domingo, 1 de diciembre de 2013

IMAGEN Y SEMEJANZA




Se ve que parece una bolsa suspendida en quién sabe qué vacío, pero estamos bajo el mismo cielo, un cielo vasto, tal vez azul y de cualquier manera tan profundamente hermoso. ¿Y si es una bolsa? Digo, porque para sostenerse en el aire y relucir como una gema tiene que estar hecha de plástico leve, traslúcido, abombado, con asas parecidas a las orejas de un conejo sordo, de esos conejos de algodón que apenas si pesan algo y que si comen es porque el ayuno también necesita de cierta materia comprensible. Mira. Sucede que se le ve venir, sí. No se aleja de mí, sí, porque su proximidad linda sólo con lo que le precede. Sí. Aunque es difícil de creer que algo no varíe su altura entre las ráfagas del viento. Veo que viene por el mismo plano en que se dilata la vista, ¿y si es una mota del horizonte? Es decir, puede que alguna anomalía, o más bien digamos que una seña original aún persiste a lo largo de una línea que nunca antes se le hubiera visto un grumo, una mota. Cómo se te ocurre. No es que le falten nudos a una larga cuerda cuya extensión infinita se reúne en el centro de todas sus tensiones, porque más bien es poco probable que entre un nudo y otro se altere algo, cuando precisamente en cada nudo se altera todo. Venimos entre dos nudos, así que sólo abarcaremos, como videntes, nuestro destino. Sospecho, sin embargo, que esa bolsa viene atada de un lastre que no se desprende al final de la memoria, sospecho que apenas se elevó como si no se despegara de nadie. ¿Y si es una cometa? Porque un chico puede retenerle así sin aflojar mucho en el cordel. ¿Es que no ves que sigue, que no se para más que en su figura inmóvil? ¿Es que no sientes el mismo viento que llega entre tropiezos y arrebatos, acarreando lo invisible a revolcones? ¿Acaso un vuelo puede anclarse como una isla? Además, para que un chico pueda llevar la cometa así, es porque en lugar de volarle le lleva de máscara, encubriendo este prodigio para no verse del mismo modo que se viera en un espejo. Sí; eso tiene que ser. Como la tierra es caprichosa se traga el cuerpo antes de quien viene, y sólo la cara, como la espuma, se congrega encima del bocado. Tal vez ríe, pero viene. Tal vez llora, pero viene. Tal vez piensa en pensar muy poco, apenas como para no quedarse en blanco, pero viene. Viene de tan lejos, porque lejos es allá, de donde trae su cara hecha de todas las cosas que pueden ser comparadas con su cara. Debe tener dos ojos como un profeta que se duerme después de soñarse hasta el cansancio, o debe tener un ojo como el tuerto singular de una historia no contada por Homero... o simplemente ya no tiene ojos, porque una vez que a tientas los hubo perdido, no se devolvió más entre el fuego de una década milenaria. No afloja el paso, si bien camina como Jonán en la ballena; ya se aproxima, bueno no ha dejado de acercarse, si bien a lo lejos se nota que llegará. Pero ¿quién puede ser? No conozco a nadie que venga a estas horas a mi encuentro, tampoco estoy buscando un testigo de esta soledad que sólo a mí me atañe, y que tanto me ha repelido desde la infancia. ¿Quién viene? Porque si viene es que se ha ido de algún mapa arrugado sobre la mesa de otro cartógrafo, es porque lo esperan mientras se demora en volver con otro mapa que alguien más calcó furtivamente; es porque sigue y sigue y viene. Para que un espejismo se desarraigue a cada paso, tendría que perecer en cada paso hasta deshacerse en su follaje entero, como sus frutos lo hacen antes del mordisco pecaminoso. Más bien la bolsa se hizo cometa, se hizo máscara... y cuando le alcances a distinguir, cuando le tengas en tus narices (por decirlo con cierto aire respirable), pues verás que ni era bolsa ni era cometa y que sólo algo que no fuera nada puede tener tantos detalles verídicos. Camina. Sólo camina hacia donde vayas, y va suceder con el tiempo que tus huellas sabrán abrirse paso en tus pies, como las arrugas se abren camino entre tus pulgares opuestos. Camina que la distancia es larga, porque cuando es larga sabes que la profundidad de lo que te espera está por encima de tu cabeza, no como un sombrero, sino como cuando apenas con la desnudez erizada te calientas en invierno. Ahora cabecea. Va de los pies a la cabeza un calambre insospechado. El bulto cabecea, como si pensara en un engranaje diferencial, ciertamente piensa la cabeza que al fin recobra su cuerpo del bocado. Es una persona por fin. Una persona de verdad, como yo. Alguien que viene caminando, como yo, y que ya se pregunta por mí, como yo. Sube y baja sobre un cuerpo que aparece y ya no desaparecerá, ni porque tenga que impulsarse sobre los apoyos necesarios. Es alguien cojitranco; ya no es el que se le viera tan parejo en el horizonte. Sube y baja. Se alza y cae. Se encarama y desciende en la sucesión de lápidas disparejas. Cuando esté tan cerca, cuando nuestros hombros se toquen o se eludan, haré como que no le veo, como que no advierto su defectuosa complexión. Veré adelante como si nada, o más bien como si es normal verle desde mis propios defectos y dilaciones. Entonces no discriminaré a nadie, dado que soy la misma criatura que algún día cerrará sus ojos, cuando los sueños no me desvelen más ni los amaneceres interrumpan mi último crepúsculo. ¿Acaso no se sabe, aunque incomprensiblemente, lo que se ve? Después del silencio, nada nos dice más sobre la gente que las costumbres para ataviar, hendir, mutilar, resaltar, perforar, vestir o preservar un cuerpo universalmente dotado por la naturaleza. ¿Es acaso la clarividencia de un recién nacido desnudo e invicto? Aquí viene, sin detenerse en nada, como si le persiguiera nadie. Cómo me mira, con qué horror me mira. Cómo deja de mirarme. Cree que le desprecio. Sí. Por qué cree tal cosa, si yo miro al frente y lo hago sin detenerme en su cojera; por qué, si sólo de espaldas a lo que detrás dejo sigo y me persigo, además según las medidas de mis derechos con tanta abnegación conquistados. Por qué se hace tales ideas, si también pasará a mi lado sin detenerse en sus remilgos. Por qué, entonces, si hombro con hombro coincidiremos un instante como compatriotas de un solo abrazo, sí, de uno muy especial que sin embargo no nos daremos nunca, en ninguna fecha y en ningún lugar. Mírale con el pretencioso ahínco de su cojera. Casi se diría que entre cabriolas ha llegado desde donde no se baila nunca. Me mira, fijamente; lo sé. Con odio me mira. Como si lo despreciara, me desprecia. Cree que yo le ignoro porque me enorgullezco de un acto tan vergonzoso e injustificable para los dos. Se dice, quizá, que yo exijo una satisfacción por mi apostura. Se imagina que suelo parecer respetable a pesar de las situaciones más ofensivas. Al fin estamos de frente, bueno, a unos veinte pasos que divididos son diez. A unos diez pasos exactamente que divididos son cinco, y luego dos y medio para el primer quebrado que se garabatee en el pizarrón. En fin... un punto imposible entre tantas mitades que no se juntan. Cree que además soy un lisiado, que necesito una limosna para agradecer tanto infortunio, pero no... aún no precisa que sólo sobre sus pies puede divisar asedios similares. Haré de cuenta que no me entero, que le trato como mi igual, porque en verdad soy su igual, y que tampoco soy menos en ser igual al otro, ni por vergüenza ni por orgullo. Pasó, y sin creer en lo que yo creía. Pasó, más bien a razón de sus prejuicios. Por arriba por abajo. Simplemente pasó, reptando como una serpiente. Agazapado y luego en el zarpazo. Sin verle, porque apenas como un bulto remoto le noté, sentí que sus ojos se clavaban en mí, eso sí, pero sin verme con buenos ojos, pues su vista seguro siguió de largo y bien pudo perderse en el horizonte opuesto, donde una bolsa plástica no se levante mucho, porque se ve que esto es lo que alcanza su corta vista. Cuánta gente hay que se comporta como si la compasión los hiciera estrategas inmejorables, y en la primera batalla se acobardan o quedan tullidos para siempre. No sé qué pensó de mí, pero parece que igual me despreciaba, de seguro cree que yo fingía una normalidad tan anormal para una situación que le ha tocado vivir toda su vida. Es fácil creer que la sobrevivencia puede salvar a cualquiera y en cualquier caso y en cualquier momento. Parecerá que venía cojeando sólo por condescender con mis tropezones y de pronto casi se descalabraba. Parecerá que nos dábamos de puntapiés mientras duraba la finta pasajera. Se pensará mucho que este encuentro nos ha lisiado bajo unos semáforos ficticios. Se figurara que sigue caminando así para que no se note que nos parecemos en la mirada, porque cuántos otros sí se burlarían como no puedo burlarme yo, como no me burlaría jamás, aunque este noble semblante parezca tan hipócrita. Ay, si al menos hubiera alguien que se riera de los dos. En cierta forma, espalda con espalda, nos repelemos, porque sólo de esta manera sobreviviremos al encuentro. Nadie se dará vuelta. Nadie volverá a verse, eso sí, nadie; ninguno de los dos. El camino de cada cual no nos reconciliará nunca. Qué bueno que una esperanza cotidiana nos asombre siempre, a nosotros y a las demás criaturas de la caprichosa tierra. En cierta forma, los ojos se acostumbran a mirar, adondequiera que se mire y al través de todos los cristales y debajo de todas las vendas; la facultad, sin embargo, es la misma con que nacemos todos, aun si se nace ciego, naturalmente porque se cerrarán los ojos cuando la noche llegue.



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