domingo, 31 de enero de 2016

Horario peculiar



Es maravilloso cuando al fin se diluye una traba que nunca concentró razones suficientes. Se podría suponer que todo en adelante sigue un propósito anterior al sueño y que ese sueño tuvo que ocurrir en verdad. Aún no se atrevía abrir los ojos, pero supo al instante que llegaría más temprano esta vez, por primera vez en nueve meses. Pensó que fingir una respiración remota le daba más vigores que los que pudiera argumentar de pie. Se imaginó que en algún momento sólo el cauce de un ataúd le iría a su medida, terrible certidumbre la de todos, así que mientras pasaba el deslumbrante túnel se esmeró en deshacer esa noción concebida en el espacio, la de todos, la que puede herir mortalmente sin recobrar una forma final. No obstante, el zumbido se prolongaba hasta el fondo de la tierra. Otra vez el cielo, por fin. Entonces las mismas estrellas bajo los párpados le calmaban un poco. La muerte no es el obstáculo más fácil que tope una criatura nonagenaria, eso lo sabía porque su abuela no acababa de morirse entre los tumbos de todos los días.
Todas las noches se ponía tan mala que de pronto llegaba lo peor, una súbita mejoría anegaba sus arrugas como cuando la sed escuece. Si se bajaba del lecho era para lo elemental de sus dominios o simplemente para requerir, a deshoras de la mañana, un reloj que siempre era puntual al interrogatorio. ¿Serán las tres? Y eran las tres. ¿Serán las cinco? Y eran las cinco. Cosa que ocurría de un modo impredecible, por lo demás apenas si la notaban sus parientes.
Se había levantado a las tres, como solía hacerlo, en el primer repique. Ni siquiera recordaba que el reloj de su abuela se detuvo en la noche, después que ella misma le enroscase hasta donde fue capaz. Un tráfico inusual, la serenidad de un motor muy diligente, y aun ciertos recuerdos de su infancia, parecían reunir todas las casualidades esa madrugada. Se bajaría a la cinco en punto, por ejemplo. Era demasiado temprano para llegar al trabajo, abriéndose un camino hasta la reja cerrada. Sólo queda hacer tiempo, se dijo antes de bajar, pero de qué modo, ¿acaso otra vez con los ojos cerrados, ahora que debía despabilarse como si despertara de veras? Fue al dintel del autobús, detrás de otras criaturas maravilladas como el chofer. Por fin el estribo. El cielo todavía oscuro. El suelo debajo de quienes caminaban hacia sus ataúdes. La agonía duró dos horas redondas, a la cinco en punto las dos criaturas tropezaron con la misma piedra, como en un mismo sueño, bajo las mismas estrellas de siempre.


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