sábado, 7 de mayo de 2016

RITORNELO


























Se escuchaba un gallinero. No parecía que otra corporación sostuviese una prédica así. Animales vivos por primera vez. Nada realmente vivo había visto en medio de ese tumulto de los sábados. Sólo algunos pescados se les arracimaba sin profanárseles más allá de los anzuelos, tan reconocibles todos cuanto que cabal el cardumen. No obstante, toda las carnes se vendían muertas. Sí había escuchado que a veces alguien traía un cabrito en pie o que otros sopesaban conejos de sus orejas palpitantes. Las gallinas cluecas eran comunes en otro tiempo; ahora preferían comprarlas como todo lo demás.
Pollos, sin duda. No gallinas, sino pollos; tal vez algunos aflautados. Pollos de pelea tal vez. Pollos muy crecidos para terminarse de criar mientras la olla hierve. El olor abigarrado de las plumas le daba un respiro a lo que se vendería entre los huevos. Aún faltaba para las jaulas, pero ya podía imaginarse lo que empezaba a recobrar sus formas en medio de otras especies. Pudo distinguir que eran pollos, que tenían que ser pollos. Era el inconfundible piar de esas aves azoradas por el encierro.
Notó, precisamente en lo que oía, una diversidad de matices que se intercalaban como los mismos regateos del mercado. Era más bien como si alguien se pusiera a sintonizar una radio con la obstinación de que cierta emisora singular no se le escapara para siempre. Esto tenía un aire terrible. La barahúnda de los animales parecía lamentar un fin truculento, aun así no se quiso confiar de cantos especiales. No se detuvo a inquirir cosas cuya contestación precedía cualquier conjetura sentimental. Ya había decidido que iba pedir un pollo, que iba a salvar un pollo. Uno al que vería crecer en medio del patio, desgarrándose a la mitad de la madrugada como los gallos vecinos. Eso era todo, mas tenía la impresión de que todo ello se le negara de plano.
La gente espesa la espera, la peregrinación hacia lo que conmueve y al mismo tiempo atrae. En otras ocasiones y otras prisas había descubierto que siempre había procesiones que vadear cuando por fin se determinaba a dar un paso. No era que los demás carecieran de empeños propios que dividir el mundo consiguiese entre grietas audaces, pues lo que sucedía daba por virtud la esperanza de cada quien. Además, sabía que tenía que servirse de cada tumbo fortuito, y pese a los quiebres de rivales, porque quién no podría perderse en la inocencia como se pierde en un jardín secreto.
Antes de venir al mercado, había soñado con una caja de música, de cuyas lengüetas emergía un silencio que ahondaba el mismo sueño. Topó con el fondo y de pronto sus párpados se abrían como si cediesen ante el empuje. Escuchó los gallos como en otro sueño. Ahora lo recordaba bien. Ahora que estaba tan cerca de los pollos, la caja de música ya no lo asustaba como antes. Pediría un pollo para otros amaneceres como éste, y si no se lo compraban, lo cual de seguro iba ser así, memorizaría uno particularmente hasta darle por sentado.
No se podían ver las jaulas, aunque tampoco podían ser tan pequeñas. Por decirlo así, ya esperaba un prodigio con límites cotidianos. Una multitud rodeaba aquel foco inexpugnable, y de repente hubo un silencio de pollos. Las aves conservaban sus alegatos, pero ya no por combinación de sus proclamas. Ciertamente habían concertado un silencio que no maravillaba a nadie. Pensó que tenían que estar dormidas esas personas para que algo tan absurdo no suscitara ninguna extrañeza. Al fin un hombre pudo salir del corro, llevaba debajo de cada brazo un pollo dormido. Se figuró que había la manera de dormir a los pollos para que cada quien escogiese los suyos. Esto iba ser así por un buen rato, de modo que el certamen se diera con calma. Una matanza de pollos por amparo de los circundantes le previno de atestiguar ese mismo horror.
Prefería huir sin miramientos antes de que otra deserción privilegiada abriera el muro como un dintel. Reculó en procura del espacio que la indiferencia de los mayores dejaba en derredor, pero, justo antes de volverse en una súplica, pudo oír, como si el sonido fuera el mensajero bienaventurado, que los pollos despertaban otra vez; con la misma excitación que se les hubo oído, despertaban. Esto era todavía más raro y acaso más siniestro. Que alguien a voluntad durmiera y despertara pollos para entretener a quienes finalmente los guisarían con apenas la emoción de unas cuantas cebollas, le podía vidriar los ojos al más aplomado de los comensales.
Volvieron a callar los pollos; todos al punto. No bastaba con hacerles despertar milagrosamente, pues había que repetir una hazaña macabra que incluso con esa potencia no era capaz de infundir ningún temor a los testigos. Supuso que si nadie estaba asustado, a pesar de lo que veía, no tenía por que asustarse; después de todo el pánico ajeno podía asustarle más. Hasta entonces éste era el único enigma del mercado, y al parecer el truco no le hacía daño a nadie. El que los pollos tuvieran que morir por turnos poca novedad iba ofrecer al apetito cuando la mesa estuviera ya servida.
Una mujer y un hombre salían con su respectivos pollos, envueltos como piezas de pan, y otra vez los pollos despertaban. No quiso preguntar que pasaba allí, sin duda ya se sentía mejor, sabía a lo que había venido. Ya su ánimo sostenía su deseo; pediría un pollo de cualquier manera, uno que ya no tuvieran que dormir por ratos hasta que se lo llevaran muerto. Sin embargo, no se podía hacer nada por esas criaturas. El trance que las impelía en cada ocasión era póstumo y también ese vigor audible emanaba de una fuente ya extinta. Al fin alcanzó a entrever unas cestas de pollos muertos. De no haber sido por las cabezas, ese bulto de plumas sólo se encresparía en un conjunto informe.
Lo más probable es que se hicieran cantar a los pollos muertos para que la gente supiera a cuál escoger, así como se bruñe una elocuente manzana. Esta explicación no tenía que extenderse a otras dudas. Era menos despiadado el asunto; es decir, ya no había sufrimiento en aquellas quejas. De pronto no quiso saber más. Olvidó que iba salvar a un pollo. Para qué. Todos los pollos estaban muertos desde el principio. Les torcían el pezcuezo allí, después de cada pedido, y entonces a una cesta peor que las jaulas silenciosas; unos encima de otros. Ahora se le revelaba los albores del eclipse; y justo cuando la mujer del puesto insistía en sintonizar una radio descompuesta.
Sí; se les hacía competir como a dos cajas de música cuyos giros avinagran simultáneamente un sueño y un desvelo. Por fin lo descubrió todo y lo temía todo, era como su sueño y entonces sucedía que estaba en vigilia como en su sueño. El miedo que había conjurado se le había vuelto en contra, le dominaba al ver las maquinarias que siempre estuvieron en el centro de lo que ignoró. Dos rodillos de metal dentado giraban con un propósito indetenible, y dos hombres hacían pasar sendos pollos que se desplumaban al contacto. Duermevela, pensó, pero ya no sabía de que lado decirlo; tampoco sabía si huir o quedarse a que los mayores pudieran escoger un pollo desplumado, o tal vez dos. El humo donde se escaldaban los pollos iba disgregándose en vanas premuras. Y otra vez el ruido parecía al ritornelo de las lengüetas, y nunca más al piar de lo pollos.




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