El
desvelo le fue acunando espinosamente, incluso sobre ese límite le espoleó
hasta la prisa del sueño. Soñó entonces, ya bajo rigor de otras mataduras, que
al despertarse entre abrojos de una fiebre abría UN libro a tientas, como si la perplejidad de sus páginas rasgara el mundo. Allí, dos efigies invisibles en lo manifiesto del recorte. Sólo pares
y nones eran los rases de aquella vasta filosofía.
Ya
tan despierto como lo estuviera en ese sueño, se despabiló al vislumbrar lo
hallado. No se transparentaban las ruinas de un palimpsesto terminantemente
prohibido; ningún barniz encubría la crudeza del papel, ni había en tales
números contrarios otra vecindad que no fuera la de la serie. Antes que
dilapidarse en acomodos, hojeó el libro a diestra y a siniestra de los dos
primeros números. Indagó en los otros números por si había alguna remota
filigrana que los diferenciase a todos de sus figuras en el papel. Sólo el
argumento numerado hasta el final.
Tampoco
había título para aquel grueso volumen. La cubierta la rayaba azotes de quién
sabe qué intemperies. Como no advirtió más que esa impronta en punto de una
rara hechura, sospechó acaso el entrevero de muchas estrías, pero ya sin
atinar ninguna forma, acudió entonces a una biblioteca enorme que se abría
entre sus dedos, hasta lo alto de un pretil inexistente. Con cuánta
esclarecida ignorancia se puso a consultar volúmenes tan disparejos. Al
principio lo azoraba ese mismo afán, después venían las etimologías encadenadas, hasta que ya con desconsuelo coligió apenas
unas infundadas conjeturas. Si no era la piel de animal alguno, ni las señas de
talabarteros complicados, ¿había de ser entonces el mapa de una región violenta
o los confines de una industriosa civilización?
Acudió
a los atlas que de súbito entre los mismos dedos remontaban otros pretiles
inexistentes; y otra vez sus pesquisas les fatigaron en vano. Ahora el mismo
sueño que lo acosó hasta allí le obligaba al verdadero abismo. Antes que caer
en el espiral que le atraía, se sobrepuso de la modorra, pero al volver del
vacío de sus dedos sólo estaba el libro en blanco. Lo tomó. Sin abrirle, volvió a ver la cubierta, y descubrió que una de aquellas melladas arrugas en él
mismo iba prolongándose. Descubrió finalmente que la piel curtida,
recortada y tapizada en el volumen, por las vueltas del incierto uso abrillantada, al fin de revés entre sus manos, era entonces la elemental y cabal
cartografía de sus propias manos temblorosas, justo en ese momento y justo en ese lugar
donde los pies congregaban todos los indicios. Dejó caer el libro. Y el libro de revés le intimaba una pausa que él no convino en reflejo de su
asombro, porque se precipitó a despertar verídicamente y tan a tientas como hubo
de dormirse.
Enceguecido
entonces, abrió los ojos cubiertos por la urgencia de sus “manos”. Vio en
derredor la estancia revuelta en los mismos recodos del recuerdo. Su piel,
templada al frío, había destilado un sudor apremiante. Palpó en esas gotas otro pulso que con igual vehemencia parecía provenir de su ombligo. Halló en los tumbos del corazón la cojitranca prisa
que procura algún sosiego. Ovillado aún sobre el sofá, entumecido en la
trabazón de sus rodillas, le encandiló el milagro de verse ya a la saga de su
clarividente facultad.
Eran
como las diez, e incluso con esa esgrima ninguna obstinación podría cubrirse
de tan febril demora. Sin duda, la tarjeta del trabajo no iba registrar los
cálculos de ese DÍA. Ya era muy
tarde; y hasta muy tarde esperó para saberlo. Tampoco el susto de ese sueño le
hizo despertar al pronto de abrir sus ojos a las siete EN punto. No obstante, se sentía mejor, un poco aturdido por la ausencia que lo retenía allí. Vio otra vez sus manos vueltas en la quiromántica
amonestación de lo ilusorio. Tronó uno a uno sus dedos y sintió crepitar la
lumbre de un vigor todavía inescrutable, como el incendio de una remota
Alejandría. Irreflexivamente se echó al suelo, y apenas al crudo contacto de la
alfombra se tuvo en pie.
Al
frente estaba su biblioteca. Los VARIOS
caracteres sucedidos en un orden universal, que entre tantas lecturas se
combinarían todos para el mismo límite de siempre. Se preguntó si aquel vasto
volumen de su sueño había de escribírsele alguna vez, si quizá ya le habían
escrito y en el óbice de otros laberintos él depuso el atajo de esas marcas.
Con ironía argumentó que el no tenerlo entre sus rollos no le había mortificado
el sueño, pues soñó lo que ahora despierto le inducía al arquetipo. Aún no daba
un paso. A cierta distancia contemplaba los lomos de
sus volúmenes. Trataba de recordar si a ellos había acudido, pero ya ni
siquiera recordaba que hubiera una biblioteca al cabo de sus dudas. Ya no
recordaba las geografías de un mundo que además le era ignoto. Sereno, aún de
pie, no se apartaba de sus manos, las cuales sólo le parecían impalpables. Un
olvido le supuso otro de una proporción mayor, y así, en el devenir de los
apuntes, todo le acosaba con la misma fidelidad de un trance que iba disgregándose muy dentro de su mente. Sin embargo,
no había modo que se previniera de un abismo improbable para el tiento de sus
pies.
Apenas
si ya recordaba que había soñado, pero de ese sueño no pudo memorizar un aparte
fiel y exclusivo. Se consoló con saber que en otras noches, incluso más lúcidas
que la anterior, no se soñaba sino para un albur en blanco, en ese mismo blanco enumerado en el libro que más nunca había de recordar.
Alguien tocó a la puerta. Isaías, declinando
un título de sus volúmenes, rápidamente alisó el uniforme con el cual se había
quedado dormido como si postergara su turno hasta un nuevo amanecer. Antes de
abrir, siguió demorándose en esos pliegues, tal vez porque apartaba los sedimentos
cenagosos de un resfriado. Sin comparecer al espejo, que no lo había sino en el
baño, recompuso su austera vestidura. Quién irrumpiría en el piadoso ayuno.
Quién convendría su lugar sobre los tablones de tan alimenticio régimen. Se preguntó si algún emisario ya venía a
notificarle que su falta se echaba de ver aun sin salir de la pensión,
como si él mismo, despabilándose entre sus temblorosas manos, no pudiera notar que aún no abría la puerta. En tales cuestiones iban sus
composturas, cuando el cartero, inclinándose según su sombra, hizo pasar un
pliegue al través del umbral.
Se
agachó a recoger el sobre. Era un telegrama, cuyo remitente, como el destinatario,
se le simplificó en las inapelables señas de todos los DÍAS. Hacía meses que nadie le había escrito ni telefoneado de tan
lejos. Ni nadie de tan cerca podía conocer esta relación. Frente al posible despilfarro de cualquier intimidad no se daba a familiaridades. Ciertamente su escueto trato no era para transigir con otra costumbre que
la de respetar su trato. A nadie de su entorno le prodigaba otra licencia que la
de exigir esta ventaja todo el tiempo.
Además,
un telegrama así solía ser, según la mitología de una
modernidad, la confirmación de algo grave. No se atrevía a indagarle demasiado,
porque lo contuvo las mismas manos que con prisa deshacían el matasello. Por
primera vez desde que él se apartara de sus parientes, sintió que su origen le
convocaba desde un parentesco incognoscible.
Aludido
entonces, y requerido quizá, dilucidó el papel. La combinación
apresurada de ese luto iba revelándose de a poco. Justo en la hoja, el vacío acogía la estrechez de una tragedia. En efecto, lo que por copiosas
lágrimas descrito, lucía simplemente atroz al cabo de que se lo leyera allí.
Era como si aquel volumen, ya no recordado por él, lo colmara el imperioso abuso
de tan pocas y brutales letras. Con cuánto asombro, a través de sus “manos
temblorosas”, supo lo que desde entonces tendría que imaginar en medio de las omisiones más ajenas.
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