jueves, 18 de diciembre de 2014

SOLO







Antes de entrar siempre es lo mismo. Más allá de los pasos que me traigan, sé que lo que sigue es un vértigo desovillado desde un punto cuya misma inmovilidad no lo hace más amplio. Un vértigo al que cuesta mucho enhebrar en una aguja diligente. Se sabe que no se va desnuda, que el vestido es precioso y que lucirá precioso durante todo el recital. Por lo demás, el pudor es otro. Casi se entumecen los músculos. Siento que la sangre circula en todos sus espesores, hasta infiltrarse en donde apenas puede asomar un piquete, mientras un hormigueo parece socavar o reconstruir una mujer que jamás ha salido de mí. Eso ocurre de un modo instantáneo, al demorarse lo que no se desborda. No hay costumbre para esta tensión. Vivirla todo el tiempo es como esperar, en vano, a que se dé siquiera en la muerte. No pocos planes he inventado para escapar de esta circunstancia. No de lo que hago; no de lo que me gusta hacer, sino de esta circunstancia, de este silencio diminuto que se abre a un horizonte; de esta pausa que reúne incertidumbres tan descubiertas por todos los artistas. ¿Y si en lugar de avanzar, más bien me arrojo a cierto amago que me arrastre consigo? Entonces sí me movería, despacio, según la virtud de cada impulso, como si lo hiciera dentro de un útero que me forma. Pero al completarse la costumbre, vendría otra vez el parto. Un nacimiento de lágrimas y extrañezas. Entonces otra vez esta maravilla que aprendí a tocar. Entonces la música. Entonces el umbral de esa repetición que me abruma por dentro, pese a las muchas horas de ensayos, pese a las lecciones desde niña, pese a las claves en el pentagrama, pese a la forma perfecta del violoncelo, y a pesar de que una señal ajena indique el instante preciso, cuando los demás esperan que todo comience, cuando al fin me vean entrar como entraré en apenas ese instante que no varía nunca. Siempre es lo mismo, así trate de recordar otras veces tan anteriores como disímiles. Hoy, por primera vez, entraré descalza, para sentir que bajo mis pies también soy capaz de caminar descalza. Hay tanta gente. No sé si se fijan en mis pies, como en mi escote, de cualquier manera no pueden perseguirme en este trayecto que mis pasos apresuran. Son apenas espectadores marginales. Tantos desconocidos que nunca reconozco a nadie, es como si no hubiera nadie, como si toda esa gente no estuviera allí, como si hubieran faltado por el atropello de sus mismas excusas. Aplausos, sí, como un eco que produce un sordo. Me siento. La pica a tientas consigue su punto a tierra, y el cielo por fin se apacigua. Todos se sientan, acaso para el mismo recital, portando los instrumentos que la etiqueta les impone desde niños. Todos callan. Los muebles callan. Las luces no parpadean. Las cuerdas conservan el esfuerzo concentrado en todas las notas posibles. Llegará el momento que la audiencia existirá de repente, y que volverán de sus excusas, y entonces crecerá el rumor hasta que alguien venga de dentro para sacarme en volandas. Sin embargo, estoy bien. Sin embargo, voy a tocar. Con sutileza la música desmonta todos estos resortes impuros. ¿O en verdad desaparecieron todos, cuando ni siquiera estaban allí? ¿Están en casa, preparándose para venir a la hora, mientras yo comienzo este preludio a la hora rigurosa? Debe ser que cada cual se tomará un turno impostergable. Sucederá que de súbito son apenas los que vinieron puntualmente y no los que por fuerza prometiesen venir. Ya no sé si de este tumulto puede conmoverme alguien, y eso que afuera hay más gente de la que alguna vez haya entrado en esta sala, y eso que esa gente pudo entrar al escoger un número y un boleto. En toda mi vida he conocido la mar de gente que no vendría nunca, acaso por las mismas razones que trajeron a unos pocos. Pero imaginemos que estoy sola. Imaginemos que nunca pudo imprimirse el cartel, porque ni Gutenberg se ha levantado de su sueño. No me resulta difícil imaginar una vida entera mientras dejo que la vida siga su cauce entre los escollos; es como tocar mientras la música sea impalpable. Además, ningún aplauso me interrumpe ahora. Siempre he podido hablar sin concentrarme en las palabras, mandándolas al frente como heraldos. Pienso otras cosas mientras puedo hablar sobre cualquier tema y a veces me atiendo como si fuera un interlocutor diferente. Me digo, por ejemplo, 'qué bien estuvo, mejor hubiera sido que el despecho se reservara a mis espaldas, pero se ha sido sincera.' 'Cuánta etimología puede encadenarse a lo largo de muchos amagos parecidos.' Y así seguir hablando, sea porque dejo que las palabras difundan sus propias convicciones, adquiridas de todos los idiomas, o porque sus matices dependen de que mis estrategias conserven la calma detrás de cualquier disputa. Lo mismo pasa cuando toco, lo mismo ocurre ahora. La música discurre como si manara de algún arroyo remoto, sin que al tocar yo perturbe el agua, es entonces cuando el vértigo desaparece entre otras ondas, sea porque la punta ya hubiera traspasado el ojo de la aguja o porque la música se difunde más allá de sus sonidos. Qué sé yo. Así puedo ir y venir; llegar lo más lejos y lo más cerca que se pueda. Como las clavijas que enroscaron las cuerdas hasta cierto punto. Estoy sola. Procuraré no estarlo antes de terminar la pieza. Con la arcilla de este vacío debe aparecer alguien de carne y hueso. Empiezo a amasarle con cada nota, durante cada nota, y procuraré también que ocupe su sitio entre el público. Por eso se me ocurrió perder un boleto en la calle, como si no se extraviara su esencia. No me desmayaré. No dejará de sonar la música. No me interrumpirá de pronto una rechifla procaz. Ni nadie me raptará en volandas, dándome por muerta. La música seguirá siendo irreprochable, continua. Ningún aplauso juntará las manos enclenques y torpes de quienes quisieran tenerme entre sus manos. Sólo será él. Pero es muy tímido; no se atreve a moverse. Se nota que la soledad lo abruma. Aún no lo puedo discernir de nada ni de nadie. Sé, eso sí, que me ve en el centro del escenario. Ve mi rostro que varía según los grados del éxtasis. Ya lo veo. No quiere moverse, aunque quisiera tocarme. No quiere interrumpir, aunque quisiera saber mi nombre verdadero, el que le confiese en la intimidad. La misma música que lo maravilla, le empieza a resultar hostil, infranqueable. Ahí está el violoncelo entre mis pierna, sonoro, con sus efes Fecundas e inFinitas, pero como un parto que más bien es un himen inmenso, imposible. Él derrama una lágrima, mientras se ven correr las mías. Se pregunta si tanta belleza tiene un origen. El mismo es muy guapo, tan joven como yo. Tan blando como yo. Ha nacido para amarme. Ahora que lo amo al fin lo sé, porque sé también que he nacido el mismo día, a la misma hora. Es ése el caballero que quisiera. Ya lo escucho, mientras toco. Está detrás, me acompaña en el piano. Ha subido al escenario desde el principio. Es tan virtuoso como yo. Ya no estoy sola, pero ¿y él? ¿Está solo? Ah, el preludio se termina... De nuevo los aplausos confunden este don que no sobra mis faltas. De nuevo todo lo demás y de nuevo lo que nunca es nuevo…

—Vamos, hombre, atrévete. No te vayas. Ve a su camerino. Su estrella es guía irrevocable. Lo has planeado durante un mes. Le dices que la admiras, que la has seguido de recital en recital y que hoy estas flores son eternas… Cómo se te ocurre que voy a presentarme cual imbécil, hablando de eternidad como en un velorio y trayendo conmigo algo tan efímero como no lo serían mis rubores. Tienes razón. Improvisa entonces, igual que ella debe improvisar en los ensayos. Me tomará por un ensayo de hombre. Esperemos la siguiente función, así ninguna superstición tendrá vigencia alguna. Tengo una corazonada que en otro teatro, en otro país, con otro idioma y yendo acompañado podré hacerme notar de un modo conveniente. Ocurrirá que tal vez un día, en otro teatro, en otro país, con otro idioma, y acompañado por todo el público presente le consigas casada y tan famosa como de costumbre. Adelante, así tropieces, porque al fin ella sabrá que existes, que ya no eres un sueño que irremediablemente te duerme. No puedo. Y si me echa de su altar, a quién le rogaré misericordia… No puedo. ¿Otra vez el solitario piano, cuando todos se vayan? ¿Otra vez es eso, demiurgo espabilado? ¿Otra vez como siempre?

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