viernes, 8 de agosto de 2014

LINEA 2






Favorablemente había llegado a la parada de autobús. Por fin, después de caminar durante horas. El recorrido lo hizo variar de impulsos, y según las alternativas se hubiera figurado, allí y acá, los alcances de una criatura que acecha al punto de que por dentro es con igual vigor acorralada, aun cuando los descansos, tal los hubo apenas por sentarse, le mortificaran esa sed que entre sorbos quería regar sin las prisas de su mismo apuro. Sustraído de sus apetencias, que no aplacadas en cada ocasión, quiso volver quizá por donde ya venía la noche, y tal vez así partir desde donde podía volver.
Antes de llegar a esa parada había pasado dos paradas sin determinarles mucho, o en la determinación de esa serie de recodos. Seguía caminando, ya sin eludir a otros transeúntes, porque intentos mutuos de seguro iban a postergar su caminata, cuando en algún momento mejor sería detenerla tan verídica como convenientemente.  Desde lejos, al divisar el breve cobertizo, supo que ésta era la parada. Ya ni siquiera la fatiga, ni los ademanes inexpresivos, lo podían azorar de ningún modo; sólo la esperanza de tomar los autobuses necesarios le instigaba en su serenidad.
Ciertamente la parada era una dimensión aparte. Al principio se contentó con saber que en unos minutos tomaría el primer autobús y que incluso por permanecer de pie, arracimado en el pasillo, tendría la ocasión de conseguir aquel acomodo que disfrutan los viajeros cuando vuelven a sus camas. La cola para tomar el autobús rebasaba los bancos. Así que tuvo que esperar de pie, fuera del cobertizo, como si también afuera pudiera recogerse en el centro de aquella isla. Esta primera sensación se le figuró más que premonitoria, aunque todavía sin saber en virtud de qué.
Ya eran como las seis de la tarde, de un viernes, primero de mes en el compás de una luna nueva. Era razonable que pasaran ciertos autobuses repletos antes de que pudiera embarcarse en uno. Pasaron tres, uno detrás de otro, como engarzados. Nadie se apeó de los tres y ya era imposible que se subieran más. Algunos desertaron de la cola, por lo que tuvo donde sentarse. Un gustoso hormigueo le recorría las piernas. El alivio podía durar indefinidamente, mientras estuviera a punto de embarcarse. No llevaba qué leer (y es que a propósito bajó sin un libro), tampoco entonces le importaba distraerse con sentencias ajenas, cuando eran las apetencias las que se iban grabando en su memoria. A los quince minutos vino otro autobús del que se apearon seis pasajeros. El chofer, levantándose de su sitio, se las arregló para que sus arengas tuvieran efecto y así pudieran subir diez pasajeros más. No pudo subir a ese autobús. Él y un señor quedaron en la parada.
Vino otro autobús cuando al fin llegó ella. De pronto él no supo de cauces previos ni de nerviosas terminaciones, tampoco se le ocurrió que tenía que subirse después de que otros, según su turno, se subieran. Sólo la perplejidad de verle aparecer a ella, de que ella viniese esa tarde, justo a esa isla desde la cual eran posible las demás costas, le podía conmover tanto, que acaso su voluntad desde entonces era concurrente y ya no una dilapidación disgregada de manías y espasmos viriles. Supo que en el principio puede empezar todo, pero es indispensable que haya un término comprendido en la extensión de ese punto. La paradoja, si no la comprendía en su simplicidad, lo había de excluir como suele inferirse que los azares dictaminan veras. Por otro lado, ¿perderle por las cortesías de su galanteo no significaba una formula muy irónica? No era la respuesta la que pudiera pregonar una diversidad de modos felices, pues postergar esa pregunta, como cualquier otra, daba la amplitud de los sucesos, tal que se descendía de antepasados voluntariosos y que ese arraigo persistía dentro de la tierra como fuera de la tierra. Sin pensar cuántos iban en el autobús, ni cuántos hubieran de subir más adelante, le cedió el paso a ella, porque si sucedía que sólo era posible que se subiera alguien más, que al menos ella lo hiciese por la misma buena ventura que su presencia traía entre la indistinta y populosa raza. Ese autobús, sin embargo, no abrió sus puertas, y siguió tras su pausa inmutable, sólo los apretados vínculos y las sensibilidades repelentes de dentro involucraban al chofer.
—Allí, ninguno de los dos —dijo ella, sonriente, incorporándose, y él también sonrió a pesar de que su sonrisa le ruborizaba más.
En su hombro colgaba una cartera grande y entre sus manos traía, en dos envoltorios transparentes, una docena de suspiros o más bien unos ponqués recubiertos con colores suaves. Llevaba prisa y se notaba que solía subirse unas cuantas paradas más abajo, tal vez donde incluso se podían elegir los puestos. Él volvió a los bancos, haciéndole un lugar a ella. Se lo advirtió, pero ella estaba tan pendiente de un venidero autobús, que otras señales remotas no le convocaban aún. Mucho le apremiaba que la demora de ese autobús fuera sucedida por otros igual de abarrotados. Detrás de ese lugar vacante ya se había extendido una cola. Ella seguía al borde de la acera, porque cuando viniera el autobús ya podía subir el estribo a través de la repetida licencia de él. Como no se veía nada reparó los envoltorios y tal vez concluyó que había de preservarles entre los codazos de otros pasajeros.
—Ahí viene otro —dijo él, después de levantarse por primera vez para echar un vistazo a lo largo de la calle, y volvió a su sitio.
En ese momento habían llegado unos mayores dispuestos a hacer valer su preferencia, y sin que hubiera necesidad de aquello tomaron sus lugares adelante, así que ella, cruzando una mirada cómplice con él, se sentó a su lado para esperar, ahora sí, esa ocasión indiscutible en la cual ambos pudieran embarcarse. Llegó un hombre altanero con las piernas mutiladas, de ropas curtidas y de ciertas costumbres andariegas, haciendo rodar su silla entre tumbos y reproches. Que si no había alguien que le ayudara a subir, como fuere, por la puerta posterior del autobús. Que si sí cabía, porque además le cabía lugar; y al tiempo que repartía miradas recriminatorias viró la silla de espaldas al autobús, dando por sentado un auxilio que ya se le iba figurando que viniera sólo desde adentro del autobús. Ciertamente en la cola había dos hombres, y es que sólo la generosidad que le infundía ella desde el primer momento pudo moverle a intervenir con altruismo, incluso porque tales peticiones, tan ásperas y soeces, en la mayoría de las circunstancias le hubieran parecido inadmisibles. Poco le hubiera importado sustraerse de un esfuerzo colectivo si tampoco le importaría testimoniarlo, aunque lo viera sin ocultar sus ojos. El otro hombre y él, desde abajo tomaron la silla, alzándola hacia el estribo, al tiempo que otro hombre arriba, resoplando por el disimulado esfuerzo, tiraba de la silla. Él no supo si concurrieron fuerzas subsidiarias, porque apenas las ruedas giraron por encima del estribo soltó la esquina.
Se sentó junto a ella, cuando el autobús reanudó su marcha. Pasaron ciertos minutos intrascendentes, por decirlo así, hasta que con la misma naturalidad de una semilla bajo sus prodigios bienhechores, empezaron a indagarse los dos, y sucedía que las posibilidades de tomar los autobuses a distintas horas y lugares, por ejemplo, los hacía tan elocuentes, como si empezaran a compartir el mundo desde el cual vinieron a encontrase. Los mismos silencios intercalados tenían entre las palabras una gramática que complementaba a éstas en sus etimologías, certezas, matices y acepciones. Empezaba a oscurecer alrededor de los faroles encendidos y los dos siguieron hablándose como si estuvieran sentados a una mesa singular. Ya eran como las siete y a medida que avanzaran los minutos iba ser más difícil tomar el autobús, hasta que, como bromeaba él, sólo quedaran los que hubieran de acompañar al último chofer.
Del otro lado de la calle los autobuses bajaban cada vez con menos pasajeros, dada la relación inversa de la ruta. Él le dijo que en el metro era preferible ir al extremo contrario para poder volver holgadamente, según así se extremaran los destinos y premuras. Claro que para alguien que temiera a la oscuridad de un túnel y al silencio de la locomotora, le iba resultar tan agobiante la experiencia que cualquier tumulto después de todo le era preferible. Los dos convinieron tomar el autobús que bajaba entonces, y resueltos a ese lance cruzaron la calzada justo para subir y elegir puestos contiguos. Pasaron las dos paradas anteriores, las que él declinó, y las colas eran más nutridas e incluso desordenadas, como si cada quien procurase un lugar por fuerza de sus mezquinas intenciones. Dadas las circunstancias, parecía que tenían que bajar mucho más, quizá hasta la parada que solía frecuentar ella. Sin embargo, sucedió que hacia la tercera parada los dos vieron venir cuatros autobuses en fila, como los vagones de un tren cuyas luces interiores a la vuelta ya se habían encendido. Se vislumbraban dos hallazgos prometedores, por una parte los autobuses sucesivos y por la otra una parada que no excedía sus composturas en el banco. Mirándose se dijeron mutuamente que era muy probable que en unos de esos autobuses hubiera sitio, lo suficiente para que todos aquellos pasajeros del banco entraran y aun ellos dos como en el cuarto autobús. Al parecer habían enviado más autobuses de los que ordinariamente tenían que venir. Si se hubiera de esperar, después de tales autobuses, no iba ser mucho.
Al bajarse y cruzar hacia la otra acera, fueron detrás de la cola. Pasaron los cuatro autobuses, de los cuales sólo uno tenía puestos. La verdad hasta se podía ir en una sedente apostura, pero no era de la línea dos, que ambos esperaban desde hacía más de una hora. Simplemente lo dejaron pasar, porque de embarcarse era menester otro autobús para tomar el definitivo. Sucedió, sin embargo, que la mayoría de quienes constituían la cola abordaron el autobús. Para los dos era como estar en la otra parada, en la misma parada, según los mismos lugares y al principio del mismo tiempo. Entonces ya no había de que preocuparse, porque allí mismo iban a tomar el autobús que pasaría a determinada hora y en razón del espacio indiscutible. La conversación fue dándose con los silencios complementarios de siempre; pocas preguntas, pocas respuestas y sin duda un entendimiento mutuo que los reunía para cualquier riesgo y, desde luego, para entenderse mejor de lo que ya era tan explícito, acaso iban a embarcarse en el mismo autobús, aunque tuvieran que despedirse en paradas diferentes e ir a habitaciones distintas y dormir tal vez en rigor de una doble noche vigorosa.
Se le figuró a él que en cualquier caso había de defenderla y que aun si tuviera que defender a un prójimo intratable, porque ella le infundiera ese ánimo, habría de hacerlo entonces con vigor o con oportunas sutileza y, desde luego, con generosidad. Esa noche era valiente, comedido, altruista, inteligente, amable, y no es que no lo fuera de ordinario, pero lo que pasaba ahora es que la tolerancia hacia las cosas, las gentes y los hechos era la profundidad de todas aquellas capas suyas. Ni el sarcasmo, tampoco la intimidad de guardarse terribles ironías, le encubrían otras intenciones, puesto que su semblante era por primera vez tan transparente en sus formas manifiestas. 
La noche de aquellas calles ya comenzaba sus mudanzas. Otros transeúntes, contados en sus costumbres nocturnas, y tan divididos en sus vigores divididos, empezaban a pulular por las aceras o se daban a transigir en algunos umbrales, y con una afinidad que del mismo modo les separaban como los guijarros de distintas cuentas. Por las paradas aún había muchos pasajeros como si se guarecieran en un ángulo de la lluvia. Desde luego aguardaban el turno de regresar a sus casas al igual que todos los viernes. Aunque en casi media hora no había pasado otro autobús, la cantidad de pasajeros iba declinar en adelante, de las paradas de abajo se esperaba que cada vez se embarcara menos, lo cual iba sucederse en grados, horas y paradas. Para los dos sólo era posible la espera, la de ellos, porque era posible también la paciencia de una redonda certidumbre.
Ya empezaban a salir borrachos de las cantinas. Unos tres borrachos, por cierto, cruzaron hasta la parada y se pusieron al frente de la cola. Las voces altisonantes y los ademanes azorados eran tan insolentes entre los tres que nadie se atrevía a discutirle la ventaja que habían usurpado. En ese mismo momento vino un autobús. Cuando se detuvo, los tres borracho apoyaron los puños en las puertas. Un hombre joven reculó al ver que era inminente una disputa. Él hubiera hecho lo contrario, e inclusive se hubiera atrevido a defender sus lugares delante de aquellos borrachos pendencieros, pero se abstuvo por la misma razón que lo impelía a una temeridad inusitada. Por supuesto que cualquier defensa debía fortificar su situación como una almena inexpugnable, lo cual había de sostenerse según aquellos medios que concentraran los resortes hasta un punto en que su liberación mantuviera los márgenes invictos. Sonrió al ver que uno de los borrachos convencía a los otros de tomar un taxi, en otra calle, quizá después de otras copas. Ya lejos los borrachos, los comentarios en la cola eran tan condescendientes, o tan severos, como si se maravillaran de haber librado el lance.
El autobús seguía inmóvil, sin abrir sus puertas. Era el autobús, todavía se demoraba un poco, pero era el autobús. Abrió las puertas de atrás y se apearon unos tres pasajeros y luego una señora algo mayor que ya desde dentro daba tumbos en pos de una bolsa extraviada. Al caer a la acera inquiría por la bolsa: que la había dejado allí, que si alguien la había visto, que en un rato no pudo habérsela llevado nadie, porque apenas la dejó allí, sobre el banco, para montarse en el autobús y de inmediato recordó haberla dejado, así que se bajó precisamente para encontrarla allí, donde tanto podía señalar un lugar vacío. Todo lo cual era un anacronismo de abigarrados esplendores, porque  procuraba una bolsa que decía haber extraviado en una parada previa. Algunos de los de la cola se lo advirtieron, hasta que le aconsejaron que tomara el otro autobús, al cruzar la calle, pero ella todavía azorada, y de seguro conciliando fervorosamente la esperanza de encontrar lo perdido, supuso que era mejor caminar calle abajo, de cualquier modo era un par de cuadras. A poco de entenderlo así, se fue. Atrás, en la cola, la gente se incorporaba de nuevo, porque tal vez se abrirían las puertas, aunque tal vez se incorporaban sólo para ver hasta que ajeno punto avanzaba la cola.
Se abrieron las puertas. Pasó ella y tras ella pisó el estribo él. Estaban adentro, y había en los dos un logro que compartían con sonrisas y miradas. Detrás resueltamente entró el joven que había reculado por los borrachos. Mientras subía iba diciendo que mejor era irse de pie que esperar allí sentado quién sabe si para no levantarse nunca. Él sonrió al encontrar las razones del joven bastante locuaces como en algún momento lo fueron con el mismo impulso silenciosas. Lo bueno es que los dos ya estaban adentro y que las puertas se cerraban tutelarmente y que el autobús echaba a andar invicto. En la medida que iban sucediéndose las paradas; en la medida de que en cada una de ella se podía, como del mismo modo se debía, desplazar hacia el final del pasillo, los dos se fiaron de sus atracciones mutuas. Ella, entre otros embates, se había adelantado un poco. Una mujer rolliza se interpuso entre ellos y se ofreció amablemente a llevar uno de los envoltorios de ponqués.
Él la seguía con la vista y al cruzarse las miradas se sonreían ambos. Cada vez que ella se escurría entre otros pasajeros, haciéndose de un lugar en cada avance, la mujer, que llevaba los otros dulces, a la sazón de su obligatorio apego también abría espacio, como si por convidar esta ajena maniobra ella le ofreciera a él la holgura de seguir cerca, y así la seguía en cada paso adelantado. Ambos sabían que frente a la puerta trasera, en la amplitud de esa sección, podían seguir conversando y acaso celebrar más calmadamente una proeza excepcional.
Un borracho discutía, pero era tan inofensivo en sus juramentos que los dos se rieron, porque de seguro al pobre hombre le tocaba venirse temprano, tal vez muy a su pesar, de una de esas cantinas. Nada podía importunarles entonces. Todo era tan seguro y propicio que tenían que conocerse finalmente. Ella esperó a que aquél hombre profiriese su parte. Era como aquella licencia de ceder un lugar preferente en la cola o era por eso mismo la compensación femenina y masculina de una especie cuyo arraigo está dentro de la tierra como fuera de la tierra.
—Sabes, escribo. Cuentos todo lo más he publicado, hay algo de dramaturgia y aun la peculiaridad de una vasta novela. Pudiera decirte algo, quizás intrigarte con algo que merecidamente leas. Y entonces hoy hay como para escribir un cuento que tú ya conoces y que lo reconocerías bajo el rigor de su literatura. Pero no tengo pluma para anotarte ciertas señas y bibliografías, además carezco del teléfono, cuyo número sí puedo anotarte, porque se me figura que no pasará una semana que tendré el teléfono.
Ella sin preguntar nada sin decir otra cosa distinta a una pregunta y hasta se diría que sin un silencio de más, puso el envoltorio de los ponqués en la mano de él, y éste lo recibió tal que una cosa y otra se hizo en un sólo tránsito y vigor, que era entonces el de ambos. Ella procuró un bolígrafo de su bolso y como no se asía de nada, y el autobús estaba en movimiento, él acercó su mano izquierda al hombro de ella cada vez que le autobús cabeceaba, de suerte que si hubiera menester agarrarla lo hiciera de inmediato en su socorro, sin darse cuenta, por otro lado, que él tampoco se había asido a ningún accesorio firme. No hubo frenazos ni arranques bruscos; el autobús era un ámbito especial en el cual los dos podían juntarse, porque después de todo se pudieran asir el uno del otro, tal que se encontraran siempre en el contacto compartido. Después de sacar el bolígrafo, y en vista de que no había un retazo de papel, ella extendió su mano y le convidó a que le dijera lo que al cabo ella escribiría de una mano a otra.
Todo era tan natural como si estuvieran solos y el mundo siguiera en sus movimientos sublunares. Escribió referencias deletreadas. Ella pidió su nombre mientras seguía escribiendo el número de teléfono y todo parecía escribirse en su mano, precisamente en esa mano, se ilusionaba él, había escrita por la otra mano una historia sostenida y a la vez profética. Tan clara las letras, tan oportunas las erratas y tan convenientes las arrugas, que los dictados de los dos podían escribirse siempre para recordar la boda.
—Cuál es tu nombre —decía y extendía la mano y juntaba los dedos para escribirle en el espacio justo. Él al ver que la mano tenía muchas líneas sonrió diciéndole confidencialmente:
—Puede que ya estemos escribiendo aquí lo que desde hoy se me figura que se leerá algún día, el cuento y todo lo demás —dijo al oído que ella acercaba como si estuvieran solos. Al entender perfectamente lo que le decía, ella le devolvió la sonrisa. El autobús fue deteniéndose de a poco, sin ningún sobresalto, y los pasajeros que iban apearse en esa parada empezaba a circular como larvas laboriosas. Todo alrededor se notaba: los humores, los murmullos.
Al frenar el autobús, como si lo hiciera desde cierta inmovilidad, sus puertas se abrieron para que saliera una creciente incontenible. Era el último andén, antes de la estación principal. La gente fue bajándose. Y los dos por primera vez se sintieron incómodos, enmudecidos, tal vez en medio de una espesura ajena. Ella todavía con el bolígrafo en su puño. Él quizá temiendo lo que no se hubiera escrito dentro de ese puño. Los dos esperando una venidera despedida, la inevitable primera despedida.



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