No conozco a nadie que le disguste un libro por su forma apacible y recamada, cuanto sí por un contenido que le indisponga. Bueno, hay libros que no sé por qué le llaman tales, igual un peso sustancial en páginas contiene el ardor de lo que dice; y hasta se les ha visto arder a muchos como una rebelde e iluminada Alejandría, o como a la lumbre de sus verdugos sanguinarios o en algunos justicieros casos, tan inconcebibles aquellos, nada más como a ellos mismos.
Cuando yo era muy chico, rifaban en clase, por decir así, un libro que era sólo una bobería. Nada decía de volcanes. Nada de pinturas y grabados. Nada de poemas ni de flores. Ningún teorema elegante. Ningún entrevero de lanzas inexorables. Nada tenía escrito de astros, tampoco de rocas extrañas; ni de animales extintos retomaba siquiera una pluma.
Caprichosamente la maestra se propuso un resultado que al cabo iba a satisfacerla a ella. Por conocido fue que aquel alumno que en término fijo resolviese una multiplicación de tres cifras, barbaridad con malévola audacia inventada por la mujer, se iba llevar el librete. Yo en ese tiempo, sin que nadie aún lo sospechara, resolvía hasta raíces cúbicas, mientras los más de lo chicos apenas si podían seguir las pisadas de sus dedos. Sin embargo, sucedió que no fui el único en la clase que simplificó el concurso. Así que la maestra, salomónicamente, se decidió por aquel súbito portento, cuya genialidad no rebasaría nunca esas cifras. La decisión tenía que ser sabia, cuanto que aquel libro en verdad no lo era.
De cualquier modo, no fue la única vez que a lances intelectuales apareciera un chico ordinario que me estorbara. Ejemplos hubo muchos. En un dibujo a pluma conseguí cierta admiración transitoria, hasta que apareció una niña con un calco estrafalariamente coloreado por todas partes. Después de leer una obra sin interrupciones indebidas y según el escrupuloso cuidado del autor, a otro alumno se le quebró el tartamudeo en una “belleza conmovedora”. En cuanto a la caligrafía, dizque la hija de la maestra era su vivo ejemplo, como si la maestra tuviera el mismo vuelo de mi letra. Siempre a un niño ordinario se le ocurría una peculiaridad más allá de la cual (e incluso por la cual) otra era su aureola. Ciertamente los mismos propósitos eran óbices académicos bastante documentados en mis vigores.
Después de una polivalencia de oficios y saberes. Después de un libro que sí escribí clandestinamente. Después de releer allí una ciencia oculta. Después de las notas marginales y los dibujos corregidos. Después de la iconoclastia de un instante. Después de los pupitres (he de decir también), entonces después preferí la gimnasia para mis anónimas proliferaciones, porque sólo en ella yo sí que fui ese niño ordinario, aquél que de ese modo se hacía notar entre los verdaderos atletas.
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