Todavía me cuesta creer que haya envejecido, pero pasó al punto que me parece increíble. Poco hacen los afeites cuando el porvenir nos calca a razón de nuestros días. Ni las caras ajenas nos recomponen la sonrisa que perdimos y ninguna saliva nos vuelve a aplacar la sed de nuestras bocas. También es verdad que los años sólo progresan entre profundos parpadeos, y sucede que de súbito se vislumbra la superficie que nos refleja, sin que entonces importe mucho el espesor con que lo hace. Dirá usted cómo no lo advirtió cuando podía ser su profetisa (que hasta caminar pudiese sobre las aguas), pero para envejecer no tenemos más méritos propios que los que prolongan nuestras arrugas. Ahora estoy más vieja de lo que hubiese estado en cualquier edad, y tal vez con muchos años menos. No es que anhelara una lozanía incorruptible para siempre, pero amanecer de pronto, como en un parto, y ya no poder asir el bastón según ningún reflejo, y después notar que el reloj (ya sin cuerda) lentamente coincide con el mismo punto que aún une a sus agujas, abrumaría a cualquier ser humano medianamente humano. Si usted, por ejemplo, de un golpe imprevisible se consigue en un estado tal de decrepitud que apenas no lo puede creer, entonces creará, por creer en algo, que ya no me lee como antes, quizá porque soy demasiado joven para escribir justo lo que aquí usted sigue escribiendo. Escribe y escribe hasta que, después de todo, como si nada, yo le deje de leer. Así es hacerse viejo. Tiene razón, me dirá después de pensarlo muy poco (con cierta ligereza cotidiana), o tal vez con juvenil irreverencia le remede yo a usted. Así es hacerse viejo. Parece increíble, pero es así de fácil; y es así como se muere, cuando ya no quede cuerpo para sobrevivir al cuerpo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario