viernes, 31 de enero de 2014

NI SIQUIERA



Se escuchan las bocinas arremolinadas en el nudo, y a lo largo de la calle los carros se suceden en un ritmo demencial. De pronto empieza a disolverse la traba, y todos reanudan la expedición como un trenecillo interminable. Dan ya las doce en punto. El sol se curva en el cielo y las nubes se diluyen en el vasto azul. Caen dos terrones de azúcar a la acera y se separan y se detienen en sus quilates. Un chofer se concentra en esos cubos, y entonces se abre una fisura entre su carro y el carro de enfrente. Acaso un relámpago venido de quién sabe qué cielo encandila el orbe. Transeúntes aprovechan para vadear hasta las márgenes de otra ciudad tan parecida y cercana a la que dejan del otro lado. Vuelven las bocinas, y el hombre, casi vedado por sus quevedos de carey, echa andar de nuevo, y otra vez el trenecillo interminable. Mucha gente afuera prefiere esperar otra fisura, así que las opuestas procesiones se reservan en sus movimientos. Cuando vuelven a encallar los carros, entonces todos los que iban a cruzar lo hacen en distintos eslabones de la cadena, acaso porque no hubiera pórtico, acaso porque el calor de los motores cede una dimensión más profunda al tiempo que imposible.

La calle es más que angosta, apenas encauza lo que a diario acarrea sus engranajes. El fósil de una época dilata sus fideos en la calzada; truncas curvas en vano coinciden a sus rectas y rectas a veces doblan en las esquinas. Nadie se pregunta si ese hierro acaramelado lleva consigo un designio que no se detuvo en los tranvías. Nadie se pregunta por ese color de luna dividido en esos surcos. Nadie ve ese brillo que cada día se mella bajo el peso de tantos ciegos, ni ya nadie se tropieza con lo que seguirá allanándose a una dimensión profunda al tiempo que imposible. Sólo se ven los carros, unos detrás de otros como escarabajos de colores.

El chofer se propone no distraerse de la matrícula siguiente, sino que fija la vista como si lo hiciera de nuevo en esos terrones de azúcar, pero el calor le rodea con las mismas extensiones del aburrimiento. Trata de memorizar la matrícula en diferentes combinaciones que al cabo pudieran postular un código distinto, pero tales números y letras se desdibujan ante sus mismos ojos. Renuncia a un régimen que le mortifique, porque de cualquier manera las bocinas le harían volver de cada digresión. Al ver por su retrovisor advierte al otro chofer, cuyas manos se atenazan al volante como si fueran las suyas en el volante suyo. Si bien no distingue aquel rostro bastante velado por el destello del parabrisas, supone que el otro igual debe estar prendido a una mnemotecnia que lo fije al momento tal como las manos se fijan a sus círculos. No quiere imaginar que también es acechado con las combinaciones de su propia matrícula, así que prefiere ver que acontece detrás de lo que pueda memorizarse. Un poco más atrás, cerca de un poste arraigado a un túmulo de basura, ve que se reclina un vagabundo. Aquel anciano desmigaja unas sobras con sus pulgares gruesos y curtidos. Por mucho que examina el manjar, no consigue verlo tan pulcro como el vidrio de sus ojos es capaz de reflejarlo para nadie. Nada al parecer le distrae de sus pesquisas. De pronto se lleva una porción a la nariz y la olfatea como si con fruición la hubiese de comer a través de ese mismo conducto. Vuelve a sonar las bocinas y apenas serpentean los carros. Ningún otro transeúnte, a lo largo de esa acera, advierte al barbado comensal, y aun así lo evitan puesto que su pestilencia agiganta ese túmulo del poste. Aborrece otra vez del bocado y arroja lo demás al suelo. Se sacude las migas de su barba y luego la atusa con cierta afectación. Un muchacho, que viene corriendo desde el recodo, también lo evita en su carrera. El viejo lo increpa, pero el muchacho sigue como si nada, mientras lleva un relicario ricamente repujado en arabescos. Al llegar a la otra esquina, dobla hasta la segunda tienda donde se detiene en seco. Su patrón desde el umbral, un viejo de ojos vidriados y cenizosos, lo mira por encima de los lentes. Dice algo en su idioma vernáculo, a lo que el muchacho asiente, señalando la avenida dos cuadras más abajo. La avenida apremia otra circulación más densa. Allí un mendigo, tan parecido al otro como si fuera su gemelo, ha intentado vadear la calzada en varios puntos durante horas. Prefiere ir al semáforo, y los pies, antes que sostenerlo, les desbaratan la figura. Trastabilla entonces, y de través da con un carro que lo embiste mortalmente. Suenan bocinas; se vocea en el semáforo la urgencia que de repente aglutina espectadores para un anfiteatro. Una mujer cruza la cebra de prisa, como si la cabalgara en pelo, evitando ese horror entre quienes tanto se demoran en describirlo y comentarlo. No quiere ver atrás. Sigue adelante. Sube la acera y sigue derecho, sin detenerse a reparar en los testigos. Quiere saber menos del asunto. Ya la gente, un poco más adelante, nada dice, como si repitieran su propio silencio y no lo que ella sí calla. Cruza una vereda que se hunde a tientas, y sigue su camino sin apartarse de sus propios pasos. Se apresura a rematar la esquina. Sin siquiera ver a los lados, cierra por fin esa manzana. Dobla hacia el poste, pero de súbito recuerda el pastel de la panadería, las tazas de café infaltable. Al volverse hacia el soportal, topa con los terrones de azúcar que aún no caen de sus palmas, sino que...

Eran sólo dos terrones de azúcar. Y aquí abajo quién sabe con cuántas caras el poliedro se muestre más hipócrita. Mira. Sí bastante se le ve brillar. Milagro que los cubos conserven aún su suerte. Mira cómo se distrae ese hombre en algo que empalaga, se me figura que ningún dulce de la infancia le sazona su memoria. Aunque lo mejor sería que se atenga a su volante. Bastante desabrido se le ve y con la boca abierta, como si bostezara para siempre. Oye, déjalo ya. Qué prendido sigue a lo que quizás oculta dentro de sí. Justo allí se abre una grieta, aprovechen todos. A él ya no le queda más que esperar a que la impaciencia no lo carcoma. Y los demás choferes que esperen también, nacieron para el tráfico de esta ciudad. Ahora todos se atreven al cruce, un río de pasos... ¿Eh? Agradeced, transeúntes, que mi ley ofrece el vado, ¿acaso mi azúcar no dulcifica el momento? Vaya, parece que el pobre diablo tendrá que conformarse con este caleidoscopio. Ya lo puedo ver desde esta otra acera y se ve igualito, sí, del otro lado el mismo perfil; acaso entre el dilema consigue su salida. Al frente otra vez la fila de matrículas interminables, le queda eso por de pronto, y tal vez no una multa que le levanten hoy. Al frente, hombre, despabílese. De seguro ya no se rezaga más. ¿Viste lo muy prendido que está a su volante? Y ahora espía por el retrovisor, qué hombre tan distraído éste, pero con todo no permitirá otra grieta delante de él. Qué quieres, hombre; pues te persiguen muchos en la fuga, y en ese punto de fuga te haces un escorzo... sí, debe ver aquel mendigo, vaya que se parece al de la otra cuadra, ¿al de la avenida? Es el mismo. No, no, no. ¿El mismo? Cómo se te ocurre. El traje no parece que antes lo tuviera tan almidonado. Además qué resurrección pudiera comprometerlo con otras fachas un poco más informales. Ahora falta que el muchacho lo tropiece. Mira, si los jóvenes tienen muchos ojos, ven por todos lados. No sólo al mendigo ve en su camino, sino que lo elude como si lo viera en otros muchos trances que estorbaran otros muchos pasos. Algo llevará entre sus manos, porque las junta en “algo”. Y mira cómo corre y dobla y se pierde quizá para ver y rever con una lucidez que no se aclara. Adiós, Tiresias Maratón, persigue tu destino en cada paso. Vamos a subir ya, que tantas bocinas pueden incitar otras bocinas, y así hasta las trompetas del Apocalipsis. Con esas trompetas ya se pudiera tocar un solo formidable. Qué pesado día el de hoy en día. Subiré. Me daré un baño de agua friísima, más bien refrescante, perfumada, eso sí. Y llamo a Elena, es que no lo va a creer. Qué cosas, cuántos años. Esta cerradura con un truco que a cada giro se complica y luego que abre como cierra, y luego... Sigue, paso a paso. Al ascensor. Quién se le ocurriría estas chapas alrededor. Ni Narciso se recogería a reflexionar aquí, aunque ascendiera en su embeleso. En un ascensor, que suba de prisa... y entonces son posibles unas huellas ya muy hincadas en la oración... que si de bajada, leve todo lo más como yendo al cielo. Qué cosas tienes. Cuatro y 5, luego el 6 y por último el siete. Éste, como el cinco, es primo de otros primos. Abrid cuadernas, y se abrieron, como si no se hubieran abierto nunca. Qué tal el himen. A ver, mejor llamo a Elena de una vez. Mientras más rápido se lo diga, mejor puedo reunir esas impresiones, porque, si no, ya ni sabremos de qué estaremos hablando. No bromeo... Oye, ¿no es mi teléfono el que suena? Date prisa que la llave en el giro te remeda. Quién será. Mejor es preguntárselo a quien sea, ¿no te parece? Ya. Y yo que pensaba llamar primero, y ahora quién sabe quién y con qué asunto me demora... Apúrate.



Aló. Sí, soy yo. ¿Elena? Mujer, si eres tú. Cómo no sorprenderme, tantos años. Cómo estás. Sí. Me alegra. Pues bien, y alegre como ya lo dije. Sí. Vaya qué estoy conmovida. No sabes desde cuándo... y hace un instante apenas, porque debes saber que... Mira cómo son las cosas. Vengo de la calle, al entrar cogí el tubo, de veras. Escuchaba el teléfono desde el pasillo. ¿Ya te ibas a rendir? ¿Cuánto le has marcado? Vaya, que te atiendo de casualidad entonces. Pues no me vas a creer; te iba marcar, de veras... así de sorpresa. Bueno, tu número me lo dio Luís. Pues Luisito. Además, cómo iba saber que también tenías mi número. Oye, quién... ¿También Luís? Vaya, así que a cada cual le dio el número de la otra, y sin que ninguna lo supiera. No se le quita lo misterioso al hombre. ¿Apenas te lo dictó en el metro? Bueno, bastante atareado estamos en este tumulto. Tengo ya unos meses acá. Sí. Como seis, más o menos. Sí, porque el tiempo es mensual o no hay como cogerle orilla en cada año. Bueno, pasan que son tantas cosas y tantas al tiempo que muchas. Sí, yo diría que muchísimas, si me permites agregar más. Aquí en el centro. Séptimo piso. Como en un faro de Alejandría. No sé. Pues sí. Bueno, hace un rato, en la panadería de enfrente, pedí un café. ¿Te acuerdas de esos espumosos hasta el borde? Después de clase, solíamos sorberle hasta el fondo de un vaticinio, que por lo regular era el de volver por otra taza a la misma hora. Exactamente. Sí. No recuerdo la última vez que nos tomáramos una taza allá, ni los círculos del fondo, pero de seguro que el brindis era de las dos y, desde luego, profético, aunque ya no para el día siguiente. Cuánto tiempo. Son tantas memorias. Pero lo más extraño fue cuando iba a poner el azúcar; al punto que no puse azúcar. Lo guardé como dados. Se me figuró otra vez aquella criatura que nos habíamos inventado de niñas. Remonté recuerdos más tempranos, de cuando vivíamos en la casa grande. Se llamaba... Te acuerdas, ¿verdad? ¿Y el nombre? No tenía erres, cómo crees; todavía no las pronunciábamos. Bueno, recuerdo que cada una le llevaba terrones de azúcar por su cuenta y sin que la una supiera de la otra. No; eras tú. No sé si imaginario, pero la verdad su afición por el dulce era tan real después de todo. Le llevábamos azúcar en terrones y perlas azucaradas. Sí. Claro. Era el mismo ser con voz de campanillas y ojos grandes, y luego el amiguito de Luis dizque le conocía. Qué nombre, dime. Vamos. Tú misma te empeñaste en un nombre que sirviera para las dos, aunque la verdad no sé quién al fin se lo puso, ni cuál. Pero si aún le recordamos, se me figura que debemos dar con su nombre, ¿verdad? Bueno, lo cierto es que él nos atendía siempre, por igual, pero de un modo que... Eso sí. Cómo crees. Dos sílabas nomás. ¿Pepe? No. No se repetía. Tampoco. Cómo crees, así se llamaba el perro amarillo, ¿te acuerdas? Estoy segura, porque cada una le abreviaba el nombre por la sílaba preferida. Cada una le llamaba a su modo. El mismo nombre, pero le llamábamos por separados. Si te acuerdas, ¿verdad? Y no era lo única diferencia entre las dos. La manutención fue variando de acuerdo a nuestra rivalidad, tanto que al cabo la criatura fue disolviéndose como el azúcar en su misma saliva. A ver, creo que... Ah. No. No lo recuerdo, sinceramente. Me doy por vencida también. Ni siquiera un apodo. Su nombre tal vez no lo sabremos nunca, es difícil imaginar algo de lo que ya no queda ilusión alguna. Ya ves. Bueno, no si el duendecillo de Luís era tan verídico como el de nosotras, porque se me figura que Luisito se jactaba de él nada más para jodernos la paciencia. Sí, el nuestro decía conocerlo bastante. Es verdad, mujer. De cualquier manera, mucho más que su nombre habrá olvidado Luís. Si nuestro duendecillo al otro conoce todavía, pues que le avise entonces de que ni el nombre le recuerdan, porque Luís no es de los que memorizan infancias ni sólidos Euclidianos. Pues, sí... que lo consuele con su voz de campanillas. No te rías, que lo digo en serio... De veras, no me río. Sí. Recuerdo tanto sus risas de campanillas. Vaya sí lo recuerdas tanto como yo. Que cómo fue... Mira... Pasó así: pedí dos terrones de azúcar y antes de asomarlos a la taza, recordé cómo le juntábamos el azúcar de contrabando. Cada una, en un rincón diferente de la casa, hasta coincidir detrás de aquel porrón. Allí supimos que ambas le incitábamos el mismo deleite. Me acuerdo de que era poca azúcar en cada ración, pero en distintos lugares. Recuerdo también que las perlas del pastel no le gustaban demasiado, porque, según decía, eran muy pesadas, aunque nunca las despreció, más bien las roía hasta el final con un agradecimiento que nos conmovía a las dos. Una vez le dibujamos, cada una por su cuenta por supuesto, y al juntar los dibujos eran tan parecidos. Los mismos ojos grandes que ocupaban todo el rostro y esos calzones de pana acanalada. Recuerdo que mientras el exterminador se deshacía de los ratones nos llevaron lejos. Temíamos que comiera del veneno, pero al regresar él nos exigía su dieta como siempre. Como con aquellos ratones el apetito era el mismo, tal vez también los ratones eran del todo imaginarios. Comía igual que antes, y al igual que los ratones se le escuchaba de nuevo en todos los recovecos de la casa. Eso sí, cómo nos reprochaba nuestra ausencia. No le vimos hasta llegar a casa, lo recuerdo; y aunque le llevábamos raciones afuera, nunca pudimos convocarle a propósito. Competimos, claro que sí, a ver cuál de las dos podía convencerlo mejor sobre cualquier tema, pero sólo juntas lo creímos tan muerto como los mayores decían de los ratones. Al llegar de cualquier parte, cuánto no celebramos su voz de campanillas, que no fuera la burlona imitación de Luís, porque... ¿me escuchas? Aló. ¿Me escuchas? ¿Estás allí, Elena? Aló...



Vaya quién sabe en qué momento dejó de escucharme. Cuánto dije que no se oyera nunca. Cuánta etimología encadenada detrás del corte, palabra por palabra y etcétera en el remate, pero cuál remate, que además hubiera de acabar con las palabras dichas. Es como si en el remolino de este caracol se dispersan mis recuerdos y no hubiera al final un punto comprensible. Qué día más raro, qué difícil día. Mejor me doy un baño frío. Cuelga; tal vez vuelva a llamar. ¿O llamo? No, esperemos a que llame ella; no vaya ser que yo no pueda redondear correctamente sus números en el disco. Después de todo, ella llamó y atinó en cada uno de los ceros; y si sucede que ahora me pongo a lo mismo no podremos hablar nunca más; como si no tuviéramos nada más qué decir; como si las señales más ordinarias nos incomunicaran de verdad; como si las dos sólo nos conociéramos a través de una llamada telefónica. ¿Y si se pregunta por qué no llamo y por eso espera? ¿Acaso no es repetir la fórmula? Espera, algo tuvo que dejar de escuchar, porque si es así, y así tuvo que haber sido, querrá saber lo que yo tampoco sé, entonces, cuando ya la ocasión tenga por costumbre el mismo origen, daremos con el ombligo de todos estos cables, y sonará el teléfono de nuevo. ¿Acaso no es apenas un teléfono sobre una repisa, un aparato cuya invención de ninguna manera precede a la de la torre de Babel? Tranquila. No hay por que agotar la espuma. Lo que pasa es que las palabras, si bien las recuerdo más o menos, no lindan con esta realidad; sólo soy capaz de imaginarles un significado tan sonoro como la risa de campanillas. Déjate de tantas conjeturas. Llámala y punto, y así le preguntas directamente. La llamo después; mejor después que ahora, ahora es demasiado y acaso nada. Mejor averiguo los terrones de azúcar, el baño antes de la cena... Pero habrá que esperar un poco al menos. Sí. Sé que en un rato me llamará otra vez. Tiene que ser de ese modo; es el camino ya trillado, el que también repiten los transeúntes abajo. Seguro. Alguna vez me llamará... supongo. Desde aquí debe divisarse el azúcar. Con esto binoculares veré la escarcha derretida. Cada ojo verá la reluciente duplicación del otro ojo. Diría más bien: una partícula para cada ojo. Una partícula repetida en miles de partículas idénticas, y cada una de esas miles hechas de las partículas faltantes, como una abeja puede ver entre la invisibilidad de otros granos. Cuando ella llame, se lo cuento, sin duda debe tener más sentido que lo que nunca pudo escuchar. Le diré que el azúcar prevalece sobre la acera. ¿Lo ves ya? Sí, por supuesto. Eso es lo extraño, aún se ven los terrones; se diría que es como si no hubieran caído de mis palmas, sino que...

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