EL REY (presentándose)
Soy el primer bufón
de la corte, rey, y está bien que yo lo advierta antes que un impostor se me
adelante por nervio insensible de su astucia… Permitidme, pues, mis líneas.
(Se
inflama, recita solemne, impávido.)
Así, como un árbol
sin ramas que lo hereden, he de contar aquí, entre árboles marchitos, como
llevé los jirones de mi desnudez, que eran apenas un entrevero de nudos. Días
fueron aquellos en que él me susurraba al oído, mientras crecían las flores…
Sus palabras ruborizaron mi silencio. Y en tanto callé, la vergüenza usurpó el
testimonio de mi felicidad. Estando la sombra de nuestro goce a la intemperie,
fue devorada la lumbre que alcé en mi alegre cirio, devorada lo más como un
inoportuno mendrugo entre el banquete y la voracidad que nos acechaba. El
blando trono de mi luz se derretía lentamente, entre ráfagas de oscuros
retoños… Él se fue lejos con una promesa en esos labios que siempre besé sin
contradecir. Partió; y yo, prometida a ÉL, juré a su promesa la beatitud de mi
lealtad. Prometida a él, era yo misma la prenda de lo prometido… Durante edades
marché al dintel pendiente en lo alto de una puerta, cuya osamenta hincó un par
de rodillas en las dudas que mis ojos anhelaron… Lo esperé bajo las jorobas de
un sol inflexible y duradero. Lo esperé bajo las sombras que batían pesadamente
alfombras mojadas en Persia; ¿y qué vino a ser lo que por pródigo me daba, si
no era la órbita de una arruga que midió su horario en señal terminante, acaso
una vasta mejilla en cuya simplicidad ni la plenitud de mis lágrimas halló
atajo alguno?
(Toma
una margarita del suelo y la deshoja lentamente)
— ¿Habéis visto
golondrinas caminar por las ramas del viento, es pereza su furia en el aire, o
sus patas son tan cortas como vuestros besos y sus alas alegres como mis
pasados días?—
(Suelta
el tallo. Los ministros contienen sus risas, el rey con una mirada los
reprende)
Desde entonces no
supe mucho de él. Al ras de otros hombres, la guerra lo rodeó de armas y
peligros. Y la sangre, dilapidada sobre el polvo, lo ligó a otros hombres
incubados al ras de la muerte. (Oh, no lo vería jamás.) Cuando sus oraciones se
orientaban a la fe incierta de un follaje prismático y redundante, cuando un
golpe terrible lo sobrecogió y lo derribó de sus últimas huellas, y se hundió
en oraciones subterráneas, hacia sótanos llenos de oscuros mordiscos… Entonces,
yo, postrada sobre la hierba, rodeé mis rodillas con mis brazos. Hincada como
estuve dolorosamente sobre mi frente, lloré; y el sueño, fuera de toda
esperanza concebida entre la fiebre de mi pena, sepultó a los nidos de mis
párpados, pero en vuelo desigual los dos habían partido como un mezquino pájaro
de un mundo lujoso. Fue vigilia, entonces, la que dio vigor a mis alas dormidas
de una vez y para siempre. Fueron los distantes aleteos de mis párpados cuanto
no daba reposo a mi carne ya demolida por la desesperación… Concluyó la guerra
y los hijos de la guerra volvieron a la campiña, y los desheredados de la
guerra quedaron sepultados en campos de batalla. Pensamientos sombríos se
jugaba la túnica de mi clarividencia, y el campo era el compás de un cielo
inexorable cuyas sombras ya habían transigido con mi sueño o con mi suerte.
Erré por los montes según el vigor de mi juventud, o según el vigor de mi
dolor. Los días se tornaron en luto, antes del ocaso y antes de vestirme; y el
alba siempre precedía a mi fatiga. Tantas veces amanecí como el rocío,
excepcional en cada una de mis partes; dispersa como el rocío, húmeda como el
rocío, postrada sobre la hierba como el rocío, entre las lágrimas de una
tempestad que me anegaría. Hundí mis manos en la tierra, por debajo del rocío,
acaso en busca de un pez frágil. No había indicios que me orientaran en aquella
tierra vasta y hasta su fondo impenetrable. Así, impelida por el ahogo que
desde muy dentro rezumaba, partí lejos. Partí al orden que distribuían espejos
enmarcados en pesadas volutas de madera. Lejos de la campiña: donde otras
guerras acaban con los contendientes antes de que regios sepulcros se edifiquen
sobre sus virtudes militares. El viaje fue corto, tal suele ser el sueño a
punto de un espasmo. Atrás no quedaba más que la hierba y una noticia fúnebre;
conmigo venía todo lo que me hería, conmigo venía lo que punzaba alfileres de
un sastre muerto en memoria de sus puntas. De aquel mundo nuevo, que
vaporosamente fue revelándose, imité una dignidad que nunca fue distintiva en
mí. Traduje el orgullo de muchos necios y me sustraje al lujo de unos pocos.
Amanecí en lechos perfumados, sobre los que un malestar, embrión de cuchillos
deformes, se cebaba en busca de sus vientres. Me entregué al gozo ajeno sin que
siquiera de él una risa atenuara mi máscara de gozo. Corregí mi sonrisa
imperturbable hasta el punto de que ningún espejo me conmovía; y cierta
frialdad premeditada endurecía mi parte en la sobremesa… Nada evitó los dardos de mi mal, que era la
señal de un sufrimiento anterior a la corrupción. Mi rostro fue envejeciendo:
tantas arrugas cicatrizaban heridas incurables; tantas cicatrices en vano amordazaron
las flores que de mi dolor brotaban. ¡Ya la muerte, susurrándome al oído, me
prometía un traje! Y sin estar lejos yo de aquel porte encorvado y ceniciento,
envejecí en pos de otras larguezas que ni así podían recortar a mi memoria. Me rehíce
desde la forma que conseguí hacerme, y los desvelos me azoraban hasta en mis
pesadillas. En aquel lugar, cierto día de cierta noche, fui acusada por
enemigos jactanciosos; acorralada entre las objeciones de quienes revolotean sólo
por vigor de sus vanidades. De las hilachas de mis vicios, fui arrastrada al
final de una galería ajena, durante el apuro de un juicio dudoso. Al margen de cualquier
ceremonia, fui expulsada de aquellos esplendores. Y sin reliquias que
tintinearan como antes, sacudí mi único cencerro de oropel ya embotado por la
herrumbre. Había sido echada de la piedra, cuyas maculas ostentan
condecoraciones de otras sangres. Había sido echada antes de la consumación,
casi herida mortalmente. Entonces, a pesar de mi fatiga, marché hacia un lugar
impreciso para la memoria de aquellos verdugos. Marché hacia un lugar preservado
por mis recuerdos. Decididamente regresé a la hierba que durante tantas y
amargas oportunidades sostuvo mi sombra, mis pies, mi rostro, mis rodillas, mi
llanto, mis manos que desesperadamente la segaban. Despojada de atavíos e
hipocresías, me tendí sobre aquel lecho que el dolor dispuso ante mí… ¡Oh, como
la muerte dispuso un lecho profundo para mi amado! Nada en la campiña cambió
con mi ausencia: aún las viudas lloraban a sus esposos sobre un lecho reciente,
y aún los hijos de aquellos hombres crecían entre juegos de guerra, madurados
por el rigor de azotes tan postizos como las dentaduras de sus ruinosas encías.
Nada en mí era igual entonces. Me sentía huésped de mi profanación. La gente,
como las espinas, brotaba entre las piedras, y con la dureza de cada golpe
condenaron lo que tantas fiebres ya habían consumido. El vicio socorrió mi
silencio, me separó del perdón impuesto por otros a quienes poco les incumbía.
Una noche, como aquella en que partí hacia un mundo extraño, el vino me
introdujo a exquisitos cortinajes, hacia una alcoba que yo había prefigurado
entre pretiles y vacíos, pero mis párpados de súbito se posaron como un
mezquino pájaro venido de un mundo lujoso. Y así como mis párpados, y no los
sueños, la vigilia hirió mis ojos al despertar. Y así como mis ojos, mi piel
fue herida al despabilar frente a la condena inmisericorde. ¡Oh, bajo la sombra
de manos que me desconocían, fui consagrada otra vez a la inquina! La dureza del mundo fue desmigajada sobre mí, o de las garras de
mis párpados caí hacia un mundo malvado, que maldecía mi desgracia y aun el
fondo de mi caída. Ya libre del sopor del vino, lejos del diligente tribunal,
uní, por un deber melancólico, aquel póstumo rosario sobre el cual rodé, o con cuya
cifra casi me lapidaba otros pecadores: ay, piedras, piedras de la que
sólo por milagro salen mendrugos que descalabren al hambriento, piedras roídas
por atajos de insectos y maleza. ¡Piedras!
(Da un
paso al frente)
¡Qué enajenada
certidumbre al margen de mis descalzos pies! ¡Qué secreto en ruinas mamposteado
temblorosamente! A no pocas esperanzas se reducen nuestras dudas, cuando las
cuentas de un túmulo se reúnen por fin. ¡Oh, la mitad del mundo está enterrada;
la otra es tierra en comunión con la muerte! Las piedras elementales eran
invocadas por mí, en aquella hora fragmentaria. Oh. Era la lápida del hombre
predicho por la promesa incumplida y por el dolor de mi juramento. Sólo su
muerte indemnizaba a los otros muertos; sólo sus perpetraciones eran conjuradas
con tal recuerdo adverso. No hubo llanto para santificar aquella perplejidad;
mis ojos estaban abiertos como si nunca hubieran soñado… Y yo, desnuda,
invencible sobre las señas de aquel acertijo, enrojecía grietas con el rastro
de mi débil sangre, reclinando mi cabeza hacia el regazo del vacío. A despecho
de ciertas letras, que habían huido de la sentencia ignominiosa, se podía
descifrar el epitafio, otrora izado sobre un vergonzoso montículo. Ah, lápida
exangüe, ya lejos de aquel promontorio, desmigajada en el matorral, apenas
armadas sus fracciones mínimas por mis manos temblorosas y ensangrentadas:
¡Adonde una verdad fácil engorda
La asaz mentira tallas nos borda!
¡Oh, la mitad del
mundo está enterrada; la otra es tierra en comunión con la muerte!
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