenios. La mujer, dado sus embarazos y la consecuente crianza de
los niños, siempre se le ha considerado en minusvalía respecto al hombre y si a
eso hay que añadir la codicia de quienes reducen una cifra autoritaria, ya se imaginarán lo poco halagador que resulta el cuadro.
El alumbramiento y crianza de la prole, al fin al cabo es la base de toda la
sociedad, y con todo se le sigue considerando una perdida que según esa visión
mezquina y miope penaliza a las mujeres. Parece todo esto tan sencillo, pero el
modelo es y será obtuso siempre, así que hay que trascender el modelo. Si
alguna vez fuimos matriarcales y luego en virtud del garrote y la piedra
cizañera se hicieron ejércitos y esclavos, habrá un porvenir en que las dos
facultades y potencias puedan complementarse en el derecho, como lo hacen en la procreación.
No hay que acostumbrarse a los impulsos de la tradición cuando la urgencia
cotidiana siempre reclamará nuestra parte en cada cambio.
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