martes, 14 de enero de 2014

¿CÓMO ESTUVO EL VIAJE?

Vale, 2014.

En el retiro de la terraza, al borde de los acanalados pretiles, se veía el cielo que parecía conservar los espirales de la noche. Un cielo de madrugada, de una madrugada que iba renaciendo sosegadamente, como si no la precedieran otras horas parecidas o como si ningún gallo remoto le hubiera de perturbar más adelante. Apenas se escuchaban las carcajadas de quienes brindaban por el regreso esperado. Todo parecía distante, porque lo que se movía allá lejos no excedía los límites de aquellas bocas.
Había regresado después de algunos años, pero una vez allí, justo entre quienes se arremolinaban en derredor de los festejos y las menciones, sentía que su presencia estaba al margen. Se sentía más bien ausente; acaso una sensación general iba reivindicando ciertas memorias que solían volver por divididos caminos. Era cinco años después de la última vez. Según las posiciones expectantes, la soledad era capaz de desbordar la sangre de todos. Unos decían haber procedido de tal o cual forma, patrióticamente pudiera decirse, como si no les bastara el lugar exacto de cada acontecimiento. Así que en el curso de una extranjería que les congregaba desde sus ángulos distintos, todos se reencontraban como en una clase de fin de curso. Todos en general ostentaban logros egoístas, que al parecer sólo era posible predicarlos allí y en ese momento preciso. Sin embargo, no pocos se cortaban al referir una anécdota cualquiera, que aun por ser singularmente graciosa les era transferible a los demás como una vergüenza común y compartida.
Los brindis ya enturbiaban los ojos. Se repetían los asuntos en la combinación de sus propugnadores y se picaba cada bocadillo como si a cada trago se hubiera de comer cierta porción permitida. Las charlas en los corros se animaban hasta el desparpajo de las risas y los asombros, y si de pronto un silencio emergía como un témpano, era porque la amplitud de esas olas se allanaba hasta la prominencia de esos picos y no porque en las orillas se mojaran algunos audaces. Esto era lo que venía a la terraza, lo que se podía oír en los pretiles, lo demás eran nieblas de la noche, las nieblas más bien de un amanecer bajo el cual una ciudad callaba sin siquiera decir mucho, sin siquiera devolver esos ecos.
No podía creer que desde allí se divisaran unas ruinas y que la arqueología fuera la ciencia del exilio, pero allí lo podía ver todo de nuevo. Cuántas esquinas que hubo doblado antes de que la cabal masa se aglutinara de esa manera tan comprensible y a la vez esquiva. No sé atrevió a recordar, acaso porque pudiera contener la memoria como se contiene la orina hasta cierto límite del decoro y la urbanidad. ¿Y si se perdía? Es decir, si bajaba entre la borrachera de los demás para recorrer ciertas calles según el cauce de ciertas huellas ya olvidadas. ¿Y si tomaba una vasija rota por otro brindis ya caduco? ¿Y si se detenía a leer los petroglifos fluorescentes de algunos fantasmas sin tener que lidiar entre sus codos? ¿No era capaz de caminar hasta que el sol colmara ese mismo cielo insaciable? Pero era mejor ver desde allí; era en todo caso una virtud absoluta ver todo desde allí. Nunca pensó que alguien pudiera interrumpirle, porque esa posibilidad sólo era verificable con el acto y ese acto venidero y cierto se daría finalmente.
— ¿Tan lejos de los demás? Pensé que sólo habías vuelto y que la extranjería se había quedado en el extranjero. Pensé que tu pasaporte ostentaba nada más que los sellos propicios y cosas como ésas.
—Qué dices; si estoy entre los demás. Heme aquí. Es sólo que no me contentaría mucho tener que alegrarme con una sonrisa permanente.
—Bueno, de cualquier manera todos están tan contento del regreso que parecen no notar tu alegría. Si vieras que ya sólo hablan de que han entristecido muy poco, aunque al final no les quede sino brindar por ti, cuanto que por ti han venido.
—Brindo por eso también.
— ¿Sin una copa?
—Con la misma copa que traes.
La toma de las otras manos, bebe y la conserva entre sus nudillos.
—Sabes una cosa —agrega tras la pausa.
—Qué cosa debo saber —indaga, al tiempo que enciende un cigarrillo.
—Después de todo, regresar no es estar en el mismo lugar por un derecho gratuito, hay que conquistar cada palmo y con tal arrojo que se puede no avanzar mucho sobre las huellas que nos traen.
—Se te oye como si con los mismos años de ayer fueras mayor que mañana.
—Eres tú quien dramatiza, como con aquellos besos efímeros.
—Sin embargo, ahora, justo ahora, sí que estás entre nosotros, y hasta se pudiera decir que a punto de besarme te encuentras entre nosotros.
—Se puede uno acostumbrar a las bienvenidas si así de bien nos vienen —dice, volviéndose al vacío.
—Luego, ¿es cuestión de costumbre tanta extrañeza?
—Sólo lo extraño, porque ya no es igual ver a la misma gente de antes. En cambio, tú… —agrega, pero se corta mientras busca incorporarse.
— ¿Yo sí soy igual?
—No hablo de ti, que jamás pude conocerte, más bien lo tuyo es lo que difiere de todo; es algo muy distinto para decirlo así.
—Algo como qué.
—Algo que, para empezar, no se repite.
—Entonces, ¿por qué estamos otra vez a solas, lejos de los demás, en una madrugada densa, con las luces de una ciudad enterrada en su frío?
—No es justo que me lo preguntes a mí nada más.
—Tampoco es justo que evites responder precisamente tú, que lo sabes tanto como yo.
—Hablas de lo que ya pasó.
—Pero lo hago como aquel vidente que no puede tener un arraigo más verídico que lo que ahora ve.
—Luego, cómo me ves tú, dado que me ves después de estos cinco años.
—Que cómo te veo. Esa sí que es otra pregunta, diferente en todo, salvo en su respuesta.
—Así que yo debería saberlo también.
—A lo menos deberías saber que yo conozco todos esos detalles que recuerdas.
—Vuelves a lo de antes.
—Vuelvo a ver con menos ojos.
—Cuántos son menos —dice, escurriendo la copa por encima del pretil.
—Si contamos los ojos que se han perdidos, entonces sólo quedarán ojos para eso —contesta, achacando la mitad del cigarrillo en el pretil.
—De mi parte, puedo decir que te extrañé, en aquel tiempo no supe cuánto; ahora sí sé que lo hice tal como lo hago ahora.
—No volviste por mí, supongo.
—Tampoco me fui por ti.
—He aquí la coincidencia, y de coincidencias milagrosas están hechos los desencuentros.
—No me parece que nos repela una ley mutua.
—Más bien yo diría que somos genios recíprocos, por eso la desgracia de cualquiera nos disminuye, pero por eso también la voluntad nos impele a aniquilarnos mutuamente. La paradoja reside en que sólo así somos quienes podemos ser.
—No hablemos de nos entonces, no de la misma forma.
—Hablemos de los demás. De cualquier manera, vuelves a tus vínculos naturales.
—Si te refieres a esta gente, les estimo sin duda.
—Pero no les quieres.
—Hay que ser demasiado egoísta para querer a mucha gente encantadora.
—En tu caso, definitivamente sí.
—Porque no hablamos de lo que los otros hablan. Se me figura que esa elocuencia nos comprometería menos, y nos dotaría además de modales provechosos.
— ¿Quieres decir, hablar sobre lo que da igual callarnos en una sobremesa intrascendente?
—Siempre pones palabras en mi boca, como cuando me besabas.
—Yo no te comprometo a más de lo que tus labios dicen. Sin embargo, es verdad que tú puedes decir, en cualquier momento, lo que yo no diga.
—Qué forma de decirlo, tan brusca después de todo.
—Qué forma de escucharlo tienes. Si me permites más, yo creo que esperamos demasiado para dilatarnos con otras cosas y según otras ocasiones.
—Empecemos por ahí.
—Que es como terminar sin salir de ahí. Cuéntame de tus primeros años entonces. Así que has leído mucho.
—Sí, ciertamente traducir es leer de tantos modos que la mejor salida siempre es imposible. Lo que sin duda pasa con la Biblia, ya ves que si un exegeta advirtió en un vocablo griego una raíz aramea o que el otro le desdice en inglés ramplón… en fin, todo se repite de distintas formas y sólo porque los siglos se suceden los unos a los otros.
—Como algún día todos esos escribas lleguen al Apocalipsis, coincidirán de manera rigurosa.
—Creo que se acabará el mundo antes, y nos quedaremos con la desazón de no haber visto demasiado.
—Veo que esta niebla aún te conmueve, tal vez porque nada en ella procura diluirse —esboza una nebulosa sonrisa.
—Sí —dice, sin apartar la profundidad de su mirada— He vuelto como tú, distante, con incredulidad de todo, pero aun por estos medios tan conocidos no llego a ti.
—Entonces discutamos sólo lo que cotidianamente nos parece. Es un buen consejo que te tomo. Más bien cuéntame, porque ya sé que ahora no traduces, sino que escribes la receta de otros traductores.
—Por lo cual se me llama aquél que escribe.
—Con célebres virtudes, por cierto.
—Con ciertas mañas se diría.
—Allá podías escribir lejos de tu imaginación, entre los extraños de otro idioma.
—Ciertamente estaba en medio de mis ambiciones solitarias, aunque también supe transigir sin dejar mi pupitre.
—Antes no te conformabas con nadie, por decirlo de un modo íntimo, y luego con el tiempo…
—El anonimato, sin embargo, le conocía yo muy bien, especialmente porque su densidad me permitía bucear hasta el fondo. En cambio ahora, ya ves cuánto me aburre los ensalmos de un tropel que excede mis selectos gustos de aquellos tiempos.
—De cualquier manera escribir te habrá aligerado notablemente.
—Te equivocas respecto a la literatura. En la literatura no se puede hallar ninguna liberación que no esté escrita de antemano, porque lo dicho recorre los mismos impulsos originales. Sus círculos sólo prosperan a través de la tiza con la cual se dibujaron esos círculos. Las palabras moldean la materia que ellas mismas encarnan en el arte. La pintura, por ejemplo, sí puede disipar ansias en los mismos trazos que se ven, de tal modo que pintar muy a menudo puede aliviar mucho sin siquiera excederse en el pincel. Ahora dime, ¿qué me confiesas de tus pinturas? Me enteré que brotan de ocultos colores y que esos colores parecen ser tus secretos.
—Pues yo aquí, tratando de hacer de tripas corazones. Por cierto, ya veo que con eso también se pintaría un cuadro admirable. —agrega con ironía confidente.
De tripas corazón… A quién se le ocurriría esa frase, ¿verdad? es tan buena que tuvieron que sacarla con el mismo sacrificio.
Se rieron y después se tocaron por primera vez en cinco años.
—Qué simpático lance el tuyo —repone entre risas.
—Luego, algo te gustó, porque por el contrario bastante simpática sería la ironía.
—En esto también tú te equivocas. Por cierto, ¿todavía frecuentas el oído con el mismo gusto? —se anticipa, para no forzar la sensibilidad de veinte dedos alrededor de una copa.
—Digamos que he aprendido mucho más de la música que de la literatura, porque la música no la podré dominar jamás. Al no ser sabios en nada, podemos por fin aprender más de todo.
—Bueno, en cualquier caso, tu forma de escribir es contrapuntística, se diría que prometedoramente barroca.
—Vaya que no sé si el elogio (viéndolo por fortuna así) me adorne, y además con un rubor que ya muy empalagoso lo sería.
—Así y todo me gusta lo que escribes, para empezar no me mencionas en absoluto.
—Lo cual es más que un elogio, porque te evite según tu estética y también, debo añadirlo así, porque yo hubiera salido sin mucha gracia en todo los episodios pertinentes.
—Digamos que estamos a mano respecto a tu obra.
— ¿Y respecto a la tuya?
—Bueno, en ella es otra historia, porque en todos esos cuadros podemos presumir de permanecer invictos, inmóviles, en el mismo jardín y a punto de comer del mismo fruto; aún lejos de profetas advenedizos.
De pronto la pareja recogió sus brazos como si la tempestad se desanudara de esos brazos. Tras la pausa, la conversación se bifurcó caprichosamente, sin duda para volver a sus mismas raíces.
—Allá, en primavera, había chicos que pagaban a ciertos guías, jóvenes también, para escalar los tejados. Seguramente peregrinaban debajo de un cielo menos profundo, aunque por lo mismo más ancho y generoso. Subían a despecho de residentes y policías, resbalaban o reptaban entre los arañazos de una travesía precaria, tal vez para ver una ciudad de azoteas desiertas que se extendía por todos partes. Una ciudad más allá de sus calles, más allá incluso de las únicas escaleras que conducían hasta esos picos. Se veían a veces, en las madrugadas, aquellas criaturas que subían a besarse o prometerse venturas sobre los techos de quienes aún dormían.
—Supongo que eran perseguidos con obstinación.
—Como hubieran perseguido la lluvia.
—Me imagino el cáncer testicular en los nudillos de tantas señas obscenas.
—No te creas, el vacío suele empujar con esos agravios impotentes. Supe de quienes se desprendieron hasta morir a ras de los adoquines.
—Imagínate hasta dónde son capaces de llegar quienes apenas pueden dar un paso más. Al borde de la juventud, está todo, la vejez incluso.
—Si la gente descubriera lo maravillosa que es la vida, ya no le importaría morir algún día ni mucho menos le importaría ser mortal en cada instante, porque sólo sin esa preocupación mundana sobrevivirían como sus dioses, y así no hiciera falta rezar para que ellos sean lo último que vean.
—Eres tú quien ves el vaso medio lleno ahora.
—Brindemos, entonces, brindemos en el contrapunto de esas copas.
— ¿Aunque esa copa no la humedezca un trago? —replicó, mientras señalaba el cristal apenas transparente.
—A pesar de esta copa vacía —insistió sin aflojar la copa.
—Ya parece que los brindis de otros comienzan a marearte. Deberías tomar una copa por tu cuenta, y probar así un trago que se escancie en tu nombre.
—Vayamos con los demás. Ya no sé qué preguntan a cada rato, porque de seguro, así como se ve, ya no preguntan por mí. Míralos tan lejos.
—Entonces vayamos, que la reunión nos convida con sus antorchas.
—Vayamos, pues, a donde están todos.
—Por cierto: ¿cómo estuvo el viaje?

La pregunta venía del mismo viaje, no era la pregunta repetida hasta el cansancio, traía consigo el acopio de las valijas y aun el combustible consumido por ese avión, y rugía al aterrizar como si fuera el mismo vuelo de imperceptibles horas. No era nada más la vuelta, desde un aeropuerto a otro, era la amplitud de una pregunta, cuya anticipación ya se extendía a lo largo de un lustro. Nadie dijo nada que tuviera que agregarse, y fueron a reunirse en el prolongado brindis de ese amanecer. La pregunta quedó suspendida, sin reclamos de ningún origen, como puede estar las agujas de unas cuantas horas en el cielo. Era la llegada, era la partida; eran esas dos bocas que no volverían a tocarse, como casi lo hicieron antes de esa pregunta (tan diferente en todo esa pregunta, salvo en su respuesta).

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