Se escuchaba un gallinero. No
parecía que otra corporación sostuviese una prédica así. Animales
vivos por primera vez. Nada realmente vivo había visto en medio de
ese tumulto de los sábados. Sólo algunos pescados se les arracimaba
sin profanárseles más allá de los anzuelos, tan reconocibles todos cuanto que cabal el
cardumen. No obstante, toda las carnes se vendían muertas. Sí había
escuchado que a veces alguien traía un cabrito en pie o que otros
sopesaban conejos de sus orejas palpitantes. Las gallinas cluecas
eran comunes en otro tiempo; ahora preferían comprarlas como todo lo
demás.
Pollos, sin duda. No gallinas,
sino pollos; tal vez algunos aflautados. Pollos de pelea tal vez.
Pollos muy crecidos para terminarse de criar mientras la olla hierve.
El olor abigarrado de las plumas le daba un respiro a lo que se vendería entre los huevos. Aún faltaba para las
jaulas, pero ya podía imaginarse lo que empezaba a recobrar sus
formas en medio de otras especies. Pudo distinguir que eran pollos,
que tenían que ser pollos. Era el inconfundible piar de esas aves
azoradas por el encierro.
Notó, precisamente en lo que
oía, una diversidad de matices que se intercalaban como los mismos
regateos del mercado. Era más bien como si alguien se pusiera a
sintonizar una radio con la obstinación de que cierta emisora
singular no se le escapara para siempre. Esto tenía un aire
terrible. La barahúnda de los animales parecía lamentar un fin
truculento, aun así no se quiso confiar de cantos especiales. No se
detuvo a inquirir cosas cuya contestación precedía cualquier
conjetura sentimental. Ya había decidido que iba pedir un pollo, que
iba a salvar un pollo. Uno al que vería crecer en medio del patio,
desgarrándose a la mitad de la madrugada como los gallos vecinos.
Eso era todo, mas tenía la impresión de que todo ello se le negara
de plano.
La gente espesa la espera, la
peregrinación hacia lo que conmueve y al mismo tiempo atrae. En
otras ocasiones y otras prisas había descubierto que siempre había
procesiones que vadear cuando por fin se determinaba a dar un paso.
No era que los demás carecieran de empeños propios que dividir el
mundo consiguiese entre grietas audaces, pues lo que sucedía daba por
virtud la esperanza de cada quien. Además, sabía que tenía que
servirse de cada tumbo fortuito, y pese a los quiebres de rivales,
porque quién no podría perderse en la inocencia como se pierde en
un jardín secreto.
Antes de venir al mercado, había
soñado con una caja de música, de cuyas lengüetas emergía un
silencio que ahondaba el mismo sueño. Topó con el fondo y de pronto
sus párpados se abrían como si cediesen ante el empuje. Escuchó
los gallos como en otro sueño. Ahora lo recordaba bien. Ahora que
estaba tan cerca de los pollos, la caja de música ya no lo asustaba
como antes. Pediría un pollo para otros amaneceres como éste, y si
no se lo compraban, lo cual de seguro iba ser así, memorizaría uno
particularmente hasta darle por sentado.
No se podían ver las jaulas,
aunque tampoco podían ser tan pequeñas. Por decirlo así, ya
esperaba un prodigio con límites cotidianos. Una multitud rodeaba
aquel foco inexpugnable, y de repente hubo un silencio de pollos. Las
aves conservaban sus alegatos, pero ya no por combinación de sus
proclamas. Ciertamente habían concertado un silencio que no
maravillaba a nadie. Pensó que tenían que estar dormidas esas personas para que algo tan absurdo no suscitara ninguna extrañeza. Al fin un
hombre pudo salir del corro, llevaba debajo de cada brazo un pollo
dormido. Se figuró que había la manera de dormir a los pollos para
que cada quien escogiese los suyos. Esto iba ser así por un
buen rato, de modo que el certamen se diera con calma. Una matanza de
pollos por amparo de los circundantes le previno de atestiguar ese
mismo horror.
Prefería huir sin miramientos
antes de que otra deserción privilegiada abriera el muro como un
dintel. Reculó en procura del espacio que la indiferencia de los
mayores dejaba en derredor, pero, justo antes de volverse en una
súplica, pudo oír, como si el sonido fuera el mensajero
bienaventurado, que los pollos despertaban otra vez; con la misma
excitación que se les hubo oído, despertaban. Esto era todavía más
raro y acaso más siniestro. Que alguien a voluntad durmiera y
despertara pollos para entretener a quienes finalmente los guisarían
con apenas la emoción de unas cuantas cebollas, le podía vidriar
los ojos al más aplomado de los comensales.
Volvieron a callar los pollos;
todos al punto. No bastaba con hacerles despertar milagrosamente,
pues había que repetir una hazaña macabra que incluso con esa
potencia no era capaz de infundir ningún temor a los
testigos. Supuso que si nadie estaba asustado, a pesar de lo que
veía, no tenía por que asustarse; después de todo el pánico ajeno podía asustarle más. Hasta entonces éste era el único
enigma del mercado, y al parecer el truco no le hacía daño a nadie.
El que los pollos tuvieran que morir por turnos poca novedad iba
ofrecer al apetito cuando la mesa estuviera ya servida.
Una mujer y un hombre salían
con su respectivos pollos, envueltos como piezas de pan, y
otra vez los pollos despertaban. No quiso preguntar que pasaba allí,
sin duda ya se sentía mejor, sabía a lo que había venido. Ya su
ánimo sostenía su deseo; pediría un pollo de cualquier manera,
uno que ya no tuvieran que dormir por ratos hasta que se lo llevaran
muerto. Sin embargo, no se podía hacer nada por esas criaturas. El
trance que las impelía en cada ocasión era póstumo y también ese vigor
audible emanaba de una fuente ya extinta. Al fin alcanzó a entrever
unas cestas de pollos muertos. De no haber sido por las cabezas, ese bulto de plumas sólo se encresparía en un conjunto informe.
Lo más probable es que se
hicieran cantar a los pollos muertos para que la gente supiera a cuál
escoger, así como se bruñe una elocuente manzana. Esta explicación
no tenía que extenderse a otras dudas. Era menos despiadado el
asunto; es decir, ya no había sufrimiento en aquellas quejas. De
pronto no quiso saber más. Olvidó que iba salvar a un pollo. Para
qué. Todos los pollos estaban muertos desde el principio. Les torcían el pezcuezo allí, después de cada pedido, y entonces a una cesta peor que las jaulas silenciosas; unos encima de otros. Ahora se le revelaba los
albores del eclipse; y justo cuando la mujer del puesto insistía en sintonizar una radio descompuesta.
Sí; se les hacía competir como a dos cajas de música cuyos giros avinagran simultáneamente un
sueño y un desvelo. Por fin lo descubrió todo y lo temía todo,
era como su sueño y entonces sucedía que estaba en vigilia como en
su sueño. El miedo que había conjurado se le había vuelto en
contra, le dominaba al ver las maquinarias que siempre estuvieron en
el centro de lo que ignoró. Dos rodillos de metal dentado giraban con un propósito indetenible, y dos hombres hacían pasar sendos
pollos que se desplumaban al contacto. Duermevela, pensó, pero ya no
sabía de que lado decirlo; tampoco sabía si huir o quedarse a que
los mayores pudieran escoger un pollo desplumado, o tal vez dos. El humo donde se escaldaban los pollos iba disgregándose en vanas premuras. Y otra
vez el ruido parecía al ritornelo de las lengüetas, y nunca más al piar de lo
pollos.
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