lunes, 21 de marzo de 2016

i griega (primer capítulo)



El desvelo le fue acunando espinosamente, incluso sobre ese límite le espoleó hasta la prisa del sueño. Soñó entonces, ya bajo rigor de otras mataduras, que al despertarse entre abrojos de una fiebre abría UN libro a tientas, como si la perplejidad de sus páginas rasgara el mundo. Allí, dos efigies invisibles en lo manifiesto del recorte. Sólo pares y nones eran los rases de aquella vasta filosofía.
Ya tan despierto como lo estuviera en ese sueño, se despabiló al vislumbrar lo hallado. No se transparentaban las ruinas de un palimpsesto terminantemente prohibido; ningún barniz encubría la crudeza del papel, ni había en tales números contrarios otra vecindad que no fuera la de la serie. Antes que dilapidarse en acomodos, hojeó el libro a diestra y a siniestra de los dos primeros números. Indagó en los otros números por si había alguna remota filigrana que los diferenciase a todos de sus figuras en el papel. Sólo el argumento numerado hasta el final.
Tampoco había título para aquel grueso volumen. La cubierta la rayaba azotes de quién sabe qué intemperies. Como no advirtió más que esa impronta en punto de una rara hechura, sospechó acaso el entrevero de muchas estrías, pero ya sin atinar ninguna forma, acudió entonces a una biblioteca enorme que se abría entre sus dedos, hasta lo alto de un pretil inexistente. Con cuánta esclarecida ignorancia se puso a consultar volúmenes tan disparejos. Al principio lo azoraba ese mismo afán, después venían las etimologías encadenadas, hasta que ya con desconsuelo coligió apenas unas infundadas conjeturas. Si no era la piel de animal alguno, ni las señas de talabarteros complicados, ¿había de ser entonces el mapa de una región violenta o los confines de una industriosa civilización?
Acudió a los atlas que de súbito entre los mismos dedos remontaban otros pretiles inexistentes; y otra vez sus pesquisas les fatigaron en vano. Ahora el mismo sueño que lo acosó hasta allí le obligaba al verdadero abismo. Antes que caer en el espiral que le atraía, se sobrepuso de la modorra, pero al volver del vacío de sus dedos sólo estaba el libro en blanco. Lo tomó. Sin abrirle, volvió a ver la cubierta, y descubrió que una de aquellas melladas arrugas en él mismo iba prolongándose. Descubrió finalmente que la piel curtida, recortada y tapizada en el volumen, por las vueltas del incierto uso abrillantada, al fin de revés entre sus manos, era entonces la elemental y cabal cartografía de sus propias manos temblorosas, justo en ese momento y justo en ese lugar donde los pies congregaban todos los indicios. Dejó caer el libro. Y el libro de revés le intimaba una pausa que él no convino en reflejo de su asombro, porque se precipitó a despertar verídicamente y tan a tientas como hubo de dormirse.
Enceguecido entonces, abrió los ojos cubiertos por la urgencia de sus “manos”. Vio en derredor la estancia revuelta en los mismos recodos del recuerdo. Su piel, templada al frío, había destilado un sudor apremiante. Palpó en esas gotas otro pulso que con igual vehemencia parecía provenir de su ombligo. Halló en los tumbos del corazón la cojitranca prisa que procura algún sosiego. Ovillado aún sobre el sofá, entumecido en la trabazón de sus rodillas, le encandiló el milagro de verse ya a la saga de su clarividente facultad.
Eran como las diez, e incluso con esa esgrima ninguna obstinación podría cubrirse de tan febril demora. Sin duda, la tarjeta del trabajo no iba registrar los cálculos de ese DÍA. Ya era muy tarde; y hasta muy tarde esperó para saberlo. Tampoco el susto de ese sueño le hizo despertar al pronto de abrir sus ojos a las siete EN punto. No obstante, se sentía mejor, un poco aturdido por la ausencia que lo retenía allí. Vio otra vez sus manos vueltas en la quiromántica amonestación de lo ilusorio. Tronó uno a uno sus dedos y sintió crepitar la lumbre de un vigor todavía inescrutable, como el incendio de una remota Alejandría. Irreflexivamente se echó al suelo, y apenas al crudo contacto de la alfombra se tuvo en pie.
Al frente estaba su biblioteca. Los VARIOS caracteres sucedidos en un orden universal, que entre tantas lecturas se combinarían todos para el mismo límite de siempre. Se preguntó si aquel vasto volumen de su sueño había de escribírsele alguna vez, si quizá ya le habían escrito y en el óbice de otros laberintos él depuso el atajo de esas marcas. Con ironía argumentó que el no tenerlo entre sus rollos no le había mortificado el sueño, pues soñó lo que ahora despierto le inducía al arquetipo. Aún no daba un paso. A cierta distancia contemplaba los lomos de sus volúmenes. Trataba de recordar si a ellos había acudido, pero ya ni siquiera recordaba que hubiera una biblioteca al cabo de sus dudas. Ya no recordaba las geografías de un mundo que además le era ignoto. Sereno, aún de pie, no se apartaba de sus manos, las cuales sólo le parecían impalpables. Un olvido le supuso otro de una proporción mayor, y así, en el devenir de los apuntes, todo le acosaba con la misma fidelidad de un trance que iba disgregándose muy dentro de su mente. Sin embargo, no había modo que se previniera de un abismo improbable para el tiento de sus pies.
Apenas si ya recordaba que había soñado, pero de ese sueño no pudo memorizar un aparte fiel y exclusivo. Se consoló con saber que en otras noches, incluso más lúcidas que la anterior, no se soñaba sino para un albur en blanco, en ese mismo blanco enumerado en el libro que más nunca había de recordar.
  Alguien tocó a la puerta. Isaías, declinando un título de sus volúmenes, rápidamente alisó el uniforme con el cual se había quedado dormido como si postergara su turno hasta un nuevo amanecer. Antes de abrir, siguió demorándose en esos pliegues, tal vez porque apartaba los sedimentos cenagosos de un resfriado. Sin comparecer al espejo, que no lo había sino en el baño, recompuso su austera vestidura. Quién irrumpiría en el piadoso ayuno. Quién convendría su lugar sobre los tablones de tan alimenticio régimen. Se preguntó si algún emisario ya venía a notificarle que su falta se echaba de ver aun sin salir de la pensión, como si él mismo, despabilándose entre sus temblorosas manos, no pudiera notar que aún no abría la puerta. En tales cuestiones iban sus composturas, cuando el cartero, inclinándose según su sombra, hizo pasar un pliegue al través del umbral.
Se agachó a recoger el sobre. Era un telegrama, cuyo remitente, como el destinatario, se le simplificó en las inapelables señas de todos los DÍAS. Hacía meses que nadie le había escrito ni telefoneado de tan lejos. Ni nadie de tan cerca podía conocer esta relación. Frente al posible despilfarro de cualquier intimidad no se daba a familiaridades. Ciertamente su escueto trato no era para transigir con otra costumbre que la de respetar su trato. A nadie de su entorno le prodigaba otra licencia que la de exigir esta ventaja todo el tiempo.
Además, un telegrama así solía ser, según la mitología de una modernidad, la confirmación de algo grave. No se atrevía a indagarle demasiado, porque lo contuvo las mismas manos que con prisa deshacían el matasello. Por primera vez desde que él se apartara de sus parientes, sintió que su origen le convocaba desde un parentesco incognoscible.
Aludido entonces, y requerido quizá, dilucidó el papel. La combinación apresurada de ese luto iba revelándose de a poco. Justo en la hoja, el vacío acogía la estrechez de una tragedia. En efecto, lo que por copiosas lágrimas descrito, lucía simplemente atroz al cabo de que se lo leyera allí. Era como si aquel volumen, ya no recordado por él, lo colmara el imperioso abuso de tan pocas y brutales letras. Con cuánto asombro, a través de sus “manos temblorosas”, supo lo que desde entonces tendría que imaginar en medio de las omisiones más ajenas.



No hay comentarios: