domingo, 29 de junio de 2014

MONÓLOGOS



EL REY (presentándose)
Soy el primer bufón de la corte, rey, y está bien que yo lo advierta antes que un impostor se me adelante por nervio insensible de su astucia… Permitidme, pues, mis líneas.
(Se inflama, recita solemne, impávido.)
Así, como un árbol sin ramas que lo hereden, he de contar aquí, entre árboles marchitos, como llevé los jirones de mi desnudez, que eran apenas un entrevero de nudos. Días fueron aquellos en que él me susurraba al oído, mientras crecían las flores… Sus palabras ruborizaron mi silencio. Y en tanto callé, la vergüenza usurpó el testimonio de mi felicidad. Estando la sombra de nuestro goce a la intemperie, fue devorada la lumbre que alcé en mi alegre cirio, devorada lo más como un inoportuno mendrugo entre el banquete y la voracidad que nos acechaba. El blando trono de mi luz se derretía lentamente, entre ráfagas de oscuros retoños… Él se fue lejos con una promesa en esos labios que siempre besé sin contradecir. Partió; y yo, prometida a ÉL, juré a su promesa la beatitud de mi lealtad. Prometida a él, era yo misma la prenda de lo prometido… Durante edades marché al dintel pendiente en lo alto de una puerta, cuya osamenta hincó un par de rodillas en las dudas que mis ojos anhelaron… Lo esperé bajo las jorobas de un sol inflexible y duradero. Lo esperé bajo las sombras que batían pesadamente alfombras mojadas en Persia; ¿y qué vino a ser lo que por pródigo me daba, si no era la órbita de una arruga que midió su horario en señal terminante, acaso una vasta mejilla en cuya simplicidad ni la plenitud de mis lágrimas halló atajo alguno?
(Toma una margarita del suelo y la deshoja lentamente)
— ¿Habéis visto golondrinas caminar por las ramas del viento, es pereza su furia en el aire, o sus patas son tan cortas como vuestros besos y sus alas alegres como mis pasados días?—
(Suelta el tallo. Los ministros contienen sus risas, el rey con una mirada los reprende)
Desde entonces no supe mucho de él. Al ras de otros hombres, la guerra lo rodeó de armas y peligros. Y la sangre, dilapidada sobre el polvo, lo ligó a otros hombres incubados al ras de la muerte. (Oh, no lo vería jamás.) Cuando sus oraciones se orientaban a la fe incierta de un follaje prismático y redundante, cuando un golpe terrible lo sobrecogió y lo derribó de sus últimas huellas, y se hundió en oraciones subterráneas, hacia sótanos llenos de oscuros mordiscos… Entonces, yo, postrada sobre la hierba, rodeé mis rodillas con mis brazos. Hincada como estuve dolorosamente sobre mi frente, lloré; y el sueño, fuera de toda esperanza concebida entre la fiebre de mi pena, sepultó a los nidos de mis párpados, pero en vuelo desigual los dos habían partido como un mezquino pájaro de un mundo lujoso. Fue vigilia, entonces, la que dio vigor a mis alas dormidas de una vez y para siempre. Fueron los distantes aleteos de mis párpados cuanto no daba reposo a mi carne ya demolida por la desesperación… Concluyó la guerra y los hijos de la guerra volvieron a la campiña, y los desheredados de la guerra quedaron sepultados en campos de batalla. Pensamientos sombríos se jugaba la túnica de mi clarividencia, y el campo era el compás de un cielo inexorable cuyas sombras ya habían transigido con mi sueño o con mi suerte. Erré por los montes según el vigor de mi juventud, o según el vigor de mi dolor. Los días se tornaron en luto, antes del ocaso y antes de vestirme; y el alba siempre precedía a mi fatiga. Tantas veces amanecí como el rocío, excepcional en cada una de mis partes; dispersa como el rocío, húmeda como el rocío, postrada sobre la hierba como el rocío, entre las lágrimas de una tempestad que me anegaría. Hundí mis manos en la tierra, por debajo del rocío, acaso en busca de un pez frágil. No había indicios que me orientaran en aquella tierra vasta y hasta su fondo impenetrable. Así, impelida por el ahogo que desde muy dentro rezumaba, partí lejos. Partí al orden que distribuían espejos enmarcados en pesadas volutas de madera. Lejos de la campiña: donde otras guerras acaban con los contendientes antes de que regios sepulcros se edifiquen sobre sus virtudes militares. El viaje fue corto, tal suele ser el sueño a punto de un espasmo. Atrás no quedaba más que la hierba y una noticia fúnebre; conmigo venía todo lo que me hería, conmigo venía lo que punzaba alfileres de un sastre muerto en memoria de sus puntas. De aquel mundo nuevo, que vaporosamente fue revelándose, imité una dignidad que nunca fue distintiva en mí. Traduje el orgullo de muchos necios y me sustraje al lujo de unos pocos. Amanecí en lechos perfumados, sobre los que un malestar, embrión de cuchillos deformes, se cebaba en busca de sus vientres. Me entregué al gozo ajeno sin que siquiera de él una risa atenuara mi máscara de gozo. Corregí mi sonrisa imperturbable hasta el punto de que ningún espejo me conmovía; y cierta frialdad premeditada endurecía mi parte en la sobremesa…  Nada evitó los dardos de mi mal, que era la señal de un sufrimiento anterior a la corrupción. Mi rostro fue envejeciendo: tantas arrugas cicatrizaban heridas incurables; tantas cicatrices en vano amordazaron las flores que de mi dolor brotaban. ¡Ya la muerte, susurrándome al oído, me prometía un traje! Y sin estar lejos yo de aquel porte encorvado y ceniciento, envejecí en pos de otras larguezas que ni así podían recortar a mi memoria. Me rehíce desde la forma que conseguí hacerme, y los desvelos me azoraban hasta en mis pesadillas. En aquel lugar, cierto día de cierta noche, fui acusada por enemigos jactanciosos; acorralada entre las objeciones de quienes revolotean sólo por vigor de sus vanidades. De las hilachas de mis vicios, fui arrastrada al final de una galería ajena, durante el apuro de un juicio dudoso. Al margen de cualquier ceremonia, fui expulsada de aquellos esplendores. Y sin reliquias que tintinearan como antes, sacudí mi único cencerro de oropel ya embotado por la herrumbre. Había sido echada de la piedra, cuyas maculas ostentan condecoraciones de otras sangres. Había sido echada antes de la consumación, casi herida mortalmente. Entonces, a pesar de mi fatiga, marché hacia un lugar impreciso para la memoria de aquellos verdugos. Marché hacia un lugar preservado por mis recuerdos. Decididamente regresé a la hierba que durante tantas y amargas oportunidades sostuvo mi sombra, mis pies, mi rostro, mis rodillas, mi llanto, mis manos que desesperadamente la segaban. Despojada de atavíos e hipocresías, me tendí sobre aquel lecho que el dolor dispuso ante mí… ¡Oh, como la muerte dispuso un lecho profundo para mi amado! Nada en la campiña cambió con mi ausencia: aún las viudas lloraban a sus esposos sobre un lecho reciente, y aún los hijos de aquellos hombres crecían entre juegos de guerra, madurados por el rigor de azotes tan postizos como las dentaduras de sus ruinosas encías. Nada en mí era igual entonces. Me sentía huésped de mi profanación. La gente, como las espinas, brotaba entre las piedras, y con la dureza de cada golpe condenaron lo que tantas fiebres ya habían consumido. El vicio socorrió mi silencio, me separó del perdón impuesto por otros a quienes poco les incumbía. Una noche, como aquella en que partí hacia un mundo extraño, el vino me introdujo a exquisitos cortinajes, hacia una alcoba que yo había prefigurado entre pretiles y vacíos, pero mis párpados de súbito se posaron como un mezquino pájaro venido de un mundo lujoso. Y así como mis párpados, y no los sueños, la vigilia hirió mis ojos al despertar. Y así como mis ojos, mi piel fue herida al despabilar frente a la condena inmisericorde. ¡Oh, bajo la sombra de manos que me desconocían, fui consagrada otra vez a la inquina! La dureza del mundo fue desmigajada sobre mí, o de las garras de mis párpados caí hacia un mundo malvado, que maldecía mi desgracia y aun el fondo de mi caída. Ya libre del sopor del vino, lejos del diligente tribunal, uní, por un deber melancólico, aquel póstumo rosario sobre el cual rodé, o con cuya cifra casi me lapidaba otros pecadores: ay, piedras, piedras de la que sólo por milagro salen mendrugos que descalabren al hambriento, piedras roídas por atajos de insectos y maleza. ¡Piedras!
(Da un paso al frente)
¡Qué enajenada certidumbre al margen de mis descalzos pies! ¡Qué secreto en ruinas mamposteado temblorosamente! A no pocas esperanzas se reducen nuestras dudas, cuando las cuentas de un túmulo se reúnen por fin. ¡Oh, la mitad del mundo está enterrada; la otra es tierra en comunión con la muerte! Las piedras elementales eran invocadas por mí, en aquella hora fragmentaria. Oh. Era la lápida del hombre predicho por la promesa incumplida y por el dolor de mi juramento. Sólo su muerte indemnizaba a los otros muertos; sólo sus perpetraciones eran conjuradas con tal recuerdo adverso. No hubo llanto para santificar aquella perplejidad; mis ojos estaban abiertos como si nunca hubieran soñado… Y yo, desnuda, invencible sobre las señas de aquel acertijo, enrojecía grietas con el rastro de mi débil sangre, reclinando mi cabeza hacia el regazo del vacío. A despecho de ciertas letras, que habían huido de la sentencia ignominiosa, se podía descifrar el epitafio, otrora izado sobre un vergonzoso montículo. Ah, lápida exangüe, ya lejos de aquel promontorio, desmigajada en el matorral, apenas armadas sus fracciones mínimas por mis manos temblorosas y ensangrentadas:
¡Adonde una verdad fácil engorda
La asaz mentira tallas nos borda!


¡Oh, la mitad del mundo está enterrada; la otra es tierra en comunión con la muerte!

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