sábado, 30 de agosto de 2014

AQUELLA PRENDA INESCRUTABLE






Como os dije (si lo recordáis aún), antes de la casa un cauce era el conducto de su entorno restringido. Se entraba y se salía de ella como si en rigor se precisara de algún secreto. Para venir desde la calle en la ceja del cerro, un callejón escalonado nos conducía hasta un largo y muy angosto pasillo, a cuyas márgenes se levantaban otras casas. Después del pasillo, las escaleras que a su vez caían al patio, y luego la pared cruda donde la puerta principal de latón cincelaba en diamante la cifra de nuestro hogar.
Entre el asedio de las otras casas, el pasillo parecía un espinazo de cemento. Las casas de un lado apenas sobresalían del llano, por lo que a las chapas de zinc se les tuvieron que ribetear sus filos. En la otra margen, se erguía cierta mole de dos plantas, sobre cuya azotea podía verse las veladuras de una trepadora. Siempre sospechamos que esa mole había de albergar un sótano muy dentro de su apariencia visible, y hasta nos disputábamos la imaginación de lo ilusorio.
En esa casa vivía una anciana severa, pero siempre vivaz en el trato. Era la viuda de un hombre paciente que nunca conocimos. Sus ojos eran azules, o tal vez, conforme sus gafas de gruesos lentes le aumentaban sus ojos, el azul poblaba el desborde de una clarividencia intimidante. Fue madre y también abuela de una prole que le sucedía en parejo de los ojos azules y el cabello platinado. Su voz parecía más brusca de lo común cuando repicaba en juramentos guturales, y se le notaba más a ella que a todos aquellos quienes convivían bajo su facultad rectora. Seguramente había venido muy joven con su esposo. Las circunstancias le fueron instruyendo en un perspicaz castellano, pero pese a que nadie le podía sorprender con los artificios de nuestro idioma, su acento era, después de todo, terriblemente alemán.
Desde las ventanas de esa casa nunca había caído un objeto. La anciana debía ser tan escrupulosa en esa casa como se nos figuró que también lo era en el inventario secreto del sótano. Pero un día vi algo rojo y diminuto en el pasillo. De lejos figuraba como un estuche de joyería, que sólo pudo haber venido desde unos de esos vanos, cuando no del sótano aún. ¿Y si fuera del sótano? —me pregunté, pero al punto desestimé la hipótesis, porque no era tan ilusorio el hallazgo, más bien estaba allí abierto contra el piso, y porque ese sótano tenía que tener cierta profundidad por debajo del pasillo.
Al acercarme, el terciopelo (que aún se me figuraba así) reverberaba al sol, y era como si ese mismo fulgor me abriera los ojos. Nunca me ilusioné con unos quilates que se tuvieran que redondear en una sortija. Era más bien la caja la que me maravillaba por completo. Di unos pasos más y esa caja ya no era la misma, porque en la metamorfosis de lo que no era empezaba a asomarse, de revés, un pequeño diccionario de alemán. Lo cogí y lo hojeé entre mis pulgares azorados.
Ya sabía yo lo que era un diccionario, pero era la primera vez que veía uno bilingüe. Se podían tomar palabras castellanas y hallar sus equivalencias alemanas en distintas y parcas acepciones, y viceversa. Lo primero que se me ocurrió pesquisar de él fue una palabra, muy principal, que aún hoy me sorprende que me iniciara en el estudio. Busqué, aunque no se crea, la palabra  “diccionario”. Al punto se me ocurrió que yo también podía relatar la travesía del librito, desde la ventana hasta estrellarse en el suelo, y así escribir una pequeña historia en alemán que entendiera la anciana y todos los demás alemanes de este mundo original.
“Die Klein Wöterbuch Von Deutsh Fallen Von Fenster.”
Quise ocultar mi tesoro, pero era menester declararlo en su momento, porque al cabo vendrían a reclamar sus páginas exactas. Mi primera historia en alemán no era suficiente, podía escribir más, mucho más, el mismo diccionario me incitaría a averiguar qué palabras son aquéllas del modo que yo las comprendiera en mi propio diccionario del colegio. Ah, cuánto, entre dos sonoros idiomas, estaba al alcance de lo que pudiera saberse por aquel entonces. Por ejemplo, las maravillas de ese sótano oscuro, o qué decir de las demás cosas que pasaran en el resto de esa casa. Antes de entregarlo, pensé: ‘vamos, si la señora ya no lo necesita mucho, pues ciertamente ninguna palabrota le deja a tientas.’ Pero había que entregarle.
Dos o tres historias más postergarían a mi bilingüe erudición. De inmediato supe que escribiría incluso menos si el afán de escribir bajo esa sombra me iluminaba por unos pocos días. En el desconsuelo ya, me vino una idea, acaso tan fulgurante e irrevocable como el propio hallazgo. El diccionario tenía una serie de palabras castellanas, traducidas y explicadas al alemán, después una cartulina divisoria y en adelante una serie de palabras alemanas con sus consabidos significados en castellano. Puesto que el número de palabras castellanas era igual al número de palabras alemanas, el diccionario podría referir cualquier registro a cabalidad, remontándose a ciertos orígenes donde no hubiera omisiones de ninguna especie; es decir, desde su Apocalipsis hasta su Génesis, o viceversa.
Empecé a contar las palabras, que yo sabía que eran miles. Traté de abreviar, según problemas aritmético de la escuela, pero los renglones eran dispares. Ya ningún método me distraía de una sucesión supernumeraria. Contaba hasta muy entrada la tarde, cuando se suponía que las tareas de aritméticas me retuvieran al cuaderno. El tercer día de esa fiebre, había dejado el diccionario en casa. Cuando volví, temeroso de haberle extraviado, ya la anciana agradecía que se le devolviera aquella prenda inescrutable y para siempre recóndita. Ni el sótano, con todos sus ilusorios esplendores, podía compensar aquella pérdida.
La anciana, en un alemán incomprensible (que nunca antes le había escuchado), se guareció en su casa de ventanas altas. En aquella mole sobre cuyo sótano nunca más se habría de defenestrar nada más.


Mayo, 2012.


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