Como os dije (si lo recordáis aún), antes
de la casa un cauce era el conducto de su entorno restringido. Se entraba y se
salía de ella como si en rigor se precisara de algún secreto. Para
venir desde la calle en la ceja del cerro, un callejón escalonado nos conducía
hasta un largo y muy angosto pasillo, a cuyas márgenes se levantaban otras
casas. Después del pasillo, las escaleras que a su vez caían al patio, y luego
la pared cruda donde la puerta principal de latón cincelaba en diamante la cifra
de nuestro hogar.
Entre el asedio de las otras casas, el
pasillo parecía un espinazo de cemento. Las casas de un lado apenas sobresalían
del llano, por lo que a las chapas de zinc se les tuvieron que ribetear sus
filos. En la otra margen, se erguía cierta mole de dos plantas, sobre cuya
azotea podía verse las veladuras de una trepadora. Siempre sospechamos que esa
mole había de albergar un sótano muy dentro de su apariencia visible, y hasta
nos disputábamos la imaginación de lo ilusorio.
En esa casa vivía una anciana severa, pero
siempre vivaz en el trato. Era la viuda de un hombre paciente que nunca
conocimos. Sus ojos eran azules, o tal vez, conforme sus gafas de gruesos
lentes le aumentaban sus ojos, el azul poblaba el desborde de una
clarividencia intimidante. Fue madre y también abuela de una prole que le
sucedía en parejo de los ojos azules y el cabello platinado. Su voz parecía más
brusca de lo común cuando repicaba en juramentos guturales, y se le notaba más
a ella que a todos aquellos quienes convivían bajo su facultad rectora.
Seguramente había venido muy joven con su esposo. Las circunstancias le fueron
instruyendo en un perspicaz castellano, pero pese a que nadie le podía
sorprender con los artificios de nuestro idioma, su acento era, después de
todo, terriblemente alemán.
Desde las ventanas de esa casa nunca había
caído un objeto. La anciana debía ser tan escrupulosa en esa casa como se nos
figuró que también lo era en el inventario secreto del sótano. Pero un día vi
algo rojo y diminuto en el pasillo. De lejos figuraba como un estuche de
joyería, que sólo pudo haber venido desde unos de esos vanos, cuando no del
sótano aún. ¿Y si fuera del sótano? —me pregunté, pero al punto desestimé la
hipótesis, porque no era tan ilusorio el hallazgo, más bien estaba allí abierto
contra el piso, y porque ese sótano tenía que tener cierta profundidad por
debajo del pasillo.
Al acercarme, el terciopelo (que aún se me
figuraba así) reverberaba al sol, y era como si ese mismo fulgor me abriera los
ojos. Nunca me ilusioné con unos quilates que se tuvieran que redondear en una
sortija. Era más bien la caja la que me maravillaba por completo. Di unos pasos
más y esa caja ya no era la misma, porque en la metamorfosis de lo que no
era empezaba a asomarse, de revés, un pequeño diccionario de alemán. Lo
cogí y lo hojeé entre mis pulgares azorados.
Ya sabía yo lo que era un diccionario,
pero era la primera vez que veía uno bilingüe. Se podían tomar palabras
castellanas y hallar sus equivalencias alemanas en distintas y parcas
acepciones, y viceversa. Lo primero que se me ocurrió pesquisar de
él fue una palabra, muy principal, que aún hoy me sorprende que me iniciara en
el estudio. Busqué, aunque no se crea, la palabra “diccionario”. Al punto
se me ocurrió que yo también podía relatar la travesía del librito, desde la
ventana hasta estrellarse en el suelo, y así escribir una pequeña historia en
alemán que entendiera la anciana y todos los demás alemanes de este mundo
original.
“Die Klein Wöterbuch Von Deutsh Fallen Von
Fenster.”
Quise ocultar mi tesoro, pero era menester
declararlo en su momento, porque al cabo vendrían a reclamar sus páginas
exactas. Mi primera historia en alemán no era suficiente, podía escribir más,
mucho más, el mismo diccionario me incitaría a averiguar qué palabras son
aquéllas del modo que yo las comprendiera en mi propio diccionario del colegio.
Ah, cuánto, entre dos sonoros idiomas, estaba al alcance de lo que pudiera
saberse por aquel entonces. Por ejemplo, las maravillas de ese sótano oscuro, o
qué decir de las demás cosas que pasaran en el resto de esa casa. Antes de
entregarlo, pensé: ‘vamos, si la señora ya no lo necesita mucho, pues
ciertamente ninguna palabrota le deja a tientas.’ Pero había que entregarle.
Dos o tres historias más postergarían a mi
bilingüe erudición. De inmediato supe que escribiría incluso menos si el afán
de escribir bajo esa sombra me iluminaba por unos pocos días. En el desconsuelo
ya, me vino una idea, acaso tan fulgurante e irrevocable como el propio
hallazgo. El diccionario tenía una serie de palabras castellanas, traducidas y
explicadas al alemán, después una cartulina divisoria y en adelante una serie
de palabras alemanas con sus consabidos significados en castellano. Puesto que
el número de palabras castellanas era igual al número de palabras alemanas, el
diccionario podría referir cualquier registro a cabalidad, remontándose
a ciertos orígenes donde no hubiera omisiones de ninguna especie; es decir,
desde su Apocalipsis hasta su Génesis, o viceversa.
Empecé a contar las palabras, que yo sabía
que eran miles. Traté de abreviar, según problemas aritmético de la escuela,
pero los renglones eran dispares. Ya ningún método me distraía de una sucesión
supernumeraria. Contaba hasta muy entrada la tarde, cuando se suponía que las
tareas de aritméticas me retuvieran al cuaderno. El tercer día de esa fiebre,
había dejado el diccionario en casa. Cuando volví, temeroso de haberle
extraviado, ya la anciana agradecía que se le devolviera aquella prenda
inescrutable y para siempre recóndita. Ni el sótano, con todos sus ilusorios
esplendores, podía compensar aquella pérdida.
La anciana, en un alemán incomprensible
(que nunca antes le había escuchado), se guareció en su casa de ventanas altas.
En aquella mole sobre cuyo sótano nunca más se habría de defenestrar nada más.
Mayo, 2012.
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