Un hombre lo
largan en el desierto. Sólo la sed, arenosa en su garganta, discurre
eternamente bajo el sol de mediodía. Pasan las horas y el rencor que avivó en
su pecho, y la fiebre de morir tostado, merman hasta los monstruos del delirio.
Viene la noche fría. Acurrucado entre ateridas formas, duerme y se rezaga de la
muerte que bien pudiera salvarlo de morir demasiado tarde. Entonces sueña que está por entrar a un molino, cuyo
constructor bajo el dintel se planta en espera del intruso.
Ve en redondo,
como si al cabo procurara sostenerse desde sus pies, pero de repente tropieza la amarillenta sonrisa del viejo.
—Venid, buen
hombre. Seguro tenéis sed, pues he aquí que os ofrezco agua, de esta bota
rebosante. La que quisiereis si la buscáis muy lejos de aquí.
El viejo lo convida
a entrar dándoles de palmadas. Maravillado ve como en el interior giran
lentas ruedas de madera según sus mordiscos invariables. No atiende la deferencia
del viejo, sino que la despacha sin advertirla. Sólo ve que el conjunto obra
con minuciosa lentitud en todo.
—Sé que no me
habéis pedido agua, pero ¿acaso el río no anticipa al mar? —insiste el viejo—
Es agua fresca; de la misma creciente que hace girar la piedra del molino.
— ¿Cuánto habéis
quebrado aquí?— al fin habló, sin apartar la vista del conjunto.
—No mucho
—contesta con senil parsimonia el otro—. Poco antes de que llegarais es que
puse en obra lo que os asombra por dentro.
— ¿Cuánto puede
durar una piedra igual?
—Igual a ésta,
no lo sé —replica el viejo—, pero en verdad ésta misma habrá molido tantos granos como granos de arena hay en las playas de donde le trajeron. ¿De dónde venís vos? —agrega,
después coge un buche de la bota, hace gárgaras y escupe en un rincón del
tapial.
—No sé —responde
al fin, sorprendido de que su respuesta se diera en rigor de la pregunta.
—Entonces, de
donde venís, aún no habéis llegado a ninguna parte.
—Luego estoy muy
lejos. Os compro vuestras bestias —se precipita a negociar.
—No tenéis cómo
pagar una.
Entonces hace una deliberada pausa, mientras el otro revisa su alforja sin
hallar más que migas.
—Sucede que todas las
bestias, señor, moverán el molino cuando la corriente adelgace —agrega,
terciándose la bota.
— ¿Harina?
—inquirió, como rogando consuelo, piedad o misericordia.
—Llevad cuanta se
ha molido, o quedaos a esperar por más —dijo el viejo, mientras salía por el
ancho dintel hacia el fulgor del mediodía.
Esperó un día y parte de la noche, pero el
cansancio lo rindió, y cuando se tendió a dormir, despertó con los puños
crispados en dos puños de arena. Rayó el sol como nunca. Ya no sudaba, y sólo
el recuerdo de aquella milagrosa agua perló su frente.
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