lunes, 7 de febrero de 2022

CAPÍTULO NOVELA

Para el abordaje había que recorrer un pasillo, al final del cual se tendía un intermedio hacia la puerta del aeroplano; especie de acordeón hecho a la medida de silencios y músicas extranjeras. Los pasajeros caminaban como un cardumen, procurando que la trayectoria les llevara a algún lugar. Esa caminata, aunque breve, iba durar lo justo para sospechar una dimensión mayor. Se escuchaban las suelas de los zapatos que repiqueteaban sobre el piso, igual que sí unas goteras desde el techo se filtraran. A nadie le escuché una palabra, o quizá en ese instante mi propio silencio estaba cerrado a cualquier sensación ajena. Eso sí, los pasos seguían escuchándose como si se repetiresen desde adentro. Yo, acaso porque me creía un observador especial, sólo seguía la llamada del vuelo preciso. De a poco me rezagaba entre gentes que tras de sí hacían rodar sus equipajes, mientras el ruido de todas esas ruedas armonizaba con el de sus pies. Sólo llevaba conmigo un bolso de mano, cruzado a la espalda, tan ligero como lo quise desde el principio. De cualquier modo, ya se me figuraba que este vecindario pudiera colindar con mi obituario.

Era la primera vez que abordaba un avión con sus motores a punto. Si bien es verdad que en un museo había visitado el interior de un DC 3, esto no iba ser lo mismo. Aquel aparato se le había puesto en un hangar como a una maqueta de proporciones exactas; sus detalles se corregían siempre para que la impresión de los visitantes no variara nunca. Así que aquellos asientos sólo evocaban una remota época, donde las ausencias, con modales antiguos y escotes pudorosos, excluía cualquier atrevimiento de los visitantes. Sin embargo, ver un avión vacío por turnos puede poblar tanto la imaginación de una criatura, que cuando ésta vuelve a casa lo hace como si viniera de un jet lag, quizá mostrando a sus mayores un sinfín de postales que no parecen aterrizar nunca.

Los husos horarios no me preocupaban mucho. Lo primero era el abordaje. Pasar esa puerta y hallar el puesto señalado desde siempre. Antes de entrar, insistía en ser un testigo que desde afuera tuviese una influencia propicia, lo que es atribuible a personas que vuelan por primera vez, o a las que nunca se acostumbran a volar. Todas las suposiciones empezaban a concentrarse en la puerta del avión. Podía imaginármelo, era como un vórtice a través de cuyo ojo cada quien se buscaría una suerte propia, que tal vez se mezclaría desde la misma entrada. Supuse que esa cavidad era muy estrecha. Sólo con determinado orden los pasajeros podían circular a través del vano y a lo largo del fuselaje, por lo cual no costaba suponer, además, que un despelote sería desastroso para la mayoría. Un par de azafatos, con acento español, repetían la bienvenida. Cada palabra la articulaban sin desdibujar las sonrisas de sus rostros; ciertamente costaba creer una naturalidad tan afable al tiempo que inverosímil. De inmediato empezaban a contestar preguntas; algunas bastantes obvias, otras casi se diría que esenciales. A cada pregunta parecía corresponder una respuesta concisa, tal vez porque el propósito del vuelo ya se dividía entre tensiones de todas las especies. Los azafatos empezaron a acomodar los pasajeros en cada uno de sus lugares. Y cada quien se procuraba su propia y legítima comodidad entre los estorbos compartidos. Se sabía que era un viaje de una cuantas horas, y había, a pesar de eso, un sentido de eternidad inminente. Aún seguía hablándose en castellano, sin duda iba ser así. No obstante, yo ya comenzaba a fiarme más de cualquier expresión del cuerpo. Esta elocuencia era tan dominante desde entonces, que las palabras se empleaban a su merced. No quise hablar con nadie, cuando menos hasta conseguir mi puesto; tampoco iba revelar ninguna palabra en mi caminata sencilla. Simplemente recorrí el pasillo en busca de mi butaca, todo lo más a través de espacios que más bien parecían ofrecerse desde otra centuria.

Y, de repente, tan sencillo como mis pasos, números y letra. Mi asiento estaba en la mitad del avión. Después de conseguirlo, me detuve en el pasillo para mirar los otros hallazgos. Había en cada ritual algo comparable a lo que ordinariamente se ve en los autobuses, excepto por las despedidas prolongadas. Ya quienes estaban ahí se habían separados de sus futuros corresponsales, les quedaba sobrellevar por su cuenta cualquier asomo desde el comienzo. No quise sentarme de inmediato, así que me propuse seguir como un vigía. En algún momento, igual que todos, iba estar en la butaca, acaso sujeto para un electroshock.

No sé si fue por el tiempo que se esperó antes del abordaje, o por los exhaustivos controles del aeropuerto, pero noté que la impaciencia de todos se veía justificada por la misma puntualidad de la pista. Las prórrogas, por otro lado, también podían justificarse antes de que los motores movieran al avión. Es curioso que cada quien, ya seguro de partir, empiece por reprochar las demoras y las inconformidades de sus vecinos. Esto iba darse por grados, y era más que previsible. Después de cierto tiempo, preferí sentarme. Me resultaba más conveniente entonces, cuando no lo tuviera que hacer por apuro de quienes me pidieran o reclamaran su derecho. Al fin estaba en la butaca, en el centro mismo del avión. Ya en este punto, las emociones eran muy vívidas, e incluso tuve que hacer cierto esfuerzo para no dejarme sobrecoger por ellas. Tan comprometido estuve al viaje, que honradamente procedí con aplomo, igual que si repitiera el vuelo por enésima ocasión. Sabía, desde que entré allí, que iba a desvelarme. Este horario implicaba una lucidez a la cual tenía que resistir siempre despierto. Cada ruido, aun por natural, tenía de repente un cuerpo de muchos filos. Cualquier cosa muy simple, como arrugar una bolsa de plástico entre las manos, recobraba una magia casi intolerable. Sin duda exagero un poco, pero no es sino en la exageración que se puede aspirar a cierta exactitud de medianoche.

Esta ya era la segunda noche de desvelo. Así que todo empezaba a extenderse a otros días de vigilia. Si bien las luces del avión recreaban un bazar con esa vitalidad con que se venden y compran especies bajo el sol, igual el frío me incorporaba en el asiento de un modo que no podía cuestionarme esa espera y ese ámbito. Sentado comedidamente en la butaca, reconciliaba los nudillos sobre el regazo y luego los corría hasta que las palmas dejaban entrever las señales de un marinero que por fin se atrevía al mar. También cruzaba y descruzaba los pies, de seguro parpadeaba con algún ritmo que podía postergar el hambre más allá de sedientas constelaciones. Supuse que cuando mis vecinos se sentaran a mi lado mis reacciones ya no iban a ser espasmódicas o vegetativas, puesto que mi facilidad para bromear siempre ha sido un atributo de mis modales, al menos me convencía de que ese trato era lo que mejor nos acomodaba en nuestro sitio.

En verdad, no era tanto los nervios como sí la incertidumbre en su conglomeración. Es como cuando se nota a lo lejos una masa formidable de nubes y entonces aparece la lluvia en nuestra cabeza, sin saber si el agua de adentro será suficiente para librar el agua que llegue desde afuera. De mi lado derecho se sentó una pareja de mediana edad. Con una medianía en todo, tal que quizá la misma edad era el promedio de ese vínculo. Quedaba el puesto de la izquierda libre. Dando por descontada cualquier ocasión con mis vecinos diestros, me preguntaba quién en verdad iba ser la persona que me acompañaría en el viaje. No alcancé mucho a redondear esa pregunta, cuando de pronto una muchacha de unos 17 años me preguntaba, a su vez, con una sonrisa candorosa, algo que de seguro era suficiente para nuestro entendimiento. De inmediato los dos estábamos sentados allí, conversando como en una solariega salita de la Pastora. No era el primer viaje para la muchacha, pues ya en varias ocasiones había visitado a Europa. Eso sí, también me dijo que éste no era un viaje como los otros. Se contuvo, miró hacia adelante, al pasillo, sin duda para ver como sus padres insistían con los bolsos en el compartimiento. Sus ojos brillaban, cierta melancolía le dotaba a ella de una clarividencia. De vuelta a mí, sonrió para compartir una escena que igual no carecía de gracia. Ocurre muchas veces, pude explicárselo más o menos, que las cosas que se llevan a la mano tienen cierta dimensión rebelde, quizá hasta que se quede a mano con lo que irremediablemente se olvidara. Su voz siempre era tan suave como sus ademanes. La sutileza de aquella sonrisa solía conferirle un candor a todas sus expresiones. Su piel tenía un aspecto de porcelana lechosa, y el rojo de sus delgados labios casi llegaba al violeta. De cabello crespo y castaño, dulcemente partido en dos como en ciertas efigies antiguas. Tenías ojos color miel, apenas almendrados, y pestañas encrespadas sin esfuerzos sobrenaturales. Sus manos eran esbeltas y muy cuidadas. Seguro llegaba al metro setenta de estatura. Vestía con una sencillez de doncella milenaria. Creo que una blusa blanca bordada en el cuello y un pantalón oscuro con cinturón delgado. Algo como unas babuchas en sus pies y un pequeño bolso del que tuvo que sacar, un poco avergonzada por el frío, un suéter color crema.

Yo me portaba lo mejor que podía como pasajero; es decir, seguía las instrucciones a pie juntillas como un engranaje más. Sin embargo, en mi centro tenía movimientos mucho más conmovedores que las imitaciones de la periferia. No es que diera por sentado todo cuanto desconocía, pero incluso esa forma mecánica y condescendiente de seguro me daba cierto margen en mi situación, porque de cualquier modo no era difícil hacer mi papel entre un reparto así; pues es muy común procurarse un punto común para cualquier apoyo superior. Sólo la muchacha de al lado me parecía tan natural, como si la conociera en un parque a mediodía. Ella empezó a notar que mis movimientos repetían ciclos cada vez más complejos, acaso como un temblor sinfónico. Es más fácil notar la agudeza en las mujeres mayores, pero en las mozas resulta ser tan sutil que pareciera que nunca les haría falta cultivarle de modo alguno. Ella, cuyo nombre por cierto nunca pregunté (tampoco ella indagó el mío), de repente me hablaba entre esa sonrisa que le viera desde el principio. ¿Es su primer viaje? Me dio la impresión de que podía aconsejarme cosas bastante evidentes y aun las que me fueran insólitas también me las podía referir en pos de un vuelo apacible, porque a este respecto lo mío estaba más en no parecer tan ignorante, que en aprender de lo que no conocía. Acepté mi propia respuesta con el mismo humor de la muchacha. Justificando mis nervios entonces, ella me confesó que siempre el despegue se le figuraba lo más dramático del viaje. Era sin duda una advertencia propia, porque dejó ver, mientras recogía su sonrisa en un gesto encantador, que iba necesitar de mí para pasar el trance.

Acomodar todos los bolsos de mano demoró mucho, la verdad, y requirió de un azafato diligente e imaginativo para que por fin esas cosas estuvieran adentro. Era de suponer que en los otros tramos del avión los demás estuvieran en la misma tarea. Lo que me hizo recordar que apenas en la entrada, tras las cortinas descorridas, estaban los asientos de primera clase. Ni siquiera los determiné mientras fui en procura de mi puesto. Seguramente los bolsos de mano en ese tramo ofrecían otra clase de resistencia, aunque no menos azarosa que el arrepentimiento o el remordimiento de una desmemoria generalizada.

Este azafato mostró siempre una habilidad de la que el mismo solía ufanarse. Requiriéndole aquí y allá, incluso en los otros tramos del avión, iba y volvía hasta que, finalmente, mereció su propio elogio a viva voz. Me pareció que dijo algo como que si a él se le pagara por ser un acomodador eficaz se haría millonario. Cuando a alguien se le paga por lo que hace ya no tiene necesidad de hacerlo nunca, el retiro sería desde el principio, y las jubilaciones se prorrogarían para otra clase de competencia, dadas aparte y apenas por gusto. Las miles de veces que habrá completado una sixtina en las bovedas de los aviones, que al final se le deshace sin ningún despecho, antes o después de cualquier Apocalipsis.



Por fin todos los pasajeros estaban en su sitio. Una revista de la tripulación corroboró los cinturones de seguridad. Después de lo cual, ellos también se recogieron en su vértice. Los motores se podían escuchar vivamente. La muchacha intercambiaba una mirada de vez en cuando conmigo, pero ninguna palabra dejaba traslucir. Sin duda había cierto apremio que iba más allá del despegue. Me di cuenta que detrás quedaban amigos de toda la vida y hasta parientes entrañables que quizá no volvería a ver. Estaban las costumbres de sus abuelos del otro lado. Del otro lado quizá descendientes suyos. De seguro ella imaginó cómo iban a ser sus vacaciones en adelante o cuánto le iba atarear los relatos de su origen. Quise decirle algo, algo de gente mayor, pero sabía que callar era un ritual necesario y propicio para ella. Vi que de alguna manera interpretaba mi silencio como un sabio consejo dicho al oído, y entonces calló con cierta serenidad también.

Mi primer viaje abría un horizonte desde el cual pude vislumbrar todos aquellos atlas de mi infancia (cuando demoraba días enteros en repasar fronteras y ríos innombrables). A punto del despegue, supe que ya era un oráculo bastante lúcido para determinar estas reminiscencias. Y luego supe que al fin iba ser, mucho más que un oráculo, un viajero audaz que arrostraría con entereza y tino los riesgos de cualquier mitología. Rezar era la sincera recomendación de la tierra; rezar antes de ir al cielo. Me acordé de mis horas de catecismo en una iglesia de muros encalados bajo el sol. Fue lo que me recomendara una mujer devota y venerable, pues supo, desde el mismo momento, que el viaje lo iba hacer de verdad. Entonces un padrenuestro, como el pan nuestro de cada día, vino de mi memoria, palabra por palabra, hasta que el "así sea" al fin fuera mucho más que ese remate para cualquier propósito ordinario.

El aparato se movía por la explanada, procurando su posición en la pista. Entonces ninguna referencia desde adentro podía darnos una idea comprensible de las cosas inamovibles de afuera. Vi las sucesivas ventanas como abstracciones de luciérnagas y noche. Pude imaginar el mar Caribe allí, en algún lugar del Caribe. Sobrevolaríamos sus aguas casi al amanecer. Los motores arremolinaban el aire para conseguir al fin esa misma levedad con que el aire entra en las turbinas. Era el despegue. Lo sabíamos todo. Algo se escuchó por los parlantes, sin duda el anuncio necesario. El avión aceleró en pos del vuelo.

Los motores pregonaban la proeza mientras ésta se daba milagrosamente. De repente las ruedas ya no tocaban ese suelo donde a gatas se aprendiera a caminar. De repente íbamos al cielo. Me sentía de pronto como una estrella regente, cuyo retorno al fin se daba. Ya a salvo de mi propio egoísmo, pude volver a mi vecina. Vi su rostro contraerse. Sus ojos se cerraban como para ese sueño breve dentro del cual se sueña despertar algún día. Todos estábamos en el aire. La perplejidad cotidiana de la tripulación debía saber cuáles eran los comandos precisos. Las primeras dos horas eran como estar en una sala de espera, tan inmaculada. Había la profilaxis que se nos dotó en un sobre de plástico. Mantas y me parece que una almohada muy pequeña. El silencio era notorio y comprensible al mismo tiempo. Ya no tanto por las emociones, sino más bien porque era tan tarde que resultaba muy sensato al menos una siesta. Supongo que la muchacha soñaba a mi lado y que todos los demás por lo menos intentaban dormir un poco. De vez en vez alguien se levantaba en busca del baño y luego volvía a su lugar como si lo hiciera a tientas. Ese recinto estrecho y elemental parecía infundir cierto aliento a sus visitantes. Cabe imaginar que ver el sumidero del agua en el excusado ofrecía una señal inequívoca de que el mundo afortunadamente seguía igual.

No sé cuando llegó la comida, desde luego tuvo su anuncio, pero decir exactamente si fue antes de que la tripulación precisara cierta posición en el espacio y en el tiempo, sería una temeridad. No recuerdo si primero escuchamos que íbamos a miles de pies de altura, con una temperatura de cincuenta grados bajo cero o si primero la vajilla tintineaba como un cencerro pastoril. No recuerdo si luego de hacer escuadra en algún punto de Nueva York, de repente eramos unos comensales transatlánticos, que, de repente, tenían que escoger entre ternera y pollo. Yo como un pastor de las serranías elegí ternera. Comer no era algo desconocido para mí, hasta tenía cierta pericia ganada por años. No obstante, la muchacha notaba que la comida era como una especie de souvenir espacial para mí. Igual debo reconocer con sinceridad que me resultó un pábulo sustancioso y de buen gusto. Bromeamos sobre el dilema del menú, mientras hacíamos el honor en cada plato. Azafatas y azafatos lidiaban con esos carritos por el pasillo, sirviendo y recogiendo cosas, siempre sonrientes como en un bazar de cuentos de Hadas. Luego de comer y recoger las sobras, la muchacha se echó la manta sobre sí, dijo que hacía mucho frío, y trató de reconciliarse con el sueño; de veras no le costó mucho, ni siquiera echó de menos a sus padres. Yo hice lo que toca al vigía, y fui detallando como desaparecían los caminantes tras la calma de todos y como de a poco el silencio proliferaba en las últimas palabras. Para entonces ya habíamos sorteados leves turbulencias, justificadas por los molinos del Caribe. Nadie imaginaba algo mayor de lo vivido hasta entonces. Quizá era sólo un atarrizaje por venir; sin duda que al aterrizaje le tienen siempre por una colisión controlada desde el principio. No podría explicarse del mismo modo un despegue, porque otra sería la imaginación para ese acontecimiento contrario.

De cualquier manera, el resto de esa travesía resultó ser más bien accidentada. Lo que es más, había una turbulencia tras otra. Apenas cuando un vacío iba aquietándose en su fondo, venía otro azote de repente que borroneaba la calma anterior. De pronto se llenaban los ojos despabilados como si se colmaran las ventanas, y de pronto se podía intuir las respiraciones ajenas como si en conjunto proviniesen del capitán. Sin tener un precedente del que sospechar maniobras, temblores ni sosiegos, me parecía que el avión lo soportaba todo muy bien, sin duda porque fue hecho para sufrir esos rigores a diario. Por decirlo así, estaba preparado incluso para caerse. No podía suponer apreciaciones desfavorables frente a un fenómeno que por nuevo era suficiente para mí. Debía ser aquello normal y punto. Por supuesto, debo confesar que la normalidad era lo que mejor me convenía. Así que mientras ese viaje inquietara a la tripulación, yo siempre tenía que sostener cierta ecuanimidad, pues sí, aquélla que sólo puede darse naturalmente cuando se está a punto de nacer. Otros eran mis miedos. Tenía miedo a desmayarme bajo la delgada manta, o, más bien, tenía el fundado miedo de dormirme mientras un sueño en blanco se aglutinara con picotazos exteriores. La muchacha dormía profundamente. Los demás se contentaban con seguir en sus puestos, excepto una dama que se levantó para contar, a quien pudiera escucharle, que esto de los aviones nunca le había sentado bien. Algunos le calmaron con estadísticas que no disuaden a nadie, justo cuando por superstición son convocadas en el cielo. La mujer decía que era sólo un sacrificio por sus hijos, y que la frecuencia de ese sacrificio la hacía cada vez más sacrificada, pero siempre igual de inquieta. Iban y venían del baño, unos y otros, por naturales contingencias o, tal vez, para que el sumidero del excusado les siguiera demostrando los visos de una realidad.

Un vigía tan atento como lo fui, tiene muchos abismos de aburrimiento. Sin embargo, desde el principio había tantas esperanzas fundadas en el viaje que podía seguir con los ojos abiertos y preclaros, sin necesidad de que mi mente se abrumara con certidumbres ni fantasías. En unas horas estaría en Madrid, una ciudad en la que siempre pensé que llegaría algún día. Mucho antes del viaje escribí este comienzo: "Vengo de un país del que nunca he salido." Ni siquiera me puse a pensar en que mi patria era una frase, escrita muy joven, y que recién entonces trascendía todos sus límites.

Tras horas calculadas, al fin se ve Madrid. El avión maniobra para encarar la pista y se puede apreciar al través de las ventanillas una luz turbia, aunque brillante. Árboles aguerridos parecen arañar la neblina, es lo que más recuerdo de ese horizonte que iba cabeceando como un sueño. Los altavoces anuncian detalladamente lo que ocurre y lo que ocurrirá en breve. Todo el mundo, sin desabrochar sus cinturones, se incorpora en sus puestos como si hubieran escapado de una mortificación necesaria. La muchacha se alegra y me lo hace saber como un secreto compartido. Sus ojos le brillan, pero ahora de un modo muy diferente; y por fin busca a sus padres con la mirada. Le hago notar que no le teme tanto al aterrizaje como al despegue. Suelta una risa y dice simplemente que no es igual.

Un día de por medio en Madrid, antes de coger el siguiente vuelo a Frankfurt du Main, me decía. Y entonces ya llegaba al invierno septentrional, o sólo era el mismo invierno que había venido conmigo desde el sur. Lo iba saber dentro de poco, cuando por encima de cualquier cosa yo tuviese que sobrevivir a un mundo por descubrir. Ya sonriente, sin pesadumbres arraigadas por años, sentado como corresponde ya que no en la posición de loto, esperaba lo que venía con cada segundo. Era la primera llegada y la primera sonrisa de esa llegada. Ya tendría poco más de 23 horas para el próximo impulso.

El aterrizaje fue suave como el de una pluma; apenas se sentía el transito sobre el pavimento. Podía ser que todas aquellas oraciones estratosféricas evitaban cualquier precipitación brusca. El aparato por fin encontraba sosiego en tierra. Se detuvo y en seguida se dieron las instrucciones pertinentes por los altavoces.

La capilla sixtina se desmontaría, creo que sin despecho de su Miguel Angel. La muchacha sólo podía hablar de lo difícil que fue el despegue o de alguna irrelevante pesadilla que le distrajera el viaje. Por lo demás el aterrizaje le sentaba de maravilla y se notaba que ya quería saludar a sus abuelos y primos. Después de aterrizar, todos iban sobreponiéndose como si el mismo trance los hubiera purificado de algún modo. Por doquier había muchos murmullos sobre una travesía que al parecer fue muy tormentosa. De repente era muy cómodo figurarse que todas aquellas turbulencias hubieran retorcido el aparato como a una grulla de papel. Justo lo supe cuando los más curtidos viajeros se aliviaban de haber llegado con vida. Un viaje nada normal, después de todo. Los pasajeros ampliaban, quizá con demasiada heterodoxia, esa concepción de "normalidad" que normalmente la gente tiene de este mundo. Otros iban al sumidero antes de bajarse como para convencerse a sí mismos. Por fin el avión estaba en tierra, eso sí, inmóvil como si no se hubiera de mover en adelante. Sólo quedaba salir de él, como si se saliese de un museo, como si se saliese de un DC 3 consagrado al puente aéreo berlinés.


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