domingo, 6 de julio de 2014

EN AQUEL TIEMPO


En aquel tiempo, dos familias hostiles demandaban para sí el derecho de presidir el reinado. Las cosechas eran abundantes, las fronteras se habían repasado más allá de la creciente cuyo pródigo curso dilataba molinos. El oro, de tan precioso como llegaba, apenas si los orfebres le pulían sus señas de origen. Los siervos y la plebe procreaban con la misma sumisión de sus virtudes y en el mercado los objetos proliferaban según el trámite de monedas antiguas. No obstante, la disputa de la corte amargaba las mieles de la abundancia, sin que ninguna de las familias saciara sus apetitos. Como el dilema seguía siendo irresoluto, los primogénitos opuestos dividían los edictos de la corte, lo cual siempre hacían con encono.
Sucedió que una sequía sobrevino. A razón de la harina almacenada, vanamente se esperó a que el cielo revirtiera su cifra. Las plegarias, antes sólo proferidas en las ceremonias, se volvieron en un clamor general al cielo. Cada familia corregente culpaba de la desgracia a la otra, y estas acusaciones trababan en la plebe pleitos de sangre. Se hicieron sacrificios; se agostaron manadas enteras, cuyas piezas hubieran aplazado la carnicería de los impíos.
Todos se acordaron de Dios, pero sin poder conmoverle. Puesto que todos los súbditos veían en la disputa la causa del infortunio, y que resolverla de cualquier modo tornaría el reino (aunque desprovisto de rey) a la paz de los mayores, persistieron sobre rodillas profundas y sobre esas huellas fraguaron una confabulación contra los partidos.
Tan terribles consecuencias se vislumbraban que uno de los príncipes decidió transigir con el otro, y así, con pérfida doblez, se retiró con los suyos a la frontera, a un pequeño campamento ya en el mínimo de sus tributaciones. Desde allí se propuso asaltar a la precaria casa del monarca, porque el favor del cielo volvería con buenos ojos a la mejor parte del dilema y los súbditos bendecirían las mercedes ya benditas.
La familia regente, azorada por la violencia y la hambruna, primero se condujo con severidad, luego se arrepintió de llevar el cetro y aun de una disputa tan estéril como la tierra agrietada donde seguía derramándose la sangre de muchos exaltados.
Si el Altísimo pedía un sacrificio, sin duda era el de abdicar generosamente, y reconocer en esos términos que el enemigo era el bienhechor de la corte. Así el príncipe regente partió a convenir la paz con el otro. Marchó todo lo de prisa que le llevó su caballo hasta el río. Hizo noche en la ribera y el insomnio hizo día en su sueño. El murmullo de un río vacío le distrajo toda la noche.
Antes del amanecer, vadeó la inexistente corriente, y antes del crepúsculo llegó al campamento. En vano buscó a la familia, y quienes con hospitalaria mansedumbre respondieron a sus preguntas le noticiaron que fueron de caza todos aquellos enemigos. Las dos jornadas a caballo, y la noche galopante que también montó en pelo, le intimaban el descanso provechoso. Le ofrecieron un catre mientras esperaba. Se tendió y al punto quedó dormido. Soñó que al despertar se daba el encuentro y tras las condiciones se sancionaba la paz redentora a los ojos de Dios.
Cuando despertó de veras, mandó buscar en vano a alguien de su linaje, y ya en burla de una trampa lo descubrió todo. Salió rabioso. Tomó otra bestia, en perjuicio de quien la reclamaba suya, y regresó. Temprano llegó al río, pero por más que quiso vadearlo en el fragor de su impaciencia, la corriente caudalosa vedaba su valentía. Muy a su pesar, tuvo que hacer noche en la otra ribera. No pensó en el agua tumultuosa, pues el insomnio le dejaba seco y con una sed terrible que le abrasaba en el delirio de ver la misma sequía con los mismos monstruos.
Antes del amanecer, con trabajo ganó la otra ribera. Hizo matar a la bestia en el afán. Apeándose del exhausto muerto, siguió en pos de un horizonte incendiado. Buscó en las cenizas de la corte; se tiznó la frente abrazada por otro delirio más cercano al fuego. Sollozó, juró venganza, pero, al volverse en recargo de sus maldiciones, una turba le apaleó. Quedó tendido como en el catre, y como en el catre soñó, antes de la condena, que al despertar se sancionaba la paz delante de los misericordiosos ojos de Dios.

El otro primogénito no pudo aplacar a los rebeldes tras haber suprimido a la casa rival. Su usurpación fue purgada con la misma celeridad con que también se dispuso de la otra familia. La lluvia, que ya se había desgajado en las montañas, empezaba a rociar el valle; y los súbditos antes que matar otro tirano, cuya frente ya la apagaba las primeras gotas, le echó a morir sobre el desierto. ¡Palabra sea la del Altísimo!

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