domingo, 26 de abril de 2015

TABLERO A TABLAS



Los salones vacíos son bastante huecos la verdad, como si se les hubiera vaciado para siempre. Las papeleras con su basura intocable, como si nadie hubiera atinado en ellas. Los pupitres repujados con punzones, como en serie de esos surcos. Así deben ser los manicomios cuando se abandonan. Así deben ser las guerras cuando se estragan de tantos muertos y escombros, extenuadas y a merced de cualquier tiránica paz. Así deben ser el cielo desarraigado de sus nubes. Así deben ser los fantasmas cuando se quedan solos. Hay algo invisible en todo lo que se ve, como si lo profetizaran esos petroglifos de tiza en el pizarrón. El silencio zumba entre las orejas, y sólo callando a la larga le comprendemos. Y qué dice. Dice que usted tiene la ingenuidad de creer en pendejadas. Qué va decir el silencio, bobo. El silencio no dice nada, salvo lo que no dice, siendo nada también, luego es nada y nada más que nada. ¿O no entiendes nada? ¿Entiendes menos? Porque poco de extrañar se me figura que tan fervorosa lo sea esa comprensión. ¿Y los corredores? En la continuidad de su columnata. ¿Y las escaleras? Fósiles de cascadas. ¿Y los pretiles? Al borde siempre. ¿Y el pasto? No parece crecer nunca, y aun así nos aventaja todos los días. ¿Y las bancas? Como para tenderse desnudo sobre ellas. ¿Cómo será Paula desnuda? Debe ser más hermosa que vestida, seguramente. Sin falda plisada, sin pechera, sin medias altas, sin zapatos de charol, sin  insignia de ningún colegio. Sin pantaletas ¿Tendrá vellos como yo? Las mujeres deben ser apenas vellosas como las aceitunas, aunque una vez vi a una vieja que de un lunar prominente le salían mogotes. Quita esa imagen, criminal. Más bien imagínate a Paula descalza. Desnuda. Corriendo por aquí, entre las solariegas baldosas, convidándome a mis vergüenzas, ruborizándome con sus guiños. Pero qué se me ocurre, si ella no me nota en absoluto. Ni porque me oculte soy siquiera un misterio para Paula. Éste fue el lugar dónde la conocí, la vi en el remate del pasamanos, asida de este modo. Luego vinieron otras chicas; la convidaron y se fue. Bajó las escaleras con las otras y la perdí en el patio, en medio de toda la matrícula. Los altavoces. La bienvenida. El primer día de clases. El himno. Y en este salón otra vez ella, pues sí, justo aquí compartimos el mismo curso, cómo crees que una coincidencia no iba duplicarse en su mismo acierto.
—Cómo estás, Esteban. Te andábamos buscando por todas partes, hasta nos colamos al auditorio.
Paula aquí, ah, pero también Roberto y Luisa.
—Bastante raro es que te permitan quedar a la hora del almuerzo, así que debes comer aquí por una licencia misteriosa.
— ¿Paula?
—Dime, Esteban.
—Dime Esteban.
—Dime Esteban.
—Dejen de remedarme, brutos.
—Es que suena como un eco, chica.
—Ah, sí, luisita, y que tal si mejor te callas, se me figura que sería muy original de tu parte. Y tú, Roberto, esto sí, incluso porque lo copies, se te entendería mejor que nada.
—No te pongas brava, chica.
—Verdad, Paula, que todo te hace roncha.
—Por qué me siguen.
A ustedes dos, por qué. A ella sólo: porque
—Que por qué, Esteban; bueno, porque eres un enigma ¿verdad, muchachos? No dices nada en clase, no te mezclas con nadie, no se te puede ni saludar de lo esquivo que eres, y todos los días te quedas a la hora del almuerzo. Como si vivieras aquí todo el tiempo.
—Llegas demasiado temprano.
—Y con un peinado que te despeina.
— ¿Cómo se escurrieron ustedes?
Por qué no lo hiciste tú sola, querida mía.
—El principio es esconderse para que no te vean, ser invisible todo lo más. Claro, para que ningún celador o bedel te descubra, pues tienes que seguir envuelto en tu misterio, y casi por dos horas.
—Nos hemos escondido de recodo en recodo, que si nos pillan nos ponen una nota en el libro como para llenar el libro.
—Muy arduo es, pues hay que seguir siendo invisible hasta que se vuelvan abrir los portones en medio del gentío.
—Muy raro esconderse todos los días aquí. Comer a escondida y aparecer cuando todos aparecen.
—Bastante raro, chico.
—Además, tú no te escondes, Esteban. Deambulas como un fantasma de aquí para allá, a la vista de todos o de nadie, que de cualquier manera se te ve recorrer los corredores de aquí arriba. Desde el castaño de la plaza te vimos.
—Y se me figura que hablabas solo, porque callabas de tal modo que parecía que te escuchabas atentamente.
—Cómo creen. Esteban se aburre, y cómo no, cuando en dos horas no hay nadie más que él.
Ay, también te burlas, pero yo me río y así me alegro; eres tan graciosa muchachita.
—Eres bastante solitario, chico.
— ¿Y si eres un fantasma? Yo he oído que los fantasmas están a gusto en lugares como estos, donde el ajetreo de los vivos cesa de repente.
—Deja la joda, Roberto.
Qué va dejar el pobre Roberto, ya ni la pobreza de sus notas.
—Lo que sucede es que vivo muy lejos.
—Yo también vivo muy lejos, ¿verdad, muchachas? Cuántos más no viven lejos, en cambio tú te quedas como no se lo permiten a nadie. ¿Y si eres un fantasma?
Un fantasma ya te hubiera quitado los anteojos.
—Conoces a alguien aquí, ¿verdad? De quién eres hijo, revélate por fin.
—No ves, Paula, que también detrás de sus rubores se esconde.
—Yo diría, Luisa, que hemos sido muy descorteses. Razón tienes, Esteban, para no tratarnos.
Razones tengo para no tratar a los demás, en cambio a ti no te trato precisamente porque carezco de ellas, chica, que si las tuviera todas, o al menos una, no me verías como un bobo aquí parado, irracionalmente, y con la misma cara de Roberto.
—Se me ocurre algo. Qué tal si invocamos a los fantasmas del lugar. Todo es tan propicio. Solitario el colegio que antes que tal fue casona militar y antes prisión y antes claustro y antes quién sabe qué tierra inculta. Muchos espíritus errabundos deben arrastrar aquí sus amarres, y en esta bóveda de silencio bien pudieran propagarse sus votos.
—Pues sí, no es mala idea, chica. ¿Verdad, Luisa? Además, Esteban querrá esta vez incorporarse a nosotros. Vamos, Esteban, tú haces el cartón. Toma estos creyones.
—Mejor que sea Paula. Ella tiene buena caligrafía.
—Pues que sea yo. Dame acá los creyones, y gracias por el piropo, chico. Aunque nunca me tutees, se te oye con respeto.
Si tú, tú, tú, tú, tu, tú, tú, tú, tú eres más mía que tuya, es sólo que  por entero te tienes y nada más así te comparto, por eso a usted se le figura que no la tuteo, señorita, y además me cree tartamudo.
— ¿Y cómo funciona, Paula?
—Pues muy sencillo, chica. Se escribe el alfabeto.
—También los números del 0 al 9.
—Y, por último, un sí y un no. ¿Le conoces, Esteban?
—He oído algo, pero se me figura que por algo se empieza.
—Y si nos pillan, Paula.
—Este salón se ve que ni lo asean. Además ya es demasiado tarde, así que todos los de dentro aguardan la entrada del gentío, como los de afuera aguardan por su estampida. Descuiden puede ser aquí, no hay porque esconderse ya, que se los digo yo.
—Es verdad, el que se vela devela lo evidente todo el tiempo.
Entonces, que sea al menos una superstición la que nos vincule, se me figura que hasta puede ser de buen augurio ese principio. Quise decir, que con cualquier nexo todo nos vincule, el bien, el mal; lo tenebroso, lo radiante. Quiero que nos asoleemos desnudos sobre el pasto, esposa mía. Qué letra bonita tienes, Paulita, y qué números tan llenos y monos te salen. Luego el , que sí que es un . También el no que se niega a rezagarse. Lo cabal de una caligrafía muy exquisita. Ahora que vengan los fantasmas y también los jinetes del Apocalipsis, que como se declaren todos a través de ese manuscrito tomaré de tu mano menuda y linda todos los designios.
—Ven, ya está. Luego un anillo de oro sobre el cartón. Éste, que es mío. Ya sale. ¿Ven? Aquí está. Lo ponemos desde el borde, por aquí en este claro… y entorno al anillo los cuatros juntaremos nuestro índice derecho. Así. Vamos, ustedes dos, no sean cobardes.
—Ya no estoy tan convencido, porque la verdad he oído también que a veces los espíritus no quieren irse, y hasta encarnan en alguien.
—Ya sabía que eran ínfulas nada más las tuyas, Roberto.
—Pero es verdad, Paula, y si no quiere irse, como cualquiera suelte el anillo buscará donde alojarse.
—Precisamente para que salga está este , no ves que bonito me quedó. Cuando le preguntemos que si quiere irse, pues asentirá aquí y volverá a su plano, que no es el de la hoja por mucho que le allanemos a nuestras huellas. Por otra parte, no creo que alguien vaya aflojar. ¿Verdad, Esteban? No aflojará el valiente y tampoco el cobarde por razones más imperiosas que las del valiente. Así que no tienen por qué temer.
—O teman todo lo que quieran.
—Así es. Muchachos, qué dicen.
— ¿Y si lo hacen ustedes dos y nosotros nada más vemos?
—Cómo se te ocurre, Luisa, quedarse no es menos peligroso. Mira hasta se me eriza la piel.
—Ah, no. Háganlo ustedes nada más. Yo me voy.
—Si se van los acuso a los dos, a ver si así les tienen menos miedo a los vivos.
Así que Paula les conoce un secreto, entonces como porfíen yo lo develaré también, ya se me ocurrirá seguir el lance:
—Y créanme que los vivos cuando les hacen ver de un modo tan clarividente, pueden descubrirle lo mortal a cualquiera.
— ¿Nos chantajean? ¿Cómo es posible, Paula, si soy tu amiga?
—Quiero decirte, chica, que es más de temer lo que los vivos hagan que los que los muertos no pueden hacer.
—Es verdad, me animo yo. ¿Qué dices tú, Luisa?
—Que eres cobarde por los dos lados. Pero… sí. Después de todo, lo más seguro es que sea una broma.
—Y si no es una broma, seremos quienes se rían igual.
—Ya me asustaste otra vez.
Qué lindo ríes, bella, sería muy feliz si pudiera hacer coincidir mis comisuras en un beso.
—Es broma, chica.
—Yo creo que la gente habla nada más como de mitos. Cuánto se dice de la escuela: que si una pelea terminó ahogándose en un retrete, que si un alumno murió en pleno examen de biología, mientras describía los mismos síntomas de su enfermedad; o que si el Minotauro de la clase de historia... En fin, qué fantasma pueden concurrir a este aro si todos deben estar mareándose en otras vueltas. Lo único que nos mata es la vida, y al cabo nos matará a todos. La muerte se pierde en cada muerto.
Mi prédica causará sensación; sólo que…
—Qué dices, chico. Si son vainas nada más, porque no la dejamos allí.
—Otra vez, Roberto; no ves como pones a Luisa. Y tú, Esteban, todo existe en el mundo, lo que pasa es que el mismo mundo se interpone.
El mismo mundo se interpone, pero, a pesar del mundo, dónde está nuestro paraíso.
—Ay. Yo pienso que si esto también existe, puede que no nos convenga, porque…
—Ya, Luisa, se nos va llegar la campana en esta discusión. Existe el profesor de historia y no porque nos duerma aprenderemos a despertar en otro siglo, donde la gente se desvele como en una pesadilla. Si le vas a temer a todo, todo te va a asustar.
—Conjurémonos a esto, pues.
—Sí, Esteban.
—Ya verán que no soy un cobarde.
—Vamos, Luisa.
—No sé, Paula.
Pon el índice o con el mío te pico los ojos.
—Pero que conste que lo hago poseída por ustedes.
—Y qué se supone que debe pasar ahora.
—Invoquemos a los espíritus. Así: Espíritus errabundos del lugar, cuál de vosotros oís el llamado, pues oíd este conjuro que a vuestros oídos presta bocas. Haceos espíritu y cuenta vuestros secretos.
—Ya empezó Roberto con sus vainas.
No creo que Roberto mueva el anillo; es demasiado cobarde para una broma así de presumida.
—A quién acusas, Luisa, si eres tú. Dizque no se metía con estas supersticiones y ahora se las da de lince.
—Callen, ninguno mueve el anillo es él.
— ¿Esteban? Ya ves son estos dos los que nos ven la cara de pendejos.
—Qué dices, chica… Es el conjuro.
—Tranquila, Paula, no vale ni señalarlos. Y sí creen que somos nosotros, ¿por qué no sueltan el anillo y con el mismo dedo nos acusan?
—Ay, Roberto, eso me pasa por seguir a un cobarde como tú, que con todo lo hacen andar.
—Mira quién habla, se diría que con arrojo me seguías.
—Callen, pues. Hay que preguntar.
— ¿Pero sí es uno de nosotros que mueve el anillo?
—Yo apenas lo toco.
—Yo también, Roberto.
—Es así porque todos apenas lo tocan. Se mueve porque el espíritu le infunde ese ánimo. Preguntemos sí es él, y quién es.
Yo, de verdad, sé que apenas lo toco, pero si lo mueve alguien... Nadie confesará sus reflejos, por acaso sentirse como un fantasma. No importa que lo muevas, Paulita, yo hasta en el timo te seguiría.
— ¿Es, usted, un espíritu errabundo?
—Lo mueven otra vez. Esta broma no se las perdono, quienquiera que sea.
—Deja de lloriquear, chica. Como Roberto ya ni habla.
Ni Roberto ni Luisa mueven el anillo, los dos creen que son otros, ninguno de los dos lo presiona contra el cartón, porque apenas están prendidos al roce imperceptible,  y eso se ve en su caras. Yo sé que no soy yo ni ellos. ¿Paula? Mi querida Paula, ella me desconcierta, pero seguiré a mi índice adonde tenga que ir el de ella, así señalemos espinas y barrancos, porque más allá estará ella conmigo.
—Va hacia el sí. No se los dije; es un espíritu.
Se me ocurre algo. Si finjo que ya nada me liga al nudo, podrá revelarse la verdad en su rostro.
— ¿Qué haces, Esteban?
Se transparenta. Se puso tan pálida como los demás. Luego el anillo se mueve debajo de nuestros dedos. Pero, cómo…
—No me digas que te aburre un lance de estos. Roberto te hubiera dicho que como eres un fantasma… pero Roberto ya parece uno.
—Deja ya la joda. Mejor pregunta si se quiere ir.
—Pregúntalo tú, Roberto.
—Las cosas no son así, Luisa. Yo invoque; yo pregunto.
—Entonces pregúntale y vámonos, aprovecha que está en el .
La verdad sería un buen truco para salir del trance, pero no vinimos con ventajas, a pulso he de caminar con ella.
—Tengo muchas otras curiosidades antes que precisamente aquélla que te descubre a ti.
—Qué mala eres, chica.
—Pregunta, pues.
—Pregunta si fue profeta.
—Tú eres el único que no temes, Esteban. Preguntaré, más bien, si eres él.
Pregunta si soy yo, y te contestaré porque eres tú la que pregunta.
— ¿Moriste aquí en este edificio?
—Se mueve.
—Se mueve.
—Otra vez como un eco, ¿eh? No se avergüencen, que los rubores los duplica, duplica…
—Casi llega al “no”
—Dice que “no.”
—Le preguntaré más exactamente y sin que sobre aún el monosílabo. Le preguntaré que si murió en tierra.
— ¿Qué significa esa pregunta, Paula?
—Bueno, que si murió en tierra lo hizo antes de que se construyera el primer edificio.
—Por supuesto, Esteban. Parece que Esteban y yo somos los únicos que nos aprendimos la historia del lugar.
—Pues sí, Roberto.
—Sigamos.
— ¿Moriste en la tierra inculta?
—Se mueve.
—Ahora dice que “sí”.
— ¿Te sepultaron aquí?
—Hacia el “No”.
—No.
—Eso quiere decir mucho, excepto que lo sepultaron aquí.
—Yo diría, Roberto, que sólo le hubieran sepultado aquí mismo si fuera una batalla o una peste la que lo aniquiló.
—Murió poco antes del claustro.
—Ahora vienen con las mismas perogrulladas del profesor de historia.
—Cálmate, Luisita. Déjame preguntar más.
Deja estos pupilos ingratos. Pregúntate a ti misma, Paula, si me vas a querer, y hasta este espíritu responderá por ti, porque yo lo haría responder como por mi honor.
— ¿Eres niño?
—Sigue en “no”.
—Debe ser que no.
— ¿Eres joven?
—Igual.
— ¿Entonces eres viejo?
—La contestación no puede ser la misma para todas esas preguntas.
—Y si ya el espíritu deambula al acecho.
—Esperen. Pregúntale, Paula, que si es un muerto.
— ¿Eres un muerto?
—Otra vez se mueve.
Me alegro de que esta novedad asuste con el mismo aplomo. Ahora sigue, querida, que el ventrílocuo será también muestro casamentero.
—“Sí”. Dice que sí.
— ¿Cómo te llamabas?
—Cómo se te ocurre preguntar eso.
—Y ahora que es un muerto.
Una pregunta audaz que consiente su doble desafío. Estoy dispuesto.
—Mira. Se mueve muy rápido.
—No le sueltes.
—Es que no le suelto. Nadie le suelta.
—Nos arrastra.
Es verdad, nos lleva; y ciego seré mi propio lazarillo.
—“E”.
—“S”.
—Va muy rápido.
—Qué letra.
—No sé; ya va por la cuarta, quinta, sexta y otra y otra…
—Pero…
—“N”.
—No hay manera de seguirle.
—Me asusta.
—Tampoco puede tener un nombre tan largo.
—Síganlo. No le suelten.
Voy de adelante con la bandera.
—Sigue.
—Muchas letras.
—Qué dirá.
—Ahora qué importa preguntárselo, Paula.
—Ahora estamos perdidos.
—No podremos seguir el testamento, como siga postergándose de este modo.
—Y aun porque lo sigamos, puede fallar en nuestra contra.
—Perdonen, muchachos, esto es delicado. No suelten. Por favor, no suelten...
No te excuses, querida, que estoy contigo. Es un… No puede ser, es un cero, tan redondo como el anillo. A todas las letras las sigo, como al anillo mi índice. Es un cero, pues con las mismas preguntas responde. Con todas las que hizo Paula. ¿Y cuándo se termine el cuestionario? ¿Qué pasará entonces?
—La campana.
—Aparecerán todos.
—Y nosotros atrapados.
—No le suelten.
— ¿Quieres irte ya, espíritu errabundo?
Ahora la última pregunta; letra por letra. No te soltaré, mi amor. El anillo es sólo el círculo de un fantasma, no un ombligo que nos divida. Corre , de letra en letra, porque las fuerzas exteriores se concentran en un punto nulo. Se abrieron los portones… Se escucha el tropel que ya escoge pupitres, de salón en salón, como una desaforada barbarie de fantasmas. Ya vienen todos… Qué aparezcan todos. Mi índice te toca.
—Contesta. Contesta.
—Di que sí.
—Que sí.
—Sigue. No le suelten, que dirá que sí.
Se aparecen todos los fantasmas del colegio, en uniforme, y con sus insignias y se reparten sus pupitres, ya llegan unos… Ya se les escucha llegar a otros. Que aparezcan todos. Que se vea todo. Quiero verlo todo. Para eso voy según la ceguera de mi dedo. Quiero verla apenas vellosa como una aceituna. Ya llegan los fantasmas del colegio, ya trepidan sobre sus libros, como sus libros. Se escuchan como si caminaran en las orejas… que se cierre el anillo, pues, y que se abra el mundo… r-r-b-u-n-d
—O

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