lunes, 12 de enero de 2015

MANIOBRA




Al nomás despertar sintió morirse. No era que prefigurara una muerte según las memorias de sus ancestros, porque acaso hasta entonces había vivido sin temer a clarividencias infundadas. Era más bien una sensación repentina, como si le sobreviniera un mareo de cierto embarazo desconocido o como si le bajara la primera regla de nuevo. Algo que tal vez no iba durar mucho y que no se repetiría con los mismos orígenes. Al menos se esperanzaba con que esa intensidad consumiría todos sus medios, o que habiéndose despertado así ya ni la propia muerte iba sorprenderla en adelante. Abrió los ojos. Un vacío parecía hundirse en aquellos ojos que devoraban todas las cosas como por última vez. Pensó que moverse sería demasiado, pero también pensó que permanecer allí, sin más voluntad que esa indefensión, obraría cambios muy dentro de ella, tales que desbordaran sus reflejos ordinarios.
No parecía que hubiera salvación. Nacer era ya un acto irrevocable, y ahora lo corroboraba como si se tuviera que parir a sí misma, entre sus propios efluvios y después de que los nueve meses de cierta eternidad no pudieran postergarse en ese ombligo. Sin embargo, no era la muerte la que le reducía con tanta exactitud. Sabía, por ejemplo, que si no se levantaba de allí al cabo moriría, sin siquiera contrariar ese cauce indetenible que ahonda arrugas y gusanos. No era la muerte la que iba a oprimir su ser. La sensación de morirse era, por otro parte, lo bastante poderosa como para monopolizar cualquier grado sensitivo, aun porque otras sensaciones tuvieran que manifestarse subsidiariamente.
Esa mañana cumplía treinta años. Estaba sola. Despierta. Tenía que levantarse ya. Darse una ducha. Tomar el desayuno. Vestir el uniforme y coger el autobús antes de las 6. En cambio estaba tratando de mover un dedo, poco a poco. Eligió el meñique izquierdo, y se concentró con tal afán que parecía que se echara sobre él al igual que lo hiciera sobre un piano. Funcionaba; el dedo se movía de acuerdo a esa intención. Ahora sólo quedaba recobrar el movimiento en los otros músculos, lo cual hacía también de a poco y en virtud de un orden pertinente. No era tan difícil echar a andar esa parálisis, porque al fin sus engranajes habían sido liberados. Se apeó de la cama. Caminó como de costumbre y supo que cualquier acción iba darse entre conexiones conocidas. Ya era terrible que estuviera al corriente de cada recodo preciso, pero aun más terrible era que al arraigo de supersticiones indistintas las cosas cobraran un cariz cada vez más veraz.
Fue al trabajo como si nada, y nadie notaría jamás un cambio que reñir de sus costumbres, y ni siquiera una infamia por envidia podría exceder los modales. Pasaron los días. Pasaron los meses y así pasaron treinta años más. En su cumpleaños sesenta telefoneó a un matón y le pagó, casi se diría que póstumamente, para que viniera a matarla en su apartamento. Le previno que no postergara la tarea, porque las consecuencias ya serían muy inconvenientes para ambos. Le previno que no se dejara disuadir por arrepentimientos ni por resignaciones solapadas. Le previno que una herencia imponía un sacrificio del que ya poco importaría conocer hallazgos ni culpables. Le prometió, eso sí, joyas que colmaban cajones misteriosos y otros ases bajo la alfombra. Así que lo iba a esperar sola como lo esperara desde hace treinta años, antes de que incluso él naciera; y ningún óbice se interpondría llegado el momento. Por el contrario, dejaría al alcance todo lo que era menester para encubrir el asunto y para que el cuerpo desapareciera sin indicios.
Sería lo más simple de comprender. Ahora lo sabía. Sentada frente a la puerta, lo sabía. Ninguna otra perturbación iba a discurrir de sus sueños y las vigilias ya no dispensarían ningún rocío. En treinta años de martirio supo que estaba viva. En verdad no le costaría ceder ante un propósito inminente, justo ahora que todo estaba tan claro para ella. Se abriría la puerta, aparecería alguien del que iba reconocer su silencio y moriría sin más.
En un parpadeo todo cambió. No quería rendirse, pues ya no tenía por que rendirse. Como aquella mañana, cuando se despertó en medio de un apuro subitáneo, por primera vez supo que quería vivir, que debía vivir sin que ninguna amenaza le malograra sus vigores. Supo que ese derecho lo había recobrado de repente y que era imprescriptible. Ya había pasado el influjo de una funesta estrella y sus ojos ya no estaban posesos como antes. No tuvo hijos. Ninguna compañía le conmovió jamás, aun así de pronto tenía todas las razones para vivir y tan justificadas para siempre. Las razones, desde luego, para no morir.
Seguía sentada en la silla, como esperando la descarga eléctrica. No se atrevía a mover el meñique izquierdo. Tenía que hacer algo antes de que llegara el asesino. Salir de la silla. Telefonear con lisonjas más prometedoras. Nada iba conmutar la pena, y lo sabía demasiado bien. Tampoco la policía iba a fortificar una combinación agrietada por todas partes. Se apeó de la silla como de la cama. No para dejarse llevar por el movimiento irreflexivo, sino para procurarle del entorno un margen a su salvación. Estaba determinada a resistir con fiereza. No habría treinta años más, eso lo sabía, pero cada minuto era importante y necesario. Sería todo lo temeraria que una criatura es al estar acorralada. Se defendería a plenitud, y esa defensa la iba conservar a pesar de sus manos entumecidas.
Daría tumbos hasta vencer la codicia ajena y la mezquindad propia. Se escucharían gritos, llegado el momento, que caerían como escollos desde cualquier lluvia. Tal vez testigos providenciales merecerían ese turno, a esa hora de la noche. Esperó a que la puerta se abriera. Ya se escuchaban unos pasos del otro lado, desde el otro mundo. Tomó la silla. Retrocedió oportunamente y esperó a que la batalla comenzara entre las arengas más iracundas, mas todo fue como un relámpago.



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