
Al
nomás despertar sintió morirse. No era que prefigurara una muerte según las
memorias de sus ancestros, porque acaso hasta entonces había vivido sin temer a
clarividencias infundadas. Era más bien una sensación repentina, como si le
sobreviniera un mareo de cierto embarazo desconocido o como si le bajara la
primera regla de nuevo. Algo que tal vez no iba durar mucho y que no se
repetiría con los mismos orígenes. Al menos se esperanzaba con que esa intensidad
consumiría todos sus medios, o que habiéndose despertado así ya ni la propia
muerte iba sorprenderla en adelante. Abrió los ojos. Un vacío parecía hundirse
en aquellos ojos que devoraban todas las cosas como por última vez. Pensó que moverse
sería demasiado, pero también pensó que permanecer allí, sin más voluntad que
esa indefensión, obraría cambios muy dentro de ella, tales que desbordaran sus reflejos ordinarios.
No parecía que
hubiera salvación. Nacer era ya un acto irrevocable, y ahora lo corroboraba
como si se tuviera que parir a sí misma, entre sus propios efluvios y después
de que los nueve meses de cierta eternidad no pudieran postergarse en ese ombligo. Sin embargo, no era la muerte la que le
reducía con tanta exactitud. Sabía, por ejemplo, que si no se levantaba de allí al
cabo moriría, sin siquiera contrariar ese cauce indetenible que ahonda arrugas y gusanos. No era la muerte la que iba a oprimir su ser. La sensación de morirse era, por otro parte, lo bastante poderosa como para monopolizar cualquier grado sensitivo, aun
porque otras sensaciones tuvieran que manifestarse subsidiariamente.
Esa mañana
cumplía treinta años. Estaba sola. Despierta. Tenía que levantarse ya. Darse
una ducha. Tomar el desayuno. Vestir el uniforme y coger el autobús antes de
las 6. En cambio estaba tratando de mover un dedo, poco a poco. Eligió el
meñique izquierdo, y se concentró con tal afán que parecía que se echara sobre
él al igual que lo hiciera sobre un piano. Funcionaba; el dedo se movía de
acuerdo a esa intención. Ahora sólo quedaba recobrar el movimiento en los otros
músculos, lo cual hacía también de a poco y en virtud de un orden pertinente. No era tan difícil echar a andar esa parálisis, porque al fin sus
engranajes habían sido liberados. Se apeó de la cama. Caminó como de costumbre
y supo que cualquier acción iba darse entre conexiones
conocidas. Ya era terrible que estuviera al corriente de cada recodo preciso,
pero aun más terrible era que al arraigo de supersticiones indistintas las
cosas cobraran un cariz cada vez más veraz.
Fue al trabajo
como si nada, y nadie notaría jamás un cambio que reñir de sus costumbres, y ni siquiera una
infamia por envidia podría exceder los modales. Pasaron los días. Pasaron los
meses y así pasaron treinta años más. En su cumpleaños sesenta telefoneó a
un matón y le pagó, casi se diría que póstumamente, para que viniera a matarla en su apartamento.
Le previno que no postergara la tarea, porque las consecuencias ya serían muy
inconvenientes para ambos. Le previno que no se dejara disuadir por
arrepentimientos ni por resignaciones solapadas. Le previno que una herencia
imponía un sacrificio del que ya poco importaría conocer hallazgos ni
culpables. Le prometió, eso sí, joyas que colmaban cajones misteriosos y otros
ases bajo la alfombra. Así que lo iba a esperar sola como lo esperara desde
hace treinta años, antes de que incluso él naciera; y ningún óbice se
interpondría llegado el momento. Por el contrario, dejaría al alcance todo lo
que era menester para encubrir el asunto y para que el cuerpo desapareciera sin
indicios.
Sería lo más
simple de comprender. Ahora lo sabía. Sentada frente a la puerta, lo sabía.
Ninguna otra perturbación iba a discurrir de sus sueños y las vigilias ya no
dispensarían ningún rocío. En treinta años de martirio supo que estaba viva. En
verdad no le costaría ceder ante un propósito inminente, justo ahora que todo
estaba tan claro para ella. Se abriría la puerta, aparecería alguien del que
iba reconocer su silencio y moriría sin más.
En un parpadeo
todo cambió. No quería rendirse, pues ya no tenía por que rendirse. Como
aquella mañana, cuando se despertó en medio de un apuro subitáneo, por primera vez
supo que quería vivir, que debía vivir sin que ninguna amenaza le malograra sus
vigores. Supo que ese derecho lo había recobrado de repente y que era
imprescriptible. Ya había pasado el influjo de una funesta estrella y sus ojos
ya no estaban posesos como antes. No tuvo hijos. Ninguna compañía le conmovió
jamás, aun así de pronto tenía todas las razones para vivir y tan justificadas
para siempre. Las razones, desde luego, para no morir.
Seguía sentada
en la silla, como esperando la descarga eléctrica. No se atrevía a mover el meñique izquierdo. Tenía que hacer algo antes de que llegara el asesino. Salir de la silla.
Telefonear con lisonjas más prometedoras. Nada iba conmutar la pena, y lo sabía
demasiado bien. Tampoco la policía iba a fortificar una combinación agrietada
por todas partes. Se apeó de la silla como de la cama. No para dejarse llevar
por el movimiento irreflexivo, sino para procurarle del entorno un margen a su salvación. Estaba determinada a resistir con fiereza. No habría treinta años
más, eso lo sabía, pero cada minuto era importante y necesario. Sería todo lo
temeraria que una criatura es al estar acorralada. Se defendería a plenitud, y
esa defensa la iba conservar a pesar de sus manos entumecidas.
Daría tumbos
hasta vencer la codicia ajena y la mezquindad propia. Se escucharían gritos,
llegado el momento, que caerían como escollos desde cualquier lluvia. Tal vez
testigos providenciales merecerían ese turno, a esa hora de la noche. Esperó a que
la puerta se abriera. Ya se escuchaban unos pasos del otro lado, desde el otro
mundo. Tomó la silla. Retrocedió oportunamente y esperó a que la batalla
comenzara entre las arengas más iracundas, mas todo fue como un
relámpago.
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