jueves, 10 de julio de 2014

EL PRIMER DESVELO



Al amanecer íbamos a viajar. Todo el inventario se había repasado escrupulosamente. No faltaba nada, aunque luego ocurriera que esta certidumbre solía carecer de cualquier cosa repetida. Ninguno de los chicos paraba de parlotear sobre un viaje tan esperado por todos, y mientras la oblicua tarde cedía en el cielo, nadie quería ceder ante los demás. No obstante, había que irse a la cama temprano. La orden no admitía artificios y había de acatársele tan pronto como ella lo prescribiese.
Recuerdo que sólo en una habitación nos recogeríamos esa noche. Los demás muebles de la casa se habían levantado o se habían cubierto para que el exterminador pudiera trabajar durante ese fin de semana. Llegada la noche, después de descalzarnos todos, pasamos a la habitación directamente por encima de todas las camas, que se sucedían desde el quicio hasta la pared de fondo. Mientras los mayores insistían en otros detalles, en esas sábanas se postergaba una batalla campal. Vinieron los estornudos y después las previsibles reprimendas. Había que dormirse inmediatamente, pero los mayores no apagaban las luces y tampoco se extremaban en sus amenazas. Eran tantos los quehaceres que parecían deshacer en suma lo que apenas recompondrían del mismo modo. En un viaje siempre hay tanto por hacer; ese afán siempre nos propulsa hasta un viaje que repite en sus cabeceos las mismas manías de siempre.
Todos los demás chicos conversaban en un susurro, pero bajo la connivencia de quienes no cesaban de ordenar menudas cosas alrededor; doblaban o tendían ropas y mantas, quitaban o ponían algo de un sitio al otro o retocaban las maletas sin abrirles. La hora de dormir ya era inapelable en ese ámbito, pero todavía nadie se había dormido. Un poco cansado de la perorata, me tendí al margen de los otros. Tenía yo una fama de dormilón que ni en sueños la hubiera ganado igual de doble, así que al nomás cerrar los ojos los chicos me acusaban con una unánime algarabía que pronto fue acallada por los mayores. No abrí los ojos. Al principio se me ocurrió dilatar un poco el chiste, pero ciertamente aquellas risas recatadas me fueron halagando, porque incluso ellas no me “despertarían”. Uno que otro, sin dar crédito a mi compostura, se acercaba a ver si mis párpados no eran forzados entre temblores, así que en cada ocasión yo tenía que relajarme con tal ahínco que todo mi cuerpo se aquietara en el reducto visible de mis párpados. Respiraba regularmente y no parecía que simulara el sueño, porque se veía que dormía de tal manera que el mismo sueño me arrullara en sus cojines.
—A callar, pues.
—Y ustedes que esperan para dormirse. Vamos, a dormir.
Las luces, sin embargo, no se apagaban, y lo demás parecía persistir entre los mismos acomodos de la antevíspera. Supe que expuesto en un trance tan evidente, el simulacro al cabo podría descubrirse para mi vergüenza. Nunca había estado tan despierto como aquella noche. Esa lucidez era más delirante que una pesadilla y sólo tenía por corriente un cuerpo inmóvil como un sarcófago. Se me figuró que sudaba. Una comezón me roía por todos lados y hasta el mismo aire me mortificaba en mi retiro.
Al fin apagaron las luces. Las charlas apagadas fueron apagándose de quedo, hasta conseguirse la misma silenciosa virtud de mis ojos cerrados. Escuchaba el solitario reloj de la sala como si le auscultase con un pañuelo de seda, y todos dormían a mi alrededor. Mientras los otros seguían mi ilusorio ejemplo, yo verídicamente me rezagaba de los demás. Me arropaba y desarropaba, giraba a diestra y siniestra sin otro dique que un desasosiego espumoso. Muy a pesar de mis estragos, no despertaba a nadie. Casi les daba de manotazos y era como si les palmeara su observancia. Mis ojos se habían acostumbrado a aquella oscuridad. Podía ver el sueño en sus caras, las plácidas sonrisas que celebraban ese sueño.


Vi las estrellas fijas al través de la alta ventana, y en cierto cuadrante, una luna nebulosa que me distrajo en vano. Pasaron las horas que zumbaban como los pertinaces mosquitos. El cielo, delante de mis soñadores ojos, se aclaraba imperceptiblemente. Amanecía.


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