Favorablemente
había llegado a la parada de autobús. Por fin, después de caminar durante
horas. El recorrido lo hizo variar de impulsos, y según las alternativas se
hubiera figurado, allí y acá, los alcances de una criatura que acecha al punto
de que por dentro es con igual vigor acorralada, aun cuando los descansos, tal
los hubo apenas por sentarse, le mortificaran esa sed que entre sorbos quería
regar sin las prisas de su mismo apuro. Sustraído de sus apetencias, que no
aplacadas en cada ocasión, quiso volver quizá por donde ya venía la noche, y
tal vez así partir desde donde podía volver.
Antes
de llegar a esa parada había pasado dos paradas sin determinarles mucho, o en
la determinación de esa serie de recodos. Seguía caminando, ya sin eludir a
otros transeúntes, porque intentos mutuos de seguro iban a postergar su
caminata, cuando en algún momento mejor sería detenerla tan verídica como
convenientemente. Desde lejos, al divisar el breve cobertizo, supo que
ésta era la parada. Ya ni siquiera la fatiga, ni los ademanes inexpresivos, lo
podían azorar de ningún modo; sólo la esperanza de tomar los autobuses
necesarios le instigaba en su serenidad.
Ciertamente
la parada era una dimensión aparte. Al principio se contentó con saber que en
unos minutos tomaría el primer autobús y que incluso por permanecer de pie,
arracimado en el pasillo, tendría la ocasión de conseguir aquel acomodo que
disfrutan los viajeros cuando vuelven a sus camas. La cola para tomar el
autobús rebasaba los bancos. Así que tuvo que esperar de pie, fuera del
cobertizo, como si también afuera pudiera recogerse en el centro de aquella
isla. Esta primera sensación se le figuró más que premonitoria, aunque todavía
sin saber en virtud de qué.
Ya
eran como las seis de la tarde, de un viernes, primero de mes en el compás de
una luna nueva. Era razonable que pasaran ciertos autobuses repletos antes de
que pudiera embarcarse en uno. Pasaron tres, uno detrás de otro, como
engarzados. Nadie se apeó de los tres y ya era imposible que se subieran más.
Algunos desertaron de la cola, por lo que tuvo donde sentarse. Un gustoso
hormigueo le recorría las piernas. El alivio podía durar indefinidamente,
mientras estuviera a punto de embarcarse. No llevaba qué leer (y es que a
propósito bajó sin un libro), tampoco entonces le importaba distraerse con
sentencias ajenas, cuando eran las apetencias las que se iban grabando en su
memoria. A los quince minutos vino otro autobús del que se apearon seis
pasajeros. El chofer, levantándose de su sitio, se las arregló para que sus
arengas tuvieran efecto y así pudieran subir diez pasajeros más. No pudo subir
a ese autobús. Él y un señor quedaron en la parada.
Vino
otro autobús cuando al fin llegó ella. De pronto él no supo de cauces previos
ni de nerviosas terminaciones, tampoco se le ocurrió que tenía que subirse
después de que otros, según su turno, se subieran. Sólo la perplejidad de verle
aparecer a ella, de que ella viniese esa tarde, justo a esa isla desde la cual
eran posible las demás costas, le podía conmover tanto, que acaso su voluntad
desde entonces era concurrente y ya no una dilapidación disgregada de manías y
espasmos viriles. Supo que en el principio puede empezar todo, pero es
indispensable que haya un término comprendido en la extensión de ese punto. La
paradoja, si no la comprendía en su simplicidad, lo había de excluir como suele
inferirse que los azares dictaminan veras. Por otro lado, ¿perderle por las
cortesías de su galanteo no significaba una formula muy irónica? No era la
respuesta la que pudiera pregonar una diversidad de modos felices, pues
postergar esa pregunta, como cualquier otra, daba la amplitud de los sucesos,
tal que se descendía de antepasados voluntariosos y que ese arraigo persistía
dentro de la tierra como fuera de la tierra. Sin pensar cuántos iban en el
autobús, ni cuántos hubieran de subir más adelante, le cedió el paso a ella,
porque si sucedía que sólo era posible que se subiera alguien más, que al menos
ella lo hiciese por la misma buena ventura que su presencia traía entre la
indistinta y populosa raza. Ese autobús, sin embargo, no abrió sus puertas, y
siguió tras su pausa inmutable, sólo los apretados vínculos y las
sensibilidades repelentes de dentro involucraban al chofer.
—Allí,
ninguno de los dos —dijo ella, sonriente, incorporándose, y él también sonrió a
pesar de que su sonrisa le ruborizaba más.
En
su hombro colgaba una cartera grande y entre sus manos traía, en dos
envoltorios transparentes, una docena de suspiros o más bien unos ponqués
recubiertos con colores suaves. Llevaba prisa y se notaba que solía subirse
unas cuantas paradas más abajo, tal vez donde incluso se podían elegir los
puestos. Él volvió a los bancos, haciéndole un lugar a ella. Se lo advirtió,
pero ella estaba tan pendiente de un venidero autobús, que otras señales
remotas no le convocaban aún. Mucho le apremiaba que la demora de ese autobús
fuera sucedida por otros igual de abarrotados. Detrás de ese lugar vacante ya
se había extendido una cola. Ella seguía al borde de la acera, porque cuando
viniera el autobús ya podía subir el estribo a través de la repetida licencia
de él. Como no se veía nada reparó los envoltorios y tal vez concluyó que había
de preservarles entre los codazos de otros pasajeros.
—Ahí
viene otro —dijo él, después de levantarse por primera vez para echar un
vistazo a lo largo de la calle, y volvió a su sitio.
En
ese momento habían llegado unos mayores dispuestos a hacer valer su
preferencia, y sin que hubiera necesidad de aquello tomaron sus lugares
adelante, así que ella, cruzando una mirada cómplice con él, se sentó a su lado
para esperar, ahora sí, esa ocasión indiscutible en la cual ambos pudieran
embarcarse. Llegó un hombre altanero con las piernas mutiladas, de ropas
curtidas y de ciertas costumbres andariegas, haciendo rodar su silla entre
tumbos y reproches. Que si no había alguien que le ayudara a subir, como fuere,
por la puerta posterior del autobús. Que si sí cabía, porque además le cabía
lugar; y al tiempo que repartía miradas recriminatorias viró la silla de
espaldas al autobús, dando por sentado un auxilio que ya se le iba figurando
que viniera sólo desde adentro del autobús. Ciertamente en la cola había dos
hombres, y es que sólo la generosidad que le infundía ella desde el primer
momento pudo moverle a intervenir con altruismo, incluso porque tales
peticiones, tan ásperas y soeces, en la mayoría de las circunstancias le
hubieran parecido inadmisibles. Poco le hubiera importado sustraerse de un
esfuerzo colectivo si tampoco le importaría testimoniarlo, aunque lo viera sin
ocultar sus ojos. El otro hombre y él, desde abajo tomaron la silla, alzándola
hacia el estribo, al tiempo que otro hombre arriba, resoplando por el
disimulado esfuerzo, tiraba de la silla. Él no supo si concurrieron fuerzas
subsidiarias, porque apenas las ruedas giraron por encima del estribo soltó la
esquina.
Se
sentó junto a ella, cuando el autobús reanudó su marcha. Pasaron ciertos
minutos intrascendentes, por decirlo así, hasta que con la misma naturalidad de
una semilla bajo sus prodigios bienhechores, empezaron a indagarse los dos, y
sucedía que las posibilidades de tomar los autobuses a distintas horas y
lugares, por ejemplo, los hacía tan elocuentes, como si empezaran a compartir
el mundo desde el cual vinieron a encontrase. Los mismos silencios intercalados
tenían entre las palabras una gramática que complementaba a éstas en sus
etimologías, certezas, matices y acepciones. Empezaba a oscurecer alrededor de
los faroles encendidos y los dos siguieron hablándose como si estuvieran
sentados a una mesa singular. Ya eran como las siete y a medida que avanzaran
los minutos iba ser más difícil tomar el autobús, hasta que, como bromeaba él,
sólo quedaran los que hubieran de acompañar al último chofer.
Del
otro lado de la calle los autobuses bajaban cada vez
con menos pasajeros, dada la relación inversa de la ruta. Él le dijo que en el
metro era preferible ir al extremo contrario para poder volver holgadamente,
según así se extremaran los destinos y premuras. Claro que
para alguien que temiera a la oscuridad de un túnel y al silencio de la
locomotora, le iba resultar tan agobiante la experiencia que cualquier tumulto
después de todo le era preferible. Los dos convinieron tomar el autobús que
bajaba entonces, y resueltos a ese lance cruzaron la calzada justo para subir y
elegir puestos contiguos. Pasaron las dos paradas anteriores, las que él
declinó, y las colas eran más nutridas e incluso desordenadas, como si cada
quien procurase un lugar por fuerza de sus mezquinas intenciones. Dadas las
circunstancias, parecía que tenían que bajar mucho más, quizá hasta la parada
que solía frecuentar ella. Sin embargo, sucedió que hacia la tercera parada los
dos vieron venir cuatros autobuses en fila, como los vagones de un tren cuyas
luces interiores a la vuelta ya se habían encendido. Se vislumbraban dos
hallazgos prometedores, por una parte los autobuses sucesivos y por la otra una
parada que no excedía sus composturas en el banco. Mirándose se dijeron
mutuamente que era muy probable que en unos de esos autobuses hubiera sitio, lo
suficiente para que todos aquellos pasajeros del banco entraran y aun ellos dos
como en el cuarto autobús. Al parecer habían enviado más autobuses de los que
ordinariamente tenían que venir. Si se hubiera de esperar, después de tales autobuses,
no iba ser mucho.
Al
bajarse y cruzar hacia la otra acera, fueron detrás de la cola. Pasaron los
cuatro autobuses, de los cuales sólo uno tenía puestos. La verdad hasta se
podía ir en una sedente apostura, pero no era de la línea dos, que ambos esperaban
desde hacía más de una hora. Simplemente lo dejaron pasar, porque de embarcarse
era menester otro autobús para tomar el definitivo. Sucedió, sin embargo, que
la mayoría de quienes constituían la cola abordaron el autobús. Para los dos
era como estar en la otra parada, en la misma parada, según los mismos lugares
y al principio del mismo tiempo. Entonces ya no había de que preocuparse,
porque allí mismo iban a tomar el autobús que pasaría a determinada hora y en
razón del espacio indiscutible. La conversación fue dándose con los silencios
complementarios de siempre; pocas preguntas, pocas respuestas y sin duda un
entendimiento mutuo que los reunía para cualquier riesgo y, desde luego, para
entenderse mejor de lo que ya era tan explícito, acaso iban a embarcarse en el
mismo autobús, aunque tuvieran que despedirse en paradas diferentes e ir a
habitaciones distintas y dormir tal vez en rigor de una doble noche vigorosa.
Se
le figuró a él que en cualquier caso había de defenderla y que aun si tuviera
que defender a un prójimo intratable, porque ella le infundiera ese ánimo,
habría de hacerlo entonces con vigor o con oportunas sutileza y, desde luego,
con generosidad. Esa noche era valiente, comedido, altruista, inteligente,
amable, y no es que no lo fuera de ordinario, pero lo que pasaba ahora es que
la tolerancia hacia las cosas, las gentes y los hechos era la profundidad de
todas aquellas capas suyas. Ni el sarcasmo, tampoco la intimidad de guardarse
terribles ironías, le encubrían otras intenciones, puesto que su semblante era
por primera vez tan transparente en sus formas manifiestas.
La
noche de aquellas calles ya comenzaba sus mudanzas. Otros transeúntes, contados
en sus costumbres nocturnas, y tan divididos en sus vigores divididos,
empezaban a pulular por las aceras o se daban a transigir en algunos umbrales,
y con una afinidad que del mismo modo les separaban como los guijarros de
distintas cuentas. Por las paradas aún había muchos pasajeros como si se
guarecieran en un ángulo de la lluvia. Desde luego aguardaban el turno de
regresar a sus casas al igual que todos los viernes. Aunque en casi media hora
no había pasado otro autobús, la cantidad de pasajeros iba declinar en
adelante, de las paradas de abajo se esperaba que cada vez se embarcara menos,
lo cual iba sucederse en grados, horas y paradas. Para los dos sólo era posible
la espera, la de ellos, porque era posible también la paciencia de una redonda
certidumbre.
Ya
empezaban a salir borrachos de las cantinas. Unos tres borrachos, por cierto,
cruzaron hasta la parada y se pusieron al frente de la cola. Las voces
altisonantes y los ademanes azorados eran tan insolentes entre los tres que
nadie se atrevía a discutirle la ventaja que habían usurpado. En ese mismo
momento vino un autobús. Cuando se detuvo, los tres borracho apoyaron los puños
en las puertas. Un hombre joven reculó al ver que era inminente una disputa. Él
hubiera hecho lo contrario, e inclusive se hubiera atrevido a defender sus
lugares delante de aquellos borrachos pendencieros, pero se abstuvo por la
misma razón que lo impelía a una temeridad inusitada. Por supuesto que
cualquier defensa debía fortificar su situación como una almena inexpugnable,
lo cual había de sostenerse según aquellos medios que concentraran los resortes
hasta un punto en que su liberación mantuviera los márgenes invictos. Sonrió
al ver que uno de los borrachos convencía a los otros de tomar un taxi, en otra
calle, quizá después de otras copas. Ya lejos los borrachos, los comentarios en
la cola eran tan condescendientes, o tan severos, como si se maravillaran de
haber librado el lance.
El
autobús seguía inmóvil, sin abrir sus puertas. Era el autobús, todavía se
demoraba un poco, pero era el autobús. Abrió las puertas de atrás y se apearon
unos tres pasajeros y luego una señora algo mayor que ya desde dentro daba
tumbos en pos de una bolsa extraviada. Al caer a la acera inquiría por la
bolsa: que la había dejado allí, que si alguien la había visto, que en un rato
no pudo habérsela llevado nadie, porque apenas la dejó allí, sobre el banco,
para montarse en el autobús y de inmediato recordó haberla dejado, así que se
bajó precisamente para encontrarla allí, donde tanto podía señalar un lugar
vacío. Todo lo cual era un anacronismo de abigarrados esplendores, porque
procuraba una bolsa que decía haber extraviado en una parada previa.
Algunos de los de la cola se lo advirtieron, hasta que le aconsejaron que
tomara el otro autobús, al cruzar la calle, pero ella todavía azorada, y de
seguro conciliando fervorosamente la esperanza de encontrar lo perdido, supuso
que era mejor caminar calle abajo, de cualquier modo era un par de cuadras. A
poco de entenderlo así, se fue. Atrás, en la cola, la gente se incorporaba de
nuevo, porque tal vez se abrirían las puertas, aunque tal vez se incorporaban
sólo para ver hasta que ajeno punto avanzaba la cola.
Se
abrieron las puertas. Pasó ella y tras ella pisó el estribo él. Estaban
adentro, y había en los dos un logro que compartían con sonrisas y miradas.
Detrás resueltamente entró el joven que había reculado por los borrachos.
Mientras subía iba diciendo que mejor era irse de pie que esperar allí sentado
quién sabe si para no levantarse nunca. Él sonrió al encontrar las razones del
joven bastante locuaces como en algún momento lo fueron con el mismo impulso
silenciosas. Lo bueno es que los dos ya estaban adentro y que las puertas se
cerraban tutelarmente y que el autobús echaba a andar invicto. En la medida que
iban sucediéndose las paradas; en la medida de que en cada una de ella se
podía, como del mismo modo se debía, desplazar hacia el final del pasillo, los
dos se fiaron de sus atracciones mutuas. Ella, entre otros embates, se había
adelantado un poco. Una mujer rolliza se interpuso entre ellos y se ofreció
amablemente a llevar uno de los envoltorios de ponqués.
Él
la seguía con la vista y al cruzarse las miradas se sonreían ambos. Cada vez
que ella se escurría entre otros pasajeros, haciéndose de un lugar en cada
avance, la mujer, que llevaba los otros dulces, a la sazón de su obligatorio
apego también abría espacio, como si por convidar esta ajena maniobra ella le ofreciera a él la holgura de seguir cerca, y así la
seguía en cada paso adelantado. Ambos sabían que frente a la puerta trasera, en
la amplitud de esa sección, podían seguir conversando y acaso celebrar más
calmadamente una proeza excepcional.
Un
borracho discutía, pero era tan inofensivo en sus juramentos que los dos se
rieron, porque de seguro al pobre hombre le tocaba venirse temprano, tal vez
muy a su pesar, de una de esas cantinas. Nada podía importunarles entonces.
Todo era tan seguro y propicio que tenían que conocerse finalmente. Ella esperó
a que aquél hombre profiriese su parte. Era como aquella licencia de ceder un
lugar preferente en la cola o era por eso mismo la compensación femenina y
masculina de una especie cuyo arraigo está dentro de la tierra como fuera de la
tierra.
—Sabes,
escribo. Cuentos todo lo más he publicado, hay algo de dramaturgia y aun la
peculiaridad de una vasta novela. Pudiera decirte algo, quizás intrigarte con
algo que merecidamente leas. Y entonces hoy hay como para escribir un cuento
que tú ya conoces y que lo reconocerías bajo el rigor de su literatura. Pero no
tengo pluma para anotarte ciertas señas y bibliografías, además carezco del
teléfono, cuyo número sí puedo anotarte, porque se me figura que no pasará una
semana que tendré el teléfono.
Ella
sin preguntar nada sin decir otra cosa distinta a una pregunta y hasta se diría
que sin un silencio de más, puso el envoltorio de los ponqués en la mano de él,
y éste lo recibió tal que una cosa y otra se hizo en un sólo tránsito y vigor,
que era entonces el de ambos. Ella procuró un bolígrafo de su bolso y como no
se asía de nada, y el autobús estaba en movimiento, él acercó su mano izquierda
al hombro de ella cada vez que le autobús cabeceaba, de suerte que si hubiera
menester agarrarla lo hiciera de inmediato en su socorro, sin darse cuenta, por
otro lado, que él tampoco se había asido a ningún accesorio firme. No hubo
frenazos ni arranques bruscos; el autobús era un ámbito especial en el cual los
dos podían juntarse, porque después de todo se pudieran asir el uno del otro,
tal que se encontraran siempre en el contacto compartido. Después de sacar el
bolígrafo, y en vista de que no había un retazo de papel, ella extendió su mano
y le convidó a que le dijera lo que al cabo ella escribiría de una mano a otra.
Todo
era tan natural como si estuvieran solos y el mundo siguiera en sus movimientos
sublunares. Escribió referencias deletreadas. Ella pidió su nombre mientras
seguía escribiendo el número de teléfono y todo parecía escribirse en su mano,
precisamente en esa mano, se ilusionaba él, había escrita por la otra mano una
historia sostenida y a la vez profética. Tan clara las
letras, tan oportunas las erratas y tan convenientes las arrugas, que los
dictados de los dos podían escribirse siempre para recordar la boda.
—Cuál
es tu nombre —decía y extendía la mano y juntaba los dedos para escribirle en
el espacio justo. Él al ver que la mano tenía muchas líneas sonrió diciéndole
confidencialmente:
—Puede
que ya estemos escribiendo aquí lo que desde hoy se me figura que se leerá
algún día, el cuento y todo lo demás —dijo al oído que ella acercaba como si
estuvieran solos. Al entender perfectamente lo que le decía, ella le devolvió
la sonrisa. El autobús fue deteniéndose de a poco, sin ningún sobresalto, y los
pasajeros que iban apearse en esa parada empezaba a circular como larvas
laboriosas. Todo alrededor se notaba: los humores, los murmullos.
Al
frenar el autobús, como si lo hiciera desde cierta inmovilidad, sus puertas se
abrieron para que saliera una creciente incontenible. Era el último andén,
antes de la estación principal. La gente fue bajándose. Y los dos por primera
vez se sintieron incómodos, enmudecidos, tal vez en medio de una espesura
ajena. Ella todavía con el bolígrafo en su puño. Él quizá temiendo lo que
no se hubiera escrito dentro de ese puño. Los dos esperando una venidera
despedida, la inevitable primera despedida.
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