
Ya no se veía el disco
del sol y el eclipse entrañaba una madeja en puntas diamantinas. Todos
esperábamos que se desgajara un relámpago siquiera. Se escuchaban los truenos
tardíos, pero los relámpagos les difundían veladamente como muy detrás de aquel
silencio remoto. A cada retumbo temíamos que el demorado prodigio al fin se
apareciera, calcinándonos al punto.
De repente, como un
relámpago nos llamaban a todos para que nos guareciéramos en casa. Los chicos,
despavoridos por el fulgor inapelable, bajaron los escalones de prisa y se
perdieron en el zaguán. Ninguno parecía seguir sino su ejemplo, que era
privadamente salvador. De pie, solo sobre el rellano, les vi perderse con la
misma disputa de su carrera atribulada; porque si era verdad que cada uno corría
según sus pies, lo hacían todos dando tumbos en virtud de sus vecinos, y tan
parejos en el montón que el miedo parecía igual de abigarrado que el mismo nudo
de esa cifra.
Estaba solo entonces. Ya
no era el cobarde cuyo miedo compartido me postergaba a los demás. La
sierra apenas se distinguía del brumoso recorte y sus faldas parecían
reverdecer con invisible aplomo. Tan hermoso era el orbe bajo un cielo cerrado en su
absoluto giro, que la misma admiración me atrajo levemente hacia adelante, pero
di de traspiés y rodé por las escaleras. En cada vuelta repasaba el cielo, y
era como si sus nubes se revolviesen en mi visión arremolinada. Gasas
entrelazadas que de repente saltaban en chispas o seguían retorciéndose en un
estropicio de lluvia. A cada giro la lluvia caía por todas partes; le veía
enredarse en mis ojos y le veía su fondo turbio que empeñaba mis ojos. Sobre
los escalones que rodaba, el cielo espumoso demarcaba una orilla que otra vez
regresaba al cielo.
Al caer sobre el patio,
chapaleteaba entre el agua procurando por doquier un desahogo. Parecía que
habían pasado horas de un diluvio. Todo se había anegado en un instante, el
agua bajaba de las escaleras como de una catarata, y al cielo ya no se le podía
ver al través de la lluvia espesa. A cada fogonazo un estruendo hacía temblar
la lluvia. Estaba empapado como si hubiera dormido bajo una lluvia eterna, y de
pronto despertara así, chorreando por cualquier lúcido sueño una gotera que se
filtraba desde muy dentro.
Al nomás ponerme de pie
sentí que iba a rastras. Al principio creí que era la lluvia la que me llevaba
en su corriente tumultuosa, pero ya en el zaguán vi que todos los chicos
abiertamente me acusaban de desobedecer, acaso como si tal fuera mi acusación.
Al escucharlos a todos, me enteré de que yo había esperado a que lloviera... y acaso supe que había desafiado a la lluvia
complicándome en su sustancia como una insensata hélice. Pero eso no era mi
historia, tal vez si los mismo giros que precipitaran al cielo, pero no era mi
historia.
Sólo un chichón en la
vasta y preclara frente; y el agua goteaba de mis ojos, y estaba tiritando de frío e
incertidumbre.
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