lunes, 22 de mayo de 2017

FUGA




Después de dar vuelta a la esquina y no detenerse hasta la otra esquina, supo que ya le había dejado muy atrás. Al menos eso quiso figurarse, porque había caminado tanto y el cansancio ya era tanto que de seguir así le iban a coger no muy lejos de donde estaba. Sucedía también que a lo largo de la calle sólo se veía una que otra figura, con las manos enfundadas en sus impermeables y casi siempre cabizbajos. Esperó, inmóvil, y ya no se veía las solapas cuadradas ni el sombrero marrón, así que era muy posible que sólo se le persiguiera para probar su aplomo y que unas horas después se le emboscara definitivamente. Debía salir de allí, pero el mismo horizonte despoblado le franqueaba.
Desde que le echaran de ver, no consiguió un tumulto donde hundirse, ni ningún recodo lo bastante generoso como para disimular sus propias bisagras. Era caminar y caminar, incluso a tientas, mientras hubiera el modo de que la ventaja al fin fuera provechosa. Así anduvo veintiséis cuadras entre los mandobles de sus dudas. Se diría que cada avance era sólo una posibilidad mucho más viscosa que la anterior. Tal vez sin seguir una dirección definida ya se hallaba libre, finalmente de pie, pero en un punto tan escaso como sus propios pies.
No le habían visto en meses, y de pronto sucedía que un sábado cualquiera, en una esquina cualquiera, alguien le notaba entre millares de individuos, y entonces otra vez la persecución. Pero ¿acaso no lo pudo explicar todo? Todo al parecer estaba claro. En cuatro semanas las cosas iban recobrando sus pausas e impulsos regulares, y de pronto, sin que siquiera le amedrentara a través de una llamada telefónica, tenía que darse prisa, y de veras tenía que hacerlo, porque devolverse en explicaciones era por lo demás inconveniente. No parecía que le fueran a escuchar otra vez, tampoco otras palabras rendirían más de lo que nunca les satisfizo a nadie. Era verdad que no podía presentir quiénes se empeñaban con mayor encono ni quienes atenuaban sus propias opiniones, pero de cualquier manera ya había alguien que de seguro iba noticiar la fuga.
Anochecía. Sin saber adónde ir, aún no daba un paso; ni siquiera descansaba una pierna en recargo de la otra. Así estuvo unos minutos como si quisiese prolongar una eternidad que le conservara allí. Mientras no tuviera una razón por la cual moverse podía sentirse invulnerable, o, dicho con más exactitud, sólo una existencia inanimada le permitiría moverse dentro de ese mismo círculo. Sin embargo, había mucho sobre lo cual pensar desde que el mundo se le volviera tan hostil. Era plausible que un policía le interrumpiera, por ejemplo. 
Si bien se veía menos gente, la soledad no iba ser un atributo del que pudiera confiarse. Ya contaba con cierta emboscada que en cualquier momento sobrevendría, luego estaban las patrullas con sus luces cegadoras y también, eso desde luego, quienes suelen poblar la noche. En este punto, recordó el hotel que quedaba al cruzar la calle. Era como una quimera; como si por fin apelara a la memoria, cuyos recuerdos infunden sensibilidades que sólo pueden darse en el presente. Seguir cualquier rumbo marginal dejaría un rastro que después de todo iban a interrumpir en seco. Así que milagrosamente el hotel era un refugio en medio de ninguna delación. Dormir en una cifra; amanecer una vez más. Salir tan temprano como lo permitiera el secreto, tendría que abrir sobre esa misma nada otro mundo ya provisto de todas las demás puertas.
Sabía de ese hotel. Sus materiales constitutivos eran evidentes para cualquier transeúnte, pero ya esas formas concentraban un rigor tan ilusorio. Con un nombre inventado rentó una habitación. Ya lo irreal empezaba a ofrecerle otras esquinas. Subió, giró la llave y entró en la habitación. No se detuvo a precisar detalles que de cualquier modo iban a parecerles innecesarios, porque si los vínculos interiores le conferían una invisibilidad se debía a ella en cuanto se servía de ella. Sin descalzarse se echó sobre la cama y al punto se durmió. Después de tanto agobio, acaso el sueño al fin encontraba también su cauce.
A mitad de la noche, un estropicio le despertó bruscamente. Se incorporó sin saber nada de lo que ya había sabido todo, y al poco rato, en cuclillas sobre la cama, empezó a ver que la oscuridad ya no carecía de remiendos evidentes. Aquella habitación, y aun el edificio entero, eran inexpugnables para sus perseguidores. Lo supo, justo sobre esa cama.
Ciertamente no podía adivinar los orígenes de ningún escándalo, tampoco cuál fue aquella prédica que en definitiva consiguió medios tan propicios. La incertidumbre atropelló todas las conjeturas que eran capaces de formarse allí. Lo más seguro era que los carros siguieran intactos afuera, que las fachadas de los edificios se deterioraran al mismo ritmo de siempre, porque después de despertar no se escuchaba ninguna emergencia sobrevenida, ni alarma alguna congregaba o disgregaba a los noctámbulos. Los ruidos del hotel eran secretos y tan naturales después de todo. Estaba a salvo, sí, pero aún faltaba para amanecer.
Se contentó con saber que cuando se despierta así ya los nervios han liberado todas las fuerzas contenidas. Se volvió a acostar. No le costó dormirse. Al igual que la primera vez le bastó esa superficie para llegar a lo insondable. Así que durmió a sabiendas de que iba despertar en algún momento, de que volvería al mundo para burlarlo más adelante, cuando tuviera que salir por donde entró. Tras dormir lo suficiente, despertó sin que se esforzara para ello y sin que al parecer ninguna matadura abreviara lo que le hubiera alargado la noche. Sin abrir los ojos aún, desperezándose en la oscuridad, sintió que su cuerpo se había regenerado. Era como si no hubiera tenido que huir de nadie.
Abrió los ojos y aún era de noche. No tenía un reloj a la mano, tampoco lo había tenido en meses. No importaba ver al través de la ventana, pues la luna seguía inconmovible y la firmeza del cielo no parecía haber variado mucho. Pero, cómo era posible, si el sueño había sido tan reparador, además había soñado tantas cosas que abarrotarían vigilias inauditas de inauditos soñadores. Quiso numerar un sinfín de sueños, pero de pronto no se le venían más que jirones incoherentes. De pronto sólo un sueño. Soñó que la cama era blanda y que los almohadones los abultaba plumas de ganso. Descubrió, allí mismo, que la cama era poco más que un catre y que la única almohada no era tan sustanciosa.
Primero con estupor, después con la sospecha de que algo bastante raro estaba sucediendo, fue al borde de la cama, porque era preferible apearse de ella y abrir la puerta o al menos asomarse por la ventana. Ocurrió, sin embargo, que por más que se acercaba al borde no había modo de hacer pasar el cuerpo hasta el vacío. No era que la cama se hiciese más grande; apenas con extender sus extremidades cubría una diagonal según en cada ocasión sostuviera ese propósito, pero esos bordes coincidían, punto por punto, con sus propios bordes. Tuvo miedo. Más miedo que el que tuvo cuando le perseguían. Desde allí alcanzaba a ver dónde podían estar las llaves, en el rincón opuesto de la habitación. Veía también los otros muebles como islas imposibles; ya los ojos se habían habituado a las repeticiones de esa misma oscuridad. Se le figuró con horror que esta costumbre pudiera ser más que premonitoria.

De ese modo no había como salir de la cama, ni porque fuera dura ni porque se le hubiera soñado con plumas de ganso. Era como si se pretendiese adentrar al mundo hasta conseguirse todo lo que quedara afuera; lo cual reuniría una cicatriz tal vez confiable si la concentración de todos los vigores y todas las sustancias redujeran los plazos a un ombligo incognoscible. 
Por fortuna, se acordó de aquel estropicio. Otra vez la memoria. Aquello que no conociera nunca le hubiera sacado de la cama y seguramente le hará saltar de la cama, al día siguiente, para salir de ahí, aun cuando tenga que refugiarse dentro de esas paredes otra vez. Si no podía dormir, porque no tenía sueño, entonces esperaría a que amaneciera. Así que abrió los ojos, reguló la respiración, pero no se escuchaba nada; ni siquiera sus propios ruidos. Se le figuró que la sordera era peor que la costumbre de sus ojos. No quiso desesperarse. Se contuvo y esperó a que al fin amaneciera.

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